Читать книгу Mi perversión - Angy Skay - Страница 7
4 ENMA
ОглавлениеCerré los ojos y dejé que la brisa me acariciase otra vez. Noté unas piernas a ambos lados de mi cuerpo y sonreí al oler su perfume. No me hacía falta abrirlos para saber de quién se trataba.
—Has tardado dos días en volver.
—Te echaba de menos —musitó muy cerca de mí.
Sentí un pequeño tirón del lóbulo de mi oreja y la piel se me erizó sin remedio. Sonreí como hacía meses que no lo hacía.
—Al final, tengo que alquilarte una habitación.
Esa vez, sentí una lengua caliente y sedosa descender por mi cuello.
—La alquilaré encantado si estás viviendo tú también. Los amigos también comparten casa.
—Y los amigos con derecho a roce lo hacen con más gusto. Según dicen.
Sonrió socarrón y rio con ganas.
Cerré la llave de los recuerdos que únicamente traían dolor a mi mente y a mi corazón y abrí los ojos. Encontré unas grandes y suaves manos alrededor de mi vientre, haciéndole caricias y círculos invisibles con sus pulgares. Las aparté con delicadeza y me volví para sentarme a horcajadas sobre el rubio que tenía a mi espalda. Me miró con verdadera devoción, y a pesar de que escuché un breve carraspeo cerca de nosotros, lo besé.
—Voy a tomarme un café. Estaré en el bar de allí —nos anunció Dexter—. Vale, me ha quedado claro que sabéis dónde estaré. Hasta luego. —Esto último lo dijo con retintín. Se alejó de nosotros; lo supe por su exagerado bufido.
Sonreí en la boca de Klaus y él me correspondió colando sus manos bajo la tela de mi vestido. Apretó mi cintura y jadeé en su boca.
—Deberíamos irnos. Está a punto de anochecer y hace un frío horrible para estar en la playa —musitó, dándome castos besos en los labios.
Dejé que mi sexo se rozara con el suyo y un gruñido salió de su garganta. Chupé sus labios, descendí mis manos por su duro y escultural torso y llegué hasta las suyas para permitir que adivinara qué ocurriría a continuación. Las impulsé hacia delante y, con mi ayuda, aparté a un lado mi braguita. Me entretuve con mis movimientos muy poco, pues desabroché su bragueta en un abrir y cerrar de ojos, descubriendo al alcance de mi mano un falo de tamaño considerable. Deslicé su piel hacia abajo, sin perderme ni un solo detalle de cómo sus labios se entreabrían de puro gozo.
—Tú has empezado —ronroneé felina, sin apartarle la mirada.
Jadeó en mi boca y noté su miembro endurecerse con rabia al traspasar las estrechas paredes de mi sexo, hasta llenarme por completo. Me moví en círculos lentos, exasperándolo, deseosa de sentirlo. Tiré de su pelo rubio hacia atrás y me observó con sus ojos verdes, tan brillantes como la luna que ya amenazaba con asomarse en el cielo. El sol se escondía, y solo quedaron en aquella playa nuestros gemidos y dos siluetas que se balanceaban sin parar. Arriba y abajo. Arriba y abajo. Impregnándome del placer que tanto me daba cada vez que nos acostábamos. Marcando mi cuerpo con cada caricia, con cada mimo y con cada palabra que susurraba en mi oído mientras me pedía más y más.
Devoré con intensidad sus carnosos labios y, de nuevo, sus manos apretaron con saña mi cintura. Sonreí con fuerza en su boca, ajustando todo lo que podía y más mi pelvis a la suya. Se recostó sobre mi bolso y me observó con deleite, dejando que nuestros cuerpos se separasen lo justo para darle mucho más espacio a mi abultado vientre. Me moví ansiosa por llegar a la cima a la que siempre me transportaba con sus embestidas y advertí sus manos descender hasta posarse en mis caderas para acometer con más rudeza. Junté mis rodillas a sus costados, dejándolo entrar y salir a su antojo, abarcando mi interior por completo. Y cuando creí que explotaría en mil pedazos, salió de mí y me colocó a cuatro patas sobre la arena. Mi cabello chocó con mis mejillas de manera abrupta cuando se introdujo con ganas. Su miembro comenzó a bombear a una velocidad infernal y desquiciante. Sus mordiscos y besos no tardaron en recorrer mi cuello, hombros y espalda mientras sus manos azotaban y masajeaban mis nalgas.
