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CAPÍTULO 5

—Shhh —Heather bajó cojeando los últimos tres escalones y escudriñó la penumbra del sótano.

—Yo no dije nada —protesté.

—No, tú no —se puso las manos con delicadeza en cada lado de la cabeza—. Cuando las escaleras crujen... es... una tortura. ¿Es posible tener una resaca de dos días?

—¿Después de esa fiesta? No sólo es posible, sino muy probable.

La Paulée terminó justo cuando la suave luz dorada del amanecer empezó a iluminar el cielo. Yo me acosté al alba, y desperté con un dolor de cabeza terrible cuando Heather empezó a gritar buscando a Thibault, que no estaba en su habitación. Finalmente, lo encontró dormido en una fortaleza de almohadas que había armado en la sala. Más tarde, desayunamos sobras de lechón asado, arrancando la carne con las manos, antes de emprender la tarea hercúlea de limpiar la casa y el jardín. Después de dos días seguíamos encontrando copas de vino a medio beber en rincones donde no habíamos buscado, platos de cartón cubiertos de migajas, y Thibault descubrió una tarta de manzana entera metida en la parte baja de un armario.

—No tenemos que empezar ahora —dije—. Podemos declarar el día de hoy un día de salud mental e ir a comer huevos tibios con pan tostado y beber bloody mary.

—Suena muy parecido a ayer.

—¿Ayer parte dos?

Negó con la cabeza muy suavemente, como tratando de no revolver su contenido.

—Es una idea tentadora... pero no, finalmente estamos progresando, ¿no crees? —alzó una ceja esperanzada.

Miré alrededor de la cave. Montones de basura acechaban entre las sombras, tan enormes y abultadas como siempre.

—Vamos por buen camino —concedí.

Sin embargo, mientras me dirigía a mi lado, noté que la bodega parecía ligeramente más espaciosa que cuando habíamos comenzado. Había caminos que corrían entre los montones y habíamos limpiado un área alrededor de una de las ventanas, lo que permitía el paso de luz natural. Casi había conseguido abrir un paso hasta una de las paredes y podía ver los costados de un enorme ropero maltratado que estaba apoyado contra el muro, con las puertas bloqueadas con más cajas.

—Muy bien. Muy bien —murmuró Heather para sí—. Empecemos.

Esa mañana parecía distraída, y no hacía más que cambiar cajas de un lugar a otro en vez de examinar su contenido.

Rompí una caja de cartón para abrirla y encontré un montón de anuarios del lycée de Nico.

—Ay —Heather tomó uno del montón, y lo hojeó—. Mira a les garçons —me mostró una fotografía de dos adolescentes delgaduchos, Nico y Jean-Luc, con sombreros de copa idénticos, corbatas de moño y sonrisas tontas—. ¿Estarían en el club de tap? —empezó a reírse, alzando el libro para inspeccionar las otras fotos de la página—. ¡Ay! —contuvo el aliento—. Ahí está Louise. —Reconocí los rasgos gatunos de la muchacha de La Paulée. Sin querer, sentí una puñalada de curiosidad y celos, tan afilada como un palo puntiagudo.

—¿Ella y Jean-Luc están saliendo? —traté de mantener un tono de voz natural.

Heather bajó el libro.

—Sí. Creo que podría ser serio —dijo finalmente—. Ella tiene un negocio de libros antiguos en Beaune —alzó una ceja—. No estoy segura de cómo lo mantiene, pero sospecho que le ayudan sus padres. ¿Has oído de Maison Dupin Père et Fils? Su familia es dueña de uno de los viñedos más exclusivos de la Côte d’Or. Yo creo que desde hace años había puesto los ojos en Jean-Luc, pero apenas empezaron a salir hace como seis meses.

Al parecer, Louise era hermosa y rica.

—¿Te cae bien?

—Creo que sí. Es muy refinada y elegante, con su barbilla puntiaguda. Me recuerda a una almendra —se mordió el labio—. Pero... hace unos comentarios... Como el otro día, durante un almuerzo, Thibault no quería compartir el último trozo de un pastel y ella le dijo: «Ne mange-pas comme un juif, no comas como judío». Me sorprendí tanto que casi me atraganto. Nico no dijo nada, ya sabes cómo es; siempre pacifista, pero finalmente le dije, ya sabes, que yo soy judía. Y ella simplemente se encogió de hombros y dijo que yo era demasiado sensible. Me dijo: «¡Es sólo una expresión!».

