Читать книгу Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay - Страница 11

6 Vivan los kilts

Оглавление

Ya estaba todo controlado. El gaitero sabía adónde tenía que acudir y los invitados se habían quedado conformes con la trola que Angelines y yo nos habíamos inventado sobre la marcha. Gracias a los conocimientos de mi amiga sobre Escocia, a Ma no se le adelantaría el parto por el disgusto. Básicamente, el problema —uno de los tantos— era que el convite de la boda tendría lugar dentro del espacio dispuesto para la celebración. Sin castillo no había cáterin, así que, muy resolutiva, Angelines envió un audio al grupo que habíamos creado para la nueva información de la boda y comentó que se celebraría a modo de picnic, y como era costumbre, para meternos más en el papel, se realizaría una Penny Wedding2. Consistía en que cada invitado llevaba comida y bebida y los novios se encargaban de la gran tarta nupcial.

Como lo de la tarta no era problema y estaba controlado por Patrick, nos quedó superbien eso del banquete tradicional, que no dejaba de ser como las antiguas barbacoas de amigos en las que cada uno llevaba su bebida. Rateros total.

Los invitados que llegaron de España no podrían traer la comida, pero todo eso ya lo teníamos controlado y lo habíamos hablado con los padres de Kenrick, supermajos, a los que sí les explicamos el verdadero motivo de que no se casasen en el castillo. Se pusieron manos a la obra con los preparativos, y entre toda la familia y nosotras, que llevábamos dando tumbos desde las cinco de la mañana sin que Ma y Kenrick nos escuchasen, estuvimos yendo y viniendo de casa del escocés a la de sus padres, que se encontraba solo dos calles atrás.

Nos escocían los ojos y estábamos agotados. Todos. Incluso Alejandro, quien también aportó su granito de arena cocinando. Pero era nuestra Ma, y no podíamos fallarle. El Pulga y el Linterna se habían encargado de todo lo relacionado con los utensilios para comer, como los manteles para el picnic, las bebidas, etcétera. No sabía ni cuánto dinero le debíamos a unos y a otros ya.

Lo de casarse en mitad del campo, en plan bohemio y silvestre, era una idea preciosa. O lo fue hasta el momento en el que bajamos de los coches y los tacones se nos enterraron en la tierra húmeda. Me miré los pies y di por sentado que los taconazos amarillos, hechos expresamente para mi vestido, los usaría una sola vez. A tomar por culo los doscientos pavos que me habían costado en su día.

Habíamos aguantado como unas campeonas todo el camino sin responder a un solo mensaje por parte de Ma, que nos llamó durante todas las horas que duró nuestro viaje. Ma se montó con su padre en el coche de Patrick, y nosotros —Angelines al volante, Kenrick, su madre y yo—, en otro y delante para que nos siguieran hasta llegar a los acantilados. El trayecto había sido insufrible; la distancia era enorme y habíamos tenido que salir con mucha antelación de casa.

Me recogí el vestido largo con una sola mano para que no arrastrara y miré a Ma, que en ese momento salía del coche con ayuda de su padre. Preciosa no era la palabra adecuada para describirla. Iba radiante, feliz, entusiasmada. Ella, que se veía soltera y criando sola a un hijo, ahora estaba embarazada y vestida de blanco, con su pelo corto y rosa perfectamente peinado hacia arriba y los taconazos a conjunto.

Angelines, a mi lado, aguantaba la respiración. No la culpaba. Era imposible ver a la novia sin emocionarse. Ma nos contempló conmovida mientras terminaba de adecuarse el vestido y su padre cerraba la puerta del coche. Se encaminaron hacia la vallita que separaba la tierra de la carretera, antes de llegar al acantilado.

—¿Cómo sabíais que este sitio era tan especial para mí? —murmuró con lágrimas en los ojos.

Angelines y yo nos miramos y alzamos una ceja a la vez.

—No… No lo sabíamos. ¿Por qué es tan especial, si puede saberse?

Arrugó su entrecejo como si le hubiese molestado que no lo supiésemos.

