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CAPÍTULO 3

Una neblina flotaba sobre los viñedos, un rocío fino que emborronaba el pueblo distante e intensificaba el color de las hojas de la vid, de manera que contrastaban con el gris del cielo. Era la tercera mañana de les vendanges y tenía las mangas empapadas de rocío; las manos estaban frías y pegajosas, y me dolía la espalda, de estar encorvada tanto tiempo. Y sin embargo, a pesar de la incomodidad física, la belleza de aquello me hechizaba. El aire, sedoso y puro, los sonidos de las tijeras de podar y de los zapatos apisonando el camino de grava, la precisión de los viñedos ordenados, que marchaban a través de las suaves colinas. A esa hora, antes de que el sol se elevara con toda su intensidad, el paisaje tenía una pátina de color, el violeta tenue de los gruesos racimos de pinot noir, el celadón pálido de las chardonnay, el brillo esmeralda de las amplias hojas con su brillo esmeralda, la tierra preciosa, una pincelada temblorosa de color rojizo.

—Allez, tout le monde! Ça va? —Nico se detuvo cerca de la cabotte, una choza de piedra primitiva—. Traje la casse-croûte —continuó en francés, sosteniendo en alto una cesta de mimbre con el almuerzo—. Terminemos esta zona y comamos antes de cargar. D’accord?

Algunos contestaron afirmativamente y siguieron trabajando; otros, con más experiencia, se movían con firmeza y delicadeza entre el viñedo, mientras yo me quedaba atrás. Por fin terminé mi fila e incliné el cubo sobre la carretilla para dejar la uva. Los otros vendimiadores habían empezado a cargar las cajas llenas en la camioneta, mientras Nico se dedicaba a anotar cada una en una libreta.

En la cesta del almuerzo encontré el último sándwich, una porción de baguette con una rebanada gruesa de pâté de campagne y una delgada línea de pepinillos. Me senté sobre una caja y le di un mordisco.

—Du vin? —ante mí apareció un adolescente ofreciéndome vino de una botella.

—De l’eau? —pregunté con esperanza. Después de una larga jornada necesitaba agua para saciar mi sed, no vino.

—J’sais pas —se encogió de hombros, tendría que conformarme con vino.

Encontré un vaso de plástico y me sirvió un trago. Era un vino joven, todavía sumamente tánico, pero lleno de fruta del color del rubí. Me comí el sándwich a grandes mordiscos, pasándolo con el vino. En la distancia, una masa de nubes manchaba el horizonte.

Nico empujó la última caja de fruta al camión y caminó hacia mí.

—Se avecina una tormenta —dijo, señalando hacia el cielo. Como si le diera la razón, un gran trueno se extendió sobre la calma bucólica. Me puse la capucha en espera de la lluvia, pero el ruido aumentó hasta que me di cuenta de que no era un trueno sino una máquina que subía por la colina. Después de una larga espera, finalmente apareció un tractor que se detuvo en seco al lado de la camioneta. La puerta anaranjada se abrió y aparecieron las largas piernas y la delgada figura de mi tío Philippe. Supervisó los movimientos, y observó las cajas llenas que estaban en la camioneta, la cesta del almuerzo vacía, y a los vendangeurs, que seguían fumando y hablando.

—¡Nicolas! —exclamó llamando a su hijo, que rápidamente acudió a su lado. Hablaron en voz baja, mientras el dedo índice del tío Philippe señalaba las parcelas de los viñedos distantes. Nico asentía y tomaba notas en la tabla. El viento se aceleró, y movió las hojas de las vides, haciéndolas sisear, bajé la mirada a las puntas gastadas de mis zapatos para correr, preguntándome si sobrevivirían a una tormenta.

—Kate —dijo Nico, indicándome que me acercara, y me levanté para unirme a los dos hombres.

—Bonjour —saludé a mi tío.

—Bonjour, Katreen —respondió con un movimiento de cabeza. Sus ojos, protegidos por unos cristales sin montura, eran difíciles de escrutar.

