Читать книгу Mi perversión - Angy Skay - Страница 8
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ОглавлениеTragué saliva.
No supe cuántas veces.
Tampoco cuántos minutos estuve sin respirar.
Solo sentí que mi garganta se secaba, que mis ojos no podían abrirse más y que las palabras no conseguían salir, aunque las de mi madre sí que las escuché con claridad:
—Pues menos mal que he traído un montón de platos, porque de haber sabido que veníais dos más, habría preparado más. Enma no me ha comentado nada.
Mi madre seguía hablando como una cotorra, y después lo hizo mi padre:
—¿Y decís que sois amigos de Enma? —La desconfianza se palpaba en su voz.
Noté esa sensación de pánico que te recorre las venas cuando hay algo que no quieres ni ver, cuando sientes que el mundo se abre bajo tus pies, cuando notas tanta tensión que no solo un cuchillo podría cortarla, sino que tú mismo podrías morir de lo rígido que tu cuerpo se pone, de los nervios que estás conteniendo y de la falta de aire que comienzas a experimentar. Sentí los dedos de mis manos sin vida. Las piernas me flaquearon, y supe que poco tiempo le quedaban para derrumbarse.
No aparté mis ojos de aquel hombre, que me contemplaba como si fuese lo más maravilloso que había visto en su vida y también dolido por lo que estaba viendo a mi lado. La tensión era tan grande que el aire no me entraba en los pulmones, y creí que se me había olvidado respirar.
Klaus continuaba con su mano detrás de su espalda, palpando la pistola. Dexter no había parpadeado siquiera, y mi madre y mi padre estaban siendo conducidos a una conversación que ni escuché por parte de Luke, que me miraba de reojo con verdadero pavor.
Edgar.
Edgar.
Era él.
Él.
No podía creer que fuese cierto. Sencillamente, no podía ser. No podía.
El pinchazo en mi pecho se hizo un poquito más evidente al mismo tiempo que Dakota no detenía sus movimientos. Tras llevarme las manos al vientre, vi los celestes ojos de Edgar mirar hacia ese punto. Seguidamente, los elevó hasta posarlos de nuevo en los míos. ¿Cómo narices había dado conmigo? Pareció dudar, pero ese estado se le pasó en los dos segundos que tardó en ver la mano de Klaus rozar la mía. Se observaron con tanto odio que me dolió incluso a mí.
—Enma.
La grave voz de Edgar resonó por todo el lugar y provocó que todos se callasen. No adiviné el motivo, pero las siete personas que estábamos allí no le quitamos los ojos de encima. Sentí un escalofrío al advertir cómo me miraba a mí y después al rubio que me protegía.
Un rubio semidesnudo.
—¿Klaus? —Mi madre reparó en él—. Niño, vas a resfriarte. Por Dios, ¿de dónde venís?, ¿de revolcaros en la playa?
No lo dijo con intención, sin embargo, todos nos miraron de nuevo, algunos con más ahínco que otros. Decidí que ya era hora de dejar de estar escondida, que no necesitaba ser valiente pero sí afrontar mis problemas. Abrí mi bolso y toqué el hombro de Klaus para entregarle las llaves. Cuando se giró, no quedaba ni rastro del hombre risueño y gracioso que me maravillaba, sino de uno completamente distinto y enfadado.
—Toma, entra en casa y ponte algo. Dúchate si quieres, ahora iré yo.
—No pienso dejarte sola con ese capullo —sentenció en voz baja para que no lo escuchase nadie.
Xiana, mi madre, habló:
—Bueno, mi niña, como tienes visita, idos a ducharos. Cuando salgáis, cenaremos.
Tragué saliva, sin dejar de mirar a Klaus. ¿Cenar? ¿Todos? Estaba loca. Rematadamente loca. Mi madre no sabía muchos de los detalles de por qué había regresado a Galicia. Mi padre sí, pero ambos eran desconocedores de quién era el padre de Dakota. De hecho, lo habían preguntado en varias ocasiones y siempre había evadido la respuesta argumentando que eso era algo que solo desvelaría el día que estuviese preparada.
Porque pronunciar su nombre me dolía.
Escuchar su voz me dolía.
