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—¿Estás loca, mujer? —espetó mi padre con mal genio, delante de todos.

Mi madre pareció entrar en un constante estado de nervios y comenzó a empujar a todo el mundo hacia el interior de la casa, pero cuando llegó a nosotros, di un paso atrás para que no me tocase. Mi padre no se movió del sitio. Ni Klaus. Ni Edgar.

—Vete de aquí ahora mismo, o llamaré a la Policía —sentencié con más firmeza que antes.

—He hecho miles de kilómetros para…

—No te necesito para nada. Y tampoco te he pedido que vinieses. Ya has escuchado a Klaus: iba a contármelo.

Rio con cinismo. Yo pensé en qué momento había sido capaz de usar aquel tono tan dañino y venenoso con él.

—Ya. ¿Eso ha sido lo primero que ha hecho cuando te ha visto?, ¿contártelo? Porque estaba muy preocupado, supongo —ironizó.

El pecho de Klaus se pegó a mi espalda, pero no permití que entrase en un nuevo conflicto por algo que yo estaba provocando.

—Será mejor que no te diga qué es lo primero que ha hecho cuando me ha visto.

A Edgar se le hinchó la vena del cuello visiblemente. Alzó una ceja de forma intimidante y dio un paso hacia mí. Mi padre se interpuso entre los dos con cara de pocos amigos.

—Te ha dicho que te vayas. Créeme que de haber sabido quién eras, ni siquiera estarías aquí, porque yo mismo te habría echado a patadas de mi casa.

—Eso es entrar con buen pie… —se escuchó la voz de Luke al fondo, seguida de una regañina por parte de Dexter, a quien le importunó su descaro y humor a juzgar por cómo estaba la situación.

—¿Acaso sabe quién soy? —Edgar levantó el mentón, desafiante.

Mi padre también.

—Sí. El hijo de puta que ha estado engañando a mi hija para robarle la fortuna que Robert le dejó. ¿Me equivoco?

Edgar no se hizo pequeño ni mucho menos. Mi padre tampoco se amilanó, a pesar de que su oponente era un gigante.

—Yo no he robado nada. Si estoy aquí, es por la seguridad de su hija. Créame, a mí más que a nadie le interesa que esté bien. —Su tono fue ascendiendo según hablaba.

Tragué saliva por enésima vez, rezándoles a los dioses que existiesen para que no saliera también el tema y el motivo por el que intuía esa preocupación. Como si Dakota estuviese prestando atención, una patada rebotó en mi vientre.

—¿Y se puede saber cuál es ese motivo? —quiso saber mi padre.

Los truenos resonaron con más fuerza en el cielo. Apenas notaba el agua entrar en mi ropa de lo calada que estaba.

Edgar me miró.

Yo lo miré.

También le supliqué que no lo hiciese.

Observó a mi padre por encima del hombro, pasó por su lado manteniéndole la mirada y, antes de abrir la puerta del coche, justo a mi lado, me dijo:

—Mañana vendré y nos iremos.

No contesté. Ya lo hizo mi padre por mí:

—Y yo estaré esperándote en la puerta con la escopeta de caza.

Tenía claro que mi padre no decía nada a la ligera. Y que Edgar le caía muy mal.

El rugido del motor al arrancar provocó que girase mi rostro y mi mirada impactase con la suya. Alcé mis ojos y me encontré con los de Luke, quien me transmitía preocupación y tristeza por todo lo que había ocurrido. Antes de montarse en el coche, me susurró:

—Por favor, si no quieres escucharlo a él, escúchame a mí.

No contesté.

Nadie lo hizo. Sin embargo, la mano de Klaus afianzando mi cintura le demostró a Edgar algo que no quiso ver, pues pisó el acelerador marcha atrás y salió de allí casi derrapando y sin tiempo para meditar.

Antes de que todo el mundo comenzase a hacerme preguntas —y con «todo el mundo» me refería a mi madre—, alcé la mano y la hice callar cuando casi escupía como una ametralladora la primera andanada de palabras.