—Aquí fue donde le lancé a mi Kenrick el bocadillo de salchichón a la cara. —Sonrió, y su padre la miró con extrañeza por su tono melancólico—. Aquí hice un picnic por primera vez con tu futuro yerno, papá. Y no me lo cepillé en el césped porque no me dio la oportunidad, las cosas como son. Hay que ver… Y pensar que me dio solo dos meses para casarnos y llevamos media vida preparando esta boda…

Su padre rio por su comentario y Angelines y yo negamos con la cabeza.

—El destino… —susurré, y aprecié una breve sonrisa en los labios de Angelines.

Ma elevó un poquito el tacón para pasar por encima y abrió mucho los ojos. Mucho. Vale que estuviera conteniendo las ganas de llorar para que el rímel no se le corriese, pero es que se le secarían las lentillas si seguía con los ojos tan desencajados. Y para qué queríamos más.

Angelines y yo nos acercamos con preocupación al ver que no se movía, aunque sí miraba a su padre con cara de espanto.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—El vestido acaba de crujir —respondió su padre por ella.

—No, por favor… —susurré, implorándole a quien fuera que pudiera ayudarnos.

Angelines dio la vuelta alrededor de ella, me miró con angustia y giró el cuerpo de nuestra amiga poco a poco. La braga-faja premamá de color blanco se veía en la zona de la cintura, que era donde se había rajado el vestido.

—¡Me cago en todo lo que se menea ya! —gritó furiosa Angelines, mirando hacia el cielo gris. También le recé al dios de la lluvia para que no hiciera tronar esas nubes cargadas que teníamos sobre la cabeza—. ¿Qué hicimos tan malo en otra vida?

—Se ha roto, ¿verdad? —nos preguntó Ma en tono bajo y al borde del llanto, como si ya hubiera aceptado que todo tenía que salir mal.

—Nada que no pueda arreglarse. Tú te casas hecha una reina, por mis muertos.

Miré alrededor en busca de algo que nos ayudara, y lo vi claro. Con furia, arranqué uno de los lazos fucsias que adornaban las manetas del coche que habían llevado a la novia hasta allí.

Angelines, leyéndome el pensamiento, asintió con una sonrisa y se dispuso a cerrar el vestido por detrás mientras yo la rodeaba con el lazo, con cuidado de no apresar la gran panza. No nos habíamos currado tanto la nueva celebración para que se estropeara por un simple altercado.

—Ahora solo hay que saltar la valla de madera sin que se raje más ni coma tierra —dije, mirando la vallita a media altura. Pasarla por debajo con el vestido de novia era imposible sin salir hecha un cristo, y menos en las condiciones en las que iba.

—Aunque tengamos que cogerte en brazos —concluyó Angelines, haciéndose un nudo lateral en el vestido para poder caminar con los tacones.

—¡Eso, eso! —exclamó el padre con mucho entusiasmo, dejándose llevar por el nuestro. La cogió de un solo movimiento y pasó al otro lado con algo de dificultad debido a la barriga.

Pocos minutos después, con la melodía de una gaita que llenaba el ambiente, la novia llegaba al altar improvisado, compuesto de un tablado tapizado por nosotras mismas y un arco de flores que la familia de Kenrick nos ayudó a construir. Como estaba saliendo con forma de M en vez de U invertida, el alemán se cayó la boca, cogió el coche y, con el GPS, fue a buscar uno en condiciones. Sabiendo que nos negaríamos a aceptarlo, se plantó en el lugar un poco antes de la celebración y lo cambió por nuestra chapuza de arco, al que le pusimos mucho cariño pero que no dejaba de ser una mierda pinchada en un palo.

Ma avanzaba despacio, con su gran vestido blanco, un fajín del mismo color que su pelo y sus zapatos, con un gran lazo en la parte posterior que cubría el incidente y el ramo de rosas. Estaba, si cabía, más guapa que antes. Al frente, Kenrick la esperaba bajo el arco de flores con las manos entrelazadas por delante del cuerpo. No se movía, solo miraba el final de la alfombra rosa a la espera de que su futura mujer apareciera. Estaba guapísimo con el kilt verde y azul, ese con el que le pidió matrimonio, aquel que le hacía honor al trapo que sacó Ma en ese mismo lugar y encima del que comieron juntos por primera vez, y con la Wedding Sark3 blanca cubierta parcialmente por una chaqueta. A la izquierda de Kenrick, los hombres, idénticos. No pude evitar detener durante unos segundos mis ojos sobre el gran cuerpo de Alejandro. No pude evitar tampoco que viajaran hasta sus piernas desnudas, fuertes e interminables, cubiertas únicamente por la falda. Ni subir hasta su torso enorme y su cara de rasgos masculinos y perfectos. Por suerte, salí de mi embobamiento cuando mis amigas me reclamaron. Él no se percató de mi escrutinio. Al lado de ellos, la madre de Kenrick lloraba como una magdalena al ver a su nuera aparecer y la cara de su hijo al contemplarla.

