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CAPÍTULO 2

—Allá vamos —Heather giró la manija de la puerta y esta se abrió con un crujido mostrando un tramo de escaleras que descendía a un pozo de oscuridad—. Prepárate —añadió.

La seguí hacia el sótano, respirando el aire frío y húmedo con recuerdo a moho. Del techo colgaba un foco desnudo que arrojaba una luz débil sobre los montones de trastos que llenaban la habitación. Ropa vieja atiborraba cajas abiertas; periódicos y revistas se deslizaban de sus pilas; montones de muebles rotos amenazaban con derrumbarse y aplastarnos. Vi televisiones previas a los mandos a distancia, una radio que precedió la televisión, un globo terráqueo cuarteado anterior a la Unión Soviética, y muchos ventiladores que habrían podido ser anteriores a la electricidad moderna. Y eso sólo en la zona que teníamos enfrente.

Heather miró hacia arriba.

—Cielo santo —murmuró—. ¿Se multiplicarán mientras dormimos?

—Es como un episodio de Acumuladores.

—¿De qué? —apartó la mirada de todo aquello para verme.

—Ya sabes, el reality show en el que se ponen trajes de protección contra agentes biológicos y limpian las casas de la gente.

—¿Hay un programa sobre eso? Dios, a veces me siento totalmente desconectada de Estados Unidos.

—La gente se puede morir por almacenar cosas de manera compulsiva. Las cosas les caen encima y los sofocan.

—¿Nosotras somos los tipos con trajes contra material peligroso, o los que van a morir enterrados vivos?

—Podríamos ser los dos.

—Me reiría pero podría resultar verdad —dijo con pesimismo. Desplegó un rollo de bolsas de basura—. Vamos. Tú empiezas por este lado, yo ataco este otro y nos encontramos a la mitad; probablemente en algún momento del próximo febrero. ¿Te parece bien?

—Claro —asentí; tomó una porción de bolsas de plástico y me la dio.

Después del almuerzo, Heather propuso llevarme a Beaune para pasear por las calles retorcidas de la ciudad vieja y tomar limonada en la plaza Carnot.

—Es tu primer día —había dicho—. Tenemos mucho tiempo para limpiar la cave antes de que empiecen les vendanges.

Y, sin embargo, casi había parecido aliviada cuando le sugerí que empezáramos a trabajar de inmediato.

—Quiero ayudarles en todo lo que pueda —le dije, lo cual era parcialmente cierto. No añadí que no estaba preparada para una tarde de reminiscencias o de confidencias que intercambian dos amigas que no se han visto en diez años.

Ahora trabajábamos en amistoso silencio; los únicos ruidos eran rasgueos de cartón, el crujido de las bolsas de plástico. Ocasionalmente yo anunciaba el contenido de una caja.

—Pijamas manchadas de bebé. Chupones cuarteados. Animales de peluche raídos.

—¡Basura!

—Como un millón de pañales de tela.

—¡Basura!

—¿Alguna especie de instrumento de tortura medieval? —levanté un objeto de plástico del que salían tubos de goma.

—Ay, Jesús, mi sacaleches. ¡Basura!

Pensé que era extraño hurgar entre estos recuerdos y tratar de evaluarlos sin conocer su valor sentimental. Como un montón de camisetas de poliéster chirriantes, de colores primarios y electricidad estática. Alcé una y tuve que parpadear ante las audaces líneas amarillas y azules; en la espalda tenía impreso el nombre «CHARPIN» y un enorme número 13 abajo.

—Uniformes de fútbol... ¿tal vez de Nico? —grité.

—¡Basura! —y después, en voz más baja—: Pero no le digas.

Puse una de las playeras de Nico en el montón de cosas que conservar y metí el resto en una bolsa de basura. Cuando abrí la siguiente caja, mis dedos rozaron una piel suave y saqué un par de botitas atadas con rosas descoloridas. Les di la vuelta, vi un nombre bordado en las suelas, «Céline», y supe que los zapatos habían pertenecido a mi madre, que había vivido su infancia en esa casa. Por mucho que lo intentara, me parecía difícil imaginármela de bebé usando algo tan tierno. En mi mente siempre aparecía como una mujer de negocios, profesional, pulcra y refinada, con el pelo rubio y corto, impecable.

Dudé. ¿Debía guardarle los zapatos? Ella nunca había mostrado interés por su herencia. De hecho, para cuando yo nací, ya había abandonado su lengua materna —incluso había perdido el acento— y había renunciado a la ciudadanía francesa «por motivos fiscales», por lo que no me había heredado ninguna de las dos cosas. Sin embargo, estos zapatitos eran una de las pocas cosas que quedaban de su infancia. Decidí dejarlos en las cosas a conservar.

