Читать книгу Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay - Страница 8

3 Caos en el aire

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Estábamos distribuidos por todo el avión —es lo que tienen los vuelos baratos— y sentados, para nuestra suerte, separados. Nada de parejitas. Angelines, Ma y yo, a la izquierda del pasillo; Patrick, Kenrick y un niño de unos diez años, en el pasillo derecho, unos asientos más para atrás; el Linterna, Alejandro y una señora mayor, tres delante de nosotros, y el Pulga junto con un matrimonio francés, detrás. Boli y Azucena estaban en la bodega del avión, con todo el dolor de mi corazón. No veía el momento de bajarme y cogerlos entre mis brazos.

Todo comenzó bien. Bueno, lo normal: Ma se santiguó, levantó la mano para preguntarle a la azafata dónde estaba su paracaídas, se aseguró de que la puerta de emergencia la cubriera alguien con buen estado físico y no un matrimonio de viejitos, como la última vez, y se quejó de que no le cabían las piernas ni la barriga en esa mierda de sillón fabricado para esqueléticas como yo y de que iba a echar al niño por la boca. Textualmente. Pero la cosa se torció cuando despegamos y llevábamos unos veinte minutos de vuelo. Ma comenzó a decir en voz baja palabras ininteligibles.

—¿Qué pasa? —le pregunté con voz cansada, pensando que diría otra de sus conspiranoias aéreas.

—Será mamón. Y ella, una puta —farfulló entre dientes, girando el cuello todo lo que le daba hacia atrás.

Me puse al revés y de rodillas en el sillón para ver qué ocurría. El Pulga, que estaba detrás, me sonrió y me saludó con efusividad, como si no lleváramos dos minutos sin vernos. Lo ignoré y miré más allá para averiguar el motivo del enfado de mi amiga. Dos azafatas se habían parado con el carrito junto a los chicos para servirles algo y una de ellas hablaba con Kenrick.

—¿Es por la azafata? —le pregunté.

—¿Has visto cómo la mira y cómo hablan?

—Ma, está dándole el dinero, y ella, el café.

—Sonríen mucho. Le gusta la tiparraca esa.

La miré ofuscada.

—Está sonriéndole porque es su jodido trabajo, y debe tener esa sonrisa en la cara le guste o no, tenga un mal día o no.

Me contempló con los ojos vidriosos por la rabia.

—¿La defiendes a ella antes que a mí? ¡Lo que me faltaba! Angelines. —Codazo que le endiñó, y la aludida abrió más la boca—. ¡Angelines! —Codazo más fuerte. Nuestra amiga murmuró algo que no entendimos y echó la cabeza hacia atrás. Seguidamente, se le cayó con un golpe seco hacia delante. Si no se había partido el cuello, que bajase Dios y lo viera. No podía remediar lo de quedarse dormida en los viajes. No podía.

—¡Claro que la defiendo! No está haciendo nada, y tú estás paranoica. No puedes llamar puta a una chica porque esté siendo amable, la mire tu novio o no; que, por otro lado, sería culpa de él.

—¡No me vengas con tus riñas de feminismo ahora, porque no te aguanto!

Elevó tanto la voz que Angelines abrió un ojo, levantó la cabeza de la ventanilla, se quitó los auriculares y se limpió la babilla de la comisura.

—¿Qué os paaasa?

—¡Esa, que es una puta! —soltó a grito pelado, señalando a la azafata, y todo el avión nos miró. Incluidos Kenrick y la muchacha, claro.

—¡Ma! —la regañó.

—¡Está mirando a mi hombre!

—Ma, por favor. Te falta levantar la pata y mear para marcar territorio —le reproché. Después miré a la chica, que nos contemplaba estupefacta—. Discúlpela, está embarazada, y las hormonas…

—Mi seta las hormonas. —Después dijo algo más, pero yo ya no la escuché. Kenrick se había levantado con las orejas muy coloradas y se acercaba a nosotras. Las azafatas seguían un paso por detrás de él, estáticas en el lugar.

—Me tienes hasta los cojones —soltó el escocés sin cortarse ni un pelo, y todas mantuvimos la respiración, incluida Ma—. Entiendo que estés embarazada, cansada y paranoica, pero no puedes ir insultando a la gente porque te inventes…

—¡¡Que no me digáis más que estoy paranoica!!

Pero lo estaba, lo estaba… Entre la barriga y la decoloración, no había quien la aguantara.

—Lo estás, pero es que aparte ya no sabes cómo dejarme en vergüenza. Y lo siento mucho, pero ya estoy cansado. Yo así no me caso. ¡Que no me caso! —anunció con decisión, elevando la voz.

