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4. Emociones, agresividad y maldad.

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En el párrafo anterior se combinan dos motivaciones humanas diferenciables pero interconectadas: los intereses y las emociones o pasiones. Ambas juegan un papel fundamental en la explicación de la conducta humana, tanto individual como grupal.

El concepto de interés hace referencia a todo aquello que una persona o colectivo puede buscar por considerarlo beneficioso. Los intereses, cómo no, pueden estar desviados por la ignorancia, la ideología, las circunstancias o la emoción, pero suelen conceptualizarse como algo más racional y lógico que las pasiones. De la importantísima relación entre los intereses y la maldad nos ocuparemos en el capítulo siguiente. Revisaremos aquí, por el momento, el papel de las pasiones en relación con la agresión, la violencia y la maldad.

De acuerdo con Kant (1798) las emociones se podrían catalogar como «pasiones ardientes». Emociones que, al igual que una borrachera, le arrebatan a quien las sufre su capacidad de raciocinio. Tal como lo experimenta Jekyll con su descontrolado Hyde. No son calculadoras, ni flemáticas, ni secas. Son ciegas y se viven en el presente. A ellas dedicaremos este apartado.

El mismo autor definió las «pasiones frías», procedentes de la cultura y adquiridas. Vendrían a ser lo que hemos llamado intereses. Estas anidan con fuerza en el alma, se orientan al futuro y son como un rio cuyo lecho cada vez es más profundo. Son calculadoras, previsoras y racionales. Aquí encontraríamos el afán por el poder, la riqueza o la grandeza. Sin duda, estos intereses se pueden vincular con el ejercicio de la maldad y a ellos nos referiremos más adelante. Los totalitarismos y dictaduras de diversos pelajes son los entornos en los que el deseo de poder se ejerce con más perversidad y maldad. El ansia de riquezas o la sensación de superioridad pueden convertirse en armas de destrucción masiva, verdaderos asesinos en masa, como veremos en los capítulos 11 y 15.

Pero si hablamos, por el momento, de emociones o pasiones, hay que señalar que son innumerables los que podrían mencionarse en su posible relación con la violencia. El orgullo mal entendido, el egoísmo, los celos, la envidia, la vergüenza24, la avaricia, el aburrimiento25, la búsqueda de sensaciones, la falta de empatía y demás constelaciones personales pueden jugar un papel relevante en la predisposición y la precipitación de la violencia. En uno u otro momento de nuestro texto nos ocuparemos de algunas de ellas. Para empezar, mencionaremos las más primarias.

De entrada, diremos que entendemos que las emociones son modificaciones del estado de ánimo, intensas, pasajeras, agradables o desagradables, que conllevan una cierta conmoción somática. A partir del célebre estudio de Darwin (1872) se suele afirmar que las emociones son universales, iguales para todos los seres humanos y que su base está determinada genéticamente, pero estas ideas deben matizarse.

En la actualidad, se distingue (Tracey, Robins y Tagney, 2007) entre las emociones básicas, prácticamente universales y fácilmente reconocibles en la expresión facial, como la ira, la alegría, la sorpresa, el miedo y la tristeza; y las emociones autoconscientes como la vergüenza, la culpa, el orgullo o la humillación. Estas aparecen más tardíamente en el desarrollo personal, no poseen una expresión facial universal y vienen, en gran medida, determinadas por el entorno cultural.

Por su parte, las emociones básicas como el miedo o la ira pueden modularse en función de los individuos y de la cultura en la que viven; por lo tanto, no es correcto decir que el miedo o la ira son iguales para todos los seres humanos. Como señala Tizón (2010), con respecto al miedo, una cosa es tener la capacidad para experimentarlo y otra, muy diferente, el sentirlo o no. La capacidad de tener miedo es sin duda algo heredado y biológicamente determinado. No así nuestras reacciones de miedo, que varían en función de la biografía, los aprendizajes, las condiciones ambientales, la cultura y otros muchos condicionantes.

Los sentimientos —próximos a las emociones autoconscientes— podrían definirse como emociones cognitivizadas, según un resultado de la experiencia y de procesar esa experiencia en la conciencia (Tizón, 2010). Se considera que los sentimientos son más duraderos y estables que las emociones.