En el fondo de la caja encontré un traje de marinero en miniatura, de tela amarillenta, con cuello cuadrado y botones de latón.

—¡Ay, mira! —exclamé—. Este tiene que haber sido del tío Philippe —busqué una caja vacía—. Voy a preparar una caja para él y tía Jeanne.

Heather se acercó y me quitó el traje de las manos, dudando.

—Los papás de Nico están de vacaciones en Sicilia.

—Claro, pero la pueden revisar cuando vuelvan.

Ella dudó una vez más, e incluso en la penumbra vi que se sonrojaba.

—Me imagino que tienes razón —dijo por fin, y regresó a su lado antes de que pudiera hacerle cualquier pregunta.

Hacia el final de la tarde nos encontramos vadeando un mar de bolsas de basura completamente llenas; pese a ello, el sótano parecía extrañamente intacto, lleno aún de montañas de trastos.

—Te juro que se multiplica cada vez que nos damos la vuelta —se quejó Heather mientras cargábamos las bolsas para apilarlas en la caja de la pickup de Nico. Sin embargo, después de una taza de té y varias galletas de mantequilla, las dos empezamos a animarnos. Volvimos al sótano, reacomodamos algunas cajas y logramos despejar medio metro cuadrado aproximadamente del suelo de la bodega. Heather arrastró una maleta a ese espacio, una reliquia rectangular rígida, de cuero rasgado y hebillas de latón. Una gruesa asa de piel colgaba de la parte superior.

—¿Te imaginas llevar arrastrando esta cosa por ahí? ¿Sin ruedas? —se inclinó para abrir el broche—. Hmmm.

—¿Qué pasa? —aparté la mirada de una caja de libros para verla.

—Está atascada.

—A ver —me apretujé para pasar junto a una estantería de metal—. Déjame ver —me arrodillé al lado de la maleta y vi junto al asa una etiqueta de piel gastada con las iniciales H.M.C. Apreté el cierre—. Está cerrada con llave. ¿Hay alguna por ahí? Busca en el suelo.

Encendió la linterna de su móvil y dirigió la luz hacia el suelo.

—No veo nada —volvió a intentar abrir el cierre—. A lo mejor podemos forzarla. ¿Habrá una caja de herramientas en alguna parte?

—Podemos intentar... —busqué en los bolsillos de mis pantalones—. ¿Con esto? —le ofrecí mi sacacorchos de palanca.

Heather se rio.

—¿Siempre llevas eso encima?

—En caso de emergencia —se lo di.

Metió la punta del sacacorchos en la cerradura y se preparó para golpear el otro extremo con el lomo de un diccionario de francés-inglés.

—No sé si va a funcionar.

Heather hizo una mueca de dolor cuando se golpeó el pulgar con el libro.

—Déjame intentarlo —tomé el diccionario y di un par de golpes. Sentí un estallido seco y repentino, y el cierre se abrió de par en par.

—No volveré a burlarme de tu sacacorchos —prometió Heather mientras alzaba la tapa de la maleta—. Ay, no, más ropa vieja. ¿Puedes creerlo?

Me arrodillé y saqué un vestido de algodón descolorido con estampado de flores. Parecía de la década de 1940: un cuello cuadrado modesto, mangas cortas abombadas. También se veía muy usado: tenía manchas bajo los brazos y una constelación de hoyos diminutos esparcidos por la falda, que rodeaban uno más grande, como si la tela se hubiera quemado. Debajo de ese vestido había otro de algodón del mismo estilo, pero de puntitos rojos y blancos, con más hoyos en la falda. Dos sobrias faldas pantalón de tweed marrón y grueso en estado razonable. Un par de sandalias de pulsera, con la piel gris brillante a causa del uso. Un

sombrero aplastado de color beige con el ala raída por las polillas. Varios pares de guantes de crochet para mujer y uno sólo de encaje de seda negro.

—¿De quién será esta ropa? —alcé el vestido de puntitos. Me llegaba justo por debajo de la rodilla, por lo que debió pertenecer a alguien de mi estatura—. No es posible que fuera de mi abuela. Ella era muy pequeña.

—Mira —Heather seguía hurgando en la maleta—. Hay más cosas. Un mapa —lo desdobló—: Paris et ses banlieus. ¿París y sus suburbios? —Rebuscó hasta el fondo— Y... ¡un sobre! —alzó la solapa y encontró unas fotografías en blanco y negro; era difícil observarlas en la penumbra—. ¿Subimos? De cualquier modo, tengo que empezar a preparar la cena.

