Читать книгу Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay - Страница 9

4 ¿El castillo de qué?

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Llegamos.

Por fin nuestros pies tocaron tierra firme y se bajaron del endemoniado avión. No tuve tiempo de reacción cuando nos detuvimos, pues Alejandro se levantó como impulsado por una fuerza mayor y salió sin esperarnos por la puerta de salida. No sabía si tenía algún tipo de alergia a mí o qué, pero su comportamiento estaba empezando a cabrearme.

Eché la vista atrás para comprobar cómo estaba el ambiente y me alegró ver que Kenrick sujetaba con posesión la cintura de Ma mientras ella escondía su rostro en el cuello de su futuro esposo. Suspiré. Por ellos y por nosotros. Que venir hasta Escocia a celebrar una boda y terminar con una separación…, plato de buen gusto no era. Por otro lado, Patrick se situaba detrás de Angelines mientras le susurraba algo en el oído que la hacía sonreír y mirarlo. Enfoqué mis ojos sin motivo hacia la salida y solté todo el aire contenido.

Estaba pensando en el capullo arrogante que no me hablaba ni me miraba. Pero ¿yo qué le había hecho? Es que no lo entendía. No supe cómo, sin embargo, el Pulga llegó a mi lado.

—¿Te cojou maleta, bonita mía?

—No, gracias —le contesté con normalidad.

Le sonreí de manera sincera, aunque él se lo tomó de otra forma muy distinta:

—Si quieres… Baños de aeropuerto en Scotland muy limpios.

Arrugué el entrecejo al darme cuenta de lo que quería decir. Resoplé otra vez.

—No, no. Pulga, te he dado las gracias por amabilidad. —Me miró como si tuviera tres cabezas—. Yo no quiero follar contigo. No quiero nada. Solo amigos —me desesperé.

Él pareció no querer entenderme, a juzgar por su siguiente comentario:

—Ah, no preocupar. En otro momento yes yes.

Lo observé. Tan pequeño, tan sonriente…, tan…, tan… el Pulga.

Tomé una bocanada de aire tan grande que al expulsarlo me vació los pulmones. Continué caminando, ignorando al personajillo que acababa de proponerme echar un polvo en un baño. Ya llegaba a la puerta cuando, de reojo, pude apreciar… ¿una minisonrisa? por parte de Alejandro, que se había enterado de todo. Pasé por su lado casi sin mirarlo, pero sus palabras dirigidas al Pulga, en voz baja, detuvieron mis pies:

—A ella le gustan los hombres grandes, que la manejen bien. ¿No ves que es chiquitita? Tendrás que ponerte unos zancos.

—Oh, idea very buena. Tú ser muy alto y fuerte. —Hizo un gesto con sus manos, como si fuese un tipo musculado. Que lo era.

Nada, que el Pulga no se enteraba, y el comentario de Alejandro me calentó la sangre. Me giré dispuesta a plantarle cara, pero Ma me detuvo antes de lo previsto:

—Nada de malos rollos. Ya hemos tenido suficiente con la que habéis armado en el avión. —¡¿Nosotros?! Abrí la boca para responderle, llena de indignación, pero ella me puso un dedo en los labios—. Voy a casarme. En Escocia. Y todo tiene que ser perfecto. Todos tenemos que estar perfectos, ¿entendido?

Asentí con ganas de estrangularla y vi que Angelines ponía los ojos en blanco, dándome a entender que la dejase por imposible. Cuando a Ma se le metía algo entre ceja y ceja, daba igual las veces que le llevases la contraria, porque ella no daba su brazo a torcer ni muerta.

Un buen rato más tarde, casi cinco horas después, nos encontrábamos en el estrecho puente que se comunicaba con la isla de Eilean Donan y la orilla del lago Duich, al noreste de Escocia. Y allí, en la lejanía, estaba el impresionante castillo de Eilean Donan, lugar con el que Ma siempre había soñado.

