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1. La maldad no es innata

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Ni la bondad ni la maldad son innatas o derivadas de la fisiología cerebral. Es obvio que ambas necesitan unos mecanismos cerebrales para poder ejecutarse. De hecho, hay autores que, en base a la teoría de la evolución y a la neurociencia, consideran que nuestro cerebro está preprogramado para acciones bondadosas como la solidaridad, la empatía o el altruismo. La teoría del «cerebro altruista» de Pfaff (2015) es un buen ejemplo de este tipo de posicionamientos.

Pero, aunque toda conducta humana precise una maquinaria material —cerebro, sistema nervioso, genes, músculos, etc.— para realizarse, parece claro que el ejercicio de la violencia y de la maldad no viene marcado y determinado por los genes, la herencia, el temperamento, las alteraciones cerebrales o la constitución antropomórfica. Lo que diferencia al Dr. Jekyll del Sr. Utterson no son los genes, ni tampoco su estructura anatómica cerebral. Desde luego, no han faltado, ni faltan en la actualidad, defensores de esta postura. Teorías caducas como las de Lombroso5 sobre el origen innato de la delincuencia, aún siguen teniendo cierto atractivo para algunos. Por ejemplo, hay quien sostiene que un análisis psicomorfológico del rostro (Álvarez, 2015) permite dilucidar cuestiones referidas al carácter, la imaginación, la predisposición al fanatismo o la planificación, la búsqueda de afecto y, cómo no, la tendencia a la maldad6. Otros llegan a afirmar, sin rubor, que hay quien nace malo, y que en algunas personas la maldad viene «de fábrica» (Tobeña, 2017).

Se trata de afirmaciones tan categóricas como insostenibles. Por más que sus defensores pretendan sustentarlas en evidencias científicas, en realidad, no son tales. Ni en lo anatómico, ni en lo genético, se han podido hallar marcadores específicos que determinen que una persona tenga que ejercer la violencia y/o la maldad de modo imperativo. Cientos de estudios sobre la anatomía cerebral han identificado diversas áreas del cerebro relacionadas con la conducta moral (Pfaff, 2015; Tovar y Ostrosky, 2013) tales como: las regiones orbitofrontales y ventromediales de la corteza prefrontal, la amígdala, la circunvalación temporal superior, la corteza cingulada posterior, la ínsula anterior, las circunvalaciones angulares, etc. Pero, de momento, tanto esfuerzo investigador solo alcanza a establecer ciertas hipótesis poco relevantes como la «conjetura neuromoral» para el origen de la psicopatía o las de tipo sociobiológico sobre el porqué del terrorismo (Tobeña, 2005).

Es que el cerebro humano, excepto aquel dañado por alguna enfermedad o malformación, no viene dado de antemano y fijado para siempre; la plasticidad cerebral hace imposible considerar al cerebro como un órgano sólido, aislado de su entorno y de las peripecias emocionales. Que se encuentren ciertas peculiaridades en las estructuras y engranajes neurales de algunas personas violentas, (Pardini et al, 2014) no demuestra que estas hayan nacido con las mismas, ya que también podrían ser consecuencia, y no causa, de las experiencias vividas. Muchos de estos estudios no valoran adecuadamente el peso de la biografía de los sujetos que analizan.

Por lo que respecta a la genética hay que ser contundente: nadie es violento porque sea portador de una forma particular de un gen (Frazzeto, 2013). Las conductas complejas tienen un origen poligénico, es decir, en ellas intervienen multitud de genes diferentes. Asimismo, como es sabido, un gen puede ser responsable de más de un comportamiento. En la actualidad se han hecho célebres el gen MAO-A y el ADRA2B, ambos relacionados con la gestión de la serotonina. También son muy comentadas las influencias del síndrome XYY, la mutación del gen MAOA, el CHRNA2 y el OPRM1. Estos estudios, muy llamativos y pregonados con intensidad por sus autores, no suelen citar, sin embargo, la idea de que el factor ambiental puede afectar a uno o varios genes con múltiples funciones. La epigénetica, disciplina encargada de estudiar la relación entre los genes y el ambiente, queda fuera de sus consideraciones. La causalidad debe verse pues, siempre y para todo fenómeno, como circular: lo genético influye sobre la conducta; el ambiente y la conducta —propia y ajena— influyen sobre lo genético. Dicho esto, coincidimos con Ansermet y Magistretti en que, si nuestro cerebro es moldeable y plástico, ello implica que «estamos genéticamente determinados para no estar genéticamente determinados»7.

¿Significan todas las objeciones anteriores que no pueda haber unas personas más propensas a la violencia que otras? No. Pero la propensión antisocial, que suele asociarse con el sexo masculino, la baja inteligencia, la impulsividad, la herencia, la fortaleza física y otras variables, no debe considerarse como mero producto de la naturaleza. Tampoco cabe confundir «propensión» con «determinación», como hacen ya los que aspiran a la prevención de la delincuencia en base a evaluaciones cerebrales y genéticas, y que consideran que en los juicios a los delincuentes se deberían tener en cuenta estos factores, dejando de lado la cuestión de la responsabilidad subjetiva (Seguí, 2012). Como escribe Peteiro:

A la luz de los datos obtenidos hasta el momento, no existe ninguna base para sugerir un cribado genético para detectar a hipotéticos criminales natos ni ningún test genético que permita establecer un carácter criminal8.

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