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8 ENMA

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—Pondremos vigilancia. Ahora podemos permitírnoslo.

—No voy a vivir encerrada y vigilada por nadie —sentencié mientras colocaba los platos del desayuno sobre el fregadero.

—Eso no es vida para nadie. Y aunque se quedara con nosotros, ¿qué íbamos a hacer?, ¿cómo iban a protegerla dos abuelos chochos? Ni siquiera quiero pensar en los contactos que puede tener ese tirano. —Mi madre se refería a Oliver.

—Yo tengo una escopeta de caza y tampoco me temblará el pulso —argumentó mi padre, obviando el comentario de mi madre sobre su capacidad para «protegerme».

—George… Estás muy pesado con la escopeta, la cual hace mil años que no sacas del armero.

—No hables sin saber, mujer —le espetó, con un dedo levantado.

—¡Cuánto drama! —exclamé, tratando de quitarle hierro al asunto.

Mi madre me contempló con mala cara a la vez que terminaba de colocar las mantas sobre el respaldo del sofá. Mi padre removió lo que le quedaba del café, pensativo y sin mirarme. Hubo un momento en el que pensé que hablaba con la pared, aunque no me importó y seguí dando mi opinión en medio de aquella conversación en la que mis progenitores solo pretendían mostrar sus opiniones.

—Sigo sin entender por qué Robert te dejó esa desorbitada cantidad de dinero. El motivo de ponerte en su testamento no tiene sentido —opinó mi madre.

—Xiona, es muy sencillo. Ya te lo ha dicho la niña: era una manera de purgar sus pecados. Y si encima sabemos que no se llevaba bien con el resto de la familia, pues ahí lo tienes.

—Los pecados los habría purgado…—Mi madre se mordió la lengua cuando la miré. Su rostro pasó del enfado a la ternura en segundos, imaginé que por el simple motivo de que ellos no serían mis padres si Robert no me hubiese abandonado—. Precisamente, no de esta forma. ¡Ha estado a punto de costarle la vida! ¡Y a saber! Si ese tipo sale de la cárcel… No quiero ni pensarlo.

Yo tampoco quería dar cuenta de aquello, aunque tarde o temprano tuviese que enfrentarme a la aplastante realidad.

Llegué hasta la cocina y me asomé por la ventana al percibir un leve movimiento entre los árboles. Entrecerré los ojos y lo vi. ¡Maldito fuera! Edgar estaba detrás de ellos, ¡otra vez! Sin quererlo, le di un golpe a la taza que llevaba en la mano y se hizo añicos contra el fregadero. Mi madre se exaltó y corrió hacia mí, cortando la conversación que tenía con mi padre.

—¡Hija! ¿Estás bien? ¿Te has hecho algo? —Me miraba las manos con urgencia mientras yo intentaba por todos los medios tapar la ventana. O, por lo menos, esperaba que el estúpido de Edgar se escondiese. Mi padre había dejado muy claro cuál era su postura con respecto a él, y lo que menos quería era que se liaran a golpes también.

Que Dios me amparase el día que se enteraran de quién era el padre de Dakota.

—Mamá, no pasa nada. La taza ha chocado con el fregadero. No montes un drama. —Puse los ojos en blanco.

Resoplé, me separé de ella con una sonrisa en los labios y le di un abrazo para que dejase de preocuparse. Con suspicacia, volvió a mirarme una última vez antes de meterse en la primera habitación. Miré de reojo para ver si Edgar se había escondido. Por lo menos, ya no lo veía. ¿Habría sido una ilusión?, ¿una mala pasada de mi mente? Lo dudaba.

Estaba esperando el momento idóneo para entrar, y pensé —más bien, recé— que no lo hiciese mientras ellos estuviesen allí. Error mío al imaginar siquiera por un segundo que aquel hombre al que tanto había amado fuese a ser paciente por una vez en su vida.

En la puerta sonaron tres golpes inmediatamente después de ese pensamiento. Me tensé de pies a cabeza, tanto que noté la rigidez en cada uno de mis huesos. Segundos después, me di cuenta de que no podía quedarme paralizada con temor a abrir. Mi padre seguía removiendo su café mientras leía el periódico de aquella mañana.