—¿Os he dicho alguna vez que mi mote, Ma McRae1, es por este castillo? Aunque en realidad es Macrae, y yo lo he tuneado un poco —murmuró la espléndida novia, sin soltar la cintura de su escocés. Escocés que llevaba a Boli sujeta con una cadena rosa chillón a su lado.

Mi Azucena iba prácticamente escondida debajo de mi sobaco, pues no quería dejarla en el suelo para que se ensuciara las patitas.

—Sí, como unas ochenta veces a lo largo del tiempo que te conocemos.

—De verdad, qué estúpida eres cuando quieres, Angelines. Como seas así follando…

—Más quisieras verme tú a mí follando, chavala.

—Ya sabes, aunque a veces te diga que no te quiero ni en pintura, que eres el prototipo de mujer que buscaría si dejara a mi Kenrick.

—Ah, ¿y no puedo dejarte yo a ti? —le preguntó su futuro marido, deteniendo su paso.

Yo seguía inmersa en los campos, en el lago, en la estructura rocosa de aquel puente, en las piedras que pisábamos y… Y me percaté de que estábamos más solos que la una porque no había un alma en ese puente. Me extrañé y miré el reloj de mi teléfono.

—Oh, venga, cari. Todos sabemos que en esta relación yo soy el alfa. Pero que te quiero igual, mi amor. —Le estrujó los mofletes con tanta fuerza que me dolió incluso a mí. Ma continuó su paso, mirando con verdadero amor hacia el castillo—. El clan de los Macrae todavía vive aquí, que lo sepáis.

Alcancé a Kenrick, que no se había movido del sitio, y enlacé mi brazo con el suyo para continuar nuestro camino. Ma se colocó en medio del Pulga y el Linterna y comenzaron una conversación sobre Escocia y lo que idolatraba su tierra. Después llegaron temas cochinos de los que a Ma siempre le gustaba hablar con aquellos dos, a media lengua.

—No le tomes en cuenta todo lo que dice. Ahora está fatal con las hormonas, pero sabes que ella te ama con todo su corazón, ¿verdad? —Lo miré a los ojos, ansiando obtener una respuesta afirmativa. Lo que vi me enterneció más todavía.

Escuché a Ma contarles a sus dos acompañantes la que montaría en cuanto entrase por la puerta:

—Y ahora les diré que me saquen la mantelería; eso sí, de época. Que me enseñen tooodas las salas donde podemos celebrar la boda y… ¡Oh! Creo que voy a morirme cuando entre y me vea como una verdadera escocesa. Porque vosotros sabéis que, seguramente, debo tener algún familiar en el árbol genealógico que sea escocés, ¿verdad? —Los dos asintieron muy convencidos—. No es normal la pasión que tengo por vuestro país. Y mira que a mi España la tengo aquí y va por delante de todo, que conste. —Se dio dos manotazos en la muñeca a modo patriótico, como de costumbre, indicando que su país le corría no solo por el corazón, sino también por las venas.

Dirigí mis ojos a Kenrick cuando lo oí decir:

—Anaelia, yo… En el avión he dicho las cosas sin pensar. No quería ser tan brusco, aunque a veces es… —Apretó el puño que tenía libre y lo soltó junto con un suspiro—. Es que me pone endemoniado. Aun con esas, no sería capaz de apartarme de su lado.

Una dentadura, perfectamente alineada, apareció en la boca de Kenrick mientras observaba a Ma, que daba pequeños pero firmes pasos en dirección al castillo. Sonreí, le guiñé un ojo con complicidad y él me devolvió otra sonrisa, encaminando sus pasos hacia mi amiga, no sin antes mirar hacia atrás y soltarle la cadena de Boli a Patrick, que lo observó con un pelín de mala cara. Cuando llegó a Ma, Kenrick depositó un tierno beso en una de sus sienes y el torrente de voz de mi amiga resonó:

—¿Qué pasa?, ¿se te ha olvidado darme besos que enrosquen la lengua hasta que la sequen o qué?

—Mira que eres bruta. —Rio pegado a su boca y la estrechó con fuerza, deteniendo su marcha para darle el ansiado beso.

