Читать книгу Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay - Страница 6

1 Agobio a la vista Anaelia

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La campanilla del ring volvió a sonar con insistencia, y los fuertes pisotones del público, seguidos de los aplausos y vítores, provocaron que me temblase el corazón. Si aquello no se caía, era de puro milagro.

Miré de reojo a mi derecha y vi cómo Patrick se abría otro botón más de la camisa; si seguía así, se quedaría sin la parte de arriba en menos que canta un gallo. Resoplaba, bufaba y se pasaba la mano por una barbita rubia que daban ganas de rechupetearla.

—¡Reviéééntalaaa, Angelines!

Ma gritó como una verdadera camionera y se ganó una mirada de reproche por parte de su futuro esposo. No entendía por qué Kenrick seguía asombrándose, cuando sabía de sobra que nosotras éramos así. Sonreí al ver que el Pulga y el Linterna la imitaban y aclamaban en alto con las servilletas de los bocadillos de jamón que acabábamos de comernos. Un trozo de jamón, pegado con anterioridad a la servilleta del Linterna, cayó sobre la mejilla de Patrick, quien lo aniquiló con los ojos.

El ambiente estaba muy tenso.

—¡Oh! Amigou alemán, don´t worry, yo chupar tu cara y limpio.

Los pulmones del aludido se llenaron tanto que pensé que iba a explotar como un puñetero pavo. Levantó su manaza, despegó el trozo de carne de su mejilla sin quitarle los ojos de encima al Linterna y lo tiró antes de soltar un último comentario sarcástico:

—No, gracias. Ya lo hago yo.

El Linterna elevó sus cejas y lo miró con cara lasciva. De hecho, se relamió los labios sin importarle que el resto estuviéramos delante. Aguanté la risa como pude, pero Ma, que se encontraba a mi lado, no consiguió contenerla.

—Andy, ¿estás viendo a la moza que hay ahí abajo dándole golpes en las costillas a su rival? —Señaló el ring y todos miramos hacia allí; algunos más histéricos que otros. El Linterna asintió con media sonrisa—. Pues como te escuche intentar ligar con su alemán buenorro, va a sacarte la piel a tiras y no quedará de ti ni la pelleja, fíjate.

Al Linterna se le cortó la risa del tirón. El Pulga lo observó y le trasmitió con sus ojos un claro «Estás colándote», y después centró su foco de atención en mí. Intenté esquivar su mirada cuando ya me hacía morritos, y para romper completamente el contacto visual, voceé mientras miraba hacia el cuadrilátero:

—¡Vamos, Angelines, que ya no nos queda tabaco ni anís!

Dábamos pena. Pero pena de pena. Más que yo cantando en el karaoke.

Estábamos pasando los peores meses de nuestras vidas. Angelines casi había dejado las peleas ilegales, pues en aquellas luchas no solo combatía con mujeres, sino también con hombres, por lo que, en más de una ocasión, Patrick asaltó el cuadrilátero y se enzarzó a palos con su contrincante. Ahora solo luchaba en los combates legales.

Ma… A Ma no había quien le tosiese. El embarazo estaba sentándole fatal. Todo lo veía oscuro y a todo le sacaba puntilla. Con decir que incluso creía que Kenrick tenía una amante y había pensado en contratar a un detective para que lo vigilase. Por suerte para el pobre escocés, no tenía dinero para pagarlo.

Y yo… Bueno, yo acepté un pequeño regalo por parte del alemán —antes de que todo se fuese a la mierda de verdad— y me saqué un curso de Corrección Literaria. La literatura me apasionaba, y poder corregir libros de personas que fuesen capaces de lanzarse al mercado para publicar me llenaba de satisfacción.

Con lo que Angelines ganaba de sus peleas —ya legales— y lo que yo conseguía con algunas correcciones que me salían al mes, podíamos sobrevivir a base de bocadillos de chóped y chorizo. Es broma. Algunos meses comíamos mejor que otros, nos apañábamos mejor que otros, pero a fin de cuentas nos costaba en exceso. Nada extraño en nosotras, pues tampoco llevábamos tan mal eso de poder hacer barbacoas con chuletones de buey de medio kilo, salir de fiesta a todas horas, emborracharnos hasta que no pudiéramos más y gastar dinero sin miramientos. No es que escatimáramos mucho en gastos, pero algún caprichito tonto… Como vestir a mi Azucena con conjuntos de Gucci y su brillante y llamativo collar de Swarovski —que tuve que dejar en la casa de empeño—. Ahora, mi bonita mascota vestía de Kike en vez de Nike y llevaba conjuntos de bolillo que la Manoli, mi madre, le hacía en los huecos libres.