—¿Le abres a Dexter o voy yo? —me preguntó mi madre, asomando la cabeza desde el pasillo.

Dexter.

Menuda ilusa.

Giré la llave y el sonido me puso nerviosa. No es que pareciera que iba a ralentí. Es que las hacía. Separé la puerta un filito tan pequeño que solo uno de mis ojos podía ver al tremendo hombre que se encontraba al otro lado, vestido de deporte y demasiado apetecible como para no dejarlo entrar. Pero ese pensamiento se esfumó de mi mente en cuanto me di un bofetón imaginario. Me había costado casi la salud y la vida intentar pasar página, y aunque todavía no lo había conseguido, debía poner todo mi empeño en ello.

Edgar seguiría siendo un capullo toda su vida.

Un mentiroso.

Un manipulador.

De su boca solo podían salir falsedades, y no estaba dispuesta a escucharlo.

Mis ojos se cruzaron con los suyos una milésima. Los míos, cargados de odio; los suyos, tenaces.

—Abre —me ordenó tajante.

Eso provocó que intentase cerrarle la puerta en las narices, pero fue tan ágil que ni siquiera me percaté del pie que puso para impedírmelo. No supe si le había hecho daño o no; tampoco me importaba. Con maldad, pensé que ojalá le hubiese partido como mínimo un dedo.

—Vete de aquí —le susurré para que no me escuchase nadie. O eso creía yo.

—No pienso marcharme hasta que hablemos.

—Y yo no tengo nada que hablar contigo. Lárgate —le espeté con los mismos modales que estaba teniendo él.

—He dicho que abras —volvió a ordenarme.

—¡Y yo te he dicho que no! —susurré más bajito y con un poco de nerviosismo.

Empujé otra vez y él detuvo mi intento con la mano. Lo miré muy mal.

—Deja de comportarte como una niña de quince años y ábreme.

—Y tú deja de tocarme las narices y vete de aquí. —Nada, no se movía—. ¡Vamos!

Todo el apaciguamiento que trabajamos durante el tiempo que estuvimos más unidos se fue al traste. Lo supe con solo escuchar su tono tajante y ver sus ojos felinos, que me aniquilaban.

Empujó la puerta con más brío. Yo lo hice en dirección contraria para cerrarla, hasta que una mano la agarró por encima de mi cabeza.

Mi padre.

Él no tuvo miramientos y me apartó con mucho tacto hacia un lado para poder abrirla del todo. Se contemplaron desafiantes, midiéndose las fuerzas con una simple mirada.

—¿Qué parte no has entendido de que te largues? —le preguntó mi padre con rudeza.

Edgar lo ignoró. Tal cual. Desvió su atención hacia mí.

—Esperaré lo que haga falta. Así que tú misma.

Se cruzó de brazos, mostrando unos bíceps de infarto. La sudadera que llevaba puesta se le ajustó al torso y creí escuchar un suspiro detrás de mí. Ya no sabía a ciencia cierta si mi madre suspiraba por la pesadez que le producía Edgar o por lo mismo que acababa de ver yo.

—Escucha, chico… —empezó mi padre con sarcasmo.

Edgar tardó cero coma dos en cortarlo:

—No soy ningún chico. Y no me hable como si fuese un gilipollas. No he venido a hablar con usted, George.

Mi padre no se sorprendió por que supiera su nombre. Elevé mi mano cuando dio un paso en dirección a Edgar, tratando de detenerlo.

—Muy bien. Pues escucha, imbécil. Vete de mi casa y deja de tocar los cojones. Mi hija ya te ha dicho que no quiere saber nada de ti.

—¡Eh! George, ¡por Dios! ¿Qué maneras son esas de tratar a la gente? —Mi madre corrió para tirar de mi padre desde atrás. Lo sujetó de la camiseta e intentó que se separase de la puerta, pero no lo movió ni un ápice.