Y después de casi haberla olvidado o creer que lo había hecho, la piel se me puso de gallina cuando pronunció mi nombre. Todo pasó a cámara lenta: mi madre se extrañó de que ni hubiese saludado a mis invitados, a Klaus se le marcó la vena del cuello, a Dexter, seguramente, se le había parado el corazón, y yo no sabía cómo manejar una situación de ese calibre sin tener que dar explicaciones.
—Meteos todos en casa —fue lo único que se me ocurrió—. Todos menos tú.
El tono y mi mirada furibunda me salieron tan despectivos que no me reconocí. Quizá era el daño y toda la ira acumulada, no lo sabía, pero me di cuenta de que me observaron con desconcierto. Luke se acercó a mí con cautela, sin dejar de mirar a Klaus, y le preguntó:
—¿Debo pedirte permiso para verla?
Entendí que Luke era amigo de Edgar y que, inevitablemente, este tenía que caerle mal aunque no supiese ni la relación que Klaus tenía conmigo. Toqué el brazo del rubio y le pedí de nuevo con una mirada que se marchase. Asintió sin convencimiento. Eso sí, aniquiló a Edgar con los ojos y luego se marchó. Cuánto rencor había en aquellas miradas, y no sabía por qué. Claro estaba que tampoco había indagado en el tema, aunque en su día llamara mi atención en la comisaría.
Mi madre y mi padre entraron en casa sin replicar, seguidos de Dexter. Lo agradecí, y aunque sabía que mi madre estaba deseosa de pedir explicaciones por la curiosa tensión y por la situación en sí, pude ver que mi padre la sostenía del brazo y tiraba de ella hasta el interior.
—Me alegro de verte —murmuró Luke, sin atreverse a tocarme y a una distancia prudencial. El gesto me pareció incluso incómodo. Señaló mi barriga y sonrió con tristeza tras decir—: Veo que la niña ha crecido mucho.
No le contesté, sino que mis ojos se posaron sobre Edgar, que seguía sin moverse. Escuché la saliva de Luke descender por su garganta. Me apenó darme cuenta de que la conexión que antes teníamos parecía haber muerto, o tal vez yo no era capaz de canalizar las emociones por las que estaba pasando en tan pocos minutos.
Respiré hondo. Sin desviar los ojos de Edgar, me quedé donde estaba cuando Luke giró sobre sus talones y se internó en la vivienda. No sabía qué me daba más pánico. No sabía tampoco si quería salir corriendo, aunque fuese acantilado abajo, o meterme en la casa y cerrar la puerta como una niña pequeña para que no pudiera encontrarme.
—¿Cómo empezamos esta conversación? —fue lo primero que me preguntó, en un tono hosco.
Yo tenía ganas de meterme debajo de la cama para que el monstruo no me alcanzase, pero esa no era una respuesta. Crucé los brazos a la altura de mi pecho y lo miré desafiante, como nunca. Él no se movió de la esquina de la casa. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su pantalón. Vestía de traje —como de costumbre, impecable—, y su rostro no había cambiado nada. Llevaba la barba como siempre: recortada y perfectamente perfilada. Su cuerpo me parecía más fornido que antes, pero no me atreví a confirmarlo, y tampoco quería entretenerme en algo tan innecesario. Lo único que deseaba con todas mis fuerzas era que el bosque se lo tragase y desapareciese.
—Yo no he ido a buscarte. Tú sabrás qué quieres —le solté en el mismo tono.
Apretó los dientes, sin dejar de contemplarme con un brillo tan especial que parecía haber descubierto la luna. Dio dos pasos hacia mí y casi me desmayé. Sentí el temblor tan fuerte en mis piernas que tuve que apoyarme en el coche para no caer desplomada. Alcé un dedo en su dirección, sin necesidad de decirle una sola palabra. Él levantó las manos en son de paz, me observó y detuvo su paso.
—Prepara la maleta. Mañana por la tarde nos volvemos a Mánchester.
Lo miré atónita. Después, comencé a reír como una desquiciada. Loca y desquiciada.
¿Había hecho a saber cuántos kilómetros solo para imponerme que volviese a Mánchester? Desde luego, no estaba bien de la cabeza. Y eso lo sabía desde hacía mucho tiempo, pero nunca imaginé que fuese tan grave.