No, pero que nosotras lo llevábamos muy bien, ¿eh? Véase la ironía.

Habíamos tenido que adaptarnos a una nueva vida: de no tener nada a tenerlo todo, y después vuelta a empezar de cero, con menos de cincuenta euros para pasar el mes, la nevera más pelada que la que tenía Ma cuando estaba soltera y no nos conocía, el tabaco justo para pasar la semana y los caprichos, que se reducían a cero patatero. Parecía que nos habíamos subido a la noria y habíamos ido hacia atrás y a toda mecha en lugar de hacia delante. Éramos unas puñeteras desgraciadas con patas, porque la mala suerte siempre llama a la mala suerte y no había día que no nos ocurriese algo. Visto lo visto, y con la que teníamos nosotras, seguro que encontrábamos un trabajo decente y el mundo se sumía en un caos por cualquier cosa con el fin de echarnos la soga al cuello.

Durante muchos meses había estado insistiéndole a Angelines para que tratase de escribir una novela. Total, ahora todo el mundo podía hacerlo, ¿no? Que tampoco estaba tan mal, así yo me ganaba mi dinerito corrigiendo las barbaridades que me llegaban. Una vez le enseñé a Patrick un manuscrito escrito en alemán. Él me dijo que eso no era alemán, sino analfabeto. Y tenía razón. Tras mucho leer entre todos, deduciendo palabras, conseguimos averiguar que era una novela en castellano. Así que intenté convencerla —sin resultado— de que tal vez, con su novela y con lo que yo intentaba buscarme con trabajillos extras, podríamos sobrevivir mejor, porque todos los meses teníamos agujeros que tapar. De hecho, no quería ni recordar lo que me costó arreglar a mi pobre Muti, que era la que nos llevaba a todas partes y estaba muy harta de vivir.

Patrick se había ofrecido a ayudarnos mil y una veces, pero su pareja, tan cabezota como de costumbre, se había negado, y después llegaron los problemas de verdad. Ma, sin embargo, se había hecho un nudo en el estómago, había guardado su orgullo y, a espaldas de Angelines, había solventado muchos de los problemas que teníamos. Por ejemplo y sin ir más lejos, el de la vecina con la placa número trece. ¿La recordáis? Esa que Angelines y yo robamos con la alargadera y el taladro en medio de la calle. La placa, no la vecina. Bien, pues la muy capulla siguió con la guerra del numerito y cogió a Angelines en uno de esos días que se levantó con el pantalón de rayas y cuadros a partes iguales, lo que ocasionó que mi amiga perdiera la paciencia y la vecina, cuatro dientes. Angelines todavía no entendía que lo de las peleas no podía usarlo al pie de la letra en la calle. Y encima ya no le llegaba para ir a su psicóloga tampoco.

Obviamente, la denunció.

Obviamente, tuvimos que pagar la multa.

Y digo «tuvimos» porque todos nos habíamos mudado a su casa. En el sótano habíamos habilitado un par de habitaciones y sala de juegos, pues el Linterna y el Pulga también vivían con nosotras. Mi casa no había conseguido venderla todavía, aunque tenía un comprador merodeando por la zona, o eso me había dicho Patrick.

Sé que puede sonar muy poco entendible que alguien como el alemán quisiese estar pasando nuestras penurias, pero ya sabéis que cuando uno está enamorado se vuelve gilipollas. Sin embargo, lo peor llegó unas semanas después. Patrick había tenido unas pérdidas millonarias en una de las partidas de productos eróticos, supuestamente, por un virus que todavía no habían identificado y que procedía de China.

—¡Levanta! ¡Levanta! —gritó Hulk, golpeando el suelo del ring con impotencia.