—Estoy muy cansada, empapada y sucia. ¿Podemos dejar esta conversación para mañana?... Por favor.

Mi madre agachó la mirada y asintió sin estar conforme.

—Yo me quedaré aquí.

Posé una mano sobre el hombro de mi padre y lo empujé para que entrase bajo el porche. No quería que siguiese calándose, o al final cogeríamos todos una pulmonía. Besé su mejilla con cariño y lo miré con una ternura que me embriagó el corazón. Cuánto los quería y cuánto los había necesitado.

—Esperarás a que te llame. Te quedarás en casa, tranquilo, porque yo estaré bien.

—Ese cabrón volverá —aseguró.

—No lo hará.

No me lo creía ni yo. Tampoco me pasó desapercibida la mirada de Dexter, quien tampoco se lo creía.

—¿Estás segura? —Mi padre pareció dudar—. ¿Cuándo te marchas, Klaus?

Puso su atención en él y respiré un poco aliviada, aunque me enfadó el hecho de que pensara que necesitaba a Klaus para sobrevivir.

—Mañana a primera hora —le contestó él.

Pareció molestarle tener que irse tan pronto. A mí también me apenaba esa marcha tan repentina, aunque encajé piezas y supe que, en realidad, había venido no solo para verme, sino para contarme lo que Edgar había soltado como una bomba.

Les ordené a mis pies que entrasen en la casa. Besé la mejilla de mi madre con el mismo cariño y apreté su mano para que se tranquilizase. Le eché un último vistazo a mi padre y Dexter asintió con la cabeza, dándome a entender que esa noche la pasaría con ellos. Había muchas noches en las que mi amigo prefería una buena copa de brandy en compañía de mi padre a estar conmigo hecho un ovillo en el sofá. Durante todo el tiempo que estuvo a mi lado, jamás me lo tomé a mal, y le agradecí con una mirada que me permitiese quedarme a solas con Klaus las horas que nos quedaban.

Tras poner los pies en la moqueta marrón de la entrada, suspiré y miré las vigas de madera del techo. Segundos después, escuché que la puerta de la calle se cerraba. Al enfocar mis ojos en esa dirección, me percaté de la cantidad de golpes que Klaus tenía; no solo en la cara, sino en el costado, en el hombro derecho… Lo que venía siendo una pelea con todas las letras.

No dijimos nada.

No hizo falta.

Me ofreció su mano y la acepté. Me fundí en un abrazo que me reconfortó lo justo y necesario para seguir siendo aquella mujer en la que me había convertido: la que no lloraba por las esquinas o, en su defecto, a la que ya no le quedaban más lágrimas que verter.

Nos encaminamos en silencio hacia el cuarto de baño. Me desprendí de mi ropa empapada y la tiré al suelo de la misma manera que lo hizo él. Juntos, entramos en el pequeño rectángulo y dejamos que el agua caliente templara nuestros congelados cuerpos. Me permití el lujo de permanecer bajo el agua el tiempo suficiente mientras notaba la boca de Klaus besar mi hombro y ascender hasta mi cuello. Me noté la piel de gallina; también mis sentidos disparándose en un sinfín de emociones con cada roce, cada caricia y cada mirada robada. Me volví para encararlo y lo besé con tantas ganas que olvidé sus heridas, hasta que gruñó por lo bajo.

—Lo siento, lo siento —añadí con rapidez, separándome de él.

Me sostuvo por la cintura y volvió a juntarme todo lo que pudo a su cuerpo.

—Voy a necesitar una enfermera que me cure las heridas y que me dé de comer. —Alzó una ceja con picardía.

Yo no sabía cómo podía seguir manteniendo ese humor pese a los acontecimientos de los últimos momentos. Quizá lo llevaba en la sangre. Desde luego, desde el minuto uno que lo conocí, lo que más había conseguido de mí eran risas y carcajadas a todas horas. Muchas veces hablaba con él por un simple mensaje de wasap y me sorprendía a mí misma sonriendo como una boba.