Esa vez, fue Edgar el que avanzó y se quedó a escasos centímetros de su rostro. Eran los dos casi igual de altos. Se observaron con fiereza, y pude ver cómo el pecho de mi padre subía y bajaba con rabia, mientras que a Edgar comenzaban a hinchársele las aletas de la nariz. Mi madre seguía tirando de mi padre, sin éxito.

—Se han terminado los formalismos. La próxima vez que vuelva a faltarme al respeto, no miraré que sea su padre —le ladró.

—Adelante, capullo.

—¡Papá! —Me metí en medio de los dos como pude, separándolos, y mi dirigí primero a él—: Edgar, espera aquí fuera. —Ahora, a mi progenitor, ordenándole—: Adentro. Vamos.

Empujé a mi padre, que parecía un bloque de hormigón. No le quitaba los ojos de encima y Edgar tampoco. Antes de conseguir entrar, lo escuché decir:

—No me moveré de aquí hasta que salgas.

Le eché un vistazo rápido y cerré la puerta con urgencia. Coloqué las manos sobre la madera y arrugué el entrecejo, dispuesta a regañarlo:

—¿Qué te crees que haces? ¡No puedes tratar a la gente así!

—Cuellos más grandes soy capaz de romper. Abre la puerta, que a mí ese no me chulea —se envalentonó mi padre, dando una zancada en mi dirección.

—¡George! ¡Basta ya! —le suplicó mi madre, tirando de su manga.

—¿Sabes lo que ha pasado la niña por su culpa? —Alzó una ceja, muy enfadado—. No, no lo sabes, y por eso no entiendes mi comportamiento.

—Pero ¿qué te ha hecho ese hombre? —Mi madre me miró.

—Mamá, ahora no…

No supe el motivo, sin embargo, no podía dejar de pensar en Dakota, que pataleaba sin parar en mi vientre.

—¡No! ¡Cuéntale la de mentiras que te ha echado ese tipejo! Su exjefe ha estado manipulándola desde que la conoció. ¡Maldita sea! ¡Se marchó de nuestro lado por ese puesto de trabajo y todo era una puñetera treta!

—¿Qué? —Mi madre no entendía ni la mitad de lo que estaba diciéndole.

—Papá, por favor, ya basta —le pedí, viendo que perdía los papeles.

—¡Todos son iguales! Estos ricos, asquerosos y egocéntricos, se piensan que tienen el mundo controlado con sus aires de poder —teatralizó con mal genio—. Pero que no se te olvide que ante todo eres mi hija. Y si tengo que ir a la cárcel, yo mismo lo…

Puse las manos en su pecho.

—Papá, vas a conseguir que te dé un infarto. Sabes que no es bueno que te alteres de esta manera, y menos con tu estado de salud tan delicado. Por favor, marchaos a casa y después nos vemos. Te prometo que estaré bien, que no me ocurrirá nada. —Me miró con los ojos abiertos de par en par después de mi discurso de carrerilla—. No me hará daño.

—¿Pretendes que te dejemos sola con ese? —Señaló la puerta despectivamente.

Alcé las dos manos pidiendo un poco de paz. Mi madre se encontraba ida, supuse que tratando de juntar todas las piezas que le faltaban hasta llegar al punto de involucrar a mi exjefe en todo el jaleo de la herencia. Cerré los ojos, me sujeté el vientre por la parte inferior e inspiré y espiré alternadamente. Los dos se alteraron enseguida, pero los detuve con la palma de mi mano hacia ellos.

—Tengo los suficientes años como para saber apañármelas sola con él. No necesito que me protejáis. Y aunque os lo agradezco, esto es un asunto que debo solucionar yo. —Mi padre me contempló sin convencimiento alguno—. Papá, por favor,

—Y sin favores. He dicho que no.

Entrecerró los ojos y solté un suspiro enorme.

—Fuera. Los dos —sentencié. Era la única manera de que no se enzarzaran en una pelea, en una discusión o que a mi padre le diese un infarto y a mi madre, un ataque de histeria.

—¿Estás echándonos? —me preguntó mi madre, sin creérselo.

