Читать книгу Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea - Angy Skay - Страница 7

2 Cogiendo medidas

Оглавление

—Los modales alemanes —bromeó Ma, intentando romper la tensión que se había creado de repente—. Si fuera español, le habría hecho un gesto despectivo con la cabeza o mandado a tomar por culo.

—Ma —la advertí. El horno no estaba para bollos.

Los vítores de alegría se convirtieron con rapidez en un silencio sepulcral. Las copas alzadas se apoyaron sobre la mesa y las sonrisas menguaron. Un solo minuto después, alguien carraspeó dispuesto a romper el silencio. Era Ma. Qué sorpresa.

—A ver… Ahora en serio, quizá deberías planteártelo, Angelines. Patrick solo está preocupado por ti, y lo hace con motivos. Rara es la vez que sales de un combate sin un rasguño.

—Es lo que tiene darse de hostias —le dijo ella, muy en su postura de hacer lo que le diera la gana, como siempre.

—Yo también lo estaría si fuera mi pareja —la apoyó Kenrick mientras miraba a la que en pocos días sería su mujer. Ella le correspondió con una sonrisa y le apretó la mano en un gesto cariñoso. Antes lo había matado con la mirada, ahora lo hacía de amor.

Volví a mi comida.

—Yo apoyo amigou alemán. —No me hizo falta levantar la vista para saber que, de los dos escoceses, se trataba del Linterna. Él apoyaba al amigo alemán a tirarse juntos por un barranco si era necesario.

—Y yo —lo secundó el Pulga.

—No tienes necesidad de todo esto, la verdad. Él te ofrece ayuda y tú eres una cabezota que no la aceptas. Sois pareja, Angelines, siempre habrá uno que tire un poco del otro cuando la cosa se tambalee —opinó nuestro militar.

—Las parejas también se apoyan —le contestó la Apisonadora con recelo a Kenrick, visiblemente dolida por el desplante de Patrick al retirarse de la mesa.

—Yo apoyo a Angelines —dijo Alejandro, aunque nadie le había preguntado.

Mira el colombiano, qué listo era. Sin poder guardarme el comentario, le solté:

—Claro, con la pasta que puedes ganar con ese combate ¿qué vas a decir tú?

—¿Has dicho algo? Desde aquí arriba no te escucho.

—Vete a la mierda —le espeté—. Por tu morro torcido, deduzco que eso lo has escuchado perfectamente.

—Y tú, Anaelia, ¿qué opinas? —me preguntó Ma, interrumpiendo la pequeña disputa entre Hulk y yo.

Respiré hondo, me tragué una patata y enfoqué con la mirada varios rostros cargados de expectación. Angelines me miró de reojo, pero continuó comiendo como si mi opinión le importara tan poco como las demás.

—Yo estoy de acuerdo con ella —expuse—. También pienso que Patrick está preocupado y que le ofrece todo lo que tiene, como lo haríamos cualquiera de nosotros.

—En caso de tener —apuntilló Ma.

—Pero si ella no quiere aceptar su dinero y valerse por sí misma, sea peleando o cascándosela a un mono, está en su derecho de elegir, y él debería apoyarla.

Todos bufaron, pusieron los ojos en blanco y comenzaron a hacer comentarios por lo bajo —que escuché a la perfección— sobre mi tontería con el feminismo. Yo me comí otra patata.

—Yo estoy contigou. —El Pulga alzó la lata de refresco en mi dirección y sonrió.

Kenrick giró la cabeza, lo miró con las cejas alzadas y le preguntó:

—¿Tú no estabas con todos nosotros?

—Estaba. Pero dos tetas tiran más que dos carretas —opinó Angelines.

—A ver. —Ma se levantó, mostrando su enorme barriga, que crecía por días. Y todavía quedaban los meses de esponje—. Mañana nos vamos a Escocia y pasado me caso; gorda, con un kebab mixto de salsa de yogur completo entre pecho y espalda —especificó— y con las hormonas regular.

—Regular tirando para una puta mierda —añadí.

—Por eso. No creo que me beneficie mucho saber que encima Patrick y tú estáis enfadados. —Miró a Angelines—. ¿Podéis intentar arreglarlo al menos?

—Eso es chantaje emocional —le dijo Angelines.

—Lo sé. —Ma sonrió.

—Lo intentaré, pero no te prometo nada. Aunque sobre el combate no hay negociación alguna. —Miró a Alejandro de manera cómplice—. Pelearé.