Se escuchó una exclamación multitudinaria en el avión, y todas las cabezas que aún no nos miraban nos enfocaron.

—¿Qué…? ¿Qué estás diciendo? Kenrick, yo… —Los ojos de Ma estaban a un segundo de anegarse de lágrimas.

A mí el corazón me latía frenético, y la mandíbula casi me llegó al suelo al escucharlo. A Angelines no le quedaba rastro de sueño en el rostro. Tenía los ojos tan abiertos que creí que estaban a naita de salir corriendo.

—Estoy diciendo que se acabó. Si esto sigue así, no hay boda.

—Pero… —Las lagrimillas de Ma asomaron y el labio inferior le tembló.

—¡Y el niño no se llamará Benancio, como tu abuelo!

De fondo, el nombre de Benancio corría con sorpresa de boca en boca por los pasajeros. Normal.

—Eso lo teníamos decidido —le reprochó con un hilo de voz.

—¡Tú lo tenías decidido!

Los ojos de la no pelirrosa se enfurecieron y su tono suave cambió de manera radical:

—¡Mentiroso! ¡Yo siempre cuento contigo para todo! —Ma se levantó un poquito de su asiento, dejando caer todo su peso en el muslo de Angelines. Esta abrió los ojos con más énfasis.

—¿Cómo te atreves a llamarme mentiroso? —Se señaló superofendido y entrecerró los ojos.

Iba a contestarle, pero Patrick llegó hasta él y tiró de su brazo. Kerinck se sacudió y se enzarzó en otra discusión con el alemán. Angelines pedía a voces que Ma dejara respirar a su muslo. Y yo… Yo no sabía ni hacia dónde mirar, pero al hacerlo hacia delante, mis ojos se cruzaron con el insípido de Alejandro, sin querer. Con rapidez, volvió a su postura anterior y el contacto visual desapareció.

Todos alzamos la cabeza al escuchar dos golpecitos en lo que supuse que sería el altavoz del capitán.

—Al habla Rodrigo Turán, piloto responsable del vuelo 672 con destino a Escocia. Pido, por favor, por el bien de todos los pasajeros y del personal, que mantengamos la calma y bajemos el tono de voz. Gracias. Buen viaje.

Por favor, qué vergüenza. Me toqué el puente de la nariz e intenté buscar calma abanicándome con la mano. Angelines ya tenía sujeta una bolsa de papel, de las que dejan en los asientos del avión, y hacía grandes inspiraciones y espiraciones. En uno de mis traqueteos con la mano, le propiné a Kenrick un palmetazo en todas sus partes justo en el instante en el que se había girado y le prestaba su atención a Ma. Traté de disimular y murmuré, bajando el tono para que él también lo hiciera:

—A ver, a ver… Te cedo mi lugar para que habléis con más tranquilidad sin que unos trescientos pasajeros se enteren de todo y sin que tenga que llamarnos la atención el capitán.

—No podemos cambiar los asientos —dijo él con enfado y casi escupiendo.

—Pídele permiso a tu amiguita —siguió Ma por lo bajo y con retintín. Vi cómo Angelines le hacía señas para que cerrara ya esa bocaza que tenía.

—Marisa… —El tono de voz de Kenrick fue más que amenazante, y ella miró hacia la ventanilla. Más bien a Angelines, que le pidió en un susurro salir de su asiento.

—¿Adónde coño vas tú también? —le preguntó Ma con desespero.

—Eh… Necesito… Necesito ir al baño —se excusó a toda prisa, saltando por encima de sus rodillas.

Yo ya me había levantado y estaba en mitad del pasillo; a mi lado, Kenrick y Patrick, que ya se giraba para llegar a su asiento. No hizo falta pedirle permiso a la azafata, quien no puso impedimento alguno. Por su cara asustada, me dio la sensación de que casi nos habría regalado un puñado de Kit Kat para hacernos más llevadero el viaje. Me encaminé hacia el sitio de Kenrick. Pero al llegar…

—Por favor, ¡qué cansino! —solté al ver al Linterna con la cabeza sobresaliéndole por encima del respaldo por lo largo que era, muy tieso en el sitio y con una sonrisa de oreja a oreja porque estaba sentado al lado de Patrick, que acababa de llegar. El alemán puso mala cara y se apoyó en la ventanilla. Después cerró los ojos con aspecto cansado, como si fuese a dormir. Hasta el piloto, desde la cabina, podría apreciar la mentira. Más que nada porque casi no respiraba, supuse que por miedo a que Andy se diera cuenta y comenzara a acosarlo—. ¿Y ahora dónde me siento yo?