En la cocina bien iluminada, nos lavamos las manos antes de empezar a inspeccionar las fotos.

—Estoy casi segura de que esta es una de nuestras parcelas —Hea-ther levantó la imagen de unos viñedos en la que se veía una choza de piedra con techo de teja en punta—. Reconozco la cabotte. Es ovalada, lo que es algo raro; por lo general son redondas.

Había también una foto de dos niños pequeños junto a un perro labrador color miel. La última era una toma de un grupo frente a la casa. En el centro había un hombre bajo y fornido de bigote oscuro con un indicio de sonrisa en los labios y una gorra que le sombreaba los ojos. A su lado estaba una mujer delgada con un vestido de algodón a cuadros y rasgos de porcelana, tenía una sonrisa tiesa. Enfrente se acuclillaban los mismos dos niños de la foto con el perro. El más pequeño fruncía el ceño ante la cámara, mientras que el otro, ligeramente mayor y con cabello crespo, miraba a la cámara con ojos oscuros en un rostro pálido y enjuto. Al lado de los niños y de pie, había una adolescente; el cabello castaño ondulado le caía sobre los hombros, llevaba un vestido de flores y un par de anteojos redondos de concha de tortuga.

—El vestido de la muchacha —dije—. Es el mismo de la maleta.

—¿Quién es? ¿Reconoces a alguien? —preguntó Heather.

Negué con la cabeza.

—Mi madre nunca ha sido muy entusiasta a la hora de contar la his-

toria familiar. Pero este niño es idéntico a Thibault —señalé al que fruncía el ceño—. ¿No te parece?

Heather empezó a reírse.

—Tienes toda la razón —entornó los ojos para ver las caras y después le dio la vuelta a la foto—. Les vendanges, 1938. Entonces no es el padre de Nico, porque él nació en los cincuenta.

—Uno de estos niños ha de ser grandpère Benoît. ¿Pero de quién es la maleta? Hasta donde yo sé, no tenía hermanas —toqué la etiqueta ajada, pasando un dedo por las iniciales—. ¿Quién es H.M.C.?

Heather negó con la cabeza.

—No tengo idea. ¿Una tía perdida hace mucho? ¿Una hija caída en desgracia?

Antes de que pudiera responder, la puerta trasera se abrió y Thibault entró rápidamente.

—¡Mamá! —se lanzó hacia Heather—. Tenemos una sorpresa para Kate.

—¿Para mí? —pregunté.

Anna apareció en la puerta y después Nico, con los brazos llenos de botellas.

—Seleccioné algunos vinos para una dégustation, para ayudarte a estudiar para el examen —me dijo.

—¡Sí! —Heather aplaudió una vez—. Eso significa que podemos cenar CQC.

—¿Qué es CQC? —pregunté, mientras Nico me daba una botella para abrirla.

—Carnes frías. Queso. Crudités —Heather acarició el cabello de su hija antes de inclinarse para sacar un par de tablas de madera de una repisa.

—Todo lo que se necesita para una dieta equilibrada —dijo Nico.

—¡Y no hay que cocinar! —añadió ella.

Veinte minutos más tarde estábamos sentados alrededor de la mesa de la cocina cortando queso, apilando saucisson sec sobre rebanadas de baguette y amontonando ensalada en nuestros platos. Un bosque de copas se alzaba ante nosotros.

—Ahora prueba este.

Nico sirvió otro vino blanco en mi copa y me observó mientras la giraba y aspiraba su aroma profundamente.

—El color es puro y brillante... amarillo con toques de oro... —comencé—. Olor a frutas de hueso: melocotones... y algo tostado. ¿Almendras? —vertí unas cuantas gotas en mi lengua—. Sí... melocotones. Albaricoque. Y un final encantador y duradero con notas especiadas —tomé otro sorbo y suspiré un poco. Cuando abrí los ojos noté que todos estaban mirándome: Heather, Nico y los niños, con pedazos de baguette a medio camino de la boca.

—Alors? —Nico alzó sus pobladas cejas.

—Magnífico —dije, haciendo tiempo.

—¿Y? ¿Qué denominación? —giró la etiqueta para que no pudiera verla.

Deliberé.

—¿Montrachet?

Me miró sorprendido.

—Mais non, Kate. El vino anterior era un montrachet. Este es un meursault. Nuestro vino. Vuelve a intentarlo.

El segundo sorbo reveló notas florales bajo la fruta y algo sensual, casi seductor, que no pude distinguir. Mi mente rebuscó tratando de encontrarlo. ¿Dónde había bebido algo similar?

—De alguna manera es... familiar.