—Mira, Kate —continuó Nico en francés—. Nuestro stagiaire no se presentó esta mañana y necesitamos ayuda en la cuverie. ¿Puedes ir con mi padre? —su voz sonaba despreocupada pero, ¿me estaba imaginando cosas?, ¿había negado con la cabeza de manera casi imperceptible?

—Pues, yo… Eh... —tartamudeé, mirando subrepticiamente al tío Philippe. Leía la tabla frunciendo el ceño, y emanaba de él un aire de fría formalidad que me hacía sentir torpe. Sin embargo, trabajar en la cava me permitiría observar desde dentro el proceso de producción del vino y, ¿no era esa la causa por la que había ido?—. Bien sûr —respondí—. Desde luego.

—D’accord —dijo Nico, aunque parecía ansioso—. Regresa ahora al viñedo con papá, voy a llevar el tractor a la viña parcela —se dio la vuelta para reunir al equipo, pero antes de irse me lanzó una mirada de aliento. ¿O era de preocupación? No pude distinguirlo.

El tío Philippe y yo subimos a la camioneta. Busqué desesperadamente algún tema de conversación, cualquier cosa que rompiera el incómodo silencio que se hizo en el vehículo. No podía recordar la última vez que había estado a solas con mi tío. Y, pensándolo bien, ¿había ocurrido alguna vez?

Un destello cegador iluminó el cielo, seguido por el crujido ensordecedor de un trueno. Tomé aire instintivamente y mi mano se extendió para tomar el brazo de mi tío. Él me miró con sorpresa.

—Perdón —dije con voz ronca, aclarándome la garganta y quitando la mano—. Sólo me asombré. No tenemos este tipo de tormentas en California.

Él sonrió ligeramente.

—No le da miedo, ¿verdad?

—No, no, desde luego que no —tartamudeé cruzando los brazos. A través del parabrisas vi que los otros vendangeurs se dispersaban para buscar abrigo.

—Espero que no —entonces estiró la mano para arrancar el motor. Sin embargo, antes de que pudiera encenderlo, empezó a caer una lluvia gruesa y pesada, las gotas repiqueteaban en el parabrisas y pronto se convirtieron en granizo.

Era sólo una tormenta de verano. Sin embargo, un escalofrío me recorrió la espalda.

Durante la mayor parte del año, las tres majestuosas prensas de uva del Viñedo Charpin, enormes, antediluvianas, hechas de gruesas tablas de madera rodeadas por aros de metal, yacían dormidas, cubiertas por telas para protegerlas del polvo, rodeadas del equipo de la granja. Durante les vendanges volvían a la vida: sus enormes placas de hierro descendían sobre montañas de uva con una fuerza capaz de destrozar miembros, haciendo brotar un torrente de líquido que corría hacia las barricas subterráneas. El nacimiento del vino —pensé— hincándome cerca del torrente de líquido para llenar una copa. La uva fresca debía tener sabor fuerte y crudo que se volvería más dulce con la fermentación, pero incluso entonces, puro e intacto, pude saborear el equilibrio de ácidos, azúcares y taninos que presagiaban un año formidable.

Mi tío Philippe circulaba entre las pressoirs y la cuverie, observando todo con su mirada crítica. Hacia el mediodía ya me estaba arrepintiendo de haberle ofrecido mi ayuda. Él iba de una tarea a otra, avanzando con paso decidido sin dar tiempo a hacerle preguntas.

Mi madre y su hermano habían crecido aquí, en los viñedos, pero mientras ella se había ido de Francia para estudiar la universidad, el tío Philippe había pasado toda su vida en el mismo lugar. Y ahora, a sus cincuenta y tantos años, estaba todavía muy lejos de retirarse de su puesto como chef vigneron. Él y mi tía Jeanne vivían fuera del pueblo, en la casa donde ella había crecido; cultivaban la mayor parte de sus verduras y frutas, tenían gallinas y un cerdo. Su frugalidad se extendía al viñedo, que se hundía bajo el equipo ajado y las superficies arañadas y que, sospeché, era fuente de cierta tensión intergeneracional.