Unos y otros pueden ser consecuencia de la maldad, pero también pueden ser su causa, según en qué circunstancias aparezcan y se desarrollen. Haremos un repaso muy somero por algunas de las más importantes emociones que pueden contabilizarse en este sentido:

A. Miedo. El miedo puede definirse como la respuesta emocional ante la percepción de una amenaza. Suele decirse que tenemos miedo, pero Di Cesare (2017) señala que no es el sujeto el que tiene miedo sino que este se ve poseído, subyugado, doblegado por el miedo. El miedo, entonces, destruye la familiaridad del mundo y nuestra confianza en él, imponiendo la incertidumbre. El miedo invita a dos reacciones posibles, la huida o el ataque. Sin embargo, resulta que el ser humano en su distinguida, y tantas veces mal empleada, capacidad intelectual, puede reaccionar con miedo no solo a aquellas situaciones reales, que objetivamente lo provocan, sino también a muchas otras de carácter imaginario, inexistentes. Se producen, entonces, reacciones de ataque y defensa frente a supuestas amenazas; ya sean derivadas de una ideología que identifica a enemigos, —la caza de brujas del macartismo, por ejemplo—, o producto del psiquismo particular de un individuo como en el caso del paranoico que, sintiéndose acorralado, ataca a su imaginario perseguidor. En cualquier caso, el miedo suele ser una emoción más propia del atacado que del atacante. Cuando el ataque es real, el atacado puede desplegar una agresión defensiva justificada, como decíamos anteriormente. Cuando el ataque es imaginario, el supuestamente atacado puede convertirse en atacante y desplegar una violencia preventiva, por así decirlo, que el sujeto en realidad considera defensiva y justificada, que puede causar grandes males. En ambos casos, la ira, que analizaremos a continuación, puede estar presente.

B. Ira. La ira es un estado emocional intenso que surge frente a estímulos desagradables, frustraciones, humillaciones o abusos. Puede conllevar, además de activaciones fisiológicas, sentimientos de indignación y rabia26, así como deseos de venganza. En su relación con el odio, del que hablaremos un poco más adelante, señalaremos que este último puede derivarse de la ira, pero su vivencia, menos impulsiva y prolongada, lo acerca más al terreno de los sentimientos. La ira es una respuesta a la frustración percibida como injusticia, es pasional, se da en caliente, es reactiva y busca la venganza, una forma de justicia primitiva. En ocasiones, hay quien siente una ira descontextualizada y la misma la acaba fijando en colectivos a los que culpa de sus supuestas frustraciones o dificultades. La combinación de ira más odio da lugar a conductas e ideas homofóbicas, xenófobas, misóginas y demás (Villegas, 2018).

Aunque la mayoría de las personas han sentido ira en algún momento de su vida, no todas la pasan al acto en forma de violencia, quedando entonces un sentimiento de profunda indignación, acompañado de protesta; sin duda, actúa la contención en estos casos. En aquellos sujetos más impulsivos, en cambio, la ira sí se transforma o se descarga en violencia, cometiéndose entonces maldades que buscan el alivio de la tensión emocional y el disgusto que la acompañan.

La ira puede ser irracional, pero en los humillados es la expresión de una emoción legítima que se acompaña de resentimiento, no siempre patológico. No se puede abogar por la supresión de la ira sin más, puesto que esto implicaría deshumanizar a las víctimas. La ira, en sí misma, no es ni buena ni mala. Una ira justificada puede promover acciones reparadoras de injusticias evidentes, incluso de tipo agresivo, como se puede dar en ciertos grupos de resistencia armada de estilo partisano27.

C. Impulsividad. Acabamos de mencionar la impulsividad, concepto de gran tradición en la psicología (Eysenck y Eysenck, 1977) y la psicopatología28. La impulsividad no es propiamente ni un sentimiento ni una emoción pero, sin duda, se trata de una característica psicológica muy vinculada a la expresión emocional y sentimental.

La impulsividad, ya sea un rasgo de carácter o un estado pasajero, puede definirse como una acción de respuesta conductual inmediata frente a un estimulo, externo o interno. Se dispara, nunca mejor dicho, vinculada a una reacción emocional. Es irreflexiva y no tiene en cuenta experiencias previas, ni consecuencias futuras; no es planificada29. Implica dificultades de autocontrol, sensación de incapacidad para resistirse al impulso, alivio tras la actuación y posibles, aunque no siempre presentes, sentimientos de vergüenza y culpa a posteriori (Celma, 2015).