—Pas mal, Katreen —Nico apretó los labios y asintió. Es el vino del terreno de Jean-Luc. Es de su padre.

—Ah. El padre de Jean-Luc —tragué saliva con más fuerza de la que hubiera querido.

—Es una de las últimas cosechas de Les Gouttes d’Or que hizo —dijo Nico—. Lo saqué de la cave para que pudieras compararlo con los otros.

—Les Gouttes d’Or, gotas de oro —repetí. Tomé otro sorbo y despertó un recuerdo espontáneo: las manos de Jean-Luc acunando una botella cubierta con una capa gruesa, blancuzca y gris, de moho de cava.

—Les Gouttes d’Or —había dicho con ojos brillantes de orgullo—. El vino de mi familia. Este es un 1978, una de millésimes más excepcionales. Y el primer vino que hizo mi padre —me golpeó una ola de nostalgia tan poderosa que el vino se me volvió amargo en la lengua.

—¡Mamá! —Thibault rompió el silencio, tirando el tenedor con estruendo—. Quiero ir a ver Barbapapa. ¡Ya terminé!

Empujé mi copa con la esperanza de que nadie se diera cuenta.

—Yo también ya terminé —dijo Anna bajando de la silla.

—Esperen, esperen, ¿cómo se dice? —Heather los miró expectante.

—Gracias por la cena, mamá. ¿Por favor, puedo levantarme de la mesa? —dijeron a coro.

—Pueden irse —dijo ella—. Gracias por preguntar.

Desaparecieron de la sala y, segundos después, la televisión empezó a zumbar al fondo.

—Hablando de les caves —Heather alzó su copa de vino y tomó un sorbo—. Kate y yo encontramos cosas interesantes hoy.

—Ah, bon, quoi? —Nico se estiró y tomó una rebanada de jamón del plato casi lleno de Thibault—. ¿Un escritorio Luis XV raspado? —dijo con esperanza—. ¿O a lo mejor una pintura horrenda que en realidad es la obra de un joven Picasso?

—Ah, no. Más bien una maleta vieja... llena de ropa y de fotografías viejas —tomó las fotos de la barra y se las dio a Nico, mirando sobre su hombro mientras las pasaba.

—Esta es una de nuestras parcelas —dijo al mirar la fotografía de los viñedos y la choza de piedra—. Mi padre me llevaba de campamento a la cabotte. ¿Te acuerdas, Kate? Creo que un verano fuiste con nosotros. Papá siempre decía que era como en los viejos tiempos. Comme autrefois.

En mi mente se formó el recuerdo de una noche oscura. Un cielo lleno de estrellas. Un fuego crepitante. Salchichas de cerdo cocinadas en brochetas y en lugar de s’mores, onzas de chocolate negro en un pedazo de baguette.

—Hacíamos fuego en medio de la choza —Nico pasó a la foto siguiente, la foto de grupo—. ¡Guau!, la casa está exactamente igual.

—La tomaron en 1938 —Heather robó un pepinillo del plato—. ¿Reconoces a alguien?

Nico observó las figuras.

—Él —señaló al hombre bajo y robusto cuyas fuertes facciones gálicas y ojos oscuros eran iguales a los suyos—. Es nuestro bisabuelo. Edouard Charpin. Murió bastante joven en un campo de concentración durante la guerra... Ha de haber sido pocos años después de que tomaran la foto. Y ella es nuestra bisabuela, Virginie —su dedo se movió hacia la mujer delgada—. Y este es nuestro abuelo, Benoît —indicó al niño de rostro enjuto—. Y el niñito es su hermano, Albert. Se convirtió en monje trapense.

—¿En serio? —preguntó Heather.

—Era algo común en aquella época, chérie.

—¿Quién es ella? —Heather se inclinó sobre la silla de Nico, de modo que su cabeza tocaba la de él. Señaló a la joven con el vestido de flores—. ¿Está emparentada con ustedes?

Él examinó la foto más de cerca.

—Se parece mucho a...

—¿Thibault? —lo interrumpió Heather—. Yo también lo pensé.

Nico alzó la mirada, concentrado.

—Iba a decir que se parece a Kate. Mira su boca.

Heather hizo un gesto de sorpresa.

—Ay, Dios, tienes razón.

Observé a la muchacha de la fotografía. ¿También tenía ojos verdes? ¿Pecas tenues sobre la nariz? Cuando alcé la mirada, Heather y Nico me estaban observando con tanta intensidad que me sonrojé.

—¿Quién es H.M.C.? —pregunté, tratando de cambiar el tema—. Esas son las iniciales de la maleta.