Angelines y yo nos colocamos en el lado contrario, junto a la hermana de Ma y el padrino. Todas íbamos con el mismo vestido pero de colores diferentes. Eran

largos, con forma de sirena, de palabra de honor, ajustados al cuerpo y con un simple adorno de pedrería que cruzaba desde el escote hasta la cintura. Costaban, más o menos, como todos los riñones de los presentes juntos. El mío era amarillo y el de Angelines, azul.

A cada lado del pasillo, telas cuadradas, rojas y verdes se extendían en el suelo, donde los invitados se sentarían a comer y beber. Cuando paseé la mirada alrededor del prado verde, irrumpido únicamente por nuestra presencia, vislumbré a unos personajes que caminaban jirochos por la alfombra. Azucena y Vladimir —pajarita él y lacito en el cuello ella— iban delante de Boli y Roberto, de la misma guisa. A su lado, el Pulga y el Linterna, controlando que Roberto no se volviera loco y comenzara a topar sin miramientos. Nunca se sabía, y todavía no lo conocíamos lo suficiente como para tener confianza plena en él. Entre los invitados, familiares de ambos y amigos de Kenrick. También mis padres y los de Angelines.

El oficial comenzó a hablar, pero yo no lo escuché durante toda la ceremonia. Me gustaba observar otra cosa de las bodas. Por ejemplo, la manera de mirarse de los novios, como si no se explicaran todavía el maravilloso motivo que los había llevado hasta allí. Me intrigaba imaginar en qué pensarían: ¿En lo que les esperaba después?, ¿en la vez que se vieron por primera vez?, ¿en el día en el que se pidieron matrimonio?, ¿en que tenían al lado a la persona más maravillosa del mundo? No lo sabía, pero daba igual, porque se contemplaban con amor. Y eso, de por sí, era más maravilloso que todo lo que había alrededor.

Me encantaban las bodas tanto como los niños, pero siempre que no fueran míos. Era antiglesias, compromisos y obligaciones que te ataran de por vida, pero me gustaba el hecho de que no todo el mundo pensara como yo y se decantaran por unir sus vidas a otra persona y entregarse a sus hijos. Yo, en principio, me entregaba a mí, a mi futuro y a cumplir mis propias expectativas. Algunos me llamaban egoísta. En mi opinión, egoístas eran esas personas que tenían las cosas tan claras como yo y, aun así, traían niños al mundo a los que no atenderían ni educarían como deberían, o se unían a una persona sin la seguridad de querer hacerlo.

A mi derecha, Angelines sujetaba la mano de Patrick, y ambos no perdían detalle de las palabras que en ese instante los novios se decían. Pude apreciar cómo el alemán ponía una cara extraña y mi amiga negaba sin oportunidad de replicar. Sonreí. Era cabezota como una mula, y Patrick ya había estado hablando conmigo un par de veces sobre cómo pedirle matrimonio. Que ella no aceptaría ni muerta, como había dicho siempre, estaba por ver.

El oficial —que después me enteré de que nos había salido tan barato como para que viniese deprisa y corriendo porque era tío del Linterna— terminó de hablar. Ambos se dieron el sí quiero con un brillo especial en los ojos. Entonces, Kenrick se acercó a la novia y besó su boca mientras —y eso lo vimos con claridad toda la parte izquierda— Ma metía la mano por debajo del kilt y él se echaba hacia atrás para reprenderla con la mirada.

—¡No lleva calzoncillos! —gritó, regalándole la información a los invitados.

Todo el mundo lanzó un chillido de emoción al aire, alzaron las manos y comenzaron a dar palmas al grito de «¡Que vivan los novios y los kilts!».

