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CAPÍTULO 4

Las prensas de uva me despertaron justo después del amanecer; su ruido constante resonaba a través de la cuverie y el patio, llegando hasta los últimos rincones de la casa. Para cuando me vestí y me zampé una rebanada de pan con mantequilla y una taza de té, ya habían prensado la primera carga de uva de la mañana.

Era el decimotercer día de la cueillette, la cosecha. ¿O era el decimocuarto? Los días respondían a un patrón similar: mañanas brumosas, tardes húmedas y noches de extenuación absoluta. Para entonces, había aprendido a vestirme en capas y a despojarme del impermeable y de la chaqueta de lana al tiempo que el sol empezaba a deshacer las nubes. Había aprendido a llevar mi propia botella de agua al campo, mientras todos los demás apagaban su sed con vino. Había aprendido que las manchas pegajosas y negras de las uñas eran los taninos de la uva y que ninguna friega me las iba a quitar. Había aprendido que las horas de trabajo, aunque físicamente eran tremendas, dejaban que mi mente divagara libre a través de una maraña de recuerdos que deseaba olvidar.

Todo me recordaba a la última vez que había estado en Francia. El olor del detergente de ropa; la música que anunciaba la previsión del tiempo en la radio. El color del papel de baño, de un rosa sorprendente. Incluso la forma de los vasos de plástico me recordaba los días en el Campo de Marte, con una manta extendida bajo la torre Eiffel, mientras todos se recreaban en esa leve angustia existencial que es derecho de todos los franceses.

Un día en particular me seguía atormentando. Un día perfecto, de primavera, abril en París, la ciudad se había desplegado bajo el calor persistente de un auténtico día soleado. Un almuerzo a base de baguette rellena de queso triple crema, vino blanco que sabía a moras y piedras de río. Nuestras piernas estiradas sobre el césped, mi cabeza sobre el pecho de Jean-Luc. Cuando por fin habló, lo hizo con voz ligeramente temblorosa, detalle que tal vez yo no lo habría notado de no ser por lo que dijo a continuación:

—Estaba pensando —dijo— que podría ir a California el próximo año para pasar una temporada en el valle de Napa. No está demasiado lejos de Berkeley, n’est-ce pas?

—¿De verdad? —me levanté apoyándome sobre los codos—. ¿Te gustaría hacer eso?

Realmente no habíamos hablado del futuro. Incluso cuando estaba sola evitaba pensar en mi regreso a California al final del verano. Todavía quedaban más de cuatro meses, tiempo suficiente para seguir ignorándolo.

—Oui, me gustaría porque, Kat, je t’aime —su voz era baja pero me atravesó como un rayo.

Al instante se me llenaron los ojos de lágrimas, pero las palabras, cuando salieron, lo hicieron sin esfuerzo, naturales como la respiración.

—Je t’aime, aussi.

—Además —dijo sonriendo—, creo que puedo aprender mucho del vino de California.

—¡Vaya!, si lo dices tú, de verdad has de estar enamorado.

Me incliné y besé su áspera mejilla .

Después nunca me perdonaría por no haber pasado aquella noche con él. Nunca me perdonaría por haberme despedido de él con un beso cuando el cielo se oscureció y me fui a casa a estudiar para un examen de Historia del Arte que tenía a la mañana siguiente. Porque fue por eso que no estuve a su lado cuando le llamaron a media noche. Al día siguiente me encontré con él en el lugar acostumbrado del jardín de Luxemburgo. Estaba acurrucado en una silla de metal con los brazos alrededor de su cuerpo estrecho y el rostro pálido contra un fondo de flores vibrante.

—¿Qué pasa? —yo llevaba una bolsa de sándwiches en la mano.

—Mon père —murmuró.

Fue un infarto repentino, fulminante. Jean-Luc no lloró sino hasta que lo abracé, e incluso entonces su llanto fue silencioso, discreto, como si no quisiera montar una escena y molestar a las otras personas que estaban en el parque. Esa tarde iba a abordar un tren, me dijo, para estar con su madre y su hermana.

—¿Podrías venir después? Para el... —tragó saliva— funeral.

—Por Dios, sí, Jean-Luc. Desde luego.