Klaus era un hombre fogoso y a la vez tan delicado que en ocasiones me hacía plantearme si en realidad había sentido que alguien me hubiera mimado de esa manera en la cama. Pero no quise interrumpir nuestro momento con pensamientos que no venían a cuento, así que me concentré en los jadeos desgarradores que salían de la garganta de aquel escocés que embestía mi sexo de tal forma que sabía que ambos nos aproximábamos al final. Sentí sus manos rodear mis enormes pechos, más grandes que hacía algunos meses, y estrujarlos con lujuria hasta hacerme gritar.
Una. Dos. Tres. Cuatro. Sus acometidas se tornaron más tensas, más secas. Y cuando creí que las piernas me fallarían y caería desplomada, un orgasmo arrollador me arrastró como las mismísimas olas que ya rozaban las puntas de los dedos de mis manos. Noté cómo se hinchaba y se derramaba en mi interior al mismo tiempo que soltaba un gruñido tan grave que me calentó sin dejarme tiempo para respirar siquiera. Apoyé los codos en la arena, permitiendo que el agua salada me bañase casi hasta la mitad del cuerpo. Exhausta, seguí de rodillas y me giré despacio para quedar bocarriba. Solté un gran suspiro de satisfacción mientras mi vestido se empapaba entero.
No supe por qué, pero una sonrisa iluminó mis ojos al volver el rostro hacia él. También sonreía, y una pequeña carcajada salió de mi garganta. No existía nada ni nadie. Solo nosotros, tirados en aquella playa, dejando que las olas nos mojasen y contemplando el oscuro cielo que nos observaba con envidia.
Me descubrí tragando saliva al ser consciente de que, por mucho que quisiera, todavía había algo en mi interior que no terminaba de llenarme por completo. No conseguía alcanzar esa felicidad infinita que todos buscamos. Sin embargo, ¿no es la felicidad un momento pasajero? Pues si así era, ahora mismo estaba experimentándola.
—Creo que estoy a punto de desmayarme del hambre que tengo —soltó, rompiendo aquel silencio maravilloso que se había creado entre los dos.
—Pues mi madre me ha traído hoy mucha comida.
—¿No cocinas? —Su tono salió jocoso.
Le di un manotazo de broma y rio con fuerza. El sonido que salió de su garganta me hechizó; aunque, ciertamente, lo hizo después de aquella cita que tuvimos cuando salí de la comisaría, antes de ir a Galicia. Después de esa, se sucedieron muchas más en los meses que llevaba en España.
—¡Sí que cocino! Pero se empeña en que tengo que comer bien: que si la niña, que si las comidas gallegas son las mejores… Ya sabes, cosas de madres.
—Pero no cocinas —apuntó.
—¡Oye!
Le di otro manotazo por su tono bromista y sujetó mis muñecas con fuerza. Rodó y terminó encima de mí, encajándose como pudo entre mi vientre y mi cuerpo. Su nariz rozó la mía. Después, sus labios delinearon con lentitud mi boca, trazando la línea hasta el final, solo con el fin de absorber aquellos instantes como si fueran los últimos.
—Mañana a mediodía tengo que irme —añadió con verdadera tristeza.
Fruncí el ceño y lo miré.
—¿Y has venido para estar una noche? —le reproché.
—¿Quieres que me vaya? —Se hizo el asombrado, siempre con su tono bromista, aunque me pareció que evitaba decirme algo importante—. Pues, discúlpeme, señorita, pero sí, he venido para disfrutar de su compañía una noche y para que me dé de cenar, aunque veo que esto último no será cosecha suya.
Reí y empujé su hombro, olvidando todo atisbo de duda sobre sus intenciones. Me vi reflejada en las personas que se enamoran por primera vez, en las que hacen ese tipo de tonterías tan tontas y tan bonitas que, con el paso del tiempo, las recuerdas y sonríes sin más.