—No sé —admitió Nico—. Mi padre es la única persona que realmente conoce nuestra historia. Él lleva el livret de famille, la historia familiar —volvió a meter las fotos en el sobre—. Desde luego, a veces puede ser... sensible para hablar de cosas como esta. No le gusta recordar el pasado.

Asentí; recordé los rasgos firmes de mi tío Philippe y su mirada oscura. De niña me aterraba su habilidad para acallar nuestras risas con una sola mirada penetrante. Incluso como universitaria, había encontrado intimidante su fría formalidad, por no hablar de la manera en que corregía mi francés de modo que la lengua se me trababa cerca de él. No, Nico tenía razón. Mi tío no era alguien que aceptara preguntas sobre el pasado.

—Qué triste —toqué el borde del sobre de las fotografías—. Simplemente se olvidaron de ella. Se perdió en el tiempo.

Del otro lado de la mesa, Heather dejó caer los hombros y se levantó para quitar los platos.

—Eso podría pasarle a cualquiera de nosotros, ¿no?

Nuestros días cayeron en la rutina. Por la mañana, acompañaba a Heather y a los niños al campamento y, después de dejarlos, ella y yo nos dirigíamos al basurero, que estaba a trece kilómetros de Beaune. Heather llevaba una caja de brownies caseros para el encargado cada vez que llevábamos aquellas cosas, y él nos ayudaba a vaciar la camioneta, sacando cajas y bolsas antes de que nosotras bajáramos de la cabina. Nuestra siguiente parada era el dispensario local de caridad, que siempre estaba cerrado por las mañanas. Ahí dejábamos nuestros artículos junto a la puerta trasera y nos escabullíamos sintiéndonos como criminales. Después regresábamos a la casa y bajábamos al sótano donde seguimos clasificando y guardando en bolsas o cajas. Alrededor de la una tomábamos un breve descanso para almorzar sobras que calentábamos en el microondas y que usualmente comíamos sobre la barra de la cocina, echando un ojo a nuestros móviles. «No les digas nada a mis hijos», decía Heather, después regresábamos a nuestra tarea hasta que era la hora de recoger a los niños.

Al principio me preocupaba pasar demasiado tiempo a solas con Heather. Temía que me interrogara sobre mi vida en San Francisco y que hiciera demasiadas preguntas incómodas. Francamente, lo que más me avergonzaba era admitir que, aparte de mi trabajo, no tenía mucha vida. El Examen consumía la mayor parte de mi tiempo libre y de mis ingresos disponibles, y aún no había conocido a un hombre al que no le molestara estar a la sombra de mis estudios.

Sin embargo, para mi sorpresa, Heather no había expresado curiosidad, algo tan poco característico de ella que me pregunté si no debía yo preguntarle a ella. ¿Sólo estaba siendo discreta, o estaba distraída? Tenía mucho en qué pensar, entre la casa, los niños y la preparación de las próximas vendanges. Sin embargo, a veces la sorprendía mirando al vacío, tan perdida en sus pensamientos que ni siquiera las peleas de sus hijos la sacaban de su ensimismamiento; y yo no podía evitar pensar que escondía algo.

Después de una semana, habíamos abierto docenas de cajas de libros, rebuscado entre guías de viaje obsoletas, volúmenes múltiples de clásicos franceses encuadernados en piel y suficientes diccionarios francés-inglés/inglés-francés para surtir una convención de traductores. Observamos con horror una feísima pintura al óleo de una joven pálida que llevaba en una bandeja la cabeza de un hombre barbado, de rostro blanquecino, con ojos apagados y el muñón del cuello ensangrentando el suelo.

—Es horrible, ¿verdad? —murmuró Heather—. Es una copia, Juan Bautista decapitado, que antes, cuando nos mudamos, estaba en la sala. Al parecer, tu bisabuela era très croyante, muy católica. Como obra de arte no vale nada, pero bueno… no es el tipo de cosa que uno simplemente tira a la basura.

La mayor parte de las cosas que encontrábamos, sin embargo, no representaban ningún dilema. Hicimos una fogata con los montones (y montones y montones) de periódicos, revistas y documentos burocráticos obsoletos copiados por triplicado. Tiramos un abultado futón, roto por un lado, sobre el que Heather y Nico habían hecho turnos para dormir después del nacimiento de Anna: «Alucino con sólo verlo», dijo. Una mesa de cocina que Heather había pintado de un color verde bilioso: —Martha Stewart se avergonzaría. Se avergonzaría muchísimo—. Un tocador de tablas de madera dorada con cajones rotos que caían como dientes torcidos: «Ikea».