—Te llamo cuando tenga más detalles. Pero si no puedo localizarte, pregúntale a Nico. Él sabrá y te ayudará.

Lo abracé.

—Ahí estaré —respondí—. Te lo prometo.

Al final de la semana, Nico nos llevó a Heather y a mí a Meursault en un citröen destartalado que temblaba al acelerar en la autoroute. Tiempo después, al pensar en aquel día sólo recordaba unos pocos detalles: el aroma de los lirios colgantes en el aire fresco de la iglesia del pueblo. La sencilla corona de rosas que adornaba el ataúd. El crujido atronador que producían los bancos de madera cuando los fieles se arrodillaban para rezar. El valor de la madre de Jean-Luc, con su cabello y ropa inmaculados, sus perlas, su perfume, su lápiz labial. Sólo sus gafas, empañadas y manchadas, dejaban traslucir la pena. El saludo de la hermana de Jean-Luc, Stéphanie, sólo se limitó a un roce de dedos temblorosos. La línea recta que dibujaba la boca de Jean-Luc cuando dijo unas palabras, sus ojos brillantes a causa de las lágrimas contenidas. Fuera, la belleza del día —un cielo azul puro, luz del sol suntuosa— despedía la madera brillante y oscura del ataúd mientras se hundía en la tierra.

Después del funeral seguimos a la multitud a casa de la familia de Jean-Luc. En el jardín, él estaba de pie entre un grupo de hombres con manos y rostros curtidos. Por la manera en que observaban los viñedos distantes, con preocupación de propietarios, supe que también eran vignerons, productores de vino de los terrenos vecinos, colegas del padre de Jean-Luc. Él escuchaba sus consejos con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, pero su expresión no mostraba la rigidez que alguna vez había podido vislumbrar de vez en cuando en París. Aquí, entre viñedos, estaba en casa.

Más tarde, después de que vecinos, familia y amigos se fueran; después de que la tía y el tío de Jean-Luc se marcharan a casa, en Charolles, llevándose a su madre y a su hermana para que pasaran allí algunas noches; después de que Heather y Nico nos ayudaran a recoger la comida sobrante y las sillas, abrazándonos antes de regresar a París, Jean-Luc bajó corriendo las escaleras de la cava y volvió a aparecer minutos después con una botella en las manos.

—La primera cosecha de mi padre —dijo, limpiándola y sacándole el corcho—. Esta noche vamos a beber para celebrarlo —consiguió sonreír.

—Por tu padre —dije, admirando el color del vino, suntuoso y dorado, como un recuerdo de luz de sol.

—Papá abría una millésime cada primavera cuando las vides empezaban a despertar. Decía que era un tributo —chocó su copa contra la mía—. Por un buen año. Mi primero como vigneron.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Vas... Vas a hacerte cargo del viñedo? —incluso mientras lo preguntaba, las piezas comenzaban a acomodarse en su lugar. Desde luego que iba a hacerse cargo: era el único hijo varón, y su hermana sólo deseaba escapar de las provincias. Toda su vida se había estado preparando para el papel de chef vigneron.

En la luz tenue de la cocina, su rostro parecía demacrado, indescifrable.

—Hablamos de encontrar un viticulteur que se ocupara de los viñedos —dijo—. O de venderle nuestra cosecha a un négociant. Sin embargo, al final... bueno, papá no habría estado de acuerdo. Pensé que esta era la mejor solución y maman finalmente estuvo de acuerdo.

Luché por evitar que mi rostro cambiara de expresión. ¡Apenas tenía veintidós años! ¡Yo sólo tenía un año menos! ¿Qué sabía él de administrar un viñedo, de negociar los contratos y de regatear con los exportadores?

A mi lado, Jean-Luc apretó los labios. Con la mandíbula tensa, su rostro parecía severo, mostrando los lugares donde algún día tendría líneas de expresión; sus ojos, sin embargo, mostraban una seguridad cuya fuerza resultaba atractiva.

—Lo más importante es mantener la tierra, este terroir, en la familia, Kat —bajó su copa y buscó mi mano—. Sé que hablamos de ello... pero no voy a poder ir a California el próximo año... y probablemente tampoco durante mucho tiempo. Y, de hecho... —su boca se puso rígida.