Nosotras corrimos en corro, junto con la madre y la hermana de Ma, para abrazarla con fuerza.

Nuestra pelirrosa se había casado.

Después corrimos hacia Kenrick, que nos arropó entre sus grandes brazos, nos alzó a la vez y nos dio las gracias por haber llevado a Ma hasta él y haberle permitido entrar en nuestra mafia de tres.

Miré por encima de su hombro. Ya no éramos tres; la mafia crecía.

Yo, en voz baja, también le di las gracias por haber llegado a nosotras, y Angelines, más de gestos que de palabras, asintió emocionada.

—Zorras, quitad ahora mismo vuestras manazas de mi marido —nos exigió Ma, recalcando mucho las dos últimas palabras—. Ha sido decir que lleva la polla al aire y ya estáis arrimadas. Poneos con las mujeres, que voy a lanzar el ramo.

—Ma, eso ya no se hace casi nunca —renegó Angelines.

La novia la aniquiló con sus ojos destellantes.

—He dicho que te pongas con el puto grupo de las mujeres. —Habló pausadamente, recalcando palabra por palabra.

Angelines asintió sin pronunciarse y enfiló sus pasos hasta colocarse la primera, por error. Nadie la dejaba quedarse atrás, y eso que dio varios empujones. Me acerqué hasta ella y la miré de reojo.

—Yo no pienso ni levantar las manos —le dije.

—Yo menos.

Las dos nos mantuvimos ahí, agazapadas.

Todo pareció ocurrir a cámara lenta. Una fuerza mayor, seguramente la de los astros poniéndose en nuestra contra, pareció ralentizarlo para que fuésemos más conscientes de ello. Ma, de espaldas al grupo de mujeres, levantó su brazo y gritó alguna burrada de las suyas que ni escuché. Angelines, con aparente miedo, ni siquiera miró al frente, pero yo vi cómo el ramo volaba y caía directamente en su pecho. Imaginé que, en un acto reflejo, mi amiga levantó las manos y, al sentir el tacto de las flores, lo impulsó hacia arriba y lo lanzó a las mías. Me sobresalté al sentirlas —la mitad de ellas se descapullaron en el aire debido a los vaivenes producidos por los bruscos golpes—, las empujé de nuevo hacia arriba y se las devolví a mi amiga.

—¡A mí no, ¿eh?! —Aproveché el momento justo para señalarla con el dedo antes de que me devolviera la patata caliente, ya casi en el tallo.

—¡Te han caído a ti!

Flores de vuelta a Angelines.

Flores de vuelta a Anaelia.

Todos los invitados nos miraron de hito en hito.

Grititos cada vez que las flores saltaban en el aire.

Una novia acercándose muy muy enfadada.

—¡Han llegado a tus brazos! ¡No a los míos! —me defendí.

—¡Me la pela! ¡No las quiero!

Nuestros ojos mostraban horror; con seguridad, por lo que siempre se decía sobre los ramos. Ya se sabía que a quién le caía…

—Tienes más probabilidades de casarte tú que yo —le dije. El ramo ya no volaba, sino que se lo estampé con fuerza en el pecho y se quedaron cuatro tristes pétalos de rosa. El resto ya había desaparecido después de tanto sufrimiento.

—Si me das el puto ramo otra vez —me contempló con una clara amenaza, estampándomelo de vuelta en el pecho—, te juro que te arranco el moño.

Ma llegó a nuestra altura, arrancó el ramo de mi pecho y nos fulminó a las dos con inquina. Vi que sus tetas se inflaban de tal manera que creí que explotarían. No nos quitaba esa mirada agresiva que tanto miedo daba, y ninguna de las dos nos atrevimos a pronunciarnos.

—¿Habéis terminado ya de hacer el gilipollas? —Asentimos, y como si el chip le hubiese cambiado y nada de lo que había ocurrido hubiese sucedido nunca, dio dos palmadas en el aire y dijo—: ¡Que comience la fiesta! ¡Tengo hambre y estoy seca!

Y, entonces, la fiesta comenzó.