También habíamos desenterrado algunos muebles útiles; cosas más salvables que valiosas que seguían siendo prácticas: un pequeño escritorio que necesitaba unos arreglos, un sofá que Heather pensó en retapizar. Sin embargo, a pesar de nuestro cuidado en la búsqueda, no habíamos encontrado nada más que pudiera ayudarnos a explicar a la misteriosa H.M.C., la maleta o su contenido.

—¡Mira! —la voz de Heather interrumpió mis pensamientos—. ¿Te acuerdas de estos?

Llevó una pila de cuadernos adonde yo estaba: a la francesa, pequeños y delgados, con páginas cuadriculadas y tapas de color pastel. Abrí uno y vi mi propia letra sobre las páginas: «Côte de Beaune-Villages, 2004. Moras rojas, tierra, hongos. Suave, buen cuerpo. Bajo ácido, pocos taninos». Cerré el cuaderno rápidamente.

—Te acuerdas de nuestro club de degustación, ¿no? ¿O debería decir el club nerd? —Me miró con malicia.

Me obligué a sonreír.

—Parece que te dejó una notable impresión.

—¿Es en serio? Pasaban horas discutiendo acerca de qué frutos rojos probaban realmente. ¡Fresas!, no. ¡Pimienta roja!, no. ¡Fresas!, no, fresas salvajes. Me daban ganas de echar todos los vinos en una gran copa para tragármelo todo.

—Creo que de hecho lo hiciste.

—¿Lo hice? —sonrió con dulzura y volvió adonde estaba, dejándome con un montón de cuadernos entre los brazos.

El club de degustación de vinos había sido idea de Jean-Luc, y lo propuso después de descubrir que yo había tomado una clase de vinos en Berkeley.

—Si estás en Francia —exclamó—, tienes que aprender de vino francés —a Heather no le entusiasmaba tanto la idea, pero en ese momento habría hecho cualquier cosa para pasar más tiempo con Nico. No, no; a ella no le gustaba Nico; tenía un novio en Estados Unidos. Sólo quería practicar su francés (cuando, unas semanas después, mi primo llevó a Heather a la ópera Garnier y en el intermedio sacó una botella de champán del bolsillo de su chaqueta, no pude evitar sentir un poco de lástima por el novio que había quedado atrás en Berkeley. En realidad, nunca había tenido una oportunidad).

Hacíamos las reuniones del club de vinos en el diminuto ático donde yo me quedaba, porque era la única que vivía sola. Mi anfitriona vivía tres pisos más abajo en un apartamento elegante, burgués y laberíntico; alquilaba su antigua chambre de bonne, el cuarto de servicio, para complementar su escasa pensión de viuda. Los cuatro nos metíamos en ese pequeño espacio, Heather y yo en la cama, Jean-Luc y Nico en el piso de terracota. Bebíamos en copas baratas y poníamos las botellas de vino blanco a enfriar en el borde de la ventana porque no cabían en la nevera. Yo preparaba rebanadas de baguette y un pedazo de queso comté en una pequeña tabla junto con cuatro tazas de plástico.

—¿Para escupir? —Heather parecía casi ofendida—. Estás bromeando, ¿verdad?

—Las teníamos en mis otras clases y es lo que usan los profesionales.

—Pero, es que… ¡qué asco! —arrugó el gesto.

—Bueno, ahí está si la quieres —dije, mientras Jean-Luc sacaba el corcho de una botella de sauvignon blanc.

Nadie escupía. Desde luego que no. Comenzábamos con sorbos pequeños y medidos, y decíamos palabras como pedernal, mineral y ácido. Conforme progresaba la tarde, el vino comenzaba a fluir a un paso alarmante y nuestras descripciones —que garabateábamos con manos poco firmes en nuestros cuadernos— tenían la inspiración de un mal concurso de poesía:

—Un árbol de manzanas se inclina sobre una corriente de piedras de río; la fruta recibe besos del frescor del limón del Mediterráneo, con un toque de amargor —declamaba Heather.

—Qué profundo —dijo Nico con una sonrisa que no era del todo irónica.

—¿Qué? —Heather se reía—. ¿Qué?

No pude resistirme a suspirar de manera exagerada, y cuando miré a Jean-Luc, parecía igualmente exasperado y divertido.