Me quedé con la boca abierta. Ya sabía que el antisemitismo se mantenía latente en Francia, como en todo el mundo, pero escuchar que alguien lo expresaba así, tan abiertamente, me dejó pasmada.

—Lo sé, es horrible la primera vez que lo escuchas, ¿verdad? Estas frasecitas aparecen de vez en cuando, pero ya me había acostumbrado, supongo —cerró el anuario bruscamente y lo devolvió a la caja—. Obviamente la relación de Jean-Luc no es de mi incumbencia. Pero de verdad espero que no esté cometiendo un error.

Pasé el peso de mi cuerpo a mis tobillos.

—Seguro que sabe lo que está haciendo —dije, bajando las tapas de la caja para que quedaran perfectamente planas. Cuando volví a alzar la mirada, la encontré mirándome con ojos inquisitivos.

—Escucha —comenzó—. No quiero ser entrometida, pero ¿podrías decirme qué pasó entre ustedes? Su separación fue tan repentina... Él no dejaba de decir que ibas a venir, pero nunca llegaste. Y después Nico y yo tuvimos a Anna, que tenía muchísimos cólicos, y cuando salimos de ese torbellino, ya era tarde para empezar a hacer preguntas.

—Él... —me aclaré la garganta—. ¿Jean-Luc nunca les dijo lo que pasó?

Ella negó con la cabeza.

—Yo siempre estaba con que te iba a mandar un correo electrónico, pero en aquella época no teníamos internet en casa y... bueno, nunca me faltan excusas, ¿verdad?

Un silencio incómodo pendió sobre nosotras.

—En realidad no fue algo en particular —dije por fin—. Sólo éramos demasiado jóvenes —a mi memoria llegó el recuerdo de la última noche que habíamos pasado juntos en París. Mi chambre de bonne estaba barrida y limpia, mis maletas junto a la puerta. Jean-Luc estaba sentado en el suelo, bebiendo champán, hablando de nuestros planes para el futuro. Hizo una declaración repentina:

»No quiero que mi esposa trabaje fuera de casa. Maman nunca lo hizo.

»Tu madre también hace su propio jamón y embotella sus propios pepinillos. Ella y yo no podríamos ser más diferentes.

»¿Y si tenemos hijos?

»Me voy a tomar un tiempo. O tú. O nos turnamos. Ya lo iremos resolviendo.

»Moi? ¿Cocinar y cuidar a los niños? Mais non, ese es el trabajo de las mujeres.

»También está la guardería.

»¿Y que se enfermen todo el tiempo?

»Sólo sería un par de años.

»¡Probablemente más tiempo!

»Bueno —me reí—. Supongo que depende de cuántos hijos tengamos.

»¿Cuatro?

»¿Cuatro? Uno.

»¿Sólo uno? ¿No se va a sentir sólo?

»No. Ella jugaría con los demás niños de la guardería —dije pinchándole un costado.

»Mmm. Creo que tenemos mucho que negociar —dijo guiñándome y estirándose para alcanzar otro pedazo de pan—. Aunque yo siempre he soñado con tener una familia grande.

»Tú sólo quieres el trabajo gratis —dije con exasperación fingida.

»Ay, Kat, me conoces demasiado bien.

Una sonrisa se formó en su rostro; luego me abrazó y me besó en la boca, un beso que se hizo más profundo, mientras sus dedos acariciaban delicadamente mi cuello y se metían bajo mi blusa, así que rápidamente se me olvidó dónde estaba y lo que estábamos diciendo.

Entonces parpadeé y el recuerdo se disolvió.

—Éramos demasiado jóvenes —repetí, pero lo dije más para convencerme a mí misma.

Heather estiró una mano y la puso sobre mi hombro, con los ojos oscuros llenos de comprensión. Sin embargo, no quería seguir hablando de eso. Había ocurrido hacía mucho tiempo y había pasado mucho tiempo examinando esos recuerdos, mucho tiempo preguntándome si debí hacer las cosas de manera diferente.

—Está bien —conseguí recuperar una sonrisa—. Ya no importa. Todo fue para bien —encogí los hombros de manera que su mano resbalara por mi brazo. Y después fui hacia otra caja porque no quería ver la mirada herida de su rostro.

