Читать книгу En sueños te susurraré - Antonio Cortés Rodríguez - Страница 10

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3. El dictamen

(…) tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que, tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.

Jorge Luis Borges, «Funes el memorioso», Ficciones

Los bordes de la pantalla empezaron a emitir destellos intermitentes de una pulsante luz verde mientras a pocos centímetros de la pantalla se formaban los caracteres nítidos de su código personal: «A-60X47H». También destellaba, además de zumbar, el brazal que Calisté llevaba ajustado en su antebrazo izquierdo. Con un ligero roce de su dedo índice sobre el intercomunicador cesaron todas las señales luminosas y acústicas. Sabía que debía volver porque estaba a punto de pronunciarse el dictamen.

En vez de irrumpir en la sede del Comité de Selección de Descensos, entró en la contigua sala de interrogatorios. Pulsó un botón que le permitió convertir en transparente la ventana acristalada y a través de ella continuó prestando atención a la comparecencia del recién llegado.

–Hermano Anselmo –prosiguió el comisario–, ¿cómo te encuentras? ¿Comprendes ya la situación?

–¿Comprender? ¡Pues no! ¿Cómo voy a comprender? –El interpelado intentaba aplacar su ansiedad haciendo girar la alianza matrimonial que le ardía sobre el dedo anular–. A mí me vais a perdonar… pero no quiero estar aquí, en el Cielo o dondequiera que esté… ¡Yo quiero volver con mi Brígida! ¡Quiero seguir palpándome la carne y secándome el sudor húmedo y el olor a fosfato! ¡Quiero volver a Aldea Moret! ¡Por favor, sacadme de este sueño…!

Al borde del sollozo, se llevó al rostro las rudas palmas de sus curtidas manos de obrero con la esperanza de que al retirarlas se hubiera desvanecido la pesadilla. Sintió el impulso de hincarse de rodillas para implorar la clemencia del tribunal pero un arrebato de orgullo lo mantuvo aferrado a la verticalidad, mientras recordaba, no sabía por qué, a aquel Anselmo de diecisiete años que una mañana de primavera, después de despedirse de sus padres y de sus hermanos como si los fuera a ver al final del día, había tomado su hatillo y, sin volver la vista atrás, había abandonado para siempre su pueblo natal.

–Hermano, hermano… Me temo que no puede ser. Tu obra allí está finalizada. Has cumplido todas las tareas que Anselmo tenía previsto realizar. Igual que él fue capaz de recuperarse tras verse obligado a abandonar el pueblo en el que había nacido, tú serás capaz ahora de recuperarte tras haber abandonado tu última encarnación. Lo superarás.

Anselmo separó las manos y descubrió su rostro asombrado: su interlocutor había captado perfectamente su pensamiento previo, la escena de su partida de Coria, aunque consideró que también sería posible que en realidad hubiera sido aquel hombre de la túnica el que, con su poderosa fuerza mental, hubiese inducido la imagen de la emigración, sugiriendo así un paralelismo que lo calmara en la situación actual en que se veía obligado a abandonar su planeta natal. Sintió de nuevo, brotando de las paredes del recinto, unos efluvios sedantes que apaciguaron su ánimo y fortalecieron su serenidad. El comisario prosiguió.

–Entendemos tu sentimiento. Sin embargo, en esto no podemos hacer concesiones. No puedes volver a la vida de Anselmo.

–Pero, ¡un momento! –Anselmo reaccionó, sorprendiéndose por su propia sagacidad, exponencialmente aumentada desde que había aceptado que estaba muerto–. Antes me habéis dicho que aquí no se necesitan… ¿cómo habéis dicho?... sí, ni reglas fijas ni normas inamovibles. Entonces, ¿podéis hacer conmigo una excepción y mandarme de vuelta a la Tierra? Solo depende de vosotros, ¿no es así?

Los comisarios mostraron cierta perplejidad pero también la satisfacción de comprobar cómo había aumentado la calidad intelectual del interrogatorio. Una leve sonrisa se dibujó en sus rictus. Y se aprestaron a desbaratar el alegato como si libraran un combate desigual de esgrima.

–Hermano, hermano, ¡cuán en exceso nos valoras! Te agradeceríamos el gesto si no fuera vanidad… No podemos hacer contigo una excepción y mandarte de nuevo a la Tierra para que sigas viviendo como Anselmo porque eso es algo que en verdad no depende de nosotros.

–¿Pero cómo que no? ¡No puede ser! He leído bien clarito antes de entrar aquí que esto es el Comité de Selección de Descensos. ¡Lo pone en la puerta! –Se volvió para señalarla–. ¿Y de qué descensos estamos hablando? ¡No será de los descensos en barca por el río Alagón!, ¿no? ¿No me podéis dejar descender?

–Buena apreciación la tuya. Pero hemos de decirte algo. Verás, has ingresado directamente aquí, en este Comité de Selección de Descensos, porque en tu proceso de desencarnación ya se observó que estabas muy aferrado a lo que has dejado atrás y nos derivaron tu caso para que valorásemos si era posible cumplir tus deseos. Pero después de estudiar atentamente tu historial y de consultar tus archivos akhásicos tenemos la plena seguridad de que en este momento no te conviene volver a reencarnar.

–¿Lo veis? Sois vosotros los que decidís que no vuelva… ¡No yo!

–No, no lo interpretes mal: nosotros no decidimos que tú no vuelvas. Es realmente tu alma la que ha decidido que en este momento no necesita reencarnarse. Nosotros simplemente te hacemos patente esa decisión tuya. Y te ayudamos a que el proceso discurra adecuadamente.

–¿Cómo que decisión mía…? ¿Y ni como otra persona distinta podría reencarnar?

–Eso habrá que valorarlo más adelante. No hay más que ver el estado mental en el que aún te encuentras para comprender que necesitas pasar por un proceso de reposo.

–¿Cómo que reposo? –preguntó con cierta inquietud Anselmo, pero no consiguió interrumpir el relato del comisario.

–Tu acompañante Calisté te conducirá ahora al Hogar del Espíritu en el que estarás una temporada. Allí te darán más explicaciones, pero para que vayas tranquilo te diremos que te vas a dedicar a explorar tus potencialidades como ser humano desencarnado en tu condición de alma inmortal. Y cuando estés listo y desees volver a encarnar comparecerás de nuevo ante nosotros; entonces decidiremos si te seleccionamos para descender de nuevo. Hasta entonces, si te apetece, te puedes seguir llamando Anselmo. Aunque ya no lo seas.

Sin saber cómo ni cuándo había sido llamada a su presencia, Anselmo observó que Calisté había entrado en el recinto y se había situado ante los cinco comisarios. Les hizo el habitual saludo reverencial llevándose la mano al pecho y después se dirigió junto al hombre apaciguado al que iba a acompañar. «Dictaminado», escuchó que le susurraba aquella bella mujer, sin mover los labios, mientras lo invitaba a caminar a su lado. Reparó por primera vez en el rectángulo bordado en su traje con una inscripción que no entendía: «A-60X47H». Hechizado de nuevo por su hermosura, la siguió de inmediato y abandonó el Comité de Selección de Descensos sin acordarse de despedirse de los comisarios; le habría gustado hacerlo para no dar pie a ser tachado de maleducado cuando volviera a comparecer. Pero todo lo que acertó a hacer fue irse tras Calisté mascullando cómo era posible que mientras estuvo vivo le hubiera sido tan difícil que le concedieran un ascenso y que, sin embargo, después de morir, en el Cielo le pusieran tantas trabas para otorgarle un descenso.

En sueños te susurraré

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