—Eso también lo sé —reconoció la ya no pelirrosa.

Escuché un ruido que me desveló. No estaba dormida completamente, pero sí me rendía ya al silencio cuando escuché los susurros de lo que parecía una discusión. Supuse que el alemán y la Apisonadora habrían comenzado con su intercambio de pareceres, así que cerré los ojos, me di media vuelta e intenté dormir. Un rato después, y sin haber podido conciliar el sueño del todo, oí con claridad una voz que formaba frases sin utilizar ningún verbo y me levanté extrañada. Tenía que ser uno de los escoceses.

Salí al pasillo y asomé la cabeza. Por algún motivo, no me asombró ver a Patrick desnudo, con una simple toalla alrededor de la cintura y con los ojos desorbitados, y al Linterna tocándole las piernas. No me asombró porque en aquella casa pasaban cosas más inverosímiles cada día, y uno normal, sin altercados, era lo verdaderamente raro. El rubio intentaba apartarlo con patadas cortas y secas. Si lo hacía con las manos, se le caería la toalla que con tanta vehemencia sujetaba.

—Eh, ya, ya —susurró con angustia y sin querer gritar para no despertar a los demás.

—Tú piernas duras, tiesas, con venas —habló el Linterna, de rodillas y palmeándole los muslos. Por la distancia desde su cara hasta la porra de Patrick, sospeché que estaba pensando en la del medio. Elevé los ojos al techo y contuve una risotada.

—Sí, sí, vale. Gracias. Buenas noches. —Pero el escocés lo toqueteó un poco más—. ¡Fus, fus!

¿Estaba echándolo como a un gato?

Estaba echándolo como a un gato.

Me mordí el labio, divertida.

—Yo quiero probar tela sedoso en tu cuerpo.

—Yo ya tengo traje, no hace falta. —Lanzó otra patada que el Linterna esquivó sin dificultad. No hablaba bien, pero se le habían desarrollado los reflejos.

Viendo que no era capaz de quitárselo de encima, decidí intervenir. Al verme aparecer por el pasillo, los ojos claros del alemán brillaron con lo que me pareció un halo de esperanza.

—¿Qué pasa aquí? —pregunté en voz baja.

—Este, que quiere hacerme un traje.

—Sí, de saliva. Anda, levanta. —Cogí al Linterna de un brazo y lo insté a incorporarse—. ¿Un traje? Patrick ya tiene traje para la boda.

—Otro —insistió el modisto, que desde que había montado el pequeño taller en el sótano se empeñaba en coserle a todo el mundo. A Azucena le había hecho un diminuto vestido rojo de lunares blancos con un pequeño volante. En mi honor, decía. Sevilla olé, olé.

—Que no, que ya tengo muchos. Un montón. Los que no soy capaz de ponerme. ¡De todos los colores! Grises, azules, negros…

—Bueno, ¿qué más te da? —le dije—. Pobrecito, encima que se ofrece… Además, tiene que ensayar para mejorar. No le hagas el feo.

Patrick torció el morro —qué morro, omá— y me miró.

—Vale, vale. Otro día.

—No. Ahora.

—Ahora no, Andy, que es tarde.

—Ahora. Yo cojo medidas. Estoy inspirado. Solo medidas, de true, muy rápido.

—Ha dicho dos verbos, está esforzándose —comenté, poniéndole ojitos al alemán. Este suspiró, lo miró, me miró y volvió a suspirar.

—Vaaale. Me pongo algo y bajo.

—No, no. No pongas algo. Así good.

—En eso estoy de acuerdo con él —opiné, sin dejar de admirar el cuerpazo del guiri, pero no fue flexible en eso y decidió vestirse.

Andy y yo ya nos encontrábamos en el sótano cuando escuchamos los grandes pies de Patrick pisar con determinación los últimos escalones. De repente, se hizo un silencio, y juraría que un pequeño sollozo de angustia salió de su garganta. Me giré para mirarlo. Se encontraba en el umbral que separaba las escaleras de la estancia. Solo llevaba un pantalón deportivo que parecía haber caído ahí, sobre la cadera señalada y esa perfecta uve que te hacía seguir el recorrido hacia abajo.

—¿Qué pasa? —le pregunté. Tenía la mirada perdida—. Patrick… Eo. —Me puse en su campo de visión y moví la mano delante de su cara—. ¿Estás bien?