—¿Qué le parecería limpiar les cuves? —el tío Philippe me dio un golpecito en el hombro y señaló una fila de enormes barricas . Habló en un francés sumamente refinado, dirigiéndose a mí con el tratamiento formal de usted (vous), que él prefería y usaba casi con todos, incluyendo a su propia nuera. A mí me habían enseñado a hablarle de vous, incluso desde aquellas antiguas visitas con mi madre, cuando apenas era una niñita con mal francés que se esforzaba en usar adecuadamente las conjugaciones verbales hasta que, finalmente, me rendí y empecé a hablarle en inglés (cuando le hablaba).

—Desde luego —lo seguí hacia la cuverie. Metió la parte superior del cuerpo en uno de los enormes recipientes de acero, blandiendo una manguera de alta potencia, y salió con el pelo blanco cubierto de humedad. Siguiendo su ejemplo, metí la cabeza y el torso en la cuve alta y estrecha, que era oscura y parecida a una cueva, en ella resonaba un goteo intermitente de agua, alcé la manguera y rocié los costados y el techo. La fuerza del agua me empujó hacia atrás.

—Con suficiente práctica, se acostumbrará —dijo mi tío Philippe, dejándome con la manguera y una fila de barricas vacías que tenía que limpiar.

Para cuando las prensas de uva se detuvieron a la hora del almuerzo, yo estaba exhausta. Esperaba sentarme junto a Heather; quería descansar durante un rato de la mirada atenta del tío Philippe, pero antes de que pudiera atravesar el patio, él me llamó.

—Por favor, siéntese junto a mí para el almuerzo —me ordenó.

Me quejé por dentro, pero conseguí mantener la compostura y le contesté con una expresión plácida.

—D’accord —dije.

En la cocina me lavé las manos, quitándome las obstinadas manchas de las cutículas.

—¿Qué tal? ¿Puedes cortar un poco de pan para la mesa? —Heather, sonrojada por el calor de la estufa, se inclinó para sacar una olla de acero del horno.

—El tío Philippe me invitó a sentarme junto a él en el almuerzo —di-je en voz baja—. Me imagino que no puedo negarme.

Hizo una mueca.

—Probablemente no. Lo lamento; voy a tratar de sentarme a tu lado.

Sin embargo, para cuando terminé de ayudarle a distribuir las botellas de vino y las jarras de agua, las cestas de pan, los frascos de mostaza, los platos de mantequilla, los de pepinillos, los platos de carnes frías y las terrinas de pâté de campagne casera, sólo quedaba un asiento para mí. Terminé sentándome junto a mi tío, con Nico frente a mí. Algunos miembros de la cuadrilla ocupaban el resto de los asientos.

—Cuénteme —dijo el tío Philippe, llenando mi copa de vino—. ¿Cómo está mi hermana?

—Está bien —jugueteé con la servilleta que tenía en el regazo.

—¿Sigue en Singapur? No puedo seguirle la pista.

Mi madre llevaba viviendo en Singapur más de quince años.

—Sí —respondí sencillamente—. Está muy ocupada —añadí. Lo que, al menos para mí, siempre parecía ser el caso. No era que no nos lleváramos bien, más bien no parecía interesarse por mí; su carrera en el mundo de las finanzas, junto con su trabajo en la fundación de caridad de su segundo esposo, le dejaban poco tiempo para cualquier otra cosa.

Mi respuesta pareció satisfacer al tío Philippe.

—Du saucisson sec? —cortó una delgada rodaja de salami y la puso en mi plato—. Usted no se ha vuelto vegetariana, ¿o sí?

Los demás hicieron una pausa a medio bocado, con los tenedores sosteniendo trozos de carne, los cuchillos llenos de mostaza, y los ojos puestos en mí.

—Non, non —le aseguré—. En absoluto.

—Uno nunca sabe con los estadounidenses —dijo—. El año pasado tuvimos una... ¿Cómo les llaman? ¿Una virgen?