Trabajamos en silencio. Me obligué a concentrarme en los objetos que tenía frente a mí. Un montón de trapos de cocina que se estaban desintegrando. Una caja antigua de jabón para lavar. Un juego de moldes de gelatina de cobre, opacos y manchados de óxido. Un libro viejo: una biografía de Marie Curie. Lo abrí y busqué el título. Mi corazón dio un vuelco cuando vi la inscripción escrita con una caligrafía anticuada y redonda:

Hélène

Le Club d’Alchimistes

Leí las palabras, tratando de comprender el significado. El libro era de Hélène, eso estaba claro. Pero, ¿El club de los alquimistas? ¿Qué era eso?

Alcé la cabeza y grité hacia el otro lado de la bodega:

—¿Heather?

—Dime —¿Estaba imaginándome cosas o su voz sí sonaba fría?

—Mira esto —me levanté y fui hacia ella para mostrarle el libro—. ¿Qué crees que significa?

Ella observó la caligrafía y después negó con la cabeza.

—Honestamente, no tengo idea. Tiene que haber sido de ella, quienquiera que sea. Fuera. Hélène —tocó el nombre con la yema de un dedo.

—De cualquier manera, ¿qué es la alquimia? ¿La transformación mágica del metal en oro?

Ella se encogió de hombros.

—La magia no existe, no seas tonta. Eso era sólo una superstición medieval.

—¡Vaya! —exclamó Heather—. ¡Qué elegante estás!

Tres pares de ojos se dirigieron hacia mí cuando entré en la cocina.

—No es nada —protesté—. Sólo me lavé el cabello.

—Y te pusiste zapatos de tacón. Y lápiz labial —Heather siguió picando una cebolla—. Walker no va a saber qué lo golpeó.

—¿Qué piensan ustedes? —pregunté a Anna y Thibault—. ¿Estoy bien?

Anna inclinó la cabeza.

—Les jeans están bien. Y me gusta la blusa. Pero necesitas ponerte la bufanda así —la tomó de mis hombros, la dobló por la mitad y la enrolló alrededor de mi cuello—. Voilà. Ahora resalta el color verde de tus ojos.

Heather alzó la mirada desde la tabla de picar.

—Oh. Tiene razón.

—Mañana te voy a enseñar a usar el eye liner —me prometió Anna, y

salió de la habitación.

—Kat, ¿me ayudarás a construir de nuevo la cave à vins de Lego? —di-

jo Thibault mirándome.

—Ay, la cava de Lego... Qué divertido, ¿no? Mejor mañana, ¿de acuerdo?

—¿Podemos hacer otro terremoto?

—Claro que sí —dije mientras él seguía garabateando en su libro de colorear de los minions.

—¿A qué hora te va a recoger Walker? —Heather aplastó un diente de ajo con el costado del cuchillo.

—Alrededor de las siete —las dos miramos el reloj, que marcaba diez minutos después de las siete.

—¿Estás preparada para esta noche?

—Pues, supongo. ¿Por qué, va a haber un examen?

—Ya sabe —alzó las cejas—. Preparada.

—Si te refieres a lo que creo que te refieres, ¡no! Apenas lo conozco.

—Oye, los vi hablando en La Paulée. ¡Salían chispas!

—Sí, la chispa que dos estadounidenses sienten cuando se encuentran en un país extranjero.

—Bueno, ¿cuándo fue la última vez que saliste?

—No hace tanto tiempo. Fue en junio —dije, restando unos cuantos meses—. Salía con un analista de San Francisco, aunque en realidad nunca supe si se interesaba en mí o sólo quería mis consejos para una aplicación de vinos que estaba desarrollando.

—Yo sólo digo que mantengas la mente abierta.

Antes de que pudiera responder, un coche paró en la entrada.

—¡Ya llegó! —exclamé tomando mi bolso, pero tiré algunas monedas en el suelo. Heather se inclinó para recogerlas y me las entregó.

—¡Diviértete! Y si quieres traerlo aquí más tarde, usa la escalera de atrás. Por los niños —las tres últimas palabras las articuló con la boca sin hacer sonido. Después sonrió.

Afuera encontré a Walker trotando hacia la entrada, con zapatos negros que crujían sobre la grava. Llevaba una camisa blanca, arrugada y desfajada, una corbata delgada de nudo flojo, pantalones de mezclilla ajustados que alguna vez habían sido negros y ahora estaban más cerca del gris oscuro.

—Hola —dijo, inclinando la cabeza. Me acerqué para darle un abrazo al estilo americano justo cuando él se echó hacia adelante para darme dos besos en la mejilla al estilo francés. Nuestras cabezas chocaron y le torcí las gafas.