Al principio, los invitados habían cuestionado con caras contrariadas eso de tirarse sobre la hierba a comer y beber. También el hecho de haber recorrido tres horas en coche para llegar a una boda que se celebraría en mitad de la nada. Pero con el tiempo —y con el vino— comenzaron a apreciar la belleza de la que disponíamos. Vale que unas fuerzas mayores nos hubieran obligado, pero estábamos frente a unos preciosos acantilados, sobre un suelo verde y en la mejor de las compañías.

Habíamos comido hacía rato y bebíamos sin parar, muy en nuestra línea. A los invitados también les extrañó que rulasen las botellas de anís, pero al tercer o cuarto chupito con hielo estaban que hacían volteretas. El gaitero había desaparecido y en su lugar estaba el gran equipo de música que, por suerte, no nos habíamos olvidado de alquilar y pagar con antelación. Horas después de las canciones principales, les enseñábamos a los escoceses cómo bailar sevillanas sin que se partieran la crisma. Yo, para variar, terminé con el vestido remangado, descalza y bailando rumba.

Acepté con agrado bailar con el Pulga, que casi suplicó su momento, y con mis amigas, con Kenrick, con el padre de Ma y con algún que otro familiar del novio. Las escocesas, entregadas, nos siguieron el ritmo.

Palmas, música, amigos y alcohol. ¿Había algo mejor?

Atardecía cuando el móvil comenzó a sonarme de manera insistente dentro del pequeño bolsillo que mi madre había cosido en el forro del vestido. Tenía a mis familiares y amigos allí, así que la llamada no era importante. Aunque, tras tanto vibrar con insistencia, decidí sacarlo para ver quién me reclamaba. Era un número desconocido y solo había una llamada. Lo demás eran mensajes.

Me aparté del grupo y caminé descalza durante un rato sobre la hierba hasta encontrar una roca con el tamaño justo para sentarme en ella. Desbloqueé el móvil y pinché en el WhatsApp. Después de lo del aeropuerto, no me extrañó que fuera Antonio, pero sí me sorprendió que insistiera en hablar conmigo tras mi negativa. No era hombre de pedir perdón ni de insistir. Aunque tampoco lo creía hombre de poner cornamenta, y casi no podía mover la cabeza del peso que llevaba encima.

Antonio:

Sé que es un día especial, y lo que menos me gustaría en este momento sería estropearlo. Pero no puedo dejar de pensar en ti. Debes estar bailando para animar la fiesta, cantando o tocando las palmas.

Antonio:

Estoy seguro de que se te han saltado las lágrimas cuando los novios se han besado, aunque después hayas huido a la última fila cuando la novia ha tirado el ramo para que nunca, bajo ningún concepto, llegue a tus manos.

Miré al frente y una sonrisa junto con una lágrima se mezclaron. No me pregunté cómo había conseguido mi número ni cómo sabía los detalles de la boda de Ma. Ni tenía ganas de averiguar cómo le llegaba la información ni mis neuronas, borrachas perdidas, me acompañaban para esforzarme. Me sentí mal por permitirme emblandecerme y pensar en él de otra manera que no fuera como un cabrón de mierda que me había jodido por todos lados, y no en el buen sentido de la palabra. Me asqueaba. Lo odiaba. Deseaba escupirle… ¿Por qué ahora me sentía tan mal al recordar al hombre del que me enamoré y no en el que se había convertido?

Sentí una presencia detrás de mí y apreté la pantalla con fuerza sobre mi pecho para ocultarla. No me dio tiempo de hacer desaparecer las lágrimas, aunque tampoco me esmeré. No me importaba que me vieran llorar.

—¿Qué haces ahí atrás mirando mi móvil? —le pregunté a Alejandro.

—¿Yo, mirando tu móvil? A ver qué me importa a mí que ese malparido quiera volver contigo.

Alcé las cejas mientras lo observaba sentarse a mi lado, sacar el paquete de tabaco y pasarme un cigarro, que acepté en silencio. Intenté rebatir su comentario, pero la neurona alcoholizada de anís y bebidas extrañas escocesas no me daba tregua para actuar con lucidez y rapidez. Así que me encendí el cigarro, lo miré y le pregunté:

—¿Qué parte de «No existo para ti» no has entendido?

—Solo quería apartarme de la música y he venido a echar un cigarro.

—Ya, un portero de discoteca al que le molesta la música.