La miré a los ojos y entendió que lo único que pretendía era que no se involucrasen más de lo que ya lo habían hecho desde que todo comenzó.

—Yo no me muevo. —Mi padre juntó las dos manos delante de su regazo y alzó la barbilla con escepticismo.

Puse los ojos en blanco. Mi madre se acercó a él y tocó su brazo. Él la miró con todo el amor que le profesaba y, con una simple mirada y un asentimiento de cabeza por parte de ella, a regañadientes, cedió.

—Llámanos después, mi niña.

—Sí, mamá.

Mis labios la despidieron con un simple gracias y me devolvió una mirada que requería más de una explicación. Asentí, y supe que tendría que sentarme con ella tarde o temprano, y más después de todo lo acontecido en los últimos días.

Mi padre abrió la puerta con énfasis y a punto estuvo de quedarse con ella en la mano. A Edgar casi le sacó la piel a tiras de un solo vistazo. Él lo contempló con la misma altivez o más, e incluso pude ver una tenue sonrisa en sus labios. Por poco se rozaron cuando uno salió y el otro entró. El que entraba lo hizo con una mueca de satisfacción que te daban ganas de borrarle la prepotencia a puñetazos.

—Si le tocas un pelo… —lo amenazó mi padre.

Edgar fue cerrando la puerta con mucha lentitud. Cuando solo quedaba un resquicio, le dijo arrogante:

—Al final, yo entro y usted sale.

Sonrió con chulería y se la cerró en las narices. Lo último que me dio tiempo a ver fue a mi padre poniéndose rojo como un tomate y a mi madre sujetándolo del brazo. Echó la llave dos veces, asegurándose así de que nadie pudiera interrumpirnos. Después se dedicó a observar la estancia.

Cuando ya escuchaba el motor del coche, exploté:

—¡¿Se puede saber qué coño ha sido eso?! ¿Quieres pegarle a mi padre también? ¡¿Eh?!

—Que yo sepa, y hasta el momento, solo le he pegado a ese novio tuyo que tienes —me dijo como si nada, dando pequeños pasos por la casa y observándolo todo.

—¡Klaus no es mi novio! ¡Y…! —Cerré la boca, aunque tarde, más bien al darme cuenta de la sonrisa torcida que mostró su deslumbrante boca. Maldito capullo, que sabía cómo hacer y cómo sonsacar la información que quería.

Apreté los dientes con rabia y anduve dos pasos hasta colocarme delante de él. Llevaba las manos metidas en los bolsillos del pantalón, pero tan pronto como llegué a su altura, las sacó y cruzó los brazos sobre su pecho otra vez.

—¿Te he dicho alguna vez que me encanta cuando te cabreas?

Entrecerré los ojos tanto que creí que se me cerrarían por completo. Notaba que mi pecho subía y bajaba a una velocidad de vértigo. Pero lo peor no era eso. Lo peor era que su presencia me provocaba algo que pensé que ya estaba dormido. Me sentí descolocada al notar que tragaba saliva bajo aquel escrudiño al que estaba sometiéndome. Sus ojos descendían y ascendían sin ningún reparo desde mis pies hasta mi cabeza, y eso me ponía más nerviosa de lo que habitualmente me había puesto con él.

—¿Qué coño haces aquí? —le pregunté de malas formas, tomando la misma postura que él, gesto que ocasionó que mi delantera subiera unos cuantos centímetros y la mirara con descaro.

Suspiró y señaló el sofá.

—¿Puedo sentarme?

Casi no lo dejé terminar la pregunta cuando ya estaba respondiéndole:

—No.

—Bien. Pues de pie.

Dio un paso, y nos quedamos a una distancia que casi me provocó pequeños infartos. Su aroma se colaba por mis fosas nasales de manera inevitable. Traté de apartar los pensamientos que ni siquiera quería que apareciesen en mi mente, sin embargo, teniéndolo tan cerca, me era meramente imposible.