Me atraganté con un trozo de salchicha.

—¿Una qué?

—Ya sabes, sólo comía vegetales, ni siquiera huevos ni queso.

—Ah, ¡una vegana! —tosí sobre mi servilleta para ahogar la risa.

—C’est ça. Un végan. ¿Te imaginas?

—¡Sólo vegetales! —dijo Nico, cortando un enorme trozo de queso—. ¡Qué locura! C’est dingue. —Negó con la cabeza, incrédulo.

—En realidad —dije, colocando el cuchillo y el tenedor sobre el borde del plato—, una dieta basada en frutas y verduras es un estilo de vida supersaludable. Además, es bueno para el planeta.

Todos me miraron como si hubiera recitado un versículo de la Biblia.

—Qué espíritu tan creativo tienen les américains. Admiro eso —dijo finalmente el tío Philippe—. Me imagino que tiene que ver con la absoluta falta de cultura de su país. Yo prefiero Europa. No sólo Francia. Aunque, desde luego, tengo predilección por Francia, también Italia, España, Austria. Incluso los pueblos más pequeños están llenos de encanto.

—Pero Estados Unidos tiene mucho espacio, papá —respondió Nico, extendiendo los brazos—. Cielos abiertos, grandes caminos. Oportunidad.

—Demasiadas oportunidades, en mi opinión —dijo su padre resoplando—. Los estadounidenses siempre están tratando de cambiar las cosas, de hacer mejoras.

—¿Y eso está mal? —pregunté.

—No, desde luego que no. Sin embargo, aquí en Francia valoramos la tradición. Yo hago vino tal como lo hizo mi padre, que hizo vino de la misma manera que su padre. Sí, quizá hemos hecho algunos avances tecnológicos aquí y allá, pero, en general, el viñedo se ha mantenido sin cambios durante varias generaciones. No necesitamos marketing —lanzó la palabra con un inglés de acento muy pesado—. Ni design ni un sitio web —se estremeció ligeramente.

—Pero, ¿por qué no? —respondí sin pensarlo—. ¿Por qué no crear una página para que más gente tenga acceso a su vino? ¿Por qué no rediseñar las etiquetas para darles mayor atractivo? ¿O envasar la miel que recogen de las colmenas de los viñedos? ¿O incluso abrir un hostal aquí, en el viñedo? Conozco a muchos estadounidenses a quienes les encantaría hospedarse en un verdadero viñedo de Borgoña.

Una imagen del viñedo destelló frente a mí, con pintura nueva, arreglado, las habitaciones restauradas con su gracia original, el patio lleno de plantas y flores...

Del otro lado de la mesa, Nico me miraba fijamente con el rostro desencajado. A mi lado, el tío Philippe suspiró. Me di cuenta de que había sobrepasado un límite.

—Mais non, Katreen. ¿No te das cuenta? Eso es lo que estoy tratando de expresar —infló el pecho con chovinismo benevolente—. No estamos aquí para los turistas. Estamos aquí para asegurarnos de que el terreno pase a la siguiente generación. Quizá tú no lo comprendas porque tu madre eligió darle la espalda a esta vida; sin embargo, mi obligación es compartir esto con mis nietos, esta tierra, esta herencia, este patrimoine.

—Junto con el saucisson sec, desde luego —dijo Nico, recuperando la compostura y haciéndome un guiño—. El cerdo también es nuestro patrimoine.

Todos estallaron en risas, incluso su padre.

Al otro extremo de la mesa, Heather empezó a quitar los platos del primer servicio y me levanté para ayudarle a llevar a la cocina los recipientes manchados de grasa. La encontré sirviendo el pot-au-feu, frunciendo el ceño mientras colocaba los pedazos de carne de ternera y tuétano en un plato.

—Es una vieja cabra, ¿no? —dijo, para hacer conversación.

—Un necio —abrí el lavavajillas y empecé a acomodar los platos.

