Читать книгу La chica de ayer - Anne Aband - Страница 16
ОглавлениеLa maison
Junio 2002
Los campos de lavanda recién florecida invitaban a caminar entre las ramas e impregnarse de su maravilloso olor. Ya se conocía esa ruta, la llevaba recorriendo casi dos años, desde su casa a la de Jean Paul. Hoy, una curiosa Violeta la acompañaba, asomando la cara por la ventanilla e intentando coger alguna de las plantas que se mecían por el suave viento.
—Por favor, mami, quiero coger unas ramitas. Seguro que a la señora que cuidas le gustarán —insistió ella.
Eva paró el coche en un lado del camino y dejó salir a la niña, que se lanzó por los campos de lavanda, pasando la mano por las flores y frotándose la cara. Sonrió sin poder evitarlo. Cogió algunas ramitas florecidas aquí y allá, aunque la verdad es que Camile no iba a notar el olor. Ya le había explicado a su hija que la señora estaba inconsciente, como dormida. Aunque pareció entenderlo, ahora comprobaba que no lo había hecho del todo.
Si no hubiera sido porque Vivian y Caroline tenían ese día una excursión a un monasterio y Violeta se había negado a ir, tampoco se la hubiera llevado. La casa de Jean Paul era impresionante, un magnífico edificio familiar que había pasado de su abuelo a su padre y quién sabía hasta dónde se remontaba la herencia.
Cuando aceptó el trabajo, hacía dos años, no sabía que Jean Paul Duchamps era uno de los empresarios más poderosos del norte de Francia, dueño de una fábrica de algún tipo de material para construcción de pisos, algo así como un aislante, le había explicado. Lo bueno era que la fórmula había salido de su departamento de I+D, que era básicamente él y su hermano. Por tanto, lo patentaron y, a partir de entonces, el ascenso fue imparable.
Se sintió asombrada y un poco pasmada cuando entró en la casa, tan grande, tan elegante y sin aprovechar. Se habían planteado tener hijos, cuando ella cayó enferma y se acabó. En el fondo, le daba un poco de pena.
Se encendió un cigarrillo mientras Violeta seguía saltando entre las flores. Jean Paul era un tipo atractivo: encanecido prematuramente, tenía un rostro muy interesante, muy francés, con una nariz prominente y los ojos color acero. Debía ser muy hábil en los negocios, pero cuando se ocupaba de su esposa, era absolutamente tierno y cuidadoso. Y eso la había conquistado.
Llevaba mucho tiempo sin salir con hombres, porque sí, había tonteado con alguno, pero nunca quiso formalizar ninguna relación. Poco a poco había comenzado a sentir algo por Jean Paul y creía que él también por ella. Sin embargo, sabía que ninguno de los dos daría ningún paso. No mientras Camile estuviera.
—¡Vamos, Violeta! Que llegamos tarde —gritó Eva. La chica la saludó con la mano llena de ramas del color de su nombre.
—Ya estoy, mamá.
Se metió en el coche con un haz de lavanda que inundó el espacio con un delicioso olor. Eva la miró. Era tan guapa, su cabello rubio caía en dos trenzas a los lados y sus curiosos ojos azules no se perdían ni una. Desde luego que se parecía a su padre, eso sí, tan inteligente como su madre. Rio su chiste interno y volvió al camino.
—Recuerda que tienes que quedarte en la cocina y que no te puedes mover de allí. ¿Te acordarás? —Eva miró a su hija por el retrovisor.
—Sí, mamá. Me lo has repetido trescientas veces. —Gesticuló Violeta igual que lo hacía la tía Caroline. Eva se echó a reír. La verdad era que le costaba ser severa con ella. Siempre se portaba bien, estudiaba mucho y era muy cariñosa. Esperaba que, cuando creciera, continuara así.
—Está bien, perdona, cariño. Estoy preocupada porque no he avisado a Jean Paul, al señor Duchamps, de que te traía y espero no molestarle.
—Pero si soy una niña encantadora, me lo dicen en el colegio. —La sonrisa de Violeta era auténtica y seductora.
