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3. La maldad es humana

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Como es sabido, en el jardín del Edén había dos árboles, el de la vida y el del conocimiento. Este último, según parece, no contenía toda la sabiduría, sino específicamente el conocimiento del bien y del mal.

El Génesis relata que ni Eva ni Adán pudieron resistirse a probar su fruto y así, aun bajo la amenaza de muerte, sucumbieron a la tentación de la serpiente. No murieron de inmediato sino que perdieron la condición de inmortalidad y a partir de ese momento fundacional conocieron la vergüenza, el destierro, el dolor, el sufrimiento y también la maldad, puesto que, pasado un tiempo, uno de sus hijos asesinaría a su hermano.

Más allá de las múltiples interpretaciones20 que puedan hacerse de este mito, un detalle destaca con claridad: la maldad aparece al poco de ser concebido el ser humano. Lo acompaña, prácticamente, desde sus inicios. No porque vengamos a este mundo con un pecado original, sino porque nuestra inteligencia buscadora de conocimiento, tiene elección y nos da la opción de hacer el bien o el mal, o, como sucede muy a menudo, por no decir siempre, ambas cosas. La serpiente, en el fondo, no representa al diablo o a los otros, sino a un aspecto de nosotros mismos.

O acaso, dada la naturaleza de Eva, ¿tenía esta alguna otra opción, frente a la oferta de la serpiente? ¿Podían obviar Eva y Adán la sed de conocimiento que provenía de su capacidad intelectual? ¿Les hubiese sido posible conformarse con una existencia animalesca, desnuda y uniforme, alimentándose únicamente de los frutos del huerto? ¿Les hubiese parecido suficiente el paraíso, que Hegel (1807) describió como «jardín para animales»?

Creemos que no. De modo que, por lo que a respecta a nuestro tema, consideramos que el mito nos señala el estrecho vínculo que se da entre maldad y humanidad. El humano desea conocer, elevarse por encima de sus limitaciones, como le sucede al Dr. Jekyll, quien lleva sus experimentos y su sed de saber a un punto de no retorno, poseído por aquello que Zweig denominó, curiosamente, lo demoníaco21. Se paga, entonces, el precio que implica conocer el bien y el mal, sabiendo que se puede hacer lo uno y lo otro.

La condición humana se puede definir de muchas maneras, pero si hay algo esencial a lo humano, no cabe duda de que es nuestra capacidad intelectiva y su mayor fruto: el lenguaje. Ello nos convierte en buscadores, en seres curiosos que no se contentan tan solo con cubrir sus necesidades biológicas. Deseamos saber, no podemos evitarlo, se halla inscrito en nuestra naturaleza, probablemente en nuestros genes.

Aprovechamos el mito para señalar, entonces, una primera idea sobre la maldad: la maldad es algo estrictamente humano, consustancial a nuestra capacidad intelectual, a la razón22, a la posesión de voluntad propia, en definitiva, a la mente humana. Aquello que nos permite conocer el mundo, hacer ciencia, tener conciencia de nosotros mismos, generar las más bellas obras de arte, crear miles de idiomas y costumbres, es lo mismo que nos puede invitar a ejercer la violencia y la maldad contra nosotros mismos, contra los demás y contra el entorno en el que vivimos. El humano es Jekyll y es Hyde. La maldad, así como la bondad, derivan de nuestra capacidad mental, de la posibilidad de razonar, poseer conciencia de nosotros mismos, aprender y transmitir lo aprendido, imaginar, desear más allá de lo estrictamente necesario para sobrevivir en cuanto organismo, etc. Volveremos sobre este punto al final de nuestro texto.

En este sentido, cabe resaltar que la complejidad del psiquismo humano, además de su poderío cognitivo, se acompaña de otra característica fundamental: su marcado carácter relacional y, por tanto, su interdependencia con los demás. Ello implica que, por una parte, somos capaces de infringir el mal de modos muy sofisticados —con el lenguaje, los símbolos o las dinámicas sociales— y, por la otra, que somos muy vulnerables a la acción de los demás, no solo en lo material, sino también en lo simbólico y social. Sentirse despreciado, humillado, discriminado o estigmatizado es una de las peores cosas que le pueden ocurrir a una persona o colectivo.

Dicho esto, estimamos que ciertas teorías sobre el germen del mal y sus tipos no resultan aplicables a nuestra tesis. Por ejemplo, Echevarría (2007) propone una tipología de doce bienes y males diferentes —básicos, epistémicos, tecnológicos, etc.—. Aun siendo ideas muy sugerentes, no nos entretendremos en estas conjeturas puesto que, como hemos acordado, la maldad solo tiene un origen: el ser humano. No es la ausencia o presencia de un dios benevolente o un diablo lacerante; tampoco el producto inevitable del azar y lo natural lo que decreta la constancia del mal en nuestro devenir. Es la propia humanidad y nada más aquella que determina y dirige su destino y sus acciones.

La maldad es, pues, algo intrínsecamente humano. Solo existe en el dominio de la cultura humana. Los animales no la ejecutan, ni tampoco las fuerzas físicas naturales, aunque en ocasiones puedan causarnos grandes males. Los animales pueden ser muy agresivos y se han descrito hostilidades entre clanes de chimpancés, con relatos de homicidios, infanticidios y endocanibalismo (Martínez, 2010; Wrangham y Peterson, 1996). Pero suelen ser excepciones, provocadas por conflictos territoriales, y no la regla. A los animales no les es dado humillar, abusar, robar, ultrajar o torturar. Tampoco creemos que sea del todo correcto, como hacen estos autores, hablar de guerra entre animales. Aunque, como después veremos, los animales pueden tener su propia conciencia moral (Bekoff y Pierce, 2009) ello no equivale a considerar que sean conocedores de lo que implica el concepto del mal y mucho menos de su evitabilidad, característica de la máxima importancia. Tampoco, cómo ya dijimos, sería correcto atribuirle maldad, esto es, intencionalidad, a una inundación, un huracán o un seísmo.

Otra cosa será considerar por qué el ser humano, colectiva y/o individualmente, ejecuta el mal, por qué razones o sinrazones acciona la violencia u otros mecanismos generadores del mal. La cuna de la maldad está en el ser humano, en su enorme potencial y en su libertad de acción, así como en su debilidad en forma de ignorancia o de pasiones (Arteta, 2010). Del mismo modo que este potencial se concreta en sabiduría, creatividad y bondad para elevarse por encima de sus limitaciones e intrascendencia, también dispone de muchos medios para poner en marcha el daño y el dolor, esto es, el mal.

Terminaremos este apartado con unas frases de Kekes que consideramos muy ilustrativas y que nos servirán de antesala para el capítulo siguiente:

Hay monstruos morales, pero son tan excepcionales como los santos morales. La mayoría de los hacedores del mal no son monstruos, son personas con inclinaciones comunes, como el egoísmo, la codicia, la agresión, la crueldad y otras parecidas. Sostienen una mezcla de creencias acerca de sí mismos y sus acciones, generalmente influidas por el autoengaño, por falsedades simples o ingeniosas, por circunstancias apremiantes y apasionados miedos, esperanzas y resentimientos, por las normas y expectativas de su sociedad, y por su historia personal23.

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