—¿En qué se ha convertido mi vida? —susurró a la nada.

—¿Por qué dices eso?

Volvió en sí un segundo, solo para mirarme. Después señaló la estancia completa y yo reparé en ella con detenimiento. A la izquierda, en el fondo, había una cama litera con las patas de madera rodeada de luces con casquillos supergordos, como si estuviéramos en plena Navidad. En ese momento, el Pulga estaba en la superior, con el móvil en las manos. Justo enfrente había un pequeño aseo con solo una ducha, un váter y un lavabo. En mitad de la estancia, sin separación alguna, se erguía un futbolín al que todos estábamos viciados, junto con una diana en la pared y un pequeño sofá con una tele enfrente. En el lado derecho se situaba un taller de costura en el que el Linterna buscaba en ese momento algo entre telas, hilos y retales, con una tabla de planchar, una máquina de coser y una gran mesa de corte. Para finalizar, en las esquinas superiores del techo, altavoces pequeños pero potentes. Daba fe.

—¿Qué? —dije sin entenderlo—. Son quienes mejor viven… Y no se han hecho una cocina para poder compartir tiempo con nosotros, que si no…

—No, no es eso. Yo… Yo tenía una vida… diferente, Anaelia. —Agradecí que escogiera el término «diferente», porque cualquier otro se me habría clavado en el pecho—. Una empresa que cada día prosperaba más, negocios externos, lujos…

—Sí, pero en ella no estaba Angelines.

Me miró con sus ojos claros muy abiertos. Estaba afectado de verdad.

—Es el único motivo por el que estoy aquí. —Mi rostro debió cambiar, porque rectificó—: No me malinterpretes, todos me caéis muy bien. Sois divertidos, vuestra vida es… emocionante; siempre pasan cosas. Pero me supera. Te juro que me supera. Todos aquí metidos, Angelines siempre entrenando o partiéndose la cara, los escoceses acoplados. —El Pulga levantó la mano sin despegar la mirada del móvil y saludó—. Sin hablar de cuando estoy en el baño y tu rat…, Azucena se cuela por el cuadradito ese pequeño.

Rectificó. Claro que lo hizo, pero a mí el tono ya me salió amargo aposta.

Era mi Azucena. Mía.

—Azucena tiene acceso a varias estancias de las que no voy a privarla.

—Tiene una habitación para ella sola. ¿Crees que es necesario que pase al baño cuando alguien está dentro?

—Sí.

—¿Para qué?

—Para hacerme compañía mientras cago, como ha hecho siempre. —Arrugó el rostro. Al parecer, en su vida refinada no cagaban las mujeres—. Lo siento, pero ella no entiende quién hace sus necesidades en ese momento, si tú o yo, y si tiene que buscarme…, lo hace en todas las estancias.

—Pero…

—No pienso ser flexible en eso —lo interrumpí para ahorrarle saliva.

—¿Y la cabra? Cuando menos te lo esperas, ¡pum!, aparece en el salón. Sin contar el día que me agaché para recoger su mierda con las manos, creyendo que eran conguitos.

Aguanté la risa porque estaba al borde del llanto, pero recordar el momento me alegraba la vida.

—Vamos a ver, Patrick… Es verdad que analizándolo así puede que sean unas vidas un poco estrambóticas. Pero es la que tenemos, al menos ahora mismo.

—¡Ese es el problema!, ¡la tenéis porque queréis, porque Angelines es cabezota y no acepta mi ayuda!

—No voy a entrar en eso. No me incumbe.

Dejó caer los brazos, derrumbado.

—Solo dime algo… Si fueras tú, ¿la aceptarías?, ¿te vendrías a vivir a Alemania?, ¿cambiarías tu vida?

Negué con la cabeza.

Cerró los ojos, abatido. Pero los abrió con rapidez, justo cuando el Linterna llegó hasta él y le tocó la chorra con la excusa de colocarle una tela encima. Saltó hacia atrás del susto, pero al final suspiró y se resignó ante su situación.

—Tendrás que valorar si te merece la pena; yo ahí no puedo hacer nada. Sabes lo que te quiere mi amiga, pero también lo dura de mollera que puede llegar a ser. Si tu decisión es que deseas marcharte…, tú eliges.

—Si ella tuviera que hacerlo, tengo claro cuál sería su elección.

Me mantuve en silencio porque yo también lo sabía. No dudaría un segundo en escogernos a nosotras.

