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Capítulo 2. Soy un cocinero

Diego refunfuñó de nuevo sobre el fogón. El nuevo ayudante de cocina, Luis, había vuelto a sacar una ensalada horrible, amontonada, sin gusto. Por muy primo del jefe que fuera, era un chapucero y se escaqueaba todo lo que podía del trabajo. Tenía que hablar con Alberto.

Acabó el servicio con más estrés del que tenía al empezar y se dirigió hacia el despacho donde Alberto revisaba los tiques del restaurante. Desde el fin de la pandemia, habían vuelto a retomar la actividad, primero al tercio de la capacidad, luego a la mitad y finalmente ahora, en marzo, en su totalidad. Eso sí, seguían con diferentes medidas: no se quitaban la mascarilla para nada, ni el gorro, y tampoco comían allí, como antes. Las mesas estaban más separadas, incluso algunas con un panel transparente.

Diego pensó que esto le costaría el cierre a Alberto, pero este aguantó, echando mano de los créditos del gobierno y también de los ahorros de toda la vida. No quería dejar morir al recién reformado restaurante. La Espiga, se llamaba, y llevaba cuarenta años en el centro de la ciudad.

Para él era todo un alivio, porque cocinar era su vida. Disfrutaba de cada plato, desde un sencillo huevo frito hasta la deconstrucción más complicada y diferente que podía pensar. Porque, aunque era el segundo de Alberto, llevaba la responsabilidad del cambio de carta y de investigar sobre nuevos platos y raciones.

Pero con Luis, su paciencia se estaba acabando. Se quitó el delantal y lo echó al cubo de ropa sucia que luego sería lavada a más de sesenta grados. Llamó al despacho de Alberto y entró sin esperar su respuesta.

—Hola, ¿qué tal hoy?

—Hoy cubrimos gastos, y aún sobra algo. —El fornido cocinero suspiró—. Parece que esto remonta.

—Sí, para ser jueves, ha estado muy animado. Mañana y pasado seguro que son mejores. Esto, Alberto, quería hablarte de algo.

—Claro, hijo, dime. —El cocinero miró con cariño a su segundo, que empezó con él a los dieciocho y ya llevaban doce años trabajando juntos. Era como un hijo.

—No quiero fastidiar, y ya sabes que yo enseño a quien quiere aprender, pero es que Luis… no tiene ganas.

—Ya lo sé, Diego —suspiró su jefe—. Pero es un sobrino de mi difunta esposa, y de alguna forma, me siento obligado. ¿Crees que no vas a poder hacer nada con él?

—No. Lleva ya tres semanas, y sigue sin aprender cómo hacer la ensalada más básica. Lo siento, Alberto. De verdad que he intentado enseñarle, pero está pensando más en salir al callejón a fumar que en otra cosa.

—Tiene veinte años…

—Lo sé, pero yo con dieciocho ya cocinaba y no me escapaba… y no es que quiera compararlo, pero sinceramente, no tiene ganas de trabajar.

—Está bien, hablaré con mi cuñada. Bueno, primero hablaré con él. Pero tendremos que buscar otro cocinero, o cocinera. Mira estos currículos. Ayúdame a elegir.

Alberto le dio una carpeta con una docena de currículos que le habían llegado tras la pandemia. Había descartado muchos y al final, solo tenía esos guardados por si acaso.

Diego se cruzó con Luis, que entraba de la calle de echarse un pitillo, o, peor aún, un cigarrito feliz, según olió. ¡Ya lo que le faltaba!

—Luis, ven a mi despacho —gritó Alberto. El chico se volvió hacia Diego y lo miró mal.

«Soy un cocinero —pensó Diego con algo de remordimiento— y aquí no se puede estar si no amas la cocina».

Escuchó unos gritos en la oficina. El chico se estaba poniendo algo nervioso. Incluso violento. Diego entró al despacho. Así como Alberto era bajo y fornido, a Diego le encantaba el deporte y era alto y con anchas espaldas. No le costaría nada apartar al joven delgado y proteger a su jefe si era necesario.

El tono de la bronca bajó al entrar Diego. Luis tiró la chaquetilla al suelo y se fue hacia su taquilla, la abrió, la golpeó con fuerza y salió por la puerta.

—Sí que se lo ha tomado mal —dijo Diego preocupado.

—Y eso que no lo había llegado a despedir. Pero ha dicho que renuncia. Creo que estabas muy acertado con él. Gracias. Pero ahora, por favor, ayúdame a encontrar la persona adecuada.

Diego asintió. Se llevaría los currículos a su casa, así podría estudiarlos. No sabía si era mejor que fuera experimentado o recién salido de sus estudios de cocina... Algo que valoraría con una copita de vino en su casa.

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