—Mi sitiou de antes está libre.

—Ya, tu sitio. En tu sitio va a ponerte el rubiales como se canse un día y te dé con toda la mano abierta —refunfuñé mientras me giraba y me dirigía al asiento del Linter.

La azafata me miró para suplicarme con los ojos que me sentara de una vez. Al pasar por mi sitio inicial, comprobé que el —esperaba— futuro matrimonio hablaba en tono bajo. Al levantar la mirada vi que Angelines venía de frente. Sus ojos se entrecerraron de una forma extraña y miré hacia atrás, temiendo. Efectivamente, no me equivoqué. El Linterna estaba con la mano alzada, a punto de posar sus largos y esqueléticos dedos en la barba del alemán, y casi contuve la respiración cuando mi amiga me apartó a un lado con brusquedad.

—Tú. Levanta tu puto culo.

Chasqueó los dedos con chulería, mirando al Linterna.

—¿Yo? Tú buscar sitio. Yo aquí very very good. —Alzó las cejas con picardía.

El rostro de Angelines no lo vi, pero los hombros se le tensaron como si cargase una contractura muscular de dos días.

—Andy, o te levantas, o te fusiono con el asiento. Te cuento tres. Uno.

Patrick abrió los ojos como platos y comenzó a darle empujones al escocés.

—Tú gastar broma, ja, ja.

Qué iluso, por favor.

—Dos. —Angelines le mostró los dedos.

—Por favor, por lo que más quieran. Tienen que sentarse. No pueden organizar estos escándalos en medio del avión y…

Nada, mi amiga no escuchaba a las tres azafatas que había, una detrás de otra, con las caras descompuestas.

—Dos y medio…

Todo fue muy rápido. Yo corrí en dirección a la Apisonadora de huesos y sujeté su codo cuando ya tomaba impulso. El Linterna se levantó como alma que lleva el diablo. Patrick dio un bote del asiento y extendió su mano para que no le endiñase. Y las azafatas, sencillamente, palidecieron.

—Angelines, por lo que más quieras, que van a echarnos del avión sin paracaídas —susurré muy cerca de ella.

Me miró muy digna y, cuando el Linterna pasó por su lado en dirección a mi antiguo asiento, dijo:

—Solo iba a darle un sustito.

Mentirosa. Pero yo no la rebatí. Se sentó y le dio la espalda al alemán, quien, estupefacto, soltó todo el aire contenido.

Caminé de vuelta y me situé al lado de quien me pertenecía: en el asiento vacío entre Alejandro y una señora de unos ciento cincuenta años junto a la ventanilla. Suspiré muy muy fuerte. El tío estaba impasible, mirando hacia el frente mientras escuchaba música por los auriculares y sin enterarse de nada de lo que había pasado. Le hice un gesto con la mano. Nada. Ni pestañeaba.

—¿Me dejas pasar? —Nada—. Alejandro, ¿me dejas pasar? —Mirada al frente, postura cómoda, oídos tapados. Me acerqué, le pegué un tirón al cable y le dije en la oreja—: Que me dejes pasar.

No le hizo falta alzar el rostro para mirarme de frente. Solo giró la cabeza y clavó en mi persona sus ojos oscuros, rasgados y grandes. Se mojó con la lengua esos labios gruesos y los miré con detenimiento. Eran gorditos y bien repartidos en una boca amplia, y siempre estaban hacia fuera de esa manera provocativa que parecía ensayada para que te perdieras en ellos.

—¿Acaso necesitas que mueva las piernas para pasar por ahí? Cabes perfectamente. Con lo que ocupas…

El hueco era inexistente porque sus piernas eran tan grandes y largas que chocaban contra el respaldo del asiento de delante, y su cuerpo, tan grande y voluminoso, casi invadía el de al lado. Observé el reducido espacio con verdadero interés.

—¿Piensas que me insultas llamándome pequeña?

Estuve tentada de pegarle un pellizco en la pierna, pero entonces me hizo un gesto para que pasara. Justo cuando estaba haciéndolo, me coloqué de lado para caber en el pasillo. Él se levantó despacio y me dejó atrapada entre su pecho y el sillón. Bajó el rostro y me miró fijamente. Gracias al cielo que me tenía apresada, porque cuando vi su boca tan cerca, las piernas me flaquearon. «Que haya una turbulencia. Que haya una turbulencia y me apriete más contra él», pensé al recordar mis manos recorriendo en la oscuridad aquel abdomen marcado. Cuántas veces habría cerrado los ojos en mi habitación para perfilar con mi mente cada uno de aquellos cuadraditos e imaginar su tacto bajo mis dedos.

