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Capítulo 4. ¡¡Fiestaaaa!!

Mónica había recogido su pelo ondulado en una coleta alta, dejando varios mechones. Así parecía algo más alta. No es que se acomplejase de su metro sesenta, pero a veces protestaba en las reuniones familiares; sus padres podrían haber hecho una media más justa, su hermano llegaba al metro noventa, y ella no había crecido más, lo que al final acababa en una batalla de almohadones entre ambos hermanos y unas cuantas risas.

Así que se puso sus vaqueros de subir el trasero, una camiseta rosa fucsia y su cazadora blanca. Unas botas con algo de plataforma le subirían al menos seis centímetros, lo que estaba bastante bien.

Acudió a la puerta del pub. Como siempre, Paula llegaba tarde. Y no era por ser impuntual, sino porque su jefe siempre encontraba cualquier excusa para darle más trabajo.

—Tu jefe está colado por ti —le había repetido Mónica mil veces.

—Eso es una chorrada. Mi jefe, además de tener cuarenta tacos, lo que es como once más que yo, está divorciado, tiene una niña de cinco años y no creo que tenga ganas de liarse con nadie. Y, además, ¿por qué no te preocupas de tus asuntos? Ya me buscaré con quién liarme.

—Vale, vale —pero Mónica seguiría insistiendo hasta que diese un paso adelante.

Miró distraída a la gente que estaba en la fila para entrar. El portero les medía la temperatura a todos y cada uno de los que entraban. Muchos cuarentones, algún cincuentón, y pocos treintañeros. ¿Sería porque era jueves, o era pronto?

Al fin llegó Paula, sonrojada y preciosa. Llevaba una falda corta vaquera, botas y su cazadora negra. El pelo, rubio, rebotaba en los hombros. Paula se agachó a darle dos besos, porque sí, su amiga medía metro ochenta. La verdad que eran un par un tanto raro, pero la amistad nunca se fundamentó en la altura.

Se pusieron en la fila y pasaron enseguida. Dejaron las cazadoras en el guardarropa y echaron un vistazo. El local era rosa chicle y con luces de neón. Los dueños habían recreado una especie de club de ambiente, aunque no lo fuese, con dos barras a cada lado y una zona central para bailar. Allí ya se movían algunos sudorosos bailarines que podrían ser sus padres. O al menos, sus tíos. Se fueron a la barra huyendo de dos maduritos pretendientes y se pidieron unas cervezas. A esas horas no querían tomar mucho alcohol.

—Chica, pensé que esto estaba mejor —dijo Paula en el oído de Mónica—. Aquí hay de todo menos millenials.

—Sí, está lleno de boomers —dijo Mónica aludiendo al baby boom de los sesenta—. No pasa nada, nos tomamos una copa, bailoteamos y echamos unas risas. Así nos vamos pronto a casa, que tienes que trabajar mañana.

—No seas plasta y vamos a bailar.

Las dos se pusieron en la pista a bailar de esas canciones de los ochenta que hacían saltar a todos, independiente de la edad que tuvieran. Mónica comenzó a emocionarse demasiado y a saltar cantando Mi novio es un zombi, de Alaska, y los dos que habían intentado ligar con ellas a la entrada se acercaron de nuevo. Miró buscando a su amiga, pero ella estaba hablando con un tío en la barra. Los dos hombres se acercaban a ella, habían hecho una especie de emparedado, así que ella se vio un poco encerrada. Para colmo, un tropel de gente, que debía venir de alguna fiesta o similar, había invadido la pista y cada vez había menos espacio entre los dos y ella. No quería ser maleducada, pero cada vez le estaba agobiando más.

Entonces, pasó un chico alto, de su edad, y muy guapetón, así que lanzó el brazo, se agarró a él y le plantó un beso en los labios. Los dos hombres se retiraron a pescar en otros lagos y ella, que continuaba agarrada por su salvador, los miró aliviada.

—Esto, perdona, te había confundido con otro —dijo ella para salir del paso. Pero él no la soltaba. ¿Había ido a peor?

—Me ha encantado que me confundas. Pero después de esto, lo menos que puedes hacer es invitarme a una cerveza. Te he librado de dos plastas.

Mónica lo miró a los ojos. Eran color castaño verdoso y tenían una chispa de humor en ellos.

—Está bien, vamos a la barra. Total, mi amiga está muy ocupada.