Me contempló como si hubiese perdido el juicio, sin embargo, en ningún momento hizo el amago de sonreír. No era para menos, pues mi gesto cambió de un segundo a otro, y las risas histéricas se convirtieron en un rostro y un tono huraños que pocas veces sacaba a relucir:
—Vete a tomar por culo, Edgar. Coge tu coche y lárgate de aquí antes de que llame a la Policía.
—Enma…
Avancé en dirección a la casa, no sin antes darle un buen empujón en el hombro y mirándolo como una auténtica chula de barrio. Impidió mi avance sosteniéndome del brazo, pero me zafé de él con tanto brío que casi tropecé con mis propios pies. Lo aniquilé con la mirada.
—No te atrevas a ponerme una mano encima —escupí con rabia.
Acercó su rostro al mío y temblé.
—Ya veo que hay alguien que sí puede ponértela.
Apreté los dientes y mi mano voló en dirección a su cara. Sin embargo, me sujetó del otro brazo. Detuve el movimiento al escuchar a Klaus en la puerta:
—¿No la has escuchado, Warren? Te ha dicho que la sueltes. ¿Tienes problemas de audición tal vez?
Edgar alzó sus ojos con tanta ira que, si las miradas matasen, lo habría fulminado de un vistazo y dejado hecho una pegatina en la pared de piedra. Me soltó con mucha lentitud y dio un paso adelante, alzando el mentón, desafiante. Justo al llegar a su altura, Edgar escupió en el suelo, al lado de los pies de Klaus, con un desprecio que jamás había visto en él, y le soltó con maldad:
—Que te follen, payaso.
Todo lo que había pasado a cámara lenta, todo lo que había evitado para no dar un espectáculo delante de mis padres, se fue al garete cuando Klaus lo sujetó de la pechera y lo empujó hacia atrás. Tal fue su agarre que vi cómo la carne de Edgar se entremezclaba con su camisa entre los dedos del escocés.
Unas gotas comenzaron a caer del cielo; con seguridad, enfadado por el revuelo que estábamos montando. O eso quise pensar, porque la tormenta que se desató en segundos fue horrible. Parecía que iba a acabarse el mundo con nosotros en primera fila. Para mí, casi lo fue.
—Lárgate de aquí, arrogante de mierda —ladró Klaus.
Parecían dos titanes a punto de darse de hostias. Recé para que no ocurriese así, sobre todo cuando la cabeza de mi padre asomó por el quicio de la puerta, buscando explicaciones a las pequeñas voces que habrían oído desde el interior. Edgar no se lo pensó dos veces y le atestó tal cabezazo a Klaus que este tuvo que soltarlo sin más remedio. Se llevó la mano a la frente y después a la nariz, donde comprobó que la sangre salía a borbotones. Edgar, comenzando a mojarse por la lluvia, se quitó la chaqueta de un tirón y los botones salieron despedidos por el campo. Avanzó con grandes zancadas mientras yo lo veía todo e intentaba llegar hasta ellos.
—¿Qué demonios os pasa, chicos? —preguntó mi padre desde la puerta cuando el primer puñetazo de Edgar tiró de espaldas a Klaus.
El rubio no tardó ni medio segundo en levantarse del suelo, agachar lo justo el cuerpo y cargar como si fuese un toro en dirección a Edgar. Soltó un grito de guerra y se abalanzó sobre él con tanta brusquedad que pensé que, como mínimo, le habría partido una costilla, porque ambos salieron despedidos y lejos de donde estaban aparcados los coches.
—¡¡Parad!! —vociferé, y comencé a correr hacia el bosque.
Rodaban como dos niños por la hierba, con la diferencia de que las hostias se sucedían una detrás de otra y sin demora. No tenían tiempo ni de respirar. Ni siquiera me era posible discernir quién repartía más o menos, quién salía más perjudicado o quién era el que estaba encima del otro, porque se cambiaban con tanta rapidez y brutalidad que era imposible.
Mi padre corrió tras de mí con el fin de acabar con algo que no sabía ni de qué se trataba. Chillé con todas mis fuerzas para que se detuvieran, pero estaban inmersos en reventarse el uno al otro.
—¡Voy a matarte! —le escupió Edgar en la cara, golpeando con fuerza su mejilla derecha, que sangraba también.