—Ay, perdón —dijo. Y ahí estaba otra vez aquella sonrisita entre irónica y presuntuosa.

—Entonces, ¿con quién hemos quedado? —le pregunté una vez que entramos en el coche y nos encaminamos a Beaune.

—Ah, sí. Sólo un montón de expatriados. Como dije, todos están en el negocio del vino, así que nadie va a ponerse a alabar un chardonnay a granel ni nada por el estilo —me miró y yo asentí—. Nos hemos reunido para catas informales. Todos llevan una botella y los cafés no nos cobran el descorche, siempre y cuando pidamos comida. La semana pasada Richard llevó un Sauternes de 2001. Estaba de-li-cio-so.

—¿Cómo te encontraste con estas personas?

Se quedó en silencio durante tanto tiempo que pensé que no me había escuchado. Finalmente dijo:

—¿Honestamente? Fue a través de Twitter. Ya sé, ya sé... nada cool. Pero acababa de llegar y no conocía a nadie y... —Empezó a ruborizarse desde el cuello.

—No, no, en absoluto. Yo hago lo mismo. O sea, nerds del vino, ¿no? —le sonreí, y él soltó una especie de bufido de vergüenza.

En Beaune, nos detuvimos en el centro histórico y fuimos andando hasta el café. Admiré de nuevo el encanto de los adoquines, las calles bordeadas de casas con techos de tejado, y los hôteles particulieres de piedra pálida. El pueblo había crecido durante siglos, lo sabía, era el centro del negocio del vino de Borgoña, el hogar de los comerciantes más prósperos.

Walker hizo una pausa en la banqueta.

—Llegamos. Café de Marie.

Levanté la mirada hacia un toldo sucio color vino cuyo dobladillo colgaba hecho jirones.

—¿Café de la Mairie? ¿Estás seguro de que es aquí? —a través de la ventana vi a un hombre sentado a solas en un extremo de la barra con unos centímetros de cerveza en el vaso que tenía enfrente. Era el tipo de café con una delgada película de grasa sobre las mesas, las sillas y los menús plastificados, y baños que no habían visto una botella de cloro desde la administración de Mitterrand.

Sacó un pedazo de papel del bolsillo:

—Sí, es lo que Richard dijo por teléfono. Vamos —empujó la puerta y lo seguí, respirando los olores agrios de cerveza derramada y sudor. Con excepción de un camarero y el bebedor solitario de la barra, el lugar estaba vacío.

El camarero levantó la mirada del periódico.

—Bonsoir, installez-vous —hizo un gesto hacia las mesas vacías y nos acomodamos en un gabinete—. Qu’est-ce que vous voulez boire? —gritó, acercándose a nuestra mesa.

Hice una pausa, en espera de que Walker pidiera primero. El camarero alzó las cejas.

—¿Qué te gustaría tomar? —dije por fin. Walker miró la botella de vino que salía de su mochila y después vio al camarero.

—Un verre d’aligoté? —dijo, pidiendo una copa del vino blanco local.

—Yo también. Deux —intervine, sonriendo amablemente.

Continuó un silencio incómodo. ¿Dónde estaban los amigos de Walker? ¿Existían siquiera? ¿O todo había sido una elaborada treta para hacerme salir con él? A mi lado, Walker empezó a menear un pie, claramente tan incómodo como yo. Sentí una oleada de alivio cuando el camarero trajo el vino.

—Pues, eh... Sant. —Walker alzó su copa y brindamos—. ¿Qué has estado haciendo desde las vendanges?

—No mucho. Sólo he estado ayudando a Heather a limpiar la cave.

Una chispa brilló en sus ojos.

—¿Las cavas de tu familia? Me imagino que tienen algunas gemas guardadas en Domaine Charpin.

—Ah, no, no les caves aux vins, el sótano de la casa. Y las gemas son más bien artículos rotos y calcetines comidos por la polilla. Hemos estado haciendo viajes diarios al dispensario de caridad para deshacernos de todo. Por otra parte, encontramos un diploma misterioso de instituto... —rápidamente, le conté sobre Hélène, su ropa y la maleta, el libro y las fotografías—. Nadie tiene idea de quién es. Lo único que sabemos es que se graduó del lycée en 1940. ¿Habrá vivido la guerra en Borgoña? Me avergüenza aceptar que ni siquiera sé lo que ocurrió aquí.

