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6. Los servidores del cielo

Pero aquello que produce efectos dentro de otra realidad también debe ser llamado realidad. Por ello, no siento que tengamos ninguna excusa filosófica para llamar «irreal» al mundo místico o invisible.

William James, Las diversidades de la experiencia religiosa

Un leve zumbido hizo que Anselmo abriera los ojos. El orbe había echado a rodar vertiginosamente por encima de la pradera semilíquida, pero Calisté y el recién llegado permanecían suspendidos y aparentemente inmóviles en el centro de la esfera rodante. Se encaminaban hacia el centro del paisaje que acababan de contemplar desde el lugar elevado que daba acceso al Hogar del Espíritu. Cuando Calisté se dio cuenta de que el regresado había abierto los ojos, con un rápido ademán de los brazos hizo que el orbe redujera gradualmente su velocidad de rotación. El desplazamiento se convirtió en prácticamente insonoro. Entonces ella retomó sus explicaciones.

–Ahora vamos a situarnos en un punto desde el que podamos divisar todo lo que quiero contarte y después nos iremos dirigiendo a los distintos lugares por los que debes pasar.

–¿Por los que debo pasar? –advirtió Anselmo.

–No olvides, hermano, que estás aquí para explorar las potencialidades de tu alma, ahora que estás desencarnado del plano físico. Eso te dijeron en el Comité de Selección de Descensos, ¿recuerdas? Y cuando hayas pasado por todos los lugares que forman parte de este circuito, si sigues queriendo regresar a la Tierra comparecerás de nuevo ante los comisarios, que reevaluarán tu caso.

Las iridiscencias que proyectaba sobre el rostro de Calisté la luz malva que atravesaba la superficie casi transparente del orbe le conferían a su semblante una increíble belleza, más allá de todo lo que Anselmo había podido imaginar estando encarnado. Situado tan cerca de ella, se dio cuenta de que lo sobrepasaba con rotundidad en altura. Todo en su acompañante estaba tan grácilmente proporcionado que contemplarla le causaba casi arrobamiento; por eso le costaba tanto prestar atención a lo que ella decía cuando hablaba. Calisté conocía bien el efecto hipnótico que su apariencia física podía causar en algunas mentes desbordadas por tanta belleza y por eso estaba dispuesta a ser aún más paciente.

–¿Cómo dices…? Perdona, no te he entendido bien…

–No te preocupes, hermano. Iré contándote lo mismo varias veces hasta que lo asimiles –y le guiñó un ojo a su invitado, con complicidad; Anselmo sintió de nuevo que le flaqueaban las rodillas y que se le transmitía un espasmo a los brazos, que tuvo que amarrar, apretando la mandíbula, para no lanzarlos alrededor de la cintura femenina–. Antes de nada, quiero que sepas que me llamo Calisté y que me puedes llamar así porque vamos a estar una temporada juntos. Voy a ser tu acompañante.

–Encantado, Calisté –balbució torpemente Anselmo mientras se acercaba a ella sin saber qué hacer–. Yo soy Anselmo… o no, no sé.

Ella dejó escapar una carcajada que hizo que la pared del orbe se expandiera y que destapó la presión en el pecho de Anselmo, el cual también empezó a reír. Entonces Calisté, sin dejar de mirar bondadosamente a aquel hombre inseguro, se tocó el centro de su pecho y luego alargó el brazo hasta posar su mano derecha con suavidad a la altura del corazón de Anselmo. Él también colocó su mano derecha a la altura del corazón de ella, guiado por la mano libre de su acompañante, que esta dejó reposando sobre la de Anselmo. Inmediatamente a él le rodaron unas dulces lágrimas, fruto de esa inesperada experiencia de hospitalidad y afecto que durante unos segundos le hizo perder la noción de lo que lo rodeaba. Tardó en volver a hablar.

–¿Y dices que vas a ser mi acompañante, Calisté?

–Sí, si te parece bien.

–P0r supuesto, por supuesto –asintió él con la cabeza varias veces, en señal no ya de aprobación, sino de indisimulable entusiasmo. Al retirar la mano volvió a ver la extraña inscripción y la pregunta le brotó sin censura–. ¿Y qué es esto que tienes aquí? ¿Significa algo?

–Por supuesto –aseguró ella, con una media sonrisa, mientras con el dedo índice de su mano derecha perfilaba el recuadro del bordado–. Es mi código y es algo personal que me identifica en este lugar. Verás, hermano, cada vez que llega alguien nuevo al Cielo se le asigna una persona que, por decir algo, es más veterana aquí. Aquí nos llamamos como te he dicho, acompañantes, porque este es el título que nos dan después de formarnos. ¿Ves la letra a? –La señaló con el mismo dedo–. Eso significa que soy acompañante. Nuestra misión es enseñaros a los recién llegados cómo está organizado el Cielo y cómo podéis explorar las potencialidades de vuestra alma. Pero espera, vamos a salir del orbe.

Calisté pareció concentrarse y cerró lentamente los ojos. A medida que sus párpados se juntaban, el orbe iba desapareciendo paulatinamente. En su rostro se dibujó una sonrisa que el viajero interpretó como una muestra de agradecimiento por el transporte. A continuación abrió los ojos y, sin perder la lozanía de su sonrisa, continuó la conversación.

–Mira, desde aquí podemos ver bien todo lo que ahora quiero mostrarte, aunque sea de lejos. ¿Ves aquel edificio de la derecha –y alargó el brazo por encima del hombro derecho de Anselmo, que se giró– que tiene hileras blancas y negras? Es el Pabellón de los Acompañantes. Allí me formé yo.

–¡Ah! –exclamó Anselmo con admiración por la inusual arquitectura del pabellón y por ser la sede en la que se había formado su cicerone.

Así prosiguió Calisté, señalando con su brazo, empezando por la izquierda del paisaje, hacia distintos lugares en los que se ubicaban los restantes pabellones, que fue nombrando: de los Sembradores, de los Tejedores, de los Sustentadores, de los Visionarios, de los Emisarios y de los Carmenadores. Anselmo los observaba con interés intentando captar alguna singularidad de cada uno, a pesar de la distancia. Ninguna construcción se parecía a las demás.

–Vas a pasar por todos ellos –añadió Calisté–. Solo así podrás conocer las potencialidades de tu alma en este momento, y, solo cuando conozcas de lo que eres capaz sin necesidad de retornar a la Tierra, podrás decidir si quieres volver a reencarnar o no. ¿Lo comprendes?

–Creo que sí, Calisté –respondió él, sin mucha convicción–. ¿Pero tú me acompañarás?

–Claro. ¿No te he dicho que soy tu acompañante mientras estés aquí? Y yo, como todos mis compañeros del Cielo, soy una servidora.

A Anselmo se le difuminó de repente todo su contumaz interés por reencarnar. Tal vez ofrecía mejor futuro una larga temporada dejándose acompañar por aquella beldad. No se daba cuenta de que de forma natural Calisté captaba telepáticamente sus pensamientos.

–Hermano, cuando termine nuestro periplo por los siete pabellones dejaré de acompañarte y tendrás que decidir qué quieres hacer. Y a mí me asignarán otra alma que acabe de ingresar aquí. Entonces nos despediremos.

Anselmo, sonrojado, sintió que de nuevo se le cargaban las espaldas, ya no con el peso de la obsesión por reencarnar, sino con el peso y la amargura de una extraña cuenta atrás. No sabía cuál sería su decisión última después de visitar todos los pabellones, pero sí había decidido que mientras durara ese viaje disfrutaría al máximo de la gozosa presencia de Calisté.

En sueños te susurraré

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