—Un momentitou y ya estar contigou —añadió el Linterna, cogiendo los alfileres.

—Necesito dejarlo todo. Tomarme un tiempo y…

—¿Vas a dejar a Angelines? —lo interrumpí con sorpresa, pensando mal.

Mi asombro fue evidente; la vena de mi cuello también. Yo la notaba palpitar y él la miraba fijamente. Al escucharme, agrandó sus ojos e intentó sacarme del error, sin éxito.

—¿Qué? ¡No! Yo no he…

—¿A quién vas a dejar?

El torrente de voz que se escuchó desde las escaleras nos dejó sin habla, nunca mejor dicho. Angelines descendió los dos escalones que le quedaban para llegar hasta nosotros, se cruzó de brazos, alzó la barbilla y contempló a su impresionante hombre, que fue menguando poco a poco.

—Yo no voy a dejar a na…

Lo cortó:

—Has dicho que ibas a dejarme.

—¡Ha sido ella! —Patrick me apuntó con su dedo.

Yo me señalé con sorpresa, entrando en la conversación:

—¿Yo? ¡Tú has dicho que ibas a dejarla!

—¡Yo no he dicho eso! ¡Has sido tú! —El alemán me fulminó con los ojos.

—Así que piensas dejarme… —susurró Angelines, sin poder creérselo.

—No, fiera, no. Escúchame…

—¡No, escúchame tú! —Apartó su gran mano con un manotazo cuando intentó arreglarlo—. Estás más raro que un perro verde, y ahora te escucho decirle a mi amiga ¡que quieres dejarme!

—Creo que todo se ha malinterpre…

Suspiré agotada por la conversación de besugos que estábamos teniendo, por no hablar de las repeticiones lingüísticas que había. Estaba obsesionándome con los cursos de corrección, y lo sabía. Ya no solo identificaba los errores escritos, sino también los hablados.

—Necesitamos una corrección de estilo en esta conversación ya. Tú me dejas, él me deja, yo te dejo. Todo es «dejar». ¿Os dais cuenta de las repeticiones que usáis? ¡Existen los sinónimos! —añadí como si nada.

Los dos se callaron y me observaron; uno de ellos aniquilándome más que el otro. Tenía claro que estaban hasta las narices de que los corrigiera. Angelines bufó, apretó los puños a ambos lados de sus costados y desapareció por donde había llegado, sin darle tiempo para explicarse. Yo, prudente, le dije:

—Si necesitas algo…

Asintió. Por suerte, Andy comenzó a coger medidas y el halo de preocupación se fue un poco de la estancia.

Yo los dejé allí, ante la asustadiza mirada de Patrick, y me fui a la cama. No, la verdad es que no era muy normal estar a la una y media de la madrugada cogiendo medidas en un sótano. Pensé que hablaría con Angelines al día siguiente. Tal vez si nosotras la impulsábamos… No quería que se fuese, pero tampoco deseaba que la relación que tanto les había costado formalizar acabase por un agobio.

Lo miré una última vez antes de desaparecer. Ojalá tomara la opción de quedarse.

Llegamos al aeropuerto unas cinco horas antes. Vale, cinco no, pero tres y media sí; Angelines y su maldita costumbre de no llegar tarde. Viajar tanto como lo habíamos hecho en nuestro anterior empleo conllevaba aprender de las malas experiencias, como correr todo un pasillo de kilómetros con una mochila colgada en la espalda, una maleta, el cojín del cuello sujeto en una mano y el portátil en la otra. También te daba la oportunidad de ver cosas bonitas, como la cara de hastío de doscientas personas que se toman un café mirando su móvil, a la espera del jodido embarque.

Allí estábamos, de madrugada y con el aeropuerto vacío, exceptuando a los trabajadores, todos preparados con una minimaleta y con los trajes envueltos y colgados en perchas. Por suerte, los habíamos comprado antes de quedarnos sin blanca. Eran dignos de ver: pobres pero con estilo.

Angelines, Ma, Kenrick, el Pulga, el Linterna, Alejandro, yo y Patrick. En ese orden. Al parecer, el alemán y la parienta seguían de morros.

—Teniendo en cuenta que no facturamos maletas y que todavía el piloto está durmiendo en su casa, podemos tomarnos un café con tranquilidad, ¿no? —preguntó Ma con tonito.

—Y fumarnos un cigarro —objeté—. O cuatro.