Crucé los brazos para contener el llanto. Sabía lo que iba a venir después y, aunque todo lo que Jean-Luc decía era perfectamente razonable, sentía como si alguien me hubiera arrancado el corazón y lo hubiera lanzado al suelo.

—Vamos... —volvió a tomar su copa pero las manos le temblaron, de modo que el vino estuvo a punto de derramarse por un costado—. No es así como hubiera esperado que ocurrieran las cosas.

—Está bien, Jean-Luc. Obviamente no está del todo bien —tragué saliva con fuerza, intentando que mi voz regresara a su tono normal—. Pero...

—Kat —me interrumpió tomando mis manos entre las suyas—. Mon amour, veux-tu m’épouser?

Me quedé sin aliento.

—¿Que me case contigo? —me di cuenta de que el corazón me resonaba en el pecho—. «Estás... ¿Estás hablando en serio? ¡Somos demasiado jóvenes!», iba a decir. Sin embargo, algo en su rostro hizo que demorara las palabras.

—Ya lo sé, ya lo sé... Estás pensando que somos demasiado jóvenes. Sin embargo, he pensado en esto constantemente durante los últimos días. Quiero pasar el resto de mi vida contigo. Quiero formar una familia contigo. Que envejezcamos juntos, que nos demos nuestros médicaments uno al otro. Cuando pienso en continuar con este viñedo, no puedo imaginar hacerlo sin ti.

Cerré los ojos, tratando de pensar qué iba a decir. Algo como: «Es una locura. Todavía estás en shock. Vamos a tomarnos las cosas con calma y lo vamos a resolver juntos». Sin embargo, abrí los ojos y ahí estaba Jean-Luc, sus largas piernas que terminaban en los zapatos lustrados; su boca, vulnerable como nunca antes, que temblaba entre las lágrimas, y una sonrisa. Me envolvió una ola de ternura. «Quiero cuidarlo —pensé—. Y quiero que él me cuide a mí». Nunca había sentido esa emoción, nunca había sentido el deseo de hacer feliz a otra persona, ni confiado con todo mi corazón en que ella querría lo mismo para mí.

—Oui —murmuré.

Un par de días después les daríamos la noticia a su madre y a su hermana.

—Kat me ha hecho increíblemente feliz —dijo Jean-Luc abrazándome por los hombros. Si su madre tenía alguna duda, se la guardó; me besó en las mejillas y me mostró su propio retrato de bodas, una fotografía borrosa tomada en los escalones del mairie del pueblo. La vi girar un delgado anillo de oro alrededor de su dedo.

—Ella jugueteaba con su anillo de compromiso hasta que lo vendieron —me dijo Jean-Luc una vez que nos quedamos a solas de nuevo.

Ahora mismo, sin embargo, salimos de la casa a la noche húmeda de primavera, pasamos por encima de una cerca baja y caminamos hacia los viñedos, que formaban un patrón rayado sobre las colinas. El suelo seco estaba grabado con líneas superficiales y los marcos de alambre se extendían vacíos a la espera de contener el peso pleno de la fruta y el follaje que vendría con el verano. Sobre nosotros, el cielo se extendía denso y oscuro, mientras un hilo de humo de madera se elevaba hacia el cielo.

Con la luz de su teléfono, Jean-Luc me mostró las hojas diminutas que salían de las vides, los primeros signos de vida después de meses de sueño.

—Después vendrán las flores —dijo—. Y la cosecha será cien días

después de eso, según la tradición.

Sin embargo, yo nunca vi la cosecha de ese año, ni del siguiente ni del que le siguió a ese. No, me fui de Francia ese verano con promesas en los labios, promesas que iba a romper una vez que regresara a casa, en California. Ahora, diez años después, recogiendo uvas en la tierra que colinda con la de Jean-Luc, me obligué a no pensar en lo que hubiera podido ser.