Unos cuantos vítores provenientes de las bocas del Pulga y el Linterna resonaron con eco. Entretanto, Angelines los animaba dando palmas y silbando como una camionera. Me giré lo justo para mirar al alemán, que andaba casi a mi lado. Antes de avanzar más, mi otra amiga se detuvo, palmas en el aire, lo miró con un destello claro en los ojos y, de una carrera corta pero concisa, saltó y se colgó como un tití sobre el rubio, quien, sorprendido, la contempló con sus deslumbrantes ojos sin soltar la cadena chillona. Lo besó con auténtica pasión. Desde luego, si Angelines acababa de hacer aquello, el mundo estaba volviéndose loco.

Y, ahí, la única que se quedaba sin pan y sin vino era yo. No les tenía envidia, pero sí era cierto que en ocasiones también deseaba ese amor. Ese amor que te espera por las mañanas cuando te levantas con una sonrisa en los labios. Ese tan fuerte que lo necesitas cerca a todas horas, que sabes que no podría pasar ni un día sin verlo. Alguien que te dé cariño de otra manera distinta a la que suele darte la familia o los amigos. Lo había vivido, o creía haberlo hecho con Antonio. Lo quise tanto… Pero me rompió de la peor manera que puede romperte una persona, y la Anaelia que veía amor por todas partes, que creía en las personas por encima de todo, comenzó a desvanecerse poco a poco.

Mis ojos se desviaron por un instante hacia un tiarrón de brazos anchos y venas marcadas que andaba con paso firme y sin titubear, casi a mi lado. Traté de disimular la inspección que estaba haciéndole, pero de nada me sirvió.

Me pilló. Claro que me pilló.

Sus ojos se cruzaron con los míos, y me encontré como una adolescente apartándole la vista y notando un extenso rubor en mis mejillas. Pero ¿qué coño me pasaba? Solo nos habíamos acostado una vez en aquel club, y sin saber que era él. Todo lo demás habían sido malas formas, puntadillas y desinterés total. Entonces, ¿por qué sentía que me atraía tantísimo?

Su sonrisa lobuna no tardó en aparecer. Era serio, sí, pero últimamente sonreía mucho más. De manera sensual, erótica, atrevida y… Bufff. Detuve mis pensamientos al escuchar el susurro angustiado de Marisa:

—Está… cerrado. Y aquí pone… Aquí pone… —juraría que le tembló el labio— que no abren hasta el mes que viene. Hasta el mes que viene… —musitó, aún más bajo.

De repente, un silencio ensordecedor se creó a nuestro alrededor cuando Kenrick formuló la pregunta maestra que nadie esperaba y en la que nadie había caído:

—De…, de tu listado de boda y encargos…, ¿quién tenía que reservar el castillo?

La respiración se me cortó al girarme y mirar a Angelines. Contemplaba las paredes del castillo mientras, literalmente, palidecía. Todos y cada uno de los presentes pudimos apreciar cómo la saliva bajaba por su garganta.

—Angelines… —Ma la llamó casi sin voz. Ella no contestó. Los demás esperábamos expectantes a que abriese la boca. Sabía que la paciencia de Ma no era infinita; de hecho, en aquellos instantes me pareció que no tenía ninguna, pues el grito no tardó en llegar—: ¡¡Angelines!!

—Pues… —murmuró la aludida—. ¿Tenía que hacerlo yo?

Los ojos de Ma se agrandaron tanto mientras se volvía para atravesarla con la mirada que pensé que la dejaría en el suelo como un chorizo al inferno; mínimo, igual de churruscada. No eran amarillos, ni siquiera se tornaron verdes con los tenues rayos de sol de esa mañana, no. Se convirtieron en un rojo tan intenso como el fuego, desgarrador y aniquilante, y… Voy a parar, que va a parecer que estaba convirtiéndose en el demonio, aunque por poco no lo hizo.

