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Una cita

Mayo 1989


Después de acabar la relación, Adán desapareció de su vida. Ella siguió en el colegio con el bachillerato y, aunque no tenía muchas ganas de estudiar, aprobaba las asignaturas. Algunas incluso con buena nota.

Había perdido a un gran amigo al que le contaba todas sus cosas. Eso le había resultado casi más doloroso. La amistad era más fuerte que la relación. Durante el primer mes estuvo devastada, pero, como buena superviviente, siguió adelante.

Se cardaba el pelo y se maquillaba con el lápiz de ojos hasta casi la sien. Se ponía su minifalda negra, los botines, una cazadora de cuero de segunda mano que se parecía a la de Madonna en su película favorita Who´s that girl y se iba a ver qué pillaba.

Le daba igual pijos que macarras. Todos caían rendidos a ella. Se daban el lote, se dejaba manosear y ya está. Así cada fin de semana. No tenía muy buena fama en el instituto, cosa que le traía sin cuidado.

Si supieran que todavía era virgen, no se lo creerían. Durante todo este tiempo no había conocido a nadie que le gustase tanto como para acostarse con él. Aunque no por falta de proposiciones, que podría haber estado con cualquiera. Hasta que vio a Nico.

Nicolás Santamaría. Era un chico de los pijos, mayor que ella, que iba por los bares de «la zona» como el Tal y Cual, un sitio donde iba los más arregladitos de Zaragoza. Lo había visto varias veces y era muy guapo. Por supuesto, todas las chicas estaban locas por él, y, aunque tonteaba con muchas, no se veía que fuera con ninguna de modo habitual. Ella había decidido que saldría con él.

—¿Quedamos en el Derby? —Su amiga Elena la había llamado por teléfono y ella entró en el baño, cerró la puerta casi por completo y estiró el cordón del auricular hasta que ya no tuvo forma de muelle.

—¿Sabes si estará él? —Elena o tenía contactos o muchos amigos, pero siempre lo sabía todo.

—Sí, claro. Queda todos los viernes a las cinco a jugar a las cartas con sus amigos. Pero si te lo quieres ligar, tienes que parecer buena. —Elena se carcajeó. La semana pasada le había dado por imitar a Alaska y se había pintado las uñas de negro y cardado el pelo hasta unos quince centímetros de altura. Se había pintado los ojos oscuros con una gruesa línea negra y los labios morados. Menos mal que no le había dado por raparse media cabeza como era su primera intención, al estilo de la cantante Ana Curra.

—Por eso no te preocupes, pero tú vístete también de pija o desentonaremos.

—¿Quedamos a las cinco menos cuarto en la plaza Aragón? Y así vamos juntas.

—Vale. Nos vemos.

Colgó el teléfono y se fue a su dormitorio pasando por el salón. Su madre levantó la vista de su labor de ganchillo y la miró de forma desagradable, pero no le dijo nada. Tampoco le pedía dinero, así que hacía lo que le daba la gana. Ella no sabía que de vez en cuando ponía copas en algún bar y sacaba lo suficiente para un mes. Los bares se la rifaban, el escote de Eva era lo más comentado de la noche y los chicos acudían como moscas.

Se dio una ducha y se desenredó el pelo. Después lo trabajó para que cayera en cascada sobre su espalda y mientras escuchaba la canción Sola de Olé Olé, cantó en voz alta, se puso unos vaqueros pitillo, un cinturón ancho que marcaba su figura y hacía que su abundante pecho sobresaliera más y la camisa blanca de su prima. Se pintó un poco y se puso las manoletinas. Era alta y a los chicos les gustaba que no lo fuera más que ellos. Parecía la inocente Sandy de la película Grease, aunque por dentro era la de las mallas negras.

Su madre arqueó una ceja al verla, pero siguió sin decir nada. Y, como siempre, su padre ni levantó la mirada, hundido en un libro de los suyos sobre pájaros.

Ya le daba igual su familia. Hoy estaba dispuesta a triunfar con Nico.

La chica de ayer

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