—Pero la comida está muy bien —añadí. Sujeté su mano, que me invitaba a levantarme de la arena.
—Me siento engañado —aseveró con dramatismo.
—¡Oh, Klaus, cállate ya!
Reí con más energía, sin dejar de advertir los gestos de su cara y escuchando su tono al preguntarme:
—No pensarás subirte en el coche de alquiler de esa manera, ¿verdad? —Me señaló cuando ya llegábamos a la carretera.
Me miré. Sí, iba hecha un puro desastre. La ropa se pegaba a mi piel, la arena se metía en los rincones más recónditos de mi cuerpo y, por si fuera poco, íbamos chorreando.
—¿Te has mirado tú? —le espeté.
Sonrió y coló sus manos por el bajo de su camiseta. Se la quitó y abrió las manos en cruz para que pudiese contemplarlo bien.
—Sí quieres, puedo quitarme los pantalones y los calzoncillos. ¿Te he dicho alguna vez que el nudismo es lo mío?
Mis labios se curvaron en una sonrisa y me acerqué a él con parsimonia. Lo miré a los ojos, pero justo cuando mi boca volvía a buscar la suya, escuché a Dexter detrás de mí:
—A mí me encantaría ver el espectáculo que queréis dar, pero tengo hambre e intuyo que el coche de Enma tendré que llevármelo yo. Así que dejad de hacer manitas y vaaamooos. ¡Vais a coger una pulmonía!
Me separé de Klaus y entré en el vehículo de alquiler para, efectivamente, irme con él. El rubio se acercó a mí y susurró en mi oído:
—Es un envidioso, que lo sepas.
Lo observé con gracia y le dije en el mismo tono:
—Y tú tendrías que haber buscado trabajo en un circo, no en una comisaría.
—¿Acabas de llamarme payaso? —Pareció asombrado, aunque yo sabía que no era así.
—Eso mismo —intervino Dexter—. Y yo no soy ningún envidioso. Tengo a los hombres que quiera y cuando quiera —dijo, muy pagado de sí mismo.
—Me debes, como mínimo, una empanada gallega y dos revolcones. —Me señaló con el dedo, bordeando el coche.
Con una sonrisa en los labios, me monté. Mi amigo y él se llevaban de maravilla. No había habido insultos, malas miradas ni nada por el estilo desde el primer día que se conocieron. En realidad, Klaus era una persona de las que debías tener en tu vida a la fuerza. Era un hombre que brillaba desde lejos, que te miraba y sonreías, que siempre te sacaba una carcajada y con el que nunca te aburrías porque tenía cuerda y conversación para todos los temas. Había conocido a mis padres hacía unas semanas. Los días que podía cogerse de descanso en la comisaría los usaba para ir hasta las afueras de la aldea de San Andrés de Teixido, donde mis padres tenían una casita en pleno bosque, y se quedaba conmigo unos días cuando Dexter se marchaba. De hecho, mi amigo lo haría al día siguiente, y esa vez sí que me quedaría más sola que la una, como decía mi madre.
Nunca había advertido el maravilloso paisaje que poseía Galicia; lo bonitos que eran los acantilados, en los que por las noches escuchaba chocar con fuerza el mar contra las rocas desde la ventana de mi dormitorio; sus bosques, con esos paisajes tan frondosos; la comida, sus gentes… Todo. Y me di cuenta de que, por mucho que me gustase Mánchester, en realidad, Galicia siempre había sido mi hogar, y lo sabía.
—He pensado que cuando Dakota nazca, compraré una casita en Cedeira —dije sin más, mirando por la ventanilla.
—¿Te gusta?
—Creo que es el sitio ideal para criarnos las dos.
No lo vi, pero supe que ese pequeño silencio se había creado por algo muy obvio. Si yo me quedaba en Galicia, él no estaría conmigo. Y no teníamos nada, pero estaba más que claro que si seguíamos así, nos uniría una relación más fuerte que un simple polvo.