Escuchar aquel vozarrón en medio de todo el caos de gente me hizo salir de mis pensamientos. Y allí estaba. Tan alto, tan guapo, tan moreno y con esas manazas tan gigantescas que parecían un jodido catálogo de nabos. La cuestión es que yo sabía que no podía enamorarme. Que no quería. Pero no iba a negar que el hombretón me ponía un poquito. Sobre todo, después de descubrir que fue él quien me tocó con maestría aquella noche, en el cuarto oscuro. Aquel que deslizó su mano por mi espalda, llegó hasta mi trasero, lo sujetó con una sola mano para obligarme a rodear su cintura con las piernas y… ¡Ya!

Gemí de manera inconsciente al ver cómo Alejandro, el entrenador de Angelines, golpeaba con fuerza la colchoneta para que esta se levantase después de lo que, supuse, había sido un buen porrazo que ocasionó que cayese de espaldas. Un jadeo ahogado por parte de Ma me alarmó.

—¿No estarás de parto? —le pregunté alertada al ver que se llevaba las manos a la boca y abría tanto los ojos que parecía que iban a salírsele de las órbitas.

—¡Ay! ¡Ay! —No me contestó, pero sí zarandeó el brazo de Kenrick y le clavó las uñas—. ¿Qué te apuestas a que viene a la boda sin dientes? —La miró con horror—. ¡Angelines, por tu madre Merche la Zapatera, cuidado con la boca! ¡Cuidado con los dientes, que luego te los arreglan y se te caen las piezas!

Otro drama. A Angelines se le habían caído las esquinitas de las paletas inferiores, y después de pagar a dos dentistas distintos, el tercero había conseguido arreglárselo sin que volvieran a romperse. Habíamos osado llamarla Pepa Tona dos veces, y le preguntamos cómo era vivir con las paletas ausentes, pero nos dijo que a la tercera iba la vencida, que no lo preguntáramos más porque lo comprobaríamos por nosotras mismas. Y como ella era de cumplir sus promesas y nosotras mujeres de fe, no volvimos a hacer la bromita.

A todo esto, había que sumarle que el Linterna había reservado un local en el centro de Almería para comenzar con su trabajo como modisto. Modisto que se quedó a medio camino, pues invirtió todos sus ahorros en dejarle la reserva a aquel cabrón que no habíamos vuelto a encontrar. Dos días después de entregarle casi la mitad de lo que costaba el local, el propietario desapareció del mapa y Andy se quedó sin pan y sin perro, además de con la cartilla del banco más pelada que el chocho de una Nancy. Al final, y con lástima por todo lo que le había ocurrido, Angelines lo dejó empezar su carrera en el sótano de la casa y, poco a poco, comenzó a hacer algunos arreglillos. Y el Pulga… El Pulga no tenía ni mierda en las tripas. O sea, que su ayuda y aportación en casa era cero. Para más inri, no tenía los papeles en regla, y cada día que pasaba era un suplicio pensando que iban a deportarlo como lo cogiese la policía.

El pobre y bueno de Kenrick había echado unas horas de en la misma discoteca —nuestra Deluxe— en la que trabajaba Alejandro para poder comprar las cosas del bebé, cosa que a Ma no le hacía ni pizca de gracia, y de ahí sus nuevas paranoias con que estaba engañándola. A eso le añadíamos que su coche se había roto y tenía una reparación que no le compensaba, así que estaban buscándose la vida para poder comprarse un coche en condiciones antes del nacimiento del pequeño.

En resumidas cuentas, era una detrás de otra y los nervios se palpaban en el ambiente. En algunas ocasiones, la tensión podía cortarse con un cuchillo, y aunque siempre tratábamos de solventarla con algún chascarrillo, la realidad era que necesitábamos una solución para nuestras vidas de mierda cuanto antes.

¿Recordáis nuestro famoso puticlub que se quedó a medias gracias a Christian? Pues bien, los papeles del seguro no los habíamos firmado antes del incendio y, por ende, todas las pérdidas que tuvimos se quedaron en eso: en nada. Qué tiempos tan felices cuando éramos clase media y trabajábamos en una fábrica de penes.

Estábamos tramitando la denuncia contra Christian con el abogado de Patrick, y Pascasio, su asesor, se encontraba buscándonos soluciones para recuperar el dinero que ese capullo nos estafó. Bien era cierto que un millón de euros a cada una nos solucionaba la vida, y gracias a los contactos del alemán podríamos pagar al abogado cuando todo terminase. Esperábamos que para bien nuestro.

—¡Ganadora, Angelines la Apisonadora!