Al final, vino sólo a mi encuentro. Cierto día, mientras llevaba un cubo al final de una fila y echaba la fruta en la carretilla, escuché el claxon de un tractor y vi luces que parpadeaban. Kevin y Thomas, los vendimiadores de doce años que trabajaban el doble de rápido que yo, a pesar de que tenían dos tercios de mi tamaño, estaban lanzándole uvas a Nico, manchando de púrpura su camisa blanca.

—Madame! Madame! —me llamaron los muchachos haciendo gestos con la mano. Insistían en llamarme madame, lo que me hacía sentir viejísima—. ¡Venga a ayudarnos!

Según me explicaron, era una tradición decorar el tractor para celebrar la última carga de uva.

Fui hacia donde estaban y juntos reunimos ramas con hojas y diminutas flores silvestres azules.

—Pero necesitamos más flores, flores más grandes —dijo Kevin, haciendo un gesto hacia el verde infinito que nos rodeaba.

—Pasamos por un jardín allá atrás —dijo Thomas señalando el

camino.

—Niños —su madre, Marianne, una vendangeuse de experiencia que había trabajado dieciséis cosechas en el terreno, les lanzó a sus hijos una mirada reprobatoria.

—¡Estaba lleno de rosas! ¡Por favor, maman! No se van a dar cuenta si cortamos unas pocas —protestó Thomas.

—Pregúntale a tu padre —dijo con un suspiro de resignación mirando hacia su esposo, que simultáneamente fumaba un cigarro, se ataba un zapato y hablaba por teléfono.

Nico alzó la mirada de la tabla donde llevaba la cuenta de las cajas llenas. Negó con la cabeza.

—Estás hablando de la casa de Jean-Luc. Su maman plantó esas flores. No, no. No pueden agarrar sus rosas —apretó los labios y le brillaron los ojos—. A menos que me dejen ayudarlos.

—Uno pensaría que sería difícil pasar desapercibido en un tractor amarillo —murmuró Marianne diez minutos después, cuando Nico dejó el tractor junto al bajo muro de piedra que rodeaba la propiedad de Jean-Luc—. Sin embargo, es la Côte d’Or durante les vendanges... supongo que la mitad de los vehículos del camino son camiones de granja amarillos.

Traté de reírme, pero la risa se me quedó atorada en la garganta. Al ver la casa de Jean-Luc el corazón empezó a latirme tan rápido que difícilmente podía mantenerme quieta. La casa era más grande de lo que recordaba, el techo estaba cubierto de tejas amarillas y rojas dispuestas según el patrón geométrico típico de la región. Una torrecilla redonda adornaba el frente del edificio con un pájaro de piedra que miraba sobre un jardín de rosas, lavanda y romero.

—Es bonito, n’est-ce pas? —Marianne siguió mi mirada—. Jean-Luc convirtió los establos en una casa de huéspedes desde hace un par de años, pero está tan bien integrada en el conjunto que no se nota. En realidad, la construyó para su madre, pero ella después se mudó a España para estar más cerca de su hija y de sus nietos.

—Thomas, tú ve por el lado derecho. Kevin, tú por el izquierdo. Yo me quedo en el tractor para la huida —dijo Nico en francés.

La sangre me retumbaba en los oídos.

—Pero, eh, no hay nadie en casa, ¿verdad? —miré mi reloj—. Son las seis. Seguramente todos siguen en la cuverie.

—Normalement, oui —respondió Nico—. Pero más vale ser precavidos. ¿Está bien, muchachos? ¿Listos? Allez-y! —dijo la última palabra en un murmullo enérgico y todos cargaron contra la casa.

Marianne se rio.

—Del servicio secreto no son —dijo, volteando hacia mí cuando no respondí—. Ça va, Kate?

—Estoy bien, estoy bien —conseguí mantener la voz firme.

—No te preocupes —se rio—. Si Jean-Luc los descubre, no se va a molestar. Le gustan las bromas, ¿no? Estoy segura de que de niño hacía exactamente lo mismo.

Sonreí débilmente.

Los niños regresaron corriendo y dejaron montones de rosas a nuestros pies.