El caso es que se le notaba el enfado en cada poro; y, lógicamente, con motivo. Pude ver las intenciones de Angelines. Si no salía corriendo de espaldas, tipo cangrejo, en dirección al coche, era de puro milagro. «Milagro el que necesitamos nosotros ahora. Con razón no hay nadie en el puente, con lo turístico que es esto», pensé, pero ni mucho menos lo dije. Estaba el ambiente como para soltar cualquier chascarrillo.

—Sí… —siseó Ma con fuerza, escupiendo en el camino algunos restos de saliva que salpicaron al Pulga sin querer. Este se los limpió de la cara y la miró con horror, pero ella no se encontraba fina para darse cuenta de ese pequeño detalle, ya que todos sus instintos asesinos estaban puestos en Angelines—. Se suponía que tendrías que haberlo reservado tú ¡cuando todavía éramos unas putas millonarias! No ahora, que somos unas muertas de hambre y va a ser imposible que yo…, ¡¡yo!!, me case en mi castillo.

Moví mi mano hacia Patrick, que estaba a mi izquierda, y puse a Azucena en su brazo libre. No me pasó inadvertida la mirada de reproche por dejarlo a cargo de nuestros animales de compañía. Me acerqué a Ma con delicadeza y extendí mi mano para rozarla, pero abandoné mi intención al darme cuenta de que me aniquilaba con sus ojos de demonia. No supe de dónde, pero Angelines sacó aquella fuerza que la caracterizaba y se atrevió a dar un paso adelante sin hacerse pipí.

—Ma, lo siento mucho, de verdad. Con todo lo que me pasó, no me acordé. —Miró a Patrick, refiriéndose a la época de amor-desamor por parte de los dos, y este echó el cuerpo hacia atrás cuando las miradas recayeron sobre él.

—Ah, no. No y mil veces no. A mí no me echéis la…

Pero no le dio a tiempo a defenderse porque Ma entró de nuevo en cólera. Kenrick se apoyó en la pared de piedra y miró al cielo, resoplando. Menos mal que él era más prudente.

—¡Es tu culpa! —le gritó Ma, como si estuviese en una caza de brujas—. Si no la hubieses tenido atontada pensando en matarte, ¡no se habría olvidado de mis cosas! —Se señaló con fuerza el pecho, dándose unos golpes que casi la atravesaron.

—Ma, no quiero decir que sea culpa de Patrick —se retractó Angelines al ver que la furia se dirigía a él—. Lo solucionaremos, ya verás que sí. Y…, y… —Pasó por delante de ella sin tocarla, con mucho cuidado de no rozarse, y aporreó la reja—. ¡¿Hola?! ¿Hay alguien? ¡Hola!

Angelines se giró y clavó su temeraria mirada en mí. Ahí venía.

Cinco…

Cuatro…

Tres…

Dos…

—¿Y tú? —Me señaló. No me había dado tiempo de terminar la cuenta atrás. Impasible, me crucé de brazos, me toqué una muela con la lengua y esperé a que viniera el chaparrón de siempre. Puede que al principio me afectara, pero a esas alturas me resbalaba por el forro de la entrepierna—. ¿Tú por qué no me lo recordaste?

—Lo hice.

—Pero ¡con una vez no basta, joder! Lo sabes. Que se me va, Anaelia, que se me va… ¡Que no doy para más! No doy para más. Tengo la cabeza colapsada. Y tú deberías recordármelo. ¡Siempre me lo recuerdas! ¡No sé qué hay de diferente esta vez!

—Yo, mis responsabilidades relacionadas con la boda las he llevado adelante sin que nadie me las recuerde. Y no soy una agenda humana.

Me miró sorprendida, como si le entristeciera y le doliera que no asumiera una culpa que no tenía. Yo seguí tocándome la muela, con los ojos mirando hacia el cielo y los brazos cruzados. No pensaba entrar al trapo. Ya sabía lo que pasaba en momentos de tensión.

Angelines se giró, se aferró de nuevo a la reja y continuó, colérica:

—¡¡Por favor!! ¿Hay alguien ahí?