—¿Sabes?, cuando llegamos a vivir aquí, yo tenía un millón de ideas para este lugar. Incluso íbamos a... —un pedazo de carne se cayó del plato, y Heather se inclinó para recogerlo.

—¿A qué? —la presioné—. ¿Qué ibas a hacer?

—Ay, ya sabes. Un montón de ideas tontas. Como limpiar el sótano. No se lo has mencionado a nadie, ¿verdad?

—Eh, no.

—Qué bien. Probablemente sea mejor que no se sepa.

La miré confundida, pero ella estaba concentrada apilando patatas hervidas en un plato.

—Sí, mi beau-père rechazó todas mis ideas —continuó—. No quería contratar más personal, no quería que Nico se cargara en exceso de trabajo. Y después, quedé embarazada de Thibault y desde entonces estoy exhausta —sonrió brevemente, pragmática. Sin embargo, después suspiró de una manera casi imperceptible.

—Este podría ser un lugar tan hermoso —pasé la mano por la repisa de la chimenea de madera desgastada.

—Ya sé. Tiene mucho potencial, ¿no?

—¿No se da cuenta? Podría ser una mina de oro.

—A veces me pregunto... —tomó granos de sal gruesa de un platito de cerámica y la echó sobre la carne—. Me pregunto si pasó algo. Algo hace mucho tiempo. Es tan reservado, papi, tan inflexible, tan insistente en que mantengamos un perfil bajo y en que no llamemos la atención. Por otro lado, me imagino que simplemente es muy francés. —Alzó la cara riéndose.

Pensé en mi madre y en cómo siempre ocultaba sus emociones.

—Mantiene las cortinas cerradas.

—Exactamente —tomó uno de los platos de carne—. ¿Traes el otro? —preguntó y salió sin esperar mi respuesta.

Volví a contemplar la cocina. Había mencionado la idea del hostal por impulso, sin pensar realmente en la renovación que implicaba, pero la casa no necesitaría tanto trabajo; una capa de pintura, arreglar el suelo, un par de baños nuevos... Bueno, probablemente necesitaba bastante trabajo. Me imaginé las ventanas pintadas de azul cielo, los marcos con un toque de blanco brillante. En el otro extremo de la cocina, un comedor lo suficientemente grande para sentar a ocho personas. Petits déjeuners simples pero deliciosos: café recién hecho, oeufs en cocotte, croissants, miel del viñedo.

La otra noche me tomé un descanso de los estudios y encontré a Heather en la sala, concentrada en un patrón de tejido y una madeja de lana; Nico estaba sentado a su lado, resolviendo un sudoku. Me pregunté si eso era lo que significaba tener hobbies. Había pasado menos de un mes desde la última vez que cubrí un turno en el Courgette, pero ya lo echaba de menos, más que a mi último novio. Echaba de menos a mis colegas, tener una rutina, las relaciones que había construido en el restaurante, el diálogo continuo con los comensales, los productores y distribuidores. Extrañaba el sabor del jerez seco que me servía después de un largo día de trabajo y una noche de estudio, cuando finalmente dejaba mis libros a un lado, ponía música y bebía vino, complacida por el resplandor de la autodisciplina.

Durante estas últimas semanas en Borgoña, me había descubierto pensando en Francia, Estados Unidos y sus diferentes filosofías sobre el trabajo y la vida. Aquí, en Francia, el ritmo majestuoso y sin prisa me encantaba y me frustraba al mismo tiempo. Había muchos negocios que cerraban dos horas para almorzar, los domingos se reservaban para la familia y no para las compras, y muchas semanas de verano se destinaban a las vacaciones. La mayor parte de los franceses tenían varios hobbies, tenían pollos y huertos, tomaban clases de fotografía o de baile, participaban en ligas de fútbol de aficionados, incluso el tío Philippe se permitía consentir a su historiador interior, pues se embarcaba en un peregrinaje anual por varios coliseos romanos.