—¡Empiecen a adornar el tractor! —nos ordenó Kevin—. ¡Vamos por más! —ignorando las protestas de su madre, regresaron a la casa. Yo fui al otro lado del tractor y empecé a acomodar las rosas en la cabina. Las flores eran grandes y fragantes, los pétalos empezaban a caerse por los bordes. Traté de recordar el jardín de mi última visita, muchos años atrás. Fue en abril, demasiado pronto para que hubiera flores, los brotes aún estaban encogidos contra el invierno.

—¡¡¡Ahhh!!! —los niños vinieron corriendo hacia nosotros—. Il est là! IL EST LÀ!

Miré sobre la capota del tractor y vi que Jean-Luc salía detrás de aquellos dos.

—Qu’est-ce que vous faîtes là! —gritó.— ¿Qué están haciendo? —Parecía molesto, sin embargo, se reía—. ¡Están robando mis flores, pequeños punks! —continuó en francés. Vio a Nico y se detuvo—. ¿Tú estás detrás de esto? —preguntó.

—¿Detrás de qué? —cuestionó Nico.

—Sabes que puedo ver las rosas que robaron de mi jardín.

—No sé de qué estás hablando —dijo Nico con inocencia—. Sólo nos paramos aquí un minuto para contar las caisses. Es nuestro último cargamento de uvas —puso una mano sobre el hombro de Jean-Luc—. Hablando de eso, Jeel, ¿qué tal las vendanges? ¿Ya casi terminas, o te resignaste a pagar nuestra pequeña apuesta?

—Pas du tout. No hay un ganador hasta que se haya prensado la última uva y por ahí escuché que todavía tienes un cargamento de fruta.

—De cualquier manera, sería bueno que le fueras encargando un lechón al carnicero.

—Ah, bon? Porque le dije a Bruyère que le llamara.

Volví a mirar y noté que los dos sonreían, con la misma competitividad y complicidad de siempre.

—¿El lechón es para La Paulée? —interrumpió la voz de Thomas.

—Ouais, Nico y yo siempre damos una gran fiesta después de la cosecha, y Bruyère asa un lechón entero. Vendrán a La Paulée, ¿verdad? —preguntó Jean-Luc a los niños.

—J’sais pas —Thomas dio una vuelta alrededor del tractor para buscar a sus padres—. Maman? ¿Vamos a ir a La Paulée? Maman? Papa?

—¡Oh! —Jean-Luc se asomó desde el otro lado del vehículo y nos vio—. ¡No podía verlos aquí detrás! —fue hacia nosotros para saludarnos, besó las mejillas de Marianne e intercambió un rápido saludo de mano con su esposo, Raymond, que seguía hablando por teléfono. Después su mirada cayó sobre mí y escuché que decía: «Bonjour, Katherine». Nuestras manos se encontraron y la sangre se me subió a las mejillas, pero antes de que pudiera escuchar mi voz, él ya se había ido al otro lado del tractor. Unos segundos después regresó a su camioneta y se fue despidiéndose con la mano.

Sentía las rodillas tan débiles que me temblaban. Me concentré en reunir rosas y hojas de vid, y esperé que la luz del ocaso evitara que alguien viera el sonrojo que me encendía las mejillas.

—Cada año digo que no volveré a asar un lechón y cada año me convencen de hacerlo. —Heather se alejó del horno de madera con la cara enrojecida—. ¿Está lo suficientemente caliente? ¿Está demasiado caliente? ¿El maldito lechón se está cocinando allá dentro? ¿Quién puede saberlo? —se puso en cuclillas y miró las llamas, de las que emanaba calor suficiente para quemar cualquier cosa que estuviera a menos de un metro de distancia.

—Ça sent bon! Huele delicioso —dijo Nico, descargando leña en el suelo de piedra del patio.

—Sí, bueno, los olores no se pueden comer. ¿Te acuerdas del año pasado?

—¿Qué pasó el año pasado? —pregunté.

—Empecé a cocinar demasiado tarde y el lechón demoró siete horas en estar listo. ¿O fueron ocho? Terminamos comiendo a las tres de la mañana... Todos estaban borrachos —agarró a Nico del brazo—. ¿Crees que debería ir corriendo a la carnicería para comprar más salchichas?

—Chérie, tenemos diez kilos de saucisses —le dio una palmada en el hombro—. Hay mucha comida, ne t’inquiète pas.

