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3 julio 1940

Cher journal,

Alors, llegó y se fue; el día con el que había soñado durante tantos años: mi graduación del Lycée de jeunes filles à Beaune. Al final no fue la ocasión triunfante que me imaginaba, sino más bien un recuerdo que desearía borrar. En realidad, desearía poder olvidar toda la pesadilla de las últimas semanas. Desde luego, papá, Madame y yo hemos estado escuchando los boletines de la radio, y por las tardes nuestros silencios son cada vez más largos en cuanto papá la apaga. Así que sé que Bélgica ha caído —ay, terrible presagio— y sé que los alemanes han estado atacando. Y sin embargo, la información es tan desalentadora, tan contradictoria e incierta, que es difícil comprender la situación actual. Les creía a los comentaristas de radio cuando nos aseguraban que nuestras tropas eran valientes. Les creía cuando decían que nuestro ejército era valiente, más fuerte, con más valor y mejor preparado que el de los alemanes. Creía que saldríamos victoriosos y que Francia —la belle France, nuestra hermosa patria— prevalecería, porque nosotros, le peuple français, teníamos un papel especial en el mundo. Lo creía sin cuestionármelo, porque es lo que nos enseñaron en la escuela. Y ahora me doy cuenta de lo tonta que fui. Yo, que soñaba con convertirme en científica, ¿cómo pude aceptarlo tan ciegamente, sin hacer ningún análisis?

En retrospectiva, creo que mi fe comenzó a flaquear cuando aparecieron las primeras cerezas en el árbol de nuestro jardín. Lo recuerdo porque Albert había estado insistiendo en que me subiera al árbol y agarrara unas cerezas, sin importar que todavía estuvieran duras y verdes. Finalmente, decidí subirme, aunque fuera sólo para demostrarle que las cerezas seguirían siendo tan poco comestibles de cerca como parecía desde el suelo, y fue entonces cuando las vi por primera vez: personas. Desde mi posición en el árbol podía ver el camino principal que se extendía en la distancia y en él, una delgada línea de figuras. Se movían lentamente en grupos pequeños, con cargas grandes, maletas y sacos pesados, muebles pequeños, colchones, más una increíble cantidad de jaulas para aves, y madres que cargaban con niños pequeños, arrastrándose bajo el sol impío de la tarde. Al principio fue un flujo constante, pero después de uno o dos días se convirtió en una muchedumbre, una columna impenetrable de humanidad que congestionaba el camino, extendiéndose kilómetros y kilómetros, caminando fatigosamente. Caminando, caminando, y después, cuando un avión alemán comenzó a disparar, corriendo, pisoteando, tropezando. La gente se movió con un pánico total, aunque nadie corrió más rápido que los soldados franceses, que huyeron y dejaron a un lado las armas para poder correr a través de los viñedos cuando los caminos se congestionaron demasiado.

La distancia del viñedo al camino principal nos protegía del saqueo, pero de cualquier manera, los niños estaban aterrados. La verdad, todos lo estábamos. Sólo papá permanecía en calma. A los que se desviaban hacia nuestra casa les ofrecíamos agua y vino, un plato de sopa, vendas limpias para los pies ensangrentados, refugio en el granero. Por el bien de Madame y de los niños tratábamos de amortiguar los murmullos de pánico de la derrota, de la humillación: «La línea Maginot, derrumbada»; «El ejército francés, en retirada»; «París ha caído»; «Vienen para acá». Vienen para acá.

—¿No pueden huir? ¿Se van a quedar aquí? —me preguntó una madre joven cuando le llené por segunda vez un vaso con agua. Cuando asentí movió los labios secos en un murmullo ominoso:

—Dieu vous bénisse.

—Dios la bendiga también —respondí de manera automática. Me miró como si yo no estuviera bien de la cabeza. Después ella y sus tres hijos volvieron cojeando al camino para seguir su viaje hacia el sur.

Difícilmente logro escribir lo que ocurrió después. Los alemanes lo barrieron todo como ángeles de la muerte, avanzando sobre la Côte d’Or en tanques y motocicletas, con la luz del sol reflejada en sus gafas. Una pequeña unidad se adentró en Meursault durante el almuerzo y en el lapso de una tarde establecieron un punto de revisión en el pueblo y nos reunieron en la école para verificar nuestros documentos y anunciar que todo estaba verboten. Tenemos prohibido salir después de las nueve de la noche. Tenemos prohibido poseer armas de fuego, escuchar estaciones de radio extranjeras, permitir que incluso un rayo de luz escape de nuestras cortinas cerradas después de la oscuridad, ayudar o dar refugio a cualquier enemigo de Alemania, pero en especial a los soldados ingleses. Desde luego, tenemos prohibido negarnos a cualquier exigencia de los alemanes. Debemos colaborar con las autoridades alemanas.

El teniente que está a cargo es un hombre de labios delgados que habla un francés entrecortado y horrible. Mientras gritaba sus órdenes, sentí que Madame se ponía rígida, incluso aunque papá le pusiera una mano sobre el brazo. Había temido lo peor, pero parece que no tendremos que enfrentar la indignidad de albergar un soldado alemán en nuestro hogar; por lo menos todavía no. Yo había estado preparándome para esa noticia, nuestra casa es una de las más grandes del pueblo y una de las más hermosas, y cuando el teniente anunció que él y sus hombres iban a permanecer con base en Beaune, por ahora, las piernas me temblaron como gelatina.

Madame se alterna entre una aceptación pasiva del presente y una preparación frenética para el futuro. En la mesa dice con alivio:

—Por lo menos esta vez nos ahorraremos el horror... Todavía recuerdo la Gran Guerra como si hubiera sido ayer... perdí un primo, ¿sabes?... —después de estas palabras, el rostro de papá endureció como piedra. Durante el día ella recorre la casa, presa del pánico, escondiendo todos sus tesoros, la plata y el lino, los libros, la joyería, los floreros de porcelana antigua que adornan la chimenea, los jamones ahumados y las piernas de cerdo, incluso los moldes de cobre de gelatina de la cocina, todo lo guarda bajo llave.

Secretos entre viñedos

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