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El viaje

Julio 1989


Eva estaba adormilada en el tren que la llevaba a su destierro. Tuvo la suerte de que no se sentara nadie a su lado, así que se encogió lo que pudo y se recostó en los dos asientos. Dobló la chaqueta de ganchillo que le había hecho su abuela materna y fabricó una improvisada almohada. Con su sobrepeso, y «eso», apenas podía moverse.

Las lágrimas habían hecho que los ojos estuvieran rojos e irritados, pero le daba bastante igual. Cuando se despidió de sus padres en la estación del Portillo, no había llorado. Hasta que no salió de Zaragoza no empezó, y durante casi una hora, no pudo controlarse. Una amable pasajera le prestó un pañuelo y le preguntó si necesitaba algo. Ella no supo qué decir.

Cómo explicar que su propia madre la había echado de casa y que su padre no había hecho nada por ella. Solo tenía dieciséis años, por Dios. Sabía que, desde aquel momento, desde aquel fatídico día de la boda de su tía, todo lo que había hecho o dicho le había parecido mal a su madre, que la había condenado antes de pecar, así que decidió darle razones para criticarla.

Empezó aquel día, cuando la llamó poco menos que puta, o prostituta, más bien, ya que ella no decía tacos o palabras malsonantes. Y solo fue un inocente beso con su primo. Ni que se hubiera acostado con él. La bofetada que le dio fue apoteósica. Él no hizo nada por defenderla y, cuando acudieron sus padres, no se llevó ni una reprimenda. Así era la vida de injusta.

Levantó la mirada y se incorporó en el asiento. Hacía mucho calor y estaba algo deshidratada. Su madre le había dado poco dinero y solo dos bocadillos y una cantimplora con agua para todo el viaje de quince horas hasta París. De todas formas, tampoco tenía mucha hambre.

Habían pasado tantas cosas desde ese dos de septiembre de 1987 que se había quedado grabado en su memoria. La sacó de la boda casi arrastrándola, colorada y medio llorando. Su vestido se había rasgado por la fuerza con la que su madre la llevaba y habían saltado dos botones. Lo había hecho a empujones, delante de toda la familia, que se quedó mirándolas asombrada. Subieron en el coche y fueron directos a casa. Su padre no entendía qué había sucedido, pero siempre obedecía a su madre. La encerró en su habitación, gritándole sin parar. Lo más suave que le dijo fue que estaba poseída por el demonio. A veces pensaba que su madre estaba mal de la cabeza, no porque fuera religiosa, sino porque llevaba la religión a su máximo extremo.

Después, todo fue cuesta abajo. Ella creció, se desarrolló y se convirtió en una chica llamativa, con curvas, que parecía mayor que las demás. Los chicos se la rifaban y en el colegio las chicas envidiaban lo bien que le quedaba el uniforme. Incluso sorprendió a algún profesor mirándole el escote.

Empezó a salir por la noche y a desobedecer a su madre. Ya que decía que era una puta, lo sería. Aunque fue virgen hasta la noche en que se quedó embarazada, su madre jamás la creyó. Su padre siempre se quedaba callado, nunca se atrevió a defenderla de las barbaridades que le decía.

La chica de ayer

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