Desvié mis ojos de nuevo hacia el ring y vi a mi amiga con los brazos en alto y con el pantalón, tipo boxeador y en azul eléctrico, que casi se le colaba por el cachete del culo.

Otro suspirito de Patrick llegó a mis oídos. Me acerqué y toqué su brazo con cariño. Le puse ojitos de niña buena para que no descargase su rabia conmigo, pero de poco me sirvió.

—Tranquilo, no va a pasarle nada. Es una campeona, a la vista está.

—¿Que no va a pasarle nada? —Entrecerró sus ojos en mi dirección—. Ahí abajo se dan golpes sin ton ni son. Hace un puto mes se fracturó una costilla. En la mitad de las ocasiones viene con la mandíbula morada, el ojo, el costado… ¿Sigo? —Negué sin abrir la boca—. Pero no pasa nada, ¿eh?, no pasa nada. Y todo por la mierda del dinero.

—Mierda de dinero que no tenemos —intervino Ma sin venir a cuento.

La miré horrorizada, pero estaba claro que nada la pararía para decir lo que pensaba. Desde que se había puesto el pelo rubio, tenía menos filtro que antes. Que ya era decir. ¿No he mencionado que la pelirrosa había cambiado de look? Sí, ahora lo llevaba igual de corto, pero rubio, casi plata, sin haber cometido el asesinato que juró que la haría cambiarse el color de pelo para pasar desapercibida. Nosotras pensábamos que era por llamar la atención de Kenrick. Ella decía que le tocáramos la seta. Intercambio de opiniones.

El alemán se giró hacia mi amiga y Kenrick lo contempló desafiante al ver sus fieros ojos. No pensaba permitir una pelea de gallos, y mucho menos entre mis propios amigos.

—No voy a decirte lo que pienso —terminó Patrick. Se dio medio vuelta y bajó los escalones del estadio de tres en tres, en dirección al cuadrilátero.

—¡Eh! ¡A mí no me dejes con la palabra en la…!

—Ma, por favor, cállate —le pedí.

—No me da la gana. ¿Qué se ha pensado este? —Me observó malhumorada.

—Marisa, lleva razón… —A Kenrick se le ocurrió pronunciarse.

—Tú cállate, que contigo no estoy hablando.

—Ma, no la pagues con él, que no tiene la culpa —lo defendí.

Iba a replicarme con su cara de enfado, pero cerró la boca cuando escuchamos a la gente de alrededor felicitando a Angelines, que ya subía los escalones en nuestra dirección. Miré hacia atrás y casi me choqué con ella.

—¡Ey! ¿A qué vienen esas caras largas? —nos preguntó, alzando una ceja y sin dejar de mirarnos a los tres.

El Pulga y el Linterna se arremolinaron a su lado, alabándola, pero ella solo tenía ojos para nosotros. Esperó una respuesta que no llegó.

—Podríamos ir a celebrarlo —añadió Alejandro, chocando su gran mano con Kenrick.

—Sí, no sé adónde, porque a mí me quedan cinco euros —murmuró Ma entre dientes.

—Venga, que en esta pelea han sido trescientos pelotes. —Nos guiñó un ojo. El otro lo tenía entrecerrado debido a un golpe—. Nos cogemos un kebab y nos lo comemos en el porche de casa. Invito yo.

Angelines retrocedió para marcharnos de allí, pero se detuvo en seco al escuchar el comentario de Patrick:

—Como siempre.

El porte de mi amiga, rígido e inquietante, me alarmó. Tal y como había sospechado, se volvió lo justo para mirar al alemán y, elevando su mentón, le preguntó con seriedad y firmeza:

—¿Algún problema?

Patrick hizo una mueca con los labios. Después de una mirada cargada de enfado, adelantó el paso y desapareció en dirección al coche sin esperarnos.

El camino a casa fue un poco raro y de mal gusto. Habíamos parado en el marroquí de siempre, comprado la comida, el tabaco y una botellita de anís para brindar después. Todo eso se había resumido a unos cincuenta euros, y la vena del cuello del alemán cada vez estaba más y más gorda, hasta que explotó y me pilló a mí en el coche. Angelines no era de montar broncas con él delante de nosotras, pero ese día parecía ser que el cosmos se había puesto en contra de todos y de todo.

—¿Ocurre algo, Patrick? Tienes la cara como los pies de otro.