—¿O puedo hacer otra ensalada de lentejas? Todavía hay tiempo, ¿verdad?

Murmurando para sí, regresó a la casa.

—Siempre se pone así antes de La Paulée —dijo Nico, con una sonrisa de afecto mientras ella desaparecía dentro de la casa—. Alors, Kate —su expresión se hizo más seria—. Quiero hablar contigo. Ahora que les vendanges terminaron, esperábamos que pudieras quedarte unas semanas más para terminar nuestro proyecto especial —Nico bajó la voz al pronunciar las últimas palabras.

Fruncí el ceño.

—¿Qué proyecto, te refieres a limpiar el sótano?

—Eh… —echó una mirada detrás de él—. Sí, la cave —prácticamente estaba murmurando—. Bruyère y tú hicieron un trabajo excelente. Sería... sería una lástima que no lo vieras terminado.

Me sentía culpable por decir que no. Sin embargo, empecé a negar con la cabeza.

—No quiero causar más molestias.

—No es ninguna molestia. Tu presencia le ha levantado el ánimo a Bruyère. Creo que ninguno de los dos se había dado cuenta de lo aislada que iba a sentirse sin otros estadounidenses alrededor.

A través de las ventanas de la cocina vi a Heather frente al fregadero. Se dio la vuelta para agarrar un manojo de perejil de la tabla para cortar y después volvió a girar. Era verdad que parecía un poco más alegre estos últimos días, como si su humor finalmente hubiera mejorado. Sin embargo, volví a negar con la cabeza.

—Tengo que regresar a San Francisco. El Examen... —permití que mi voz se fuera apagando. La verdad era que aún faltaban varios meses para el Examen. Sin embargo, la estancia en Meursault me hacía sentir más incómoda de lo que quería admitir.

Nico había estado escuchándome expectante, pero ahora su cuerpo parecía desinflarse.

—D’accord —dijo—. Claro, comprendo —sin embargo, su decepción era tan evidente y tan desproporcionada que no pude evitar pensar si Heather y él estaban escondiendo algo. Cada vez que mencionaba el sótano, palidecían de pánico. ¿Cuál era la verdadera razón por la que querían limpiarlo?

Pese a lo que me dictaba el sentido común, me escuché decir:

—Los que me rentan por Airbnb acaban de mandarme un correo para ver si pueden quedarse más tiempo. Tal vez puedo cambiar mi billete.

—¿De verdad? —el rostro de Nico se iluminó.

—¿Cuánto tiempo más me necesitan?

—No mucho. Dos semanas como máximo.

Dos semanas más en Meursault. Dos semanas más de temor ante la posibilidad de encontrarme con Jean-Luc. Sin embargo, esas dos semanas también me darían la oportunidad de visitar los viñedos de Borgoña que Jennifer me había sugerido y de reunirme con los productores que ella había contactado a mi nombre. Dos semanas más me permitirían probar todo el vino de Borgoña que pudiera encontrar. ¿Qué haría Jennifer? Ni siquiera tenía que preguntarle.

Para cuando los invitados empezaron a llegar, el sol de la tarde brillaba sobre nosotros y el lechón había empezado a crujir, llenando el aire de un aroma tan suculento que la gente exclamaba en cuanto bajaba del coche. Pronto el jardín se llenó de vendimiadores y de sus familias, reconocí a mis compañeros vendangeurs del viñedo de Nico; los otros, supuse, eran parte del equipo de Jean-Luc, así como amigos, parientes, vecinos y empleados de los dos terrenos. Marianne y Raymond estaban discutiendo con una pareja española sobre autocaravanas rodantes de segunda mano y Heather llevaba varios platos de comida de aquí para allá. Montones de niños comían vorazmente patatas fritas para luego irse corriendo a complicados juegos de caza y persecución.

