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2. Otras definiciones

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No son pocos los autores que, de un modo u otro, se aproximan o coinciden con Armengol en su definición del mal. En un compendio de diferentes tesis publicadas, Quiles y sus colaboradores escriben:

[…] el término maldad se emplea para referirse a acciones prototípicas de daño que implican un perpetrador y una víctima. De forma genérica se describe como el daño intencional, planeado y moralmente injustificado que se causa a otras personas, de tal modo que denigra, deshumaniza, daña, destruye o mata a personas inocentes13.

Como se ve, esta definición se acerca a lo dicho hasta aquí, pero contiene un idea que conviene matizar. No siempre el mal se ejerce de modo planificado. La impulsividad, al estilo Mr. Hyde, de la que hablamos en el capítulo anterior, puede tener, en algunos casos, un papel relevante en la expresión de la violencia y la maldad. Cuando los hooligans de dos equipos deportivos conciertan cita a través de las redes sociales para pelearse, la violencia y el mal que de ella deriva sí están planificados. Pero también se dan altercados entre hooligans, a veces con resultados gravísimos, —u otro tipo de peleas entre varones, en discotecas, por ejemplo— que no están planificados ni previstos de antemano y que se precipitan por nimiedades, en un contexto de mayor o menor tensión emocional. El lector de Stevenson recordará, por ejemplo, que Mr. Hyde no asesina al noble anciano de modo premeditado.

Para Garrido el mal es equivalente «a la violencia injustificada hacia el otro para lograr algo que yo quiero14». El término «injustificada» nos parece esencial en esta definición. ¿Existe una violencia justificada y otra injustificada? ¿Cuándo se da una violencia justificada? Inmediatamente pensaremos en aquello que se conoce como legítima defensa. En un lenguaje cotidiano diríamos que en una acción defensiva puede emplearse la violencia si las circunstancias lo requieren, por ejemplo, si no se puede huir. Recordará el lector que en al capítulo anterior acordamos explícitamente que la violencia no es defensiva, sino intencional, atacante y dañina. Por ello, en una acción defensiva empleamos la agresividad o la agresión, no la violencia.

La distinción puede parecer un tanto forzada o excesivamente académica, pero permite precisar con más claridad la idea del mal. El atacante emplea la violencia y lo hace en busca de algo, por algún motivo, como veremos en el capítulo siguiente. El que se defiende emplea su agresividad para no resultar dañado y su intención, al menos originalmente15, no es la de dañar al otro sino la de evitarse lo males que de aquel provienen. Por eso el término «violento» se suele aplicar a los agresores y no a los agredidos, aunque estos se hayan defendido con uñas y dientes, como se suele decir popularmente.

No existe por tanto la violencia justificada o justa (Sanmartín, 2008), si bien entendemos perfectamente el sentido con el que se usa este concepto. Aunque autores de renombre como Sorel (1908), Benjamin (1921), Fanon (1961) o Sartre (Santoni, 2004), han reflexionado sobre la violencia legítima y la han justificado, empleando el término violencia, nosotros preferimos hablar de agresión justificada. La violencia se da cuando la agresión se podría evitar, no cuando esta resulta insoslayable. De hecho, hay ocasiones en que es así, por ejemplo, en el caso de las revoluciones en los países colonizados.

Por ello, no comulgamos con las versiones más ingenuas del pacifismo a ultranza. Por más pacifista que se sea, es inevitable reconocer que las estrategias no violentas no siempre resultan efectivas. Arendt (2005)16 comenta que de nada hubiese servido la actitud de Gandhi contra Hitler o Stalin. Como se recordará, ya dijimos que la violencia es la antítesis de la agresión. Es evidente que de la agresión justificada se pueden derivar males para el que la recibe, pero si realmente esta agresión es legítima y defensiva, estos serán inevitables.

De todo lo anterior resulta la siguiente conclusión: toda violencia es mala, pero no todo mal —daño y dolor— deriva de la violencia. Nos explicaremos: sin duda, toda violencia genera un mal —daño y dolor—, pero este puede aparecer en función de otros actos, no necesariamente violentos. Por ejemplo, se dan males que derivan de una errónea praxis profesional —médica, jurídica, psicológica, empresarial, política, etc.— , pero en ellos la violencia no juega ningún papel. Villegas (2018) señala que «hacer las cosas mal» remite al concepto de mal como adverbio. La calificación como tal es formal, sin tener en cuenta sus intenciones ni consecuencias. Se trata del fallo, del error, que suele comportar, habitualmente, más el sentimiento de vergüenza que el de culpa. Hay males que derivan de la ignorancia o el desamor y estas no son condiciones a las que se pueda aplicar, con propiedad, el término violencia17. Hechas estas matizaciones cabe reconocer, no obstante, que la mayoría de los males sí están vinculados con la violencia, en una u otra de sus formas.

Por su parte, Zimbardo, desde la psicología social, define la maldad como sigue:

La maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre18.

Como vemos es una definición bastante cercana a la de Armengol, si bien contiene en su seno un aspecto que no podemos dejar de comentar. Se dice que se trata de un obrar dañando de forma deliberada a personas inocentes. ¿Acaso no podría, entonces, calificarse de maldad el maltrato, la humillación, deshumanización o destrucción de un culpable? Por fortuna no es así y las leyes de los países que respetan los Derechos Humanos no tratan a los culpables de delitos con castigos degradantes o humillantes.

La ética del deber ante otro igual, condición que no se pierde sean cuales sean los actos de ese otro, obliga a tratar al infractor con respeto y a no aplicar la ley del talión o la venganza sin más. Otra cosa es considerar que el culpable deba ser castigado o reprendido por sus actos. Pero el castigo o la sanción deben ejecutarse dentro del marco de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de acuerdo con los principios allí establecidos, que excluyen todo tipo de daño y dolor arbitrarios. Claro que una pena de prisión supone un dolor para el reo, un dolor que este no desea y, por tanto, un mal para el mismo. Pero se trata de un mal inevitable, puesto que la sociedad en su conjunto debe protegerse frente aquellos que violan las normas de convivencia, especialmente aquellas que protegen la vida y la integridad de las personas. En los sistemas democráticos, hoy por hoy, no se ha encontrado un sistema alternativo a la privación de la libertad19 y en todo caso esta pena debe ser proporcional al acto cometido.

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