Seguí mirando al frente, fumando y en silencio. Veía la cascada caer, imparable, y el sonido que realizaba al llegar al final. Si te concentrabas, la celebración de la boda que se llevaba a cabo unos metros más allá era insignificante en comparación con la naturaleza de nuestro alrededor. Moví los pies sobre la frescura verde y cerré los ojos, inmersa en el agua cayendo.

—Crees en todo esto, ¿verdad? —me preguntó la grave voz de Alejandro sin una pizca de simpatía. No lo miré—. En las bodas, en el amor…

—¿A ti qué te importa? —Le di una calada al cigarro, aún con los ojos cerrados.

—Todavía crees que las personas pueden cambiar, que hay algo bueno dentro de ellas. Eres de esas mujeres que no pueden quedarse quietas en casa y piensan que pueden cambiar el mundo.

Abrí los ojos y lo miré fijamente. Hizo lo mismo y me clavó los suyos oscuros, que no mostraban nada en absoluto. Él a mí me enfadaba, pero ¿qué le causaba yo? Desde luego, indiferencia total no. Si no, no estaría ahí en ese mismo instante. Fuera lo que fuese, lo ocultaba a la perfección.

—¿Y tú qué sabrás de mí? —le espeté—, si es la primera vez que cruzas conmigo más de dos frases seguidas.

Se encogió de hombros con indiferencia.

—Siempre que alguien pregunta por ti, las chicas dicen que estás en la manifestación tal, luchando por cualquier cosa. Y he visto tus charlas, esas que les das a los adolescentes.

—¿Y por qué verías tú mis charlas?

—Porque se me cruzaron por casualidad en YouTube.

—Ya, y por casualidad las dejaste.

Le dio una profunda calada al cigarro y yo me perdí en sus labios gruesos rodeando la boquilla. Aparté los ojos; no podía permitirme contemplarlos más de unos segundos porque mi cuerpo se estremecía de una manera inhumana al recordar cómo me besaron aquella noche.

—Te gusta el amor —puntualizó con convicción, ignorando mi comentario.

—Sí, me gusta. Pero el amor no lo es todo.

—Ya. Eso les dices a los niños, que no es nada si no hay respeto, libertad y complicidad en la pareja. Que no es suficiente.

—Para cruzártelas por casualidad, les has puesto mucha atención.

—¿Por qué lo haces?

—¿El qué? —Apagué la colilla sobre la piedra y la dejé a un lado para tirarla luego.

—Intentar convencer a otros de que todavía hay algo bueno en la humanidad. —Repitió mi acción con el cigarro.

Me puse de pie, dispuesta a marcharme a la fiesta. Ya se escondía el sol y no quería perderme ni un minuto de la celebración. Afectada «levemente» por el alcohol, me sinceré, aunque no sabía adónde quería llegar con aquella estúpida conversación:

—Lo hay. Y la única manera de hacer crecer a los niños con ese pensamiento es educarlos con valores.

Me di la vuelta, sujeté mi vestido y el móvil en la misma mano y caminé.

—¿Y crees que van a hacerte caso a ti por llegar un día a sus clases y darle una charlita?

No pude evitar girarme hacia él, un poco bastante piripi, y mirarlo con rabia.

—¿De verdad estás buscando picarme para pelear? ¿A qué coño viene todo esto? ¿Qué parte de «No existo para ti» no has entendido, Alejandro? —repetí.

—Ninguna, al parecer —me respondió, con su mirada fija en mí. Tenía los brazos a cada lado de su cuerpo y me contemplaba con seriedad, para variar.

—¿Has venido hasta aquí para discutir conmigo? —volví a preguntarle.

Alcé los brazos, ofuscada e incrédula a la vez. No lo entendía. Es que no lograba comprender su enrevesada mente; yo, que era de analizar a las personas, meterme dentro de ellas sin que se percataran y sacar todo lo que llevaban dentro. Pero con él me era imposible. Como si una barrera de hierro me impidiera ir más allá.

—No, no he venido para eso precisamente. —Me recorrió de arriba abajo y sentí un escalofrío corretear por mi espalda, avisándome del peligro de su mirada—. He venido a arrancarte ese vestido y hacerte mía como llevo imaginando desde que te he visto aparecer esta mañana.