Y para qué quiso más. El alemán despegó los ojos de la carretera cuando nos paramos en un semáforo y la fulminó con la mirada.

—Ocurre que te quedas sin dinero si cada vez que ganas una pelea de mierda te lo gastas en celebraciones y gilipolleces. Ocurre que cada uno debería buscarse la vida para cubrir sus gastos y que tú dejarías de ser el banco de España, y…

—Y ocurre que si yo —se señaló con énfasis— quiero gastarme el dinero en mí y en mis amigos, me lo gasto porque me da la gana. Con o sin esas peleas de mierda.

La tensión casi se cortaba con un cuchillo tras la contestación de Angelines. Yo no era capaz de abrir la boca, así que decidí mirar hacia la ventanilla cuando vi los ojos de ambos clavarse como puñales el uno en el otro. El alemán habló con mal humor después de un intenso suspiro:

—Muy bien. En una semana me vuelvo a Alemania. Tengo que solucionar cosas de la empresa y tiene que ser allí. Si quieres venirte conmigo, genial. Si no, puedes quedarte con tus amigos.

Y dijo «amigos» por no decir «amigas». Pero ¿qué le pasaba a aquel estúpido con nosotras?

—Me quedaré aquí —le contestó ella sin dudar.

No le respondió. Arrancó cuando el semáforo se puso en verde y seguimos nuestro camino sin decir ni una sola palabra hasta que llegamos a la puerta de casa.

Cinco minutos después, estábamos soltando todas las cosas sobre la mesa del jardín. Era finales de marzo y en la calle se podía estar tranquilamente, sobre todo aquel día, que no hacía ni frío ni calor. Ma dominaba la mesa con sus bromas, y parecía mentira que de vez en cuando le diesen esos arranques de mala leche que ninguna entendíamos.

La cena fue bien. En realidad, habría sido genial si el rubiales hubiese cambiado el morro torcido y se hubiese pronunciado en algún momento, pero no fue así, y Angelines, lejos de querer enzarzarse en una pelea, lo ignoró. Lo ignoró hasta que Alejandro abrió la bocaza que tenía y terminó por rematar a su amigo:

—Tengo una noticia del putas. —Miró directamente a Angelines. Los demás lo hicimos al momento y ella sonrió, sabedora de lo que iba a decir.

—Eso, en castellano, quiere decir «buena» —lo tradujo Kenrick.

—¿Estás diciendo que las putas son buenas? —le preguntó inquisitiva Ma, con una ceja levantada.

—Yo también quiero hacer ruta —dijo el Linterna, visiblemente emocionado.

—Nos desviamos del tema —intervine.

—¿Qué pasa? ¿Habéis matado a alguien? ¿Traes droga de Colombia y empezamos a traficar? —les preguntó Ma, dejando de aniquilar con los ojos a su prometido, que simplemente la ignoraba.

—Eso no sería una noticia buena —le contestó Angelines entre risas.

Ma volvió al ataque:

—¿Entonces? Madre mía, Alejandro, estás pareciéndote a Angelines, que siempre le gusta dejarnos con la intriga y desaparecer.

La aludida la fulminó con una simple mirada.

—Eso no es verdad —aseguró con mucha dignidad.

—Anda que no —apoyé a Ma, porque no estaba diciendo ninguna mentira.

Abrió la boca y volvió a cerrarla cuando Alejandro prosiguió:

—Nos han elegido para participar en un campeonato de lucha. El más grande de Andalucía. Y el premio son diez mil euros. —Se acercó el kebab a la boca y le dio un bocado. Yo lo miré pasmada. Lo había dicho con un tono tan neutro, tan casual, que me costó asimilarlo.

Al darnos cuenta de lo que suponía aquello, la sorpresa fue corriendo por la mesa como la pólvora, como lo hacían nuestros vasos de plástico brindando por la excelente noticia mientras fantaseábamos con lo que podríamos o no arreglar con ese dinero. Las felicitaciones, las sonrisas y los comentarios iban y venían de una punta a otra, pero todo se fastidió y el silencio volvió a reinar en el ambiente cuando escuchamos una silla arrastrarse con mal genio.

Patrick se levantó sin mirarnos a ninguno, cogió sus pertenencias y murmuró con tono hosco:

—Buenas noches.

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea

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