Cuando Nico mencionó por primera vez a su amigo Jean-Luc, no pude evitar sospechar que trataba de emparejarnos. Sin embargo, cuanto más tiempo pasábamos juntos los cuatro, más me daba cuenta de que a Nico simplemente le gustaba pasar tiempo con Jeel, como él lo llamaba. Jean-Luc había crecido en un viñedo vecino y yo lo recordaba de mis visitas de infancia a Borgoña porque era el único francés a quien no le avergonzaba hablarme en inglés. Para mi sorpresa, el muchacho gracioso y delgado se había convertido en un joven seguro de sí mismo con cabello castaño con tintes dorados, ojos del mismo color leonado con maravillosas profundidades claras. Sus ojos brillaban con un encanto infatigable; siempre prestos a centellear con una broma o a llenarse de empatía, bañados de una calidez implacable. Mi tía Jeanne siempre decía que todos adoraban a Jean-Luc: los bebés, los gatos sarnosos y la mujer malhumorada detrás del mostrador de la boulangerie.

El club de vino. Casi no teníamos idea de lo que estábamos haciendo y sin embargo aprendí mucho. A percibir el sabor a pedernal y yeso que ancla el encanto difícil del champán. La manera en que el viento mistral puede infundir en un côtes du Rhône la esencia de los pimientos verdes. Cómo cada vino cuenta una historia —de un lugar, una persona, un momento—, un verano miserable, un viticultor seguro, uno preocupado, o quizá alguien enamorado.

—El vino duerme en la botella. Sin embargo, sigue cambiando, evolucionando —nos había dicho Jean-Luc—. Y cuando se quita el corcho, vuelve a respirar, vuelve a despertar. Como un cuento de hadas. Un conte de fées —su mirada sostuvo la mía.

¿Fue así como comenzó? Con una mirada, un roce de mi cabello, una

mano sobre su espalda. Más tarde, cuando estábamos a solas, un rubor furioso lo traicionó:

—Cada vez que te veo, me siento como un idiota, Kat. Eres tan... intimidante. Con tu paladar perfecto y la manera como te expresas, con precisión tan graciosa y aguda... Nunca pensé que te fijaras en mí —verlo inesperadamente aturdido hizo que algo se abriera dentro de mí. Sus labios tocaron los míos, sus mejillas ásperas rozaron mi cara, sentí la calidez de su cuerpo contra el mío mientras nuestra ropa caía en una pila en el suelo.

¿Fue entonces cuando nos enamoramos? Con las largas caminatas por las calles estrechas y las conversaciones susurradas en la profundidad de la noche, hablando de nuestros libros favoritos y de música, y de si los vinos de postre eran deliciosos o asquerosos. Todas esas conversaciones íntimas, sobre el divorcio de mis padres y sus nuevos matrimonios, de los viñedos de su familia y las parcelas que esperaba añadir algún día, nos atrajeron uno al otro, tanto que a veces sentíamos que nunca habíamos estado separados.

Era sólo un romance de estudios en el extranjero. Simplemente un interludio de ensueño. Ambos éramos demasiado jóvenes para comenzar una relación permanente. Sin embargo, una mañana desperté con su cuerpo suave y musculoso junto al mío y me di cuenta de que nunca en la vida había sido tan feliz. Había tenido otros novios antes de Jean-Luc, pero por primera vez sentía que alguien me veía, que no era sólo la camarera bonita o la estudiante mediocre de Literatura Francesa, o la adolescente solitaria cuyos padres habían dejado que se las arreglara sola, sino la verdadera yo. Por primera vez, me había enamorado completa y perdidamente.

Y después, de alguna manera, se terminó.

Los cuadernos del club se habían humedecido en mi mano. Se me durmió el pie izquierdo. En el otro lado del sótano, Heather desenrolló una bolsa de basura y la sacudió de modo que el plástico crujió y se infló como una vela. Me levanté con dificultad, encontré una caja vacía y metí los cuadernos del club. Había pasado mucho tiempo, diez años; sin embargo, aún podía escuchar su voz murmurando a altas horas de la noche. Aún podía sentir sus brazos a mi alrededor, estrechándome...

Tomé una pila de suéteres apolillados y los lancé sobre la caja de cuadernos para cerrarla, de manera que se pareciera al resto listas para el viaje del día siguiente al basurero de la ciudad. Después acerqué otra caja.

Cuando la abrí, mi ritmo cardiaco regresó a su velocidad normal. Adornos de Navidad rotos. Cadenas de papel arrugadas. Guirnaldas de luces terminaban en enchufes que fácilmente podían provocar un incendio. Basura. Busqué en la siguiente caja: más libros. Vi el primero, un libro de texto de francés. Lo hojeé... la tabla periódica; ah, un libro de texto de química en francés. Basura. El resto de los libros también estaba en francés, todos de escuela: historia, matemáticas, biología, un ejemplar maltratado de El conde de Montecristo. Basura. Cerca del fondo de la caja, una pila gruesa de cuadernos con tapas de cartulina marrón oscura: cahiers d’exercises llenos de ejercicios de gramática copiados en una caligrafía meticulosa. Hojeé el primero antes de ponerlo junto a los demás. Basura.