Eva giró hacia la verja de entrada, que ya estaba abierta, y se metió por el sendero. Lo que le había dicho Jean Paul que era una casa a las afueras, había resultado ser un enorme edificio de dos plantas de al menos cuatrocientos cincuenta metros y unas diez hectáreas de terreno. Tenían lavanda alrededor de toda la casa y jardines arbolados. Incluso había una zona con frutales y un pequeño viñedo con el que hacía su propio vino. Violeta abrió la boca asombrada y no la cerró hasta que salió del coche.
—Mamá, ¡es enorme! Menuda casa.
—Sshhh, que viene el señor Duchamps. Pórtate bien, por favor, que este trabajo nos ha pagado el viaje a Disneyland.
—Hola, mira quién ha venido, ¡ya era hora de que tu madre te trajera para conocerte! —Jean Paul extendió su mano y Violeta se la dio muy seria.
—He traído unas ramitas de lavanda para su esposa, señor.
—¡No me llames señor, que no soy tan mayor! —contestó Jean Paul guiñándole el ojo—. Vamos, las pondremos en un jarrón y las subiré a la habitación.
Él miró a Eva que asintió. Era mejor que no subiera. En todo este tiempo Camile había perdido masa muscular y no era algo que una niña debiera ver.
—¡¡Ala, qué cocina!! Es más grande que nuestro salón. —Violeta miró a su madre con los ojos como platos.
—Pórtate bien, pequeña. Quédate aquí con tu libro y yo bajaré enseguida.
—Sí, mamá. —La niña entregó la brazada de lavanda a Jean Paul y se sentó en una silla al lado de la mesa de la cocina. Eva la miró de nuevo y se dio la vuelta con su maletín.
Cuando Eva desapareció por la puerta de la cocina, el hombre sonrió. Cogió un jarrón y lo llenó de agua para meter la lavanda.
—¿Quieres ver algo muy chulo? —preguntó a Violeta.
—Es que mi madre ha dicho que me quedase aquí sin moverme.
—Aún estará un ratito ocupada. Ven, ya verás.
Jean Paul se llevó a Violeta de la mano hacia fuera, al jardín. Había un pequeño cercado y una casita con un agujero redondo. Se quedaron de pie delante de la alambrada y esperaron.
—Mira, estos son mis vecinos. Son muy simpáticos.
Violeta se quedó mirando la cerca que estaba vacía. Luego miró al hombre, pero nada.
—Aquí no hay nadie —dijo algo desilusionada.
—Me parece que tendremos que convencerles para que salgan.
Jean Paul cogió un par de zanahorias de un cubo, las partió y las echó dentro del cercado, delante de la casita de madera.
—No te muevas.
Violeta se quedó quieta, esperando. Un pequeño hocico comenzó a asomarse por el agujero de la casita, seguido de unas enormes orejas. Un conejito de color canela avanzó temeroso hasta el primer trozo de zanahoria. Tras él, salió uno más pequeño con manchitas color chocolate.
—Mira, toma unas zanahorias y agáchate. Quédate muy quieta y verás que el pequeñín se acerca. Es muy curioso.
La niña se acercó a la valla y colocó la zanahoria a través de un agujero de la cerca de alambre. Se sentó en el suelo, sin importarle mucho ensuciar sus vaqueros, y esperó. El conejito manchado olisqueó el aire y se acercó a ella. Poco a poco, cogió confianza hasta tal punto que Violeta pudo tocarlo.
Eva los miraba desde la ventana. Al principio se había sentido incómoda al ver a su hija con Jean Paul. Pero la niña sonrió al ver los conejitos y se relajó. Desde que la niña naciera había trabajado frenéticamente. Primero terminó la secundaria, luego la universidad; trabajaba los fines de semana para pagarse sus estudios, pero todos los días acostaba a su hija y le contaba un cuento. Sacarse la carrera fue duro, le costó un año más de lo establecido, pero no le importó, porque eso significaba estar más con Violeta. Y después, a trabajar en el hospital y hacer horas extras cuidando enfermos, como Camile.
¿Era una compensación por lo que se había divertido cuando era joven? Aunque, a decir verdad, solo había salido mucho hasta los dieciséis. ¿Un par de años? Ni siquiera había aceptado las invitaciones a salir de los chicos de la universidad. Al menos, no muchas. O estudiaba o trabajaba o estaba con Violeta.
—No importa —se dijo a sí misma observando a la niña, que había conseguido coger al conejo en sus brazos y sonreía de oreja a oreja—. Ha valido la pena.