—¡Y yo voy a sacarte los ojos, hijo de puta! —le advirtió Klaus, quitándose de encima a su oponente tras darle un rodillazo.
Edgar cayó a la hierba y rodó por ella, hasta que frenó su avance colocando las manos en el suelo. Elevó su rostro y me vio acercándome a ellos justo en el momento en el que mi padre me alcanzaba y tiraba de mí para que no me entrometiese en la pelea.
—¡¿Estás loca?! ¿Adónde te crees que vas, mi niña? —Su tono fue autoritario, pero no por eso dejó de usar el apelativo cariñoso por el que siempre me llamaba.
—Papá… —le supliqué para que me soltase.
—¡Eh! ¡Eh! ¿Qué estáis haciendo? —preguntó la voz de Luke con apuro desde la puerta.
—Se matan. ¡Van a matarse! —aseguró Dexter, llegando tras él.
A Luke y a mi amigo los detuvo mi madre negando con la cabeza para que ninguno se acercase más de la cuenta. Lo que no sabía era cómo podía estar tan entera después de lo que estaba viendo.
Llovía. Y ya no eran gotas, sino que lo hacía a mares. Edgar me echó un vistazo desde el suelo y pude ver su pómulo inflamado y su labio partido. Se quejó al intentar levantarse, sin embargo, se llevó una mano a la costilla derecha y apretó los dientes para así poder ponerse de pie.
Tan ensimismada estaba en él que no fui consciente de la exclamación que mi padre soltó y el pequeño grito que salió de la garganta de mi madre. Posé mi mirada en Klaus, quien, de pie, lo apuntaba con su arma. Abrí los ojos como platos y me zafé de mi padre en un pequeño descuido por su parte.
—Enma, ¡no!
—¿Quién crees que va a matar a quién, listo? —le preguntó Klaus con rabia. Escupió una gran cantidad de sangre en el suelo y siguió contemplándolo con un rencor infinito.
Se encontraban encarados de tal forma que todos podíamos ver los movimientos de uno y otro, porque estaban de frente y las luces de la calle nos alumbraban.
—Klaus… —traté de llamarlo, aproximándome a él.
Lo que no esperaba era que Edgar lo apuntara también con un arma. Sin darme tiempo a reaccionar, moví mi cuello y lo observé tras escuchar el breve sonido de una pistola al quitarle el seguro.
—Si tienes cojones, dispárame —lo retó Edgar.
—¡Warren, no eches más leña al fuego! —le gritó Luke a su amigo.
—Warren… —murmuró mi padre en voz baja. No me hacía falta ser bruja para saber que estaba atando cabos y que ya había descubierto quién era la visita inesperada.
Ignoraron a Luke. Se desafiaron mutuamente con los ojos, sin soltar las armas y sin que les temblara el pulso. ¿Habían perdido la cabeza? Saber que la disputa era por mi culpa no hizo más que acrecentar las ganas de lanzarme al vacío por uno de los acantilados que a tan poca distancia se encontraban, aunque también lo medité y aquel combate improvisado no parecía ser solo por mí.
—Por favor, soltad las armas… —musité, colocándome al lado de Klaus.
Pude escuchar la rabia de Edgar al apretar la pistola. Aparté el pelo mojado de mi rostro y miré al rubio con más atención, pues no retiraba ni un ápice su mirada de Edgar. Tenía los dientes tan apretados que estaban a punto de saltársele por los aires. Aun así, no apartó sus felinos ojos de su contrincante.
—Klaus… —Lo toqué para que me prestase atención—. Por favor, estáis perdiendo los papeles sin razón.
La voz de mi padre, un tipo robusto y curtido por el campo, sonó con vehemencia a mi espalda, como cuando era pequeña y hacía alguna trastada. Sin embargo, esa vez no pude buscar su mirada y agachar la cabeza, arrepentida, pues no podía olvidar que estaba en medio de una batalla que era, nada más y nada menos, mía.
Miré a Edgar con temor y, sin poder evitarlo, con desprecio. Mis ojos impactaron con los suyos, y pareció notar el cambio en ellos de mirar a Klaus a hacerlo con él, porque sus nudillos se tornaron blanquecinos alrededor del arma.