No pensé en el amor. No me planteé siquiera la posibilidad de estar enamorada de Klaus Campbell. Pero lo que sí sabía a ciencia cierta era que con él no lloraba, que con él sonreía, que, con él, los días eran más alegres y las penas, menos penas. Y eso me gustaba mucho.

Salimos de la ducha después de unos cuantos tonteos más y alguna que otra caricia provocativa. Vestidos y secos, llegamos al salón y me entretuve, a horcajadas sobre él, en curarle las heridas del rostro.

—Esto está cogiendo un color feo —apunté, señalando su costado.

—Mañana será un arcoíris —comentó como si nada, con tono guasón.

Lo miré a los ojos, esperando que comenzara una conversación. De nuevo, había algo que me interesaba mucho, y no sabía por qué.

—¿Qué ha pasado con Oliver? —le pregunté con un poco de miedo en mi tono.

Suspiró y me apartó de sus piernas para colocarme sentada en el sillón. Extendió una manta por encima de nuestros cuerpos y me miró muy serio.

—Resulta que han dado con el paradero de Lark, pero no han conseguido localizarlo cuando han ido a buscarlo a su casa. —Lo observé sin interrumpirlo. Bastante me había sorprendido aquella noticia. Instintivamente, pensé en Morgana. ¿Lo sabría?—. No sabemos el motivo, pero, o bien todo apunta a que Oliver organizó una treta mucho más grande de lo que pensamos, o bien algo no cuadra.

—Si Lark está vivo…

—Oliver saldrá de la cárcel, con seguridad. —Se apoyó en el respaldo del sofá—. Sus abogados están haciendo lo imposible para que le rebajen la condena. De hecho, ya han conseguido quitarle dos cargos por los que se le imputó. Es un tipo listo. —Resopló con pesadez, y yo, sin ser consciente, apreté la manta que tenía sobre mí. Contemplé las llamas del fuego de la chimenea y me vi huyendo por el mundo con tal de que aquel hombre no me encontrase—. Tranquila, Enma. No permitiré que te ocurra nada.

—No puedes encerrarme en una burbuja —objeté, sin quitar la vista del fuego—. Me encontrará.

—Podemos registrarte como un testigo protegido y…

Lo miré con mala cara, sin pretenderlo, y lo interrumpí:

—No pienso tirarme toda mi vida encerrada en un piso, custodiada por un policía al que pueden sobornar en cualquier momento.

El rostro de Klaus se tornó más circunspecto, aunque al final lo relajó.

—Tú ves muchas películas de acción. —Sonrió y después volvió a la seriedad—. Yo te protegeré.

—Tú estás en Mánchester. Yo, en Galicia.

Sus ojos enfocaron las llamas también, quizá pensativo por lo que acababa de decirle, lo que me demostró cuando se pronunció de nuevo:

—Buscaremos la solución.

Sabía que soluciones había pocas. Klaus no podía permitirse el lujo de andar las veinticuatro horas del día detrás de mí. Yo no quería vivir con miedo, y tenía claro que, ni dándole todo el dinero que me había dejado Robert, me perdonaría la vida. Lo vi en su mirada en la cabaña. Se me había quedado grabado a fuego. Aprecié tal rencor en él que sabía que una persona con los medios de los que disponía aquel hombre no lo frenarían ante nada ni nadie.

Agarré un mechón de mi pelo y lo retorcí, pensando en cómo formular la siguiente pregunta, y como no me vi capacitada para ello, me levanté e hice tiempo colocando unos platos sobre la mesilla baja del salón. Le ofrecí una cerveza que no rechazó y me serví un vaso de agua hasta arriba. Casi me lo bebí de una tacada, bajo la atenta mirada de Klaus. Elevó un poquito su mentón, dándome a entender que podía acribillarlo a preguntas. Él no era como Edgar. Me daba rabia tener que compararlos, pero con Klaus podías hablar de lo que te diese la gana, que no ponía impedimento alguno, y mucho menos tenías que sacarle la información con una cucharilla.