—¿En la Côte d’Or durante la Segunda Guerra Mundial? —negó lentamente con la cabeza—. Fue tremendo, como en toda Francia. Ocupación, deportaciones, ejecuciones, hambre... Todo fue infernalmente opresivo.

—¿Y la Resistencia?

—Bueno, la línea de demarcación estaba cerca de Shalon-sur-Saône. Creo que sólo son treinta kilómetros de distancia. Estoy seguro de que hubo muchos cruces ilegales de aquí para allá entre la zona ocupada y la Francia de Vichy. Probablemente, también un buen movimiento de resistencia organizada.

—Me pregunto si fue así como desapareció. Hélène.

—A lo mejor —jugueteó con una servilleta—. Desde luego, en este punto, todos aseguran que eran parte de la Resistencia. Nadie era colaboracionista.

La puerta principal se abrió y ambos volteamos hacia ella, con la esperanza de que fueran los amigos de Walker. Sin embargo, sólo era un hombre canoso que entró para comprar cigarros.

Cuando Walker regresó la cara hacia mí, su expresión era más de desesperación que de decepción.

—¡Demonios! —vació su copa—. ¿Dónde diablos están?

—Está bien —le aseguré—. Probablemente quedaron atrapados en el tráfico o algo.

Sin embargo, después de dos copas de vino y un plato de queso compartido, todavía no había aparecido nadie. Finalmente, alrededor de las nueve de la noche, el camarero nos llevó la cuenta y nos dijo que iba a cerrar en cinco minutos.

—No, no. Deja que yo pague —dijo Walker, sacando unos billetes de su cartera—. Por favor, siento que te lo debo. Esta noche ha sido un desastre, has de pensar que me inventé a esas personas. Te lo juro, no soy un lunático.

—Acabo de buscar en Google «síntomas de un sociópata» en el baño —bromeé. En realidad, esta versión de Walker me gustaba más, estaba más tranquilo, era más auténtico y sentí que me relajaba un poco.

Caminamos lentamente de regreso al coche, deteniéndonos tanto tiempo entre las sombras de los edificios medievales de Beaune que pensé que podríamos besarnos. Sin embargo, después cambié el paso y se nos escapó el momento. En cambio, me descubrí tomándolo de la mano, sintiendo su palma seca y tibia contra la mía. Todavía era temprano, pero la mayor parte de las tiendas estaban cerradas. El café al que Heather y yo íbamos algunas veces después del mercado estaba lleno de luz y de gente. Observé la marquesina: Café aux Deux Maries. A mi lado, Walker hizo una leve expresión de desconcierto y alzó la cara para mirar a través de la ventana.

—¿Todo bien? —le pregunté.

Buscó en su mochila y sacó unas llaves.

—Sí —dijo, apretando un botón para abrir las puertas—. Pensé que había visto a alguien conocido, pero me equivoqué.

Durante el breve camino de regreso a Meursault hablamos de nuestros críticos de vino favoritos, y cuando nos detuvimos frente a la casa de Heather y Nico, hicimos planes para visitar juntos unos viñedos antes de intercambiar besos en la mejilla. No lo invité a subir por las escaleras traseras, ni por ninguna otra.

Después, sin embargo, mientras me lavaba los dientes, se me ocurrió algo. Café de la Mairie. Café aux Deux Maries. ¿Se habría confundido? Sonaban casi idéntico, en especial si uno no hablaba francés. Pero Walker hablaba francés, ¿no?

Recordé nuestra conversación en La Paulée. ¿No lo había mencionado entonces? Quizá hubiera exagerado su fluidez, quizás se sentía inseguro con respecto a su acento o a los verbos irregulares. Quizá, a pesar de sus gafas de hípster y su pedigrí de Brooklyn, no era tan sofisticado como deseaba parecer. En eso podía identificarme con él; después de todo, yo tenía mis problemas lingüísticos. Me reí un poco, recordando todas las veces que había confundido las palabras salé (salado) y sale (sucio).

Seguía pensando en Walker cuando apagué la luz del baño y caminé por el largo pasillo hacia mi habitación. Al meterme en la cama, mi mente regresó a La Paulée, y cuando cerré los ojos para dormir volví a sentir las manos de Walker sobre las mías mientras tiraba de mí hacia la pista de baile y me guiaba entre aquellos pasos pocos familiares.

Secretos entre viñedos

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