Sin embargo, aunque se alentaba la búsqueda del placer, la ambición se consideraba indecorosa. El trabajo arduo debía ocultarse y el éxito tenía que parecer inesperado, incluso accidental. Mi madre decía que eso era lo que más le molestaba de Francia, y que era la razón por la que se había ido.

Durante las últimas semanas había admirado la dedicación que se mostraban Nico y Heather el uno con el otro, con sus hijos y con sus hobbies. Pensaba que eran felices manteniendo el statu quo, que estaban satisfechos criando a su familia y manteniendo el viñedo para la siguiente generación. Sin embargo, mi conversación con Heather me hizo preguntarme si aquella devoción no era en realidad una forma de aliviar alguna ambición frustrada. ¿Ellos también anhelaban algo más grande?

15 diciembre 1939

Cher journal,

Hoy fue el último día de escuela antes de las vacaciones de Navidad; por eso nuestras maestras dedicaron los diez minutos finales de cada clase a leer en voz alta la lista de alumnas por orden de calificación. Mis resultados fueron mejores de lo que esperaba en Historia y peores de lo que deseaba en Inglés. Sin embargo, fue la Química lo que me puso a temblar en mi asiento y a contener la respiración desde el momento en que madame Grenoble empezó a leer los nombres, empezando por el último.

Era evidente que madame G. estaba disfrutando el momento porque cada vez que leía un nombre hacía una pausa para hacer contacto visual para identificar a la persona. Cuando miró a Odette Lefebvre mostró su decepción moviendo levemente la cabeza, actitud con la que íntimamente estuve de acuerdo; esa tonta debería pasar más tiempo memorizando la tabla periódica y menos soñando con Paul Moreau.

—Numéro trois... —madame G. hizo una pausa, buscando nuestra atención. Entrelacé mis manos para evitar morderme las uñas—. Leroy.

Desde el fondo del salón, vi que Madeleine Leroy dejaba caer los hombros, decepcionada. Pobre Madeleine. Se esfuerza mucho pero siempre se olvida del concepto clave.

—Numéro deux! —los ojos de madame G. cayeron sobre mí y apreté las manos hasta que me crujieron las articulaciones; sin embargo, después dijo: —Reinach—, y ya no pude oír ni una palabra porque la sangre me zumbaba en los oídos. Porque si Rose era la número dos, eso sólo podía significar una cosa: yo era la número uno. ¡Yo! Me sentí abrumada de alegría y alivio.

—Félicitations, Hélène —dijo Rose cuando se acercó a mi escritorio después de clase. Estaba guardando los libros en mi mochila con las manos todavía un poco temblorosas.

—Sólo fue suerte —dije con una modesta sonrisa.

Los ojos de Rose se entornaron un poco, pero después encogió los hombros con indiferencia.

—No importa —dijo—. La próxima vez te voy a ganar.

—¡Ya lo veremos! —respondí con voz dulce pero con los dientes apretados.

¿Por qué tenía que arruinar el momento? ¿Por qué tenía que recordarme que siempre estaba ahí, justo a mi lado, astuta como un zorro? Desde la primaria habíamos competido por los mismos premios, que acabamos repartiéndonos casi exactamente entre las dos. Sin embargo, ahora las dos queremos el mayor premio de todos: un lugar en Sèvers. Nuestro lycée nunca ha mandado a una sola chica a la universidad, ya no digamos dos de la misma clase. Madame Grenoble me asegura que las dos tenemos oportunidad, pero en mi corazón sé que sólo una de nosotras ganará la admisión. Me parece muy injusto que pueda ser Rose, con su ropa bonita y sus padres amorosos; ella sería perfectamente feliz quedándose en Beaune, cerca de su familia durante el resto de su vida. Mientras yo, con mis gafas y mi horrible estatura, y mi madrastra, que me viste con ropa mal hecha y de mal gusto, ¿qué otra manera tengo de escapar?

No puedo permitir que Rose arruine mis posibilidades. Tengo que ser yo. Tengo que ser yo. Cher journal, estoy decidida a que sea yo.

Secretos entre viñedos

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