Las personas impulsivas no han de ser necesariamente violentas; se puede ser impulsivo y pacifista, por ejemplo. Pero es obvio que impulsividad y violencia pueden estar vinculadas, apareciendo en forma de impulsividad autoagresiva —autolesiones, suicidio— o como heteroagresividad impulsiva, en la que la violencia se dirige al exterior tras una situación desencadenante, que en algunas ocasiones es nimia o poco significativa para la mayoría de las personas.

D. Odio. Si las acciones derivadas del miedo, la ira o la impulsividad suelen ser, en muchas ocasiones, reactivas y transitorias, desapareciendo una vez finalizado el estímulo que las despierta, el odio es más duradero y penetra más a fondo en el ánimo de su portador, clavando sus raíces, en forma de rencor y resentimiento, en el alma del que lo sufre (Ferrero, 2009). El odio, como «antipatía o aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea» —según la RAE—, aparece tras haber sufrido algún tipo de agresión, abuso o humillación, ya sea real o imaginario; matiz, este último, de la máxima importancia, como después veremos.

Stenberg y Stenberg (2008) proponen un modelo heurístico sobre el amor y el odio, sugiriendo que el odio posee tres componentes fundamentales:

1) búsqueda de distancia con respecto al objeto odiado,

2) miedo e ira intensos y,

3) devaluación de lo odiado mediante el desprecio.

El odio tortura a quien lo vive, puesto que, como si de un pensamiento obsesivo se tratase, es muy difícil de sacudir de la mente y suele alimentar el deseo de venganza. Sus derivados son, como decíamos, el rencor y el resentimiento, es decir, el sentir una y otra vez el dolor sufrido, real o imaginado, en la conciencia, con un sabor de perenne amargura. La venganza, como acción que, pretendidamente, calmará la perturbación del que odia, ha impulsado guerras, atrocidades, espirales encadenadas de violencia y maldades sinnúmero. El odio, a diferencia de la ira, actúa en frio, no siempre requiere de provocaciones y no está sujeto al dictado de las circunstancias (De la Corte, 2006).

No todo aquel que siente odio, naturalmente, se verá implicado en actos violentos, pero resulta indudable que este sentimiento puede facilitar la acción hostil en según qué circunstancias.

E. Humillación. La humillación es la emoción que surge cuando una persona o una colectividad se sienten injustamente devaluadas, rebajadas o estigmatizadas por los demás. Klein (1991) la define como la experiencia que incluye algún tipo de ridículo, desprecio, desdeño u otros tratos degradantes para con una persona a manos de los otros. Para Lindner (2006) la humillación es el sentimiento que invade a una persona o grupo cuando se perciben despreciados, denigrados o subyugados por otra persona u otro grupo, es decir, cuando perciben que se ataca su dignidad. Fernández (2014) sugiere que se trata de la devaluación forzosa de la identidad de la víctima, sea esta individual o grupal, que implica la pérdida del respeto hacia sí mismo.

Todos los estudios señalan que la humillación no predispone a la violencia sino más bien a la evitación y la pasividad, dado el sentimiento de indefensión que suele acompañarla. La humillación sería más bien una consecuencia del mal que una causa del mismo. Pero es patente que el humillado puede experimentar rabia, ira o furia por el trato recibido. El humillado, a menudo, siente que tiene poco que perder —una idea derivada de la pérdida de la dignidad—, con lo que puede dar rienda suelta a su furia de diversos modos:

1) como autoagresión, en forma de suicidio o conductas de alto riesgo;

2) como agresión defensiva contra el provocador de la humillación;

3) en violencia desplazada hacia otras personas, no necesariamente causantes de la humillación, como puede darse en algunos casos de adolescentes que disparan contra sus compañeros de instituto (Leary et al, 2003);

4) en círculos ascendentes de venganza y violencia retaliativa, como ha sucedido a lo largo de la historia (Hartling y Baker, 2005) y sigue sucediendo en la actualidad. Por ejemplo, en el conflicto entre palestinos e israelíes. Creemos que no se debe despreciar el papel que la humillación está jugando, y puede jugar, en muchos conflictos sociales e internacionales (Fernández, 2008).

En definitiva, y para terminar este apartado, no cabe duda de que las pasiones pueden jugar un papel muy relevante en las acciones malvadas de algunas personas. Pero para que esto sea así suele ser necesario, en la mayoría de los casos, que estas emociones se vivan en un terreno situacional y grupal que facilite la expresión de la violencia, mitigue o anule, la fuerza de la conciencia moral individual y ofrezca un sentido, más allá del individuo, a aquel que las siente. De todo ello hablaremos en el capítulo siguiente.

Ideología y maldad

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