—Dime qué quieres y márchate —le pedí casi en un susurro, sin poder apartar mis ojos de los suyos. Aprecié algunos cardenales en su cuello y en uno de sus pómulos.

—Tienes que venirte conmigo a Mánchester —me soltó sin más.

Reí como una histérica; tanto que desapareció de mi campo de visión durante unos instantes.

—Estás loco. Desde luego. —Cambié mi gesto y la seriedad se apoderó de mí—. No pienso marcharme a ningún sitio. Mucho menos contigo.

Alzó una ceja, imaginé que comenzando a perder los nervios. Dio otro paso y casi me rozó. Me aparté por inercia cuando su mano se elevó lo justo para quedar a la altura de mi barriga.

—Supongo que tampoco puedo tocar a mi hija. —Su gesto se endureció.

—Supones bien. Y mi hija —recalqué— todavía no está aquí.

—También es mía —adjudicó con tono duro.

—Eso ya lo veremos.

Ahora el que rio fue él.

—Ni se te ocurra jugar con fuego, Enma.

Soltó mi nombre con tanto énfasis que casi me atraganté debido a su tono provocativo y sensual. Era un conquistador nato, y eso no podía negarlo. Daba igual que fuese una amenaza o una advertencia, que sabía cómo y cuándo hacerlo.

—No te has preocupado de ella en ocho meses. Ahora no creo que tengas ningún derecho a reclamar nada. —Di un paso atrás al ver la vena de su cuello.

—¿Me has dejado? —soltó con ironía—. Porque, la verdad, no sé cuándo. ¡Si has desaparecido del mapa! ¡Si no he visto una puta ecografía! Ah, no, espera, ¡que encima la culpa es mía! —Su tono fue subiendo de decibelios según hablaba.

Ahora estaba enfadado.

Por mucho que quisiese, no podía quitarle la razón. Ninguno de los dos éramos tontos, y tanto él como yo sabíamos que la niña que llevaba dentro era suya y que no tenía derecho a privarle de la posibilidad de estar con ella. Un sentimiento de culpa me arrastró muy lejos de allí. Me sentí la peor persona del mundo al darme cuenta de que había apartado también a personas que me importaban con tal de alejarlo a él de mi vida. Llevaba mucho tiempo sin hablar con Juliette o con las dos fieras que tenía por hijos y a quienes yo adoraba. Me resultaba amargo pensar en el último día que los vi, y me avergoncé de mí misma al ser consciente de que ellos también podrían haber estado sufriendo por mi egoísmo.

Supe que había notado el cambio en mi rostro, pues el suyo también se relajó, aunque su pecho seguía subiendo y bajando de forma acelerada. Edgar y la ira seguían sin llevarse bien, por lo que pude observar.

Carraspeé levemente y me giré en dirección a mi habitación. Lo dejé en el salón y no me siguió. Abrí el cajón donde guardaba todos los informes del médico y saqué todas las ecografías de la niña. Exhalé con mucha fuerza antes de pisar el pasillo, pues unas ganas horribles de llorar me atormentaron. Yo no era de piedra, no era invencible, y mucho menos me sentía la mitad de fuerte de lo que me pensaba. Podía tener genio acumulado por culpa de la rabia, pero en el fondo sabía que no era nadie y no era capaz de evitarlo.

Di un paso, después otro y llegué al salón. Me lo encontré de pie, en la misma posición, mirando el crepitante fuego. Traté de controlar los latidos de mi corazón cuando pasé por su lado, sin mirarlo, y lo golpeé en el pecho con las ecografías. De reojo, vi que no apartaba la mirada de mí, ni siquiera cuando elevó una de sus manos para cogerlas. Seguí mi camino y me senté en el sofá central. Apreté los dientes, clavándolos en mi lengua y tratando de que esa angustia que se colaba hasta el fondo de mi garganta no me asfixiase. Noté mis ojos ardiendo y le supliqué a mi mente que no derramase una sola gota. Mucho menos delante de él. Ya había tenido bastante. Quizá tuviera una personalidad distinta, o tal vez el raro era él, pero no quedaría en mí todo el esfuerzo posible por detener aquel torrente de lágrimas que se aproximaba.