Paula había pescado y se estaba dando arrumacos con un tío bastante guapetón. De repente, se volvió y, al verla acompañada, le guiñó el ojo y siguió a lo suyo.

—Dos cervezas, por favor —pidió Mónica.

—Creo que somos de los más jóvenes de por aquí —dijo el desconocido.

—Pues sí, la verdad. Es la primera vez que vengo, ¿y tú?

—No suelo venir, pero mis amigos se han empeñado y han hecho como la tuya: en cuanto han encontrado rollo, se han largado.

—Y tú, ¿no buscas rollo? —le preguntó Mónica. Era guapo, a su forma. Llevaba el pelo bastante corto y patillas algo largas que se unirían con su barba cuando se la dejase, lo que le daba un aspecto muy particular, pero sus rasgos eran regulares y sus labios, gruesos y carnosos, como bien había saboreado.

—No, no busco rollo. La verdad que no tengo ganas de tener novia ni nada que se le parezca. Mi vida es complicada.

—Sí, a mí me pasa algo similar. Tengo otras prioridades.

El hombre observó a la chica. Su piel era muy suave; cuando la había tomado de la cintura tenía la camiseta levantada y sin querer, tocó su espalda. Hacía tanto tiempo que no echaba un polvo que hasta esa tontería lo había excitado.

A lo mejor sus amigos tenían razón y era bueno buscar algún tipo de rollo puntual, para desahogarse y punto. Esta morenita era una monada, aunque le parecía que no estaba por la labor.

Las luces bajaron y pusieron una canción lenta. En los pubs de tardeo, donde iban muchos que habían vivido los años ochenta, los momentos de bailar lento eran muy apreciados y no solo eso, buscados para ligar.

—¿Bailamos? —dijo Mónica—. Esta canción me encanta. —Se escuchaban los primeros acordes de Heaven, de Brian Adams.

El hombre asintió. Todavía no quería despedirse de ella. Le gustaba que no le hubiera preguntado cosas de su vida personal, pues eso le hacía sentir incómodo. Sobre todo, porque no tenía intención de volver a tener novia en muchos, muchos años.

No sabían muy bien cómo agarrarse, así que se fijaron en las otras parejas que ya bailaban. Mónica pasó los brazos por el cuello de él y eso hizo que se le subiera la camiseta un poco, dejando su cintura al aire. Él puso sus manos sobre los vaqueros, y acarició la piel de ella con el dedo pulgar, produciéndole un escalofrío. Lo miró a los ojos. Él agachado, ella entreabrió la boca sin poder evitarlo, y él se inclinó para depositar un suave beso. Entonces ella lo agarró del cuello y le devoró la boca mientras acariciaba su pelo corto. ¡Qué bien besaba!... Y hacía tanto tiempo que no lo hacía.

Él se apretó a ella, sintiendo sus pechos duros a través de la camiseta. Se controló para no excitarse demasiado o que al menos no se le notase. Acarició su cintura suave. ¡Cuánto echaba de menos estar con una mujer!

Enterró la nariz en su cuello y le dio un beso de esos que dejan marca. Sonrió. Así ella se acordaría de él mañana.

Ella sonrió y apoyó las manos en el pecho del hombre. La canción cambió a una bachata de Juan Luis Guerra, y ella comenzó a mover la cintura. Él no sabía bailar, así que se movió poco, pero no la soltaba de la cintura. Le gustaba sentir ese movimiento y sus vueltas. Su piel estaba húmeda, suave, y se deslizaba entre sus dedos. Era una sensación que querría recordar cuando estuviera en la ducha y se desahogara.

Ella seguía moviéndose, sonriendo. Su olor, junto al de la colonia, era un perfume que lo mareaba y lo excitaba. Entró una salsa ahora y ella siguió moviéndose. No me acostumbro, de Rey Ruiz, había dicho el DJ. Él podría acostumbrarse a tocar esa piel cada día.

Ni siquiera se sentía torpe. Ella ya bailaba por los dos. De repente, una mano la cogió y se la llevó de allí. Su amiga, por lo visto.

La morena asintió y lo miró. Después, se fue hacia la barra y le pidió un boli a la camarera. Cogió una servilleta y escribió algo. Después se acercó a él y, dándole un suave beso en los labios, le dio el papel.

Él se quedó en medio de la pista, viéndolas marcharse. Miró el papel. Era su número de teléfono. No sabía cómo se llamaba, pero desde luego, la iba a llamar.

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