—Os conocéis, y esa pelea de ahora guarda rencores muy grandes. Aparte de lo evidente, que soy yo —le expuse.

Asintió y volvió sus ojos al fuego.

—¿Por dónde quieres que empiece? —me preguntó.

Miré la cena y después a él, que en ese momento se encontraba contemplándome fijamente.

—Podemos empezar cenando y después lo hablamos…, si quieres.

Aproximó su cuerpo al borde del sofá y, con una sonrisa de oreja a oreja, me aseguró:

—A mí, ese gilipollas no me quita el hambre.

Se llevó un trozo de empanada gallega a la boca y lo imité. Esperé impaciente a que hablase, y no se hizo de rogar demasiado, pues en cuanto se comió el primer trozo y le dio un trago a su cerveza, comenzó a hablar como el que le pregunta a un amigo qué día hace:

—Edgar y yo fuimos amigos.

—¿Amigos? —me extrañé, y detuve el movimiento de mi mano, que iba directo a mi boca con la empanada. Klaus sujetó mi muñeca para que continuase y comiese.

Obedecí y prosiguió:

—Mi madre y la suya fueron muy buenas amigas, y nosotros, prácticamente, nos criamos como hermanos. De hecho, vivíamos a muy poca distancia, íbamos al mismo colegio, después al mismo instituto, y jugábamos al baloncesto en el mismo equipo. En fin, lo que viene siendo unos colegas a muerte.

—Pues, perdóname, pero precisamente amor no es lo que sé ve en vuestras miradas cuando os encontráis.

Carraspeó un poco, se inclinó hacia delante y miró el fuego.

—En la adolescencia, éramos los que partíamos la pana allá donde íbamos. Siempre juntos y siempre liándola. —Sonrió con tristeza—. Las chicas se tiraban a nuestros brazos, nos montábamos unas fiestas impresionantes, y si teníamos que llorar, lo hacíamos el uno en el hombro del otro. —De repente, su tono cambió—: Hasta que crecimos. —Silencio—. Hasta que Edgar empezó en el mundo empresarial y consiguió llegar a la cima. —Me miró con intensidad y sus iris se apagaron poco a poco—. Hasta que se olvidó de su amigo de barrio y ya solo fui un estorbo para él en su meta hacia la fama y el dinero.

Mis labios permanecieron sellados mientras contemplaba la tristeza y la rabia a partes iguales que su rostro mostraba. Qué pena da esa sensación de sentirse abandonado de la noche a la mañana por una persona en la que confías plenamente. Había tenido amigos de esos, aunque intuía que lo que a ellos los unió fue algo mucho más fuerte que cualquier amistad adolescente pasajera.

—Es muy triste… —musité, sin apartarle la mirada.

—Lo es. —Suspiró con fuerza—. Pero las personas son malas por naturaleza, Enma. Y cuando crees que nunca te fallarán, lo hacen.

Medité mi pregunta antes de hacerla:

—¿Alguna vez lo hablasteis?

Negó con la cabeza.

—Imagínate cómo me sentí la primera vez que me lo crucé por la calle cuando ya no nos hablábamos. Yo solo quise darle la enhorabuena por lo que había conseguido. Ni siquiera me había llamado para contármelo. De hecho, llevábamos meses sin hablar. Al contrario que él, yo me presenté en su casa para felicitarlo.

—Y te apartó de su vida —comenté, prediciendo su respuesta.

Rio con amargura y le dio un sorbo a su botellín.

—Me cerró la puerta en las narices. —Abrí los ojos como platos, aunque nada me extrañaba del carácter huraño de Edgar—. Nunca supe por qué lo hizo. Nunca más le pregunté. Me dolió tanto que ni siquiera puedo contarte la de días que le di vueltas al tema, preguntándome qué había hecho mal. Yo no quería ni por asomo nada que tuviera que ver con Waris Luk; al contrario, por aquel entonces, ya estaba a punto de entrar en la Policía.