—Edgar, baja la pistola —le ordené.
Él, en cambio, sí me observó con una fijeza que asustaba, aunque no rehuí sus ojos como habría hecho en otras ocasiones. Lo contemplé con rabia, con dolor y con un sentimiento en el que siquiera me detuve a pensar, pues me había costado mucho crear aquel muro que creía que no se rompería nunca.
Nunca hasta que volviese a verlo.
Porque era muy sencillo decir que has olvidado a una persona sin verla. El problema aparece de nuevo cuando el sujeto en cuestión se planta, después de miles de kilómetros, delante de tus narices. Y, para colmo, lo primero que hace es imponerte que debes marcharte con él sin una simple explicación. Tenía claro que mi vida no era un cuento de hadas, pero tampoco pensaba retroceder todo lo que había conseguido, que no había sido poco. Como, por ejemplo, darme más valor a mí misma, mirar más por mí y quererme por encima de todo.
Todos esos pensamientos en plan coach se fueron al garete cuando sentí la rabia cegarme. Apreté los dientes y no lo pensé, incluso escuchando los gritos de los demás para que me detuviese y el casi agarre que Klaus intentó en mi brazo. Llegué a la altura de Edgar y lo empujé con saña, provocando que desviara sus manos en otra dirección a la vez que le ponía el seguro a la pistola. No quería ni saber cómo había conseguido introducir el arma en un avión, por mucho que fuese el suyo.
—Enma, basta —bufó cuando lo empujé de nuevo.
Lo golpeé otra vez en el hombro contrario y apreté los dientes; con más fuerza, con más saña si es que podía. La voz de Dexter se escuchó de fondo:
—Enma, por favor, déjalo ya…
Pero no escuchaba nada, solo lo veía a él. No se movía. No apartaba la mirada de mí. Solo se dejaba golpear, sin importarle. Sus ojos me mostraron una pena infinita, seguramente, al verme en ese estado, pero me daba igual. Todo me daba igual. Necesitaba desahogarme, y la mejor diana que tenía era él.
—¡¿A qué coño has venido?! —Golpe—. ¿A buscar problemas?, ¿a joderme la vida? —Golpe, golpe y más golpes. Cada vez más fuertes, pero Edgar solo se movía una milésima, y eso me enfadaba muchísimo. Me dejé la garganta chillando cuando le dije—: ¡¡¿Qué cojones quieres?!! ¡¿Qué es lo que quieres?!
Sentí que me faltaba el aliento, que las venas me latían condenadamente rápido, que no podía respirar. Mi padre se acercó con urgencia a mi lado para sostenerme con su mano; mano que volví a rechazar para abalanzarme sobre Edgar de nuevo, esa vez con el puño en alto y sin miramientos. Sin embargo, su voz me detuvo cuando vi que sus ojos se fijaban con rabia en Klaus:
—No se lo has contado. —Rio de manera irónica.
Fruncí el ceño y miré al escocés, que me observaba con cara de culpable. Guardó la pistola también, que la mantenía en dirección al suelo.
La voz de George, mi padre, sonó antes que la mía:
—¿Qué tiene que saber?
—Papá, no te metas. —Miré a Klaus de nuevo—. ¿Qué es lo que no me has contado?
Me observó con cautela y suspiró. Se llevó una mano al pelo y se lo mesó, dándome a entender que estaba nervioso. Desvié la vista hacia Edgar, que se mantenía inmóvil, y escuché a Luke justo en el instante en el que mi respiración se apresuraba y el pánico latía en cada uno de mis sentidos:
—Enma, deberías calmarte y…
—¡No! ¡Cállate! ¡¿Qué tengo que saber?! —grité desesperada.
Otro silencio más grande se hizo eco en mitad de aquella tormenta, de aquel oscuro cielo y de aquellos dos hombres que no cejaban en su desafío visual.
El primero en hablar, para mi sorpresa, fue Klaus:
—Iba a contártelo ahora, pero…
Edgar lo interrumpió antes de que terminase:
—Lark está vivo. Y si Lark está vivo —continuó, con una chulería tan aplastante que me molestó—, Oliver estará fuera de la cárcel esta misma semana.
Eso se reducía a algo muy simple: Oliver quería su dinero.
Y yo lo tenía.