—Y aprender el correcto funcionamiento del panel de un avión —añadió Kenrick.

—Y aprender sevillana Mira la coca cola.

Mírala cara a cara —corregí al Pulga, que seguía con ansias de feria.

—Mira que sois renegones. —Angelines puso los ojos en blanco y deslizó su maleta hasta la cafetería más cercana, donde nos sentamos todos a tomarnos un café acompañado de unos ligeros cruasanes de chocolate blanco.

Estaba dándole un sorbo al café cuando ojeé mi alrededor. Tenían razón: no había prácticamente nadie. Exceptuando a un par de enchaquetados con sus portátiles, algún guiri y… Espera. Enfoqué la mirada un poco más para poder discernir al tipo que leía el periódico. Me quedé fija bastante tiempo porque algo de él llamó mi atención. Tras unos minutos clavada en su persona, el periódico bajó unos centímetros con mucha lentitud y el señor que había detrás me observó, para volver a cubrirse la cara con rapidez. Vamos, uno de esos gestos que, si quieres pasar desapercibido, no se da cuenta nada más que todo el aeropuerto de que estás tratando de ocultarte de alguien.

—Me cago en mi puta estampa —murmuré mientras me levantaba con brío.

A paso apresurado, me acerqué a la mesa donde se encontraba. Por un momento, se me olvidó dónde estaba. Pero es que ese era el principal problema. ¿Por qué estaba de madrugada en el aeropuerto y sentado cerca de mí?

Al llegar hasta él, no dudé un segundo en tirar hacia arriba de la visera fosforita de su gorra.

—¿Qué coño haces aquí?

A pesar de esconder sus ojos tras los cristales oscuros de las gafas de sol, pude ver su desconcierto en ellos.

—Anaelia…

—Quítate las gafas y mírame a los ojos como un hombre. Pero ¿qué estoy diciendo? —espeté con furia—. La palabra «hombre» te queda más grande que esa estúpida gorra. ¿No sabes ponerte algo más discreto para espiar? Consiste en que no te vean, y te lo explico por si tu neurona no llega al alcance del concepto.

—¿Qué coño haces tú aquí? —La voz de Angelines tronó a mi lado y Antonio se encogió un poco más—. Quita, Anaelia, yo me encargo. —Subiéndose la manga derecha estaba cuando Patrick apareció por detrás y la sujetó por la cintura.

—Por favor, no montéis un numerito —le pidió el alemán con tanta calma que su novia se bajó el jersey y lo miró fijamente.

—Solo quiero hablar contigo. A solas, si puede ser —me pidió el Gonorrea, recalcando mucho eso último mientras se desprendía de las gafas y me miraba con un brillo inusual en sus ojos. Pocas veces lo había visto tan… ¿triste?, ¿hundido? No sabría decirlo con exactitud.

Al mirar hacia atrás, el Pulga, Ma y Kenrick se habían acercado, y solo les faltaba enseñar los dientes.

—No pensarás quedarte a solas con él, ¿no? —me preguntó Ma.

—¡Ni que fuera a comerme!

—Ni de coña. Yo voy —dictaminó Angelines.

Suspiré.

—Estamos en mitad de una terminal vacía y este tío lleva una gorra fosforita. —Lo señalé con desdén—. No será muy difícil visualizarnos. Vamos.

Él se levantó y dejó el periódico sobre la mesa. Parecía algo desconcertado ante mi rápida aceptación. Pero, con tal de apartarlo de allí y que no nos dejaran sin viaje porque alguno le estampara la cabeza contra la mesa, lo que fuera. Además, que una parte de mí sentía curiosidad por saber cómo una persona podía tener los testículos tan gigantes para aparecer ante nosotras después de lo sucedido. Aquello no eran testículos, eran huevos, en todo el sentido de la palabra. Pero de los que se tambalean y todo.

—Anaelia, es el tío que ayudó a Christian —me recordó Angelines.

«Y el que se lo llevó todo», pensé mientras lo miraba de soslayo.

—Cinco minutos —le concedí.

Él asintió y, juntos, nos apartamos unos metros. Le hice un gesto con la cabeza para que empezara.

—Que sea rápido y sin darle vueltas.

—El avión sale en horas.

—Ese no es tu problema. Ni siquiera pienso preguntar cómo lo sabes, porque visto lo visto… ¿Qué haces aquí, Antonio?

—Recuperarte.

Solté una carcajada tan grande que casi me hice reversible.