No hubo turbulencia, pero algo sacudió mi cabeza y me hizo volver a aquel avión y apresurarme a sentarme. Como su pierna y su gran brazo invadían mi espacio, de un movimiento, subí el reposabrazos para que nos separara.

—La que se ha liado ahí detrás —le dije un rato después, dispuesta a sacarle algo de conversación.

—Y que lo digas —me contestó la señora con mucha firmeza. Jamás habría pensado que una momia podría tener esa voz tan determinante.

Alejandro no respondió ni me miró, ni siquiera pestañeó. Yo, que parecía que había comido lengua, como decía mi madre, y no sabía tener la boca cerrada, tuve que seguir insistiendo:

—Oye, de verdad, ¿qué te pasa conmigo? —El colombiano no se movió. De reojo, comprobé que no tenía los auriculares puestos. Ignorancia en su estado más puro—. ¿Puede saberse por qué hablas con todos menos conmigo?

Mutismo absoluto.

—Grandullón, contesta —le exigió la señora—. La muchacha está hablándote con mucho respeto, y es una falta de educación no responder.

—Eso —la apoyé.

Pasaron varios segundos de silencio, hasta que la mujer, cansada, pasó el brazo por delante de mí y tocó su hombro con fuerza. Él la miró de soslayo, pero no se amilanó. Yo me habría encogido interiormente. Aunque, pensándolo bien, la mujer estaba tan curvada que más no podría hacerlo.

—¿Tu madre no te enseñó modales? —insistió.

—Su madre es de otra pasta. Se llama Leola —la informé—, y es la simpatía en estado puro. Desde luego, a ella no ha salido.

—¿Y se puede saber por qué te interesa tanto que yo te hable? —dijo Hulk con su voz grave.

Lo miré con inquina.

—Porque ya que siempre estás con la mafia, que no lo entiendo, porque no eres parte de ella, qué menos que me hables. Sé que no te gusto y que tú no me gustas a mí, pero deberíamos tener un trato cordial.

—¿No te gusto? —Sonrió de medio lado y giró un poco más su gran cuerpo para mirarme—. Vaya, te aferrabas tanto a mí en aquel cuarto oscuro que ni se me pasó por la cabeza que estuvieras intentando ser cordial.

La señora se santiguó tres veces al escuchar «cuarto oscuro».

—No sabía que eras tú —le reproché entre dientes, llena de una rabia que no quería desvelar. Maldito creído.

—Pues ya lo sabes. —Se colocó de nuevo los auriculares, acomodó su ancha espalda y miró al frente.

Pero yo, muy erre que erre, tiré de nuevo del cable y dejé libre su oreja. ¿Era posible que hasta las orejas las tuviera bonitas?

Era posible.

—¿Y ya está? —quise saber.

—Bueno, si quieres te pido matrimonio, vieja.

—¡Deja de llamarme así!

—Vieja la muchacha… Og. Si mira qué carita de porcelana y qué piel más tersa.

Alejandro hizo oídos sordos a la comentarista y yo me anoté mentalmente buscar el significado de aquello. Sus expresiones colombianas, no muy frecuentes, me descolocaban.

—No, no quiero que me pidas matrimonio. No quiero nada de ti, de hecho. Lo único que me habría gustado es aclarar esto de una vez por todas para poder tener un trato aceptable cuando estemos en el mismo grupo. Follamos, sí. ¿Y qué? —Mi vecina volvió a santiguarse—. No sabía que eras tú. Si hubiera sabido que estabas ahí, jamás habría entrado. —Lo miré sin parpadear—. Porque serías la última persona del mundo con la que me acostaría. No te tocaba ni con la mano de otra. Ni con una alpargata amarrada a un palo.

Ahora, la que se giró y miró al frente mientras se ponía los cascos fui yo, pero escuché a la señora antes de darle voz a mi teléfono:

—Muy bien, chiquilla. Ojalá en mi época hubiera podido enviar a un hombre a la mierda con esta naturalidad. —Mi vecina palmeó mi pierna y apoyó la cabeza en su respaldo con una sonrisa de satisfacción.

Alejandro me miraba con seriedad. No lo veía, pero lo sentía. Entonces respondió algo, pero no lo escuché porque le había dado al play y Brock Ansiolítiko comenzó a sonar.

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea

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