Mientras me abría camino a través de la multitud, era plenamente consciente de la presencia de Jean-Luc, que hablaba con los otros invitados. Tenía la sensación de que él también era consciente de mi presencia y, por la misma razón, evitábamos encontrarnos uno con el otro. Sin embargo, en breves miradas robadas, vi que los años lo habían tratado con gentileza, haciendo sus hombros más amplios, poniendo líneas en su rostro que lo hacían lucir más guapo. Aún recordaba la última vez que nos habíamos despedido: un abrazo tosco en el aeropuerto, un roce de labios. Si hubiera sabido que era para siempre, ¿habría sido más cuidadosa? Sin embargo, eso fue antes de que el insomnio empezara a sacarme de la

cama a altas horas de la noche, antes de que un vocabulario extraño empezara a sonar constantemente en mi cabeza —deuxième emprunt de logement (segundo préstamo hipotecario), droits de succession (derechos de sucesión), publication des bans (anuncio público del matrimonio)—, antes de que las dudas empezaran a dominar mis pensamientos: —¿Y si somos demasiado jóvenes para casarnos? ¿Y si no quiero vivir en Francia el resto de mi vida? ¿Y si es mejor para él seguir siendo soltero?—. Habría sacrificado casi cualquier cosa por Jean-Luc; sin embargo, ¿y si el sacrificio era él mismo? Al final, rompí nuestro compromiso por teléfono, en una conversación perfectamente clara a larga distancia desde California. No había tenido el valor suficiente para mirarlo a la cara.

La tarde se desvanecía en una noche brillante, el cielo azul oscuro resplandecía con un millón de estrellas. Heather y Nico sacaron el lechón del horno de leña —crujiente, con piel dorada y carne jugosa—, y cuando el tío Philippe cortó las primeras rebanadas, se desató un aplauso espontáneo entre los asistentes. La mesa estaba llena de carnes frías y ensaladas, una gran cantidad de salchichas asadas, courgettes gratinados y otros vegetales del huerto, platos de quesos de la zona, y un abanico de pasteles y tartas caseros que llevaron los vecinos de Heather. Comimos y bebimos hasta que finalmente el vino cedió paso a la ratafía, un digestif casero hecho con mosto ligeramente fermentado y algún tipo de alcohol de grano letal. Nico y Jean-Luc encendieron una fogata en un rincón del jardín; uno de los vecinos sacó un acordeón y empezó a tocar una melodía alegre, animando a un grupo a bailar. Las parejas se alinearon para aplaudir y zapatear siguiendo los pasos tradicionales. Vi a Heather y a Nico, a Chloé y a su esposo, al tío Philippe y a la tía Jeanne. Una joven delgada de cabello largo color miel jaló a Jean-Luc hacia el círculo y se reunieron con los otros, girando con los brazos entrelazados. Ella alzó la cara hacia él —rasgos finos y gatunos, ojos oscuros que brillaban a la luz del fuego— sonriéndole con tanta calidez que no hizo falta que alguien me dijera que era la novia de Jean-Luc. ¿Era quizá una vecina? ¿O una antigua compañera de clase, una chica que probablemente lo conocía desde que ambos estaban en pañales? Se mezclaron con el resto con la seguridad de quienes han bailado esos pasos desde la infancia.

No era la primera vez que yo pensaba que esa vida podría haber sido mía. Habría podido ser la esposa de un vigneron, regodearme en el brillo de la sonrisa de mi esposo, reír mientras me tambaleaba sobre mis pies. Podría haber saboreado este descanso posterior a la vendimia, satisfecha de nuestro arduo trabajo, excitada con la esperanza de una cosecha espectacular. En cambio, estaba al margen; era una observadora y no una participante.

El acordeonista terminó la danza con una floritura alegre, las parejas se separaron y todos aplaudieron. Jean-Luc y su novia se quedaron riendo por alguna broma, y la luz de la hoguera iluminó sus rostros enrojecidos. Él se veía muy robusto, jadeante; un poco sudoroso a causa del baile, sin ser la imagen perfecta de mi recuerdo, pero sí una persona real que reía, coqueteaba, gritaba, decía palabrotas, que era brillante y gracioso, fuerte y ambicioso, aunque quizá demasiado perfeccionista. Durante todos esos años, Jean-Luc había sido un fantasma, un espectro de mi pensamiento, que me acechaba. Ahora que estaba frente a mí, finalmente comprendí que las decisiones que había tomado desde hacía mucho tiempo llevaron nuestras vidas por caminos separados; nos habíamos alejado demasiado para volver a encontrarnos.