Sin dejarme procesar lo que acababa de decirme, se acercó en dos zancadas, sujetó mi nuca desnuda con su gran mano y me pegó a su boca. Se me cayó el móvil de la mano y el vestido volvió a su lugar, rozando el suelo. Sentí sus labios atrapar los míos. Sentí cómo se movían a la vez que mis piernas se hacían gelatina ante su contacto y su mano apretaba más mi nuca para saborearme con intensidad. Me deleité con su lengua invasora al envolverse con la mía. Era la primera vez que lo hacía de frente; consciente él de que era a mí a quien besaba y estrujaba contra su cuerpo con necesidad, consciente yo de que era él quien lo hacía.

Me aparté, jadeante, y lo miré. Yo iba de frente, pero ¿y él?

—¿Qué quieres, Alejandro? ¿Qué quieres de mí? —le pregunté, notando los labios hinchados por la corta pero intensa guerra que acababan de batallar.

—Nada de esto —me respondió, y paseó sus ojos alrededor—. Nada de amor, de compromisos ni de exigencias. Solo a ti, ahora. Aquí. Y mañana todo seguirá igual.

—Y entenderás el significado de no existir para ti —le imploré. Porque yo tampoco quería nada de aquello: alguien a quien tener en la cabeza a todas horas ni la preocupación que conllevaba.

Conforme, asintió

—Solo follar —hablé de nuevo, convenciéndome a mí misma más que a él.

Me giró de un solo movimiento, buscó la cremallera de mi vestido con urgencia y lo bajó hasta que cayó. Mi desnudez solo estaba cubierta por un tanga de color blanco, un liguero y unas medias finas de liga, también blancas. Apoyó su boca sobre mi hombro y lo mordió mientras aferraba mis pechos descubiertos y acariciaba mis pezones con maestría.

—Solo follar —susurró mientras ascendía hasta mi oreja, dejando un reguero de besos y mordiscos. Cuando llegó, lamió el lóbulo y añadió—: Pero voy a hacértelo tan duro como nadie te lo ha hecho nunca, pequeña revolucionaria.

—¿Aquí? —le pregunté mientras me daba la vuelta y buscaba por debajo de su falda. No, no llevaba ropa interior, y para aumento de mi ego, estaba duro como una piedra.

Mío. Era todo mío.

—Aquí.

Se desprendió con premura de la chaqueta oscura y de la camisa mientras yo masajeaba su miembro y lo masturbaba con delicadeza por debajo de la tela. Quería alzarla y ver de manera explícita lo que escondía debajo, pero la imagen de su rostro contraído al sentir cómo descendía su fina piel no tenía precio. Su cabeza se inclinaba levemente hacia atrás, y deseé lamer desde su mentón hasta su nuez. Notaba una necesidad imperiosa de probar cada rincón de su varonil cuerpo, y no iba a quedarme con las ganas. Así que me acerqué, le mordí el mentón, arrancándole un gruñido, y continué bajando con mi lengua por su cuello hasta llegar a su pecho, el cual lamí, repasando su torso de hierro y sus marcados abdominales. Cuando llegué ahí, al inicio de la falda, la levanté y observé de cerca su falo duro, grande y deseoso de mí.

—Algo me dice que no te importa demasiado que alguien se acerque y pueda vernos.

—Nada, en realidad —reconocí, y volví arriba. Quise saborearlo, pero no le daría el gusto de que sacara lo mejor de mí.

—Genial, porque a mí tampoco me importa.

Me cogió a horcajadas y me obligó a cruzar las piernas alrededor de su cintura para sujetarme, aunque sus fuertes manos ya hacían esa labor. No hubo más palabras; su boca se perdió en mis tetas. Antes de darme cuenta, apartó el tanga a un lado, me acarició para asegurarse de mi humedad y me ensartó en él de un solo movimiento. Me mordí el labio con fuerza para no gemir. Dios santo. Notar su polla gruesa atravesarme de aquella manera tan deliciosa era mucho mejor de lo que recordaba.