Lo contemplé de soslayo. Tenía los ojos brillantes, y eso me mató. Se sentó de golpe en el pequeño sillón de una plaza que tenía justo a la derecha. Examiné cada uno de sus movimientos, lentos y precisos. Contemplaba cada foto con parsimonia. Su ceño se fruncía cuando deslizaba alguno de sus dedos por encima de la ecografía. De vez en cuando, una diminuta sonrisa cargada de tristeza se dibujaba en sus labios. De nuevo, sentí sobre mis hombros el peso de ser la peor persona del mundo.

Una lágrima traicionera resbaló por mi mejilla izquierda y la limpié con disimulo y rapidez. Ni siquiera fui capaz de abrir la boca para respirar, ya que el llanto me arrollaría. Lo escuché suspirar y contemplé el fuego, mordiéndome el labio. No podía mirarlo. No podía.

Sentí el peso del sofá hundirse a mi lado. Había dejado una plaza libre para estar distanciada de él, pero ni eso había surtido efecto. O quizá le importara una mierda, como solía decir a menudo.

—Siento haberte gritado. —Elevé mi rostro lo justo para contemplar un punto fijo en la chimenea. ¿Estaba pidiéndome perdón? Sí, eso estaba haciendo. Tragué saliva y asentí, sin poder hablar—. Enma, mírame.

Pensé que el cuerpo me temblaba. Y si no lo hacía, era mi mente la que provocaba aquel pensamiento. No quería mirarlo. No quería. Sin embargo, Edgar era Edgar, como siempre decía. Colocó dos de sus dedos bajo mi mentón y sentí que la tierra se abría bajo mis pies. No pude moverme siquiera. Ahora, la estatua parecía yo.

Giró mi barbilla lo suficiente y nuestros océanos chocaron. Los míos estaban tristes, desolados y arrepentidos. Los suyos eran un pozo oscuro lleno de temor, desasosiego y anhelo; un anhelo tan grande que era imposible no verlo bajo esa capa brillante que los hacía centellear.

Sin despegar su mano de mi barbilla, un silencio se apoderó del momento y no dejó de contemplarme, como si ese contacto estuviese dándole las fuerzas suficientes para continuar.

—¿A qué has venido? —le pregunté con un hilo de voz y casi atragantándome.

—Para que vuelvas conmigo a Mánchester.

Solté un resoplido y hundí los hombros.

—Edgar, no voy a volver. Me gusta estar aquí. Quiero —incidí— estar aquí.

Me miró con… ¿dudas?

—No puedo permitir que te quedes.

—¿Por qué? —quise saber.

—Porque no —sentenció, y miró hacia otro punto de la casa.

Odiaba los misterios. Sobre todo, los misterios que escondía Edgar Warren.

Me levanté del sofá con la intención de terminar con la absurda conversación. Di dos pasos y, sin darme la vuelta, solo lo justo para poder observarlo de reojo, le dije:

—Márchate, Edgar. —Tragué la congoja que sentí por lo que iba a decirle a continuación. Giré mi rostro para no verlo, pues estaba a punto de derrumbarme—. Y no vuelvas nunca más.

Noté su presencia detrás de mí al instante. El cuerpo me tembló. Las piernas también. Aspiré su aroma, sentí su cercanía, y lo peor de todo era que mi cuerpo vibraba al son del suyo cuando estaba tan cerca. Entreabrí los labios, tratando de que el aire entrase en mis pulmones, cuando lo escuché tan cerca de mi oreja que se me erizó la piel:

—Sabes que nunca he sido un hombre de: «Si me dices que no me quieres, desapareceré para siempre». —Hizo una breve pausa—. Yo sigo amándote de la misma manera, Enma. Sigues siendo mi obsesión. Y, por encima de todo, tu seguridad y la de mi hija irán sobre mis principios y mi moral. —Arrugué el entrecejo. No sabía a qué se refería con eso último. No me dio tiempo a volverme cuando añadió—: Lo siento, nena.

Mi perversión

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