Fui al patio para servirme otra bebida. No había vino abierto, así que busqué una botella nueva, le quité el papel y le saqué el corcho. Abrí varias botellas de una vez, dejándome llevar por la eficacia familiar y reconfortante de aquella labor.

—Tú debes de ser Kate. —Era la voz de un hombre, estadounidense. Me di la vuelta, sorprendida. Tenía cabello castaño oscuro y revuelto, cejas gruesas que se arqueaban sobre gafas de montura negro, una sonrisa que alternaba entre audaz y tímida—. Heather me contó que había

otro paisano aquí —añadió—. Hola, yo soy Walker.

—Hola —nos dimos la mano, la suya era seca y firme—. ¿Eres amigo de Heather y de Nico? —pregunté.

—No, nos acabamos de conocer. En realidad, estoy haciendo una temporada con Jean-Luc. Me quedo en su casa de huéspedes, que está bastante bien.

Asentí sin hacer otro comentario y tomé otra botella de vino.

—Ay, por favor, permíteme —tomó la botella de mi mano y sirvió un poco en mi copa—. Ya sabes, en Francia, una dama no debe servir su propio vino —hizo hincapié en la palabra dama como si fuera un concepto anticuado—. ¿Te estás quedando aquí con Charpin?

—Pues algo así. Nico es mi primo. Me estoy preparando para el título de Maestro del Vino, para el examen práctico.

—¡Vaya! —abrió mucho los ojos—. Esa prueba es muy dura. Me quito el sombrero.

—¿Y tú? ¿Qué te trae a la Côte d’Or?

Bebió un sorbo de su copa antes de responder.

—En realidad, me preparo para el examen de maestro sommelier.

—¡Ah! —dije fingiendo horror—. Eres uno de ellos.

—Me imagino que te refieres a alguien que es experto en vinos y además sabe servirlos —dijo en tono de broma.

—En realidad —dije siguiéndole el juego—, me refiero a alguien que no puede soportar el rigor intelectual del Maestro del Vino.

—¿Al menos sabes servir el vino sin tirarlo?

—Seis vinos —dije en tono de broma—. Es lo único que tienen que identificar, ¿verdad?

—Mira, voy a aceptar que el MV es más difícil si abres una botella de champaña con un sable.

—Bueno —miré a mi alrededor—. ¿Dónde está el sable?

Alzó las manos y rio.

—¡Tregua!

—Sabía que estabas bromeando.

Por alguna razón empecé a acomodarme el cabello.

—No, es sólo que no quiero que decapites a alguno de los niños que anda corriendo por ahí.

—Sí, cómo no —levanté la botella y llené su copa. Mientras regresaba la botella a la mesa, una diminuta gota de vino cayó en el impecable mantel—. Ah…, en fin —dije mientras él reía—, ¿viniste a trabajar en las vendanges?

—Estaba de sommelier en Nueva York, pero, vamos, esas horas... me extenuaron. Tenía un poco de dinero ahorrado y me imaginé que, ya sabes, quizá podría irme a Francia un tiempo. Tengo pasaporte irlandés y hablo francés. Parecía el mejor momento para hacer una pausa, viajar un poco y visitar por fin las mejores regiones de vino, de las que todo el mundo habla. Entonces, ya sabes, básicamente me lancé a la aventura.

Él volvió a mostrar aquella sonrisa irónica. Yo reí sin querer, justo cuando el acordeón empezó a sonar de nuevo.

—¡Oye! —Walker hizo un gesto hacia el patio donde otra vez las parejas se formaban en dos filas—. ¿Quieres bailar? —tomó la copa de mis manos, la puso en la mesa y me insistió en que lo siguiera.

—¡No me sé los pasos! —dije, sintiéndome cohibida al ver a Jean-Luc incorporándose al otro extremo de la fila.

—No importa —miró sobre su hombro, sonriendo—. ¡Vamos a fingir! —Y me lanzó hacia una masa giratoria de bailarines, haciéndome dar vueltas hasta que sus rostros se convirtieron en un borrón de colores.

Secretos entre viñedos

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