En el fondo de la caja mis dedos tocaron otro libro, largo y plano. No, era una carpeta de piel marrón cuya cubierta tenía un grabado de una flor de lis; dentro había una especie de documento amarilleado por el tiempo. Lo enmarcaba una rama de agujas de pino a un costado, sobre el que había varios sellos oficiales y en la parte superior decía: «Lycée de jeunes filles à Beaune». Mis ojos recorrieron el texto y leí, traduciendo en silencio:

República de Francia

DIPLOMA DE ESTUDIOS SECUNDARIOS

3 DE JULIO DE 1940

Otorgado a mademoiselle Hélène Marie Charpin

Me quedé sin aliento.

—¡Hélène!

La cabeza de Heather apareció sobre el montón de cajas.

—¿Estás bien? —gritó.

—¡Mira! Lycée de jeunes filles! —exclamé muy emocionada—. H.M.C. —agité la carpeta en el aire. «Hélène Marie Charpin».

—¿Cómo dices? Espera. Voy para allá —Heather avanzó entre el de-sorden y agarró el documento que tenía en las manos—. «Hélène-Marie Charpin. Nacida en Meursault el 12 de septiembre de 1921» —tocó las palabras con el dedo índice.

—¡Ha de ser la chica de la fotografía! Seguramente la maleta era suya. Pero... —fruncí el ceño—, ¿quién era? Si su apellido es Charpin, ¿cómo es que está emparentada con nosotros?

A mi lado, Heather rápidamente contuvo el aliento.

—Mira —señaló la línea superior—. Este diploma está fechado en julio de 1940. Fue poco después de que comenzara la Ocupación.

—¿Habrá muerto durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Será por eso que nunca supimos de ella?

—Pues... quizá, pero, ¿por qué habría desaparecido?

—¿No dijo Nico que el bisabuelo Edouard murió durante la guerra? Tal vez todo está relacionado.

Ella se encogió de hombros.

—Quizá —dijo, mientras metía con dificultad el diploma en la carpeta—. Nico dijo que su padre sabría algo, ¿verdad? Ojalá pudiéramos preguntarle —sin embargo, cuando mencionó al tío Philippe, recordé una tarde lluviosa de verano, hace mucho, cuando éramos niños, quizás teníamos seis o siete años. Nico entró a la oficina de su padre para agarrar unas tijeras. De niños no teníamos permitido entrar y cuando su padre lo descubría, el castigo era severo: una tanda de azotes en el trasero. Nico se encogía de hombros y decía que no le había dolido, pero nunca olvidé los labios blancos del tío Philippe, furioso porque lo hubiéramos desobedecido—. Aunque, supongo que nunca ha sido muy, eh, «accesible».

Antes de que Heather pudiera responder, la puerta de la bodega se abrió de par en par y Nico bajó saltando por las escaleras.

—¡Hola, Nico! No vas a creer lo que hemos encontrado... —empecé a decir, pero cuando vi su cara, se me quedaron las palabras en los labios. Tenía los ojos muy abiertos, la piel enrojecida, y jadeaba como si hubiera estado corriendo.

—Ya regresaron —le dijo a su esposa, y ella brincó como un caballo espantado.

—¡Pensé que nos quedaba una semana más! —gritó ella.

Nico se encogió de hombros.

—Juan le envió un mensaje de texto con los resultados del laboratorio. Papá no quiere esperar un día más —respiró profundamente, cruzándose de brazos. Heather se mordió la parte inferior del labio.

—¿Qué sucede? —les pregunté, cada vez más preocupada—. ¿Pasa algo malo?

Intercambiaron una mirada y voltearon hacia mí al unísono.

—No, no. No te preocupes. No es nada —dijo Nico—. Son sólo... les vendanges —se obligó a sonreír—. Las uvas ya están listas para la cosecha, así que vamos a empezar a recogerlas mañana.

—Pero, ¿está todo bien? —insistí—. Parecen...

—¡Tengo que ir al supermercado! —me interrumpió Heather—. ¿Cuántos van a almorzar mañana?, ¿dieciocho?

—Mejor considera unos veinte —dijo Nico.

Ella asintió y empezó a subir las escaleras, buscando en sus bolsillos las llaves del coche.

—Tengo que empezar a preparar el equipo. Los cubos, las tijeras de podar... —murmuró Nico detrás de ella.

Unos segundos después, ya se habían ido, dejándome a solas en el sótano mal iluminado; mis preguntas flotaron como polvo para después volver a asentarse, sin respuesta.

Secretos entre viñedos

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