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2. La ineficacia de los mecanismos inhibidores de la agresividad ante la violencia humana

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Como es bien sabido, entre los vertebrados superiores existen unos resortes innatos que impiden que las peleas entre los miembros de la misma especie —agresión intraespecífica— acaben con la muerte del contendiente más débil, lo cual resultaría poco útil para la supervivencia del grupo. Se trata de los mecanismos innatos de inhibición de la agresividad, propios de cada especie. Por ejemplo, la postura de sumisión de los lobos y perros —exponer el cuello, esconder la cola—; o en ciertos simios el mostrar las nalgas, desviar la mirada; o, en los chimpancés, ofrecer alimento o exhibir una cría9. Por lo general, en el reino animal estos mecanismos actúan adecuadamente y limitan el alcance y las consecuencias más graves de la agresión.

En el ser humano estos procesos también existen: arrodillarse, desviar la mirada, agrandar los ojos, suplicar clemencia, llorar, gemir, inclinar la cabeza, entregar las posesiones, etc., son acciones que buscan idéntico objetivo: aplacar al violento y evitar males mayores. El problema entre nosotros es que, por diversos motivos, estos no siempre funcionan con eficacia y la violencia se ejecuta sin freno alguno que la detenga. En parte es comprensible que así suceda, al ser mecanismos orientados a detener la agresión, no la violencia. Hay que lamentar, en este punto, que nuestra especie no se comporte más instintivamente. Los Mr. Hyde de turno, sobre todo los más impulsivos o sanguinarios, no se detienen ni ante los rostros de los niños, las crías humanas, como le ocurrió al personaje de Stevenson, incapaz de auxiliar a la niña que había arrollado. Es más, en algunos casos, como el relatado por Cáceres (1991), el rostro de una madre sufriente por la suerte de su bebé puede estimular aún más la crueldad del agresor, añadiéndole un plus de goce sádico al mismo.

Tres factores, estrictamente humanos, impiden la amortiguación de la violencia: las ideas, las emociones embriagadoras desatadas —que vimos en el capítulo anterior— y la tecnología.

Poco cabe dudar del poder destructor de las ideas y cómo estas inciden de manera considerable en los sustratos biológicos de las interrelaciones humanas. Frente a un sujeto embebido por una ideología cáustica de poco sirven los dispositivos que desactivan la violencia. Por eso, en base a las más diversas ideologías, se ha matado, torturado y masacrado a millones de personas, incluyendo niños, sin que las expresiones de miedo, terror y sumisión sean capaces de refrenar el poder demoledor de los fanáticos. Tanto es así que el terrorista que se autoinmola por unas ideas no solo ignora las señales inhibitorias de sus víctimas, sino que desactiva su propio instinto de supervivencia.

Por otra parte, hemos de tener en cuenta que el humano, si bien débil corporalmente, es muy poderoso cognitivamente. Este potencial le ha permitido crear numerosos artilugios que facilitan su existencia. La tecnología se ha empleado para suplir nuestra debilidad física y acomodarnos a un entorno en el que nos podría resultar difícil sobrevivir. Pero, por desgracia, o quizás para compensar la falta de arsenal físico de defensa y ataque —nuestras uñas, dientes y músculos son muy poca cosa en comparación con la mayoría de los vertebrados—, hemos desarrollado una tecnología armamentística capaz de matar y herir a distancia. La lejanía del otro no permite ver sus señales de apaciguamiento y, entonces, la violencia puede ejercerse sin cortapisa alguna. No es lo mismo contemplar el rostro de una persona a la que se hiere o asesina que lanzar un bomba que cae a kilómetros de distancia. Y aunque las denominadas armas cortas obligan a un mayor acercamiento a las víctimas, ello no es óbice para que se usen masivamente y con resultados fatales.

En este sentido, los etólogos (Lorenz, 1963) creen que nuestros instintos no han avanzado tan deprisa como nuestra tecnología y ello nos convierte en seres muy peligrosos, capaces, incluso, de destruir nuestro propio hábitat, y generar conductas claramente desadaptativas y perjudiciales para la supervivencia de la especie. La «euforia tecnocrática» (Roman, 2003) ha puesto en nuestras manos un poder que no estamos preparados para asumir de forma responsable, haciéndolo, así, altamente peligroso.

Personas cargadas de ideas, intereses y pasiones, en no pocas ocasiones emplearán las armas para satisfacer sus necesidades. Ante tal despliegue afectivo y tecnológico, los mecanismos innatos de inhibición de la agresividad tienen pocas posibilidades de ser eficaces. En realidad, la mayoría de los humanos, los que no estamos fanatizados ni poseídos por ideologías extremistas ni por pasiones incontroladas, no podemos contar con estos mecanismos protectores frente a la violencia de algunos de nuestros propios congéneres que sí lo están.

Ideología y maldad

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