Tomé una extensa bocanada de aire y miré mis pies. Pobres relaciones las que acaban así. Da una lástima enorme saber que has perdido a alguien sin siquiera tener una explicación. Pero, como la vida misma, esas cosas ocurren, y por el tono de Klaus, a él le había afectado mucho.

Elevé mi vaso y sonreí a la vez que usaba el tono bromista del que Klaus nunca se desprendía:

—Brindemos por las amistades nuevas, pues.

Alzó su botellín a la par que su ceja:

—De momento, prefiero no considerarte una simple amistad. Pero… —alargó mucho la primera vocal y sonrió— brindemos.

—Echa el freno, amigo nuevo.

Reí y tiró de mi mano para juntarme de nuevo al calor sofocante que su cuerpo emanaba. Sus dedos se introdujeron en mi cabello y lo masajearon, ocasionando que cerrase los ojos de puro placer más de una vez. Restregué mi mejilla con su duro pecho y me permití dibujar círculos invisibles por debajo de la manta sobre su muslo derecho.

Su siguiente pregunta me pilló de improviso y detuve mi movimiento en seco:

—Es el padre de Dakota, ¿verdad? —Tragué saliva, intentando que no se me notase. No supe por qué, pero no me atreví a mirarlo. Él, en cambio, despegó mi cuerpo del suyo y agachó el rostro para mirarme a la cara. No era interés lo que había en sus bonitos ojos, sino una afirmación aplastante. Chasqueó la lengua—. No tienes que temer. La vida es así. El destino es así.

Noté que el pecho se me oprimía y que unas ganas de llorar se hacían con el control de mis ojos y mi garganta, que ya se cerraba.

—Klaus… Yo… Lo sien…

—No te disculpes por algo que no debes, Enma. Solo era una pregunta. No le des más importancia, porque para mí no la tiene y el futuro solo depende de ti. —Me atreví a mirarlo pese a que sentía mis ojos arder. Intentó quitarle hierro al asunto soltando un comentario gracioso de los suyos—: Sé mucho de ti. Recuerda que soy poli.

Sonreí, y una lágrima resbaló por mi mejilla. Él la recogió con su pulgar, se lo llevó a los labios y lo besó. Sentí que su pecho se desinflaba cuando volvió a cobijarme bajo sus brazos, e imaginé sin poder evitarlo los pensamientos que debían estar pasando por su cabeza en ese instante. A veces me preguntaba si el destino quería jugárnosla a todos de alguna manera, pues nunca fallaba y siempre daba en el clavo que más dolía. A la vista estaba.

Un silencio extraño se creó entre nosotros, hasta que noté sus dedos tamborilear sobre mi hombro. De reojo, vi que miraba el reloj en su muñeca.

—Bueno, yo creo que ya está bien de lamentos, de silencios y de cena que casi no hemos probado —objetó—. Y ya va siendo hora de calentar el ambiente.

Le dio un puntapié a la mesilla baja y la separó. Empujó mis brazos con suavidad para poder mirarme, apartó un mechón de mi pelo y lo colocó detrás de mi oreja. Alcé una ceja con gracia cuando me puso morritos.

—¿Quiere decirme algo, señor Campbell?

—¿Nos vamos a Escocia entonces? —me preguntó, apartando la manta.

—Tendremos que esperar a que Dakota nazca —puntualicé.

—Trato hecho. Y, ahora, señorita Wilson, ¿es usted tan amable de decirme qué tenemos de postre, o me sirvo yo?

Me fijé en que sus ojos brillaban y una sonrisa maquiavélica asomaba en sus gruesos labios. Reí al sentir uno de sus dedos clavarse en mi cadera e intenté apartarlo, sin éxito. Enarqué una ceja para hacerme la insinuante, aunque de poco me sirvió, porque al final terminamos sobre la moqueta y tan calientes como lo estaban las llamas de la chimenea.

Mi perversión

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