Me aferré a su cuello y pegué mi rostro al suyo para que no me viera disfrutar de él. O quizá, aunque mareada por la bebida, sabía de sobra que mirarlo de frente mientras me follaba sería rememorarlo una y otra vez en mi mente cuando todo acabara. Así que me oculté y dejé que me moviera a su antojo, cada vez más fuerte, cada vez más rápido. Más fiero, más salvaje. Como si estuviera derramando en mi cuerpo rencor acumulado y solo ahí, en mí, pudiera saciarlo. Como si yo fuera el motivo de su cólera. No me importó, ya que yo lo quería así: duro, sin sentimientos y sucio. Muy sucio.

—Joder —me escuché decir al notar el orgasmo asomarse.

Me apreté con fuerza a su hombro y lo mordí, reteniendo el gemido. Mis uñas se clavaron en su piel y él gruñó de gusto mientras me daba más y más fuerte. Me corría.

Alejandro salió de mí y me hizo tocar el suelo. No me dio tiempo a mirarlo para pedirle explicaciones. Giró mi cuerpo, otra vez colocándome de espaldas a él, y me puso de rodillas sobre la hierba. Se acercó por detrás, y supe que se había desprendido de la falda cuando todo su enorme cuerpo desnudo se pegó al mío pequeño, encajando nuestras siluetas, y de nuevo me penetró.

No me quejé de que me hubiera dejado al borde del orgasmo, pero sí me moví en busca de mi propio placer y me mantuve en silencio mientras sentía cómo me corría para no permitirle parar. Sin embargo, justo cuando el placer más exquisito experimentado llegaba a mí, salió de nuevo de mi interior, me despegó de su espalda y me puso a cuatro patas. Sabía que estaba a punto de explotar y se había detenido. Otra vez. Miré hacia atrás, furiosa.

—Deja que me corra —le exigí.

Como respuesta, recibí una sonrisa de medio lado. Sujetó mi pelo recogido con fuerza y me embistió de la misma manera.

Mi cuerpo se acunaba acompasado por el ritmo que él marcaba mientras los mechones de mi pelo comenzaban a soltarse. Los notaba pegados a mi perlado rostro. El sol, a lo lejos, terminaba de esconderse y nos dejaba la intimidad de la oscuridad parcial. Seguí mirándolo con fijeza, al borde del abismo. No quería hacerlo, pero es que no podía despegarlos de su mandíbula marcada y sus labios exquisitos contraídos por la rabia y el placer. ¿Por qué me miraba con ese odio? ¿Por qué me follaba con esa fuerza? No lo sabía, pero me encantaba. Quería más, y más busqué, encolerizada. Me sentía a punto de caer por la cascada que tenía enfrente, y no había cosa que deseara más. Subir, subir del todo, y dejarme caer sin nada que me frenara.

Pero, de nuevo, lo hizo. El muy cabrón bajó la intensidad y mi orgasmo desapareció.

—Que me dejes correrme —volví a imponerle, presionando mi trasero contra él y buscando la profundidad que necesitaba.

—Me encanta verte así: demandando lo que en realidad te encantaría suplicarme. A mi merced.

Volví a restregarme, furiosa y excitada. Tenía razón: me encantaría suplicarle que siguiera follándome hasta correrme mil veces sobre él, que nunca saliera de mí, que al día siguiente no nos olvidáramos de todo. De nada, de hecho. Tocábamos nuestras ganas en cada movimiento, en cada embestida salvaje. Era una necesidad silenciosa que en ese momento gritaba.

Me dio una estocada seca. Dos. Tres. Cuatro. Y, entonces sí, me vi caer por la cascada en un orgasmo delicioso, rico y animal que no cesaba porque él no variaba el ritmo ni la rudeza. Noté que se derramaba dentro de mí mientras todavía me contraía por el placer.

Cuando todo acabó, me levanté con dificultad. Estaba jadeante, con la respiración descompasada, la cabeza me daba vueltas y las piernas y los brazos me temblaban. No me giré para mirarlo. Solo me puse el vestido, cerré la cremallera, cogí mis pertenencias del suelo y me marché sin mirar atrás.

Solo una vez me obligué a girarme cuando lo escuché gritar:

—¡Puta madre!

Los motivos de su sobresalto eran Roberto y Boli, que aparecieron de la nada y se quedaron mirándolo mientras comían hierba fresca.

Yo regresé con mis amigas e intenté olvidar lo que acababa de suceder.

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea

Подняться наверх