—Vamos a calmarnos. —Kenrick tocó su brazo al ver que casi se desangró los nudillos tocando la reja. La empujó hacia atrás lo suficiente como para que se apartase, pero ella lo miró con pánico—. Algo podremos hacer con…

—¡¿Qué coño vamos a hacer?! —intervino Ma, interrumpiéndolo—. ¡No está reservado, no tenemos dinero! ¡Y está cerrado! ¡¡Cerrado!!

—¡¡Deja de gritar como una puta loca!!

El atronador berrido de Kenrick detuvo las voces de Ma y las súplicas de Angelines, los intentos de Patrick para que su novia se calmase e incluso las palabras de consuelo que Alejandro —increíble pero cierto— expuso. Yo no lo escuché, pero estaba muy cerca de Ma, tratando de calmar el ambiente. Los dos escoceses no se enteraban de una mierda con tanto jaleo y decidieron mirar como si estuviesen en un partido de tenis.

—¿Qué… me has llamado? —le preguntó Ma, y se señaló—. ¿Para ti es ponerme como una puta loca cuando no tengo sitio donde casarme? ¡¿Eh?!

—Si vuelves a gritar, me doy la vuelta, y entonces te faltará el novio para poder casarte —le espetó con enfado y apretando los dientes. Ma cerró la boca y Kenrick continuó; eso sí, la mirada que le dedicó fue aniquiladora—: Angelines no lo ha reservado, vale. Pero nosotros tampoco nos hemos preocupado en volver a llamar siquiera una vez. Eso pasa por dejarle los detalles de tu boda a otros. Así que busquemos soluciones antes de que se reúnan en Escocia todos los invitados. Pensemos con la cabeza y no con la rabia.

Desde luego, últimamente, los discursos se le daban genial.

—Ma… —me atreví a entrometerme, y esa vez sí toqué su brazo; contacto del que ella no se apartó—. Por favor, cálmate. Y te prometo de verdad que vas a casarte. Sea como sea, vas a casarte. Pero ahora cálmate. Por ti y por Benanci… —Kenrick me taladró con los ojos—. Por como quiera que vaya a llamarse el niño.

Sin decir ni media palabra, nos distribuimos en los coches como buenamente pudimos, bajo mi reparto de asientos. Angelines siempre era la que llevaba la voz cantante en esos temas, aunque yo le echase un cable. Pero la cosa no estaba para que las dos fuesen en el mismo espacio reducido. Sabía que necesitábamos un tiempo de paz para que ambas no estallasen como una bomba, así que, sin más, lo pedí:

—Vamos a dar una vuelta, Kenrick. Para… calmar los ánimos.

Él, con toda la paciencia que lo caracterizaba, asintió sin hacer ningún comentario y se metió en su vehículo. En otro coche se subieron Patrick y Angelines, delante. A ella le temblaba tanto el pulso que anda que estaba para irse a robar panderetas. Jamás la había visto tan afectada, y no era para menos. Detrás, Alejandro el Sieso y yo. Sieso que estaba bastante preocupado por mi amiga y no tardó en demostrarlo:

—Angelines, tienes que calmarte y pensar con claridad. Lo hecho, hecho está, y no vais a poder arreglarlo. ¿Tenemos algún sitio más donde puedan casarse?

—Ella quería hacerlo allí. Joder, era su sueño, y yo me lo he cargado —murmuró con un hilo de voz, y vi cómo se limpiaba una lágrima traicionera.

Y si Angelines lloraba…, muy mal tenía que estar.

Pensé en Ma. Joder si lo hice. En los nervios que sentiría, en la situación en la que estaría ahora mismo, sabiendo que la boda se le desmoronaba por momentos. Si es que parecía que teníamos el gafe detrás de nosotras. Éramos un imán para los problemas.

Y también me acordé de nuestro militar escocés. De que había perdido los nervios dos veces en muy poco tiempo y eso no era habitual en él. Y aunque había tratado de mantener la calma, sabía que el sufrimiento lo llevaba por dentro y no quería que Angelines se sintiese peor por no haber reservado el lugar de los sueños de su amiga.