—En ese caso, y si es lo que te gusta, tendré que plantearme las vacaciones de otra manera. O, en su caso, pedir un préstamo para comprarme un avión. —Lo miré con los ojos como platos aunque risueña. Aclaró—: No me sale rentable. El sueldo se me va en vuelos.
Soltó una carcajada y negó con la cabeza, supuse que pensando en que la posibilidad de comprarse un avión era nula. De repente, me di cuenta de que yo sí podría haberme comprado un avión si hubiese querido. Y una ciudad. Todos los millones que mi verdadero padre me había dejado seguían en mi cuenta. Solo había gastado lo justo para mí y una parte que había querido darles a mis padres para que viviesen mejor de lo que estaban.
—Para tu cumpleaños, te regalaré un bono de vuelos.
Desvió la vista de la carretera unos segundos y me contempló con una espléndida sonrisa.
—Quieres que venga más a menudo. Lo veo en tus ojos.
—Si pides más días de asuntos propios, van a despedirte.
—No pueden. Perderían la esencia de la comisaría.
—Eres un creído.
—Un creído al que adoras, y lo sabes. —Sonreí con ganas y me asombré cuando me propuso—: He pensado que podríamos hacer un viaje.
Alcé los ojos con gracia antes de contestar:
—¿Y a dónde quiere llevarme el caballero andante esta vez?
—¡Venga!, ¿recorrer Galicia te parece un viaje? —Asentí—. ¡Pero si vives aquí!
—También hemos estado en Portugal cuatro días —le rebatí.
—No es comparable con mi adorada Escocia.
Su tono teatral provocó que riera con fuerza. Asentí, pensando en el próximo destino, y me apoyé en el reposacabezas cuando casi cogíamos el camino por el que llegaríamos a la casita. Hacía muchos años que mis padres la habían comprado, aunque ellos no vivián allí, sino en Cariño, a poca distancia de donde me encontraba.
Me gustó la idea de alejarme de la sociedad. Y allí, que parecía el fin del mundo, se estaba en la gloria, o por lo menos yo encontré durante los cinco meses que llevaba allí la paz que necesitaba. La casita no era muy grande. Tenía un gran campo alrededor; a la espalda, un frondoso bosque al que muchas veces daba miedo mirar por las leyendas que contaban, y su interior era tan pequeño y acogedor que no necesitaba más. No íbamos a necesitar más. Tenía dos habitaciones, el salón y una cocina juntos, un baño y el pequeño porche, en el que había colgada una hamaca donde solía sentarme a leer o simplemente a mirar hacia el horizonte cuando anochecía. Me dejaba envolver por las olas de los acantilados, por la magia del lugar. Encontraba tanta paz que Mánchester se me hacía lejano, y volver alguna vez, muchísimo más.
A punto estaba de contestarle a Klaus cuando mis ojos se posaron en un coche que había aparcado en la puerta. Un coche que no conocía.
Dexter no tardó en adelantarnos. No entendí el motivo, como tampoco la tensión que se marcaba en los brazos de Klaus. Me dio la sensación de que nuestro coche iba cada vez más despacio en vez de ir más rápido. No supe por qué, pero noté una presión en el pecho muy extraña. Una presión que hacía mucho que no sentía.
Con las manos temblorosas, me bajé, buscando al dueño de aquel oscuro coche, y me encontré con que había otro justo detrás de la cabaña del que no logré atisbar más que el morro. Klaus, sin camiseta y totalmente desprovisto de algo que pudiese tapar su pecho, me colocó detrás de su espalda cuando no escuchamos ni un simple ruido. Abrió con cautela la parte trasera de su vehículo y sacó su arma reglamentaria. Me pidió silencio con la mano.
Antes de que pudiese dar un paso, escuché una voz. Miré a ambos lados al reconocer a mi madre y después a mi padre. Hablaban con alguien, pero no sabía con quién, aunque mi pálpito, ese que nunca se equivocaba, me advirtió al ser consciente del cambio de idioma.
En medio de aquella noche, de aquella oscuridad, de ese malestar que mi cuerpo comenzaba a sentir y tras cinco tortuosos meses, unos ojos tan azules como el mar que teníamos a nuestros pies chocaron conmigo con la misma intensidad que las olas al romper contra las rocas.