—¿Qué tonterías dices?

—No son tonterías. De verdad, necesito recuperarte. Todas estas gilipolleces que he hecho, todo ha sido por estar cerca de ti, para seguir tus pasos, saber cómo estabas…

—Eso se llama acoso.

—Se llama amor. Te quiero —me soltó sin titubear.

Del uno al diez, me lo creí…, por lo menos, por lo menos…, menos seis.

—Para lo que te ha costado siempre demostrar tus sentimientos, lo has dicho con mucha facilidad. La misma con la que te follaste a otra. —Le sonreí con ironía.

—No sabía lo que hacía, te lo juro. —Parecía desesperado. Como si meter la chorra en un lugar calentito tuviera alguna complicación.

—¿Tampoco sabías lo que hacías cuando intentaste hundirnos? —Lo fulminé con los ojos, apreciando cómo buscaba en su corta mente una respuesta adecuada.

—¡Fue ese tío! Me comió la cabeza. Yo no tenía dinero, estaba desesperado y…, y…

—Y querías saber de mí, claro —ironicé.

Crucé los brazos a la altura de mi pecho cuando se acercó. También di un pequeño paso hacia atrás, del que él ni se percató. Pude contemplarlo un poco más. Había cambiado. Estaba más guapo y menos desaliñado, pero eso no quitaba que fuese un cretino en toda regla.

Sus palabras me dejaron fuera de lugar y me enfadaron más:

—Te devuelvo el coche.

—Vete a la mierda —le espeté, aunque la oferta del coche era tentadora.

Me di la vuelta, dispuesta a terminar con aquellos cinco minutos de cortesía, pero Antonio me sujetó del brazo y me giró de nuevo. Su tacto me asqueó, y apreté los dientes al apartarme de manera brusca. De fondo, no muy lejos, escuché un cuchicheo que decía: «Ha dicho que le devuelve el coche», y otro a su vez: «Que le devuelve el coche. Su coche, cojones». Ignoré que estaba escuchando cómo Angelines se desesperaba mientras les explicaba a los demás de qué iba la cosa y cómo Ma lo repetía como una gramola. Estaban todos «escondidos» detrás de la máquina de agua, justo en la esquina que separaba los asientos del gran pasillo.

—Anaelia, por favor.

—¡No vuelvas a tocarme! Te he dicho que no quiero saber nada de ti. Y si no lo entiendes, tatúatelo en la frente para que no lo olvides.

—Nena…

—Como vuelvas a llamarme así… —Apreté los puños a ambos lados de mis costados, sabiendo que comenzaba a perder los nervios.

Contra todo pronóstico, en mitad de nuestra guerra de miradas, noté una presencia detrás de mí. Alejandro apareció cual caballero andante para rescatar a su damisela. Aquello me encabritó más. Cogí aire, me giré por completo hecha una furia y lo encaré antes de que diera un paso más. Bueno, miré mucho hacia arriba, y vi de reojo que algunas manos habían intentado cogerlo antes de que llegase hasta mí.

—No hace falta que me defiendas, sé hacerlo solita.

Él alzó una ceja y me miró con mucha seriedad. Después, sus ojos pasaron a Antonio y otra vez a mí.

—Cómo te vienes arriba, vieja. Vengo a embalar mi maleta. —Extendió su enorme dedo índice y señaló el pequeño habitáculo donde el hombre que se encargaba de las maletas ya nos miraba sonriente, escuchando toda la escena y el zasca que acababa de darme en toda la boca.

—¿Me has llamado vieja? —Fruncí mucho el ceño. Miré detrás de su cuerpo mientras él pasaba por mi lado, ignorándome, y escuché que Ma decía: «Hemos intentado detenerlo». ¿Detener qué?, ¿que embalase la puta maleta? ¡Sería gilipollas por pensar que venía a ayudarme!

Cerré los ojos, tragué saliva y, con la poca dignidad que me quedaba, me di la vuelta para terminar de despachar a Antonio. Sentía mis mejillas arder por el ridículo que acababa de hacer.

El Gonorrea desapareció con un simple vistazo mío, o al menos se camufló sin gorra fosforita, porque no volví a verlo. Y al colombiano no me atreví a mirarlo a la cara en ninguna otra ocasión. Por suerte, que fuera un mueble y nunca me hablase ayudaba.

Lo que la mafia ha unido, que no lo rompa el Gonorrea

Подняться наверх