Extendí mi brazo y rocé sin pretenderlo a Alejandro, que no se inmutó, pero sí me miró de soslayo.

—Escúchame, vamos a solucionarlo. La culpa, en parte, es mía —terminé reconociendo—. Mira que siempre parezco tu agenda. ¡Es que no sé cómo no me lo he apuntado, de verdad! Tendría que habértelo recordado y…

—Anaelia, por Dios, qué culpa ni qué niño muerto. Te lo he dicho sin pensar… Para una cosa que me mandan de la boda y voy y la cago. Si es que soy un puto desastre.

Se llevó las manos al rostro, con desconsuelo, y me entristeció verla así.

Mi móvil sonó y lo miré distraída. Tuve que tragarme el nudo que se instaló en mi garganta cuando mi padre me informó por un wasap de que ya estaban en Escocia y de que los padres y la hermana de Ma, que llevaban unas horas en tierra firme, acababan de recogerlos para irse juntos al hotel. Allí ya se encontraban los padres y la hermana de Angelines.

Bien, había que ser resolutivos, así que hice un grupo con nuestros padres para informarlos de lo que había pasado y les pedí a ambas Patricias —hermana de Ma y hermana de Angelines— que se encargaran de difundir la información en cuanto todo estuviese arreglado.

Patrick condujo sin hacer ningún comentario y sin rumbo fijo, mirando con preocupación varias veces a su novia. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero mucho; en silencio y cada uno pensando en sus cosas. Por el movimiento de los hombros de Angelines, supe que estaba llorando. Llorando de verdad.

De repente, y como si algo me hubiese impulsado a mirar hacia la derecha, mis ojos se clavaron en la ventanilla contraria. Estaba tapada por el armario empotrado que casi ocupaba los dos asientos.

—¿Por qué me miras así? ¿Tanto te gusto que no puedes resistirte? —Alzó una ceja, insinuante.

Supe que era para romper la tensión que había en el vehículo.

—¡Detén el coche! —le pedí a Patrick. Después miré a Hulk—. Y tú cierra la boca, engreído, que estaba mirando por la ventana. Aparte de creído, eres más feo que pegarle a un padre con la escobilla del váter.

Para mi sorpresa, Alejandro alzó la otra ceja como si esa respuesta lo hubiese cogido desprevenido; más o menos como a mí con la maleta en el aeropuerto. Quise ver que entreabría un poco los labios, pero dejé que mi imaginación no jugase conmigo y me bajé del coche como un rayo.

—Anaelia, ¿adónde vas?

Angelines se apresuró y abrió la puerta cuando yo llegaba a toda prisa a un extenso prado verde, desde donde se escuchaba el agua con fuerza. Atravesé una pequeña valla que separaba la zona y extendí mis brazos en cruz. La miré con esperanza y una euforia desmedida, comenzando a dar vueltas en círculo.

—¡Es perfecto!

Angelines me observó confusa, con la nariz roja como un tomate y los ojos hinchados, hasta que lo entendió.

—¿Pretendes que se case aquí?

El viento azotó nuestros cabellos en ese momento y mi amiga me contempló con una mueca extraña cuando intenté peinarme, sin éxito, la maraña de pelos que parecía la cabellera de una leona.

—¡Claro! ¿Qué zona más bonita que esta? Escocia es verde, Angelines. Es la imagen viva del país que tanto le gusta. El prado, la llanura al fondo, los acantilados… Todo. ¡Es maravilloso! ¡Mejor que un castillo! ¡Mejor que todo lo que podamos encontrar! Por cierto, ¿dónde coño estamos? —Miré a mi alrededor en busca de una posible localización.

Por una vez en la vida, no me rebatió. Ni ella ni ninguno de los dos hombres que se encontraban detrás, cabeceando en señal afirmativa al contemplar la impresionante vista que tenía a mi espalda.

Segundos después, el alemán me sacó de dudas.

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea

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