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9. El pabellón de los tejedores

Si abrimos el corazón y confiamos en su energía, su luz se verá desde los confines del universo y la ayuda llegará por los caminos más insospechados.

María Pinar Merino, El camino del corazón

¡Espérame! –gritó Anselmo cuando vio que Calisté había hecho aparecer de nuevo un orbe.

–No te preocupes, no pensaba irme sin ti –replicó ella y añadió, en tono entre burlón y desafiante–: ¿Cómo se te ocurre pensar que iba a dejarte solo? ¿No te he dicho que no quiero que mi supervisora tenga ningún motivo de queja sobre mí?

El hombre, desconcertado, volvió a escrutar los alrededores. No parecía que hubiese nadie vigilando. A regañadientes y con el ceño fruncido se introdujo en el orbe en el mismo momento en el que ella daba la orden mental de desplazarse. No se miraron ni intercambiaron palabras hasta que el vehículo se detuvo y se desmaterializó dejándolos suavemente posados sobre el terreno. Una inmensa construcción discoidal apareció ante ellos.

–El Pabellón de los Tejedores –dijo ella, con gran formalidad–. Acerquémonos para que puedas verlo bien.

Al aproximarse, Anselmo observó que el edificio no mostraba en realidad una delimitación inalterable, puesto que sus paredes experimentaban una dinámica por la que continuamente parecían hundirse por unos lados y sobresalir por otros, describiendo movimientos que no cesaban nunca. No encontró en su memoria ninguna referencia similar a lo que estaba viendo. Pero recordó alguna mañana de domingo en que había ido a pescar al río Salor y se vio a sí mismo sacando de un morral un pañuelo moquero con las cuatro esquinas atadas; al abrirlo había descubierto una masa amorfa de lombrices entrelazadas que intentaban ocultarse para huir de su destino como cebo. En su memoria aquello había sido lo más parecido a la construcción que ahora surgía frente a él.

Siguiendo las indicaciones de su acompañante, Anselmo continuó acercándose y pronto pudo darse cuenta de un matiz que antes le había pasado desapercibido: en realidad no eran gusanos los que se entrelazaban para formar el aspecto exterior del pabellón, sino ramas de diversos tamaños y colores, extrañamente flexibles e irrompibles. Miró de soslayo a Calisté como reclamando una explicación, pero ella prefirió observar en silencio el asombro dibujado en el rostro masculino. Cuando finalmente habló, no contribuyó a despejar ninguna duda.

–Pues sí, si es el Pabellón de los Tejedores es normal que el edificio esté tejido, ¿no?

–¡Fascinante! –Esto fue todo lo que acertó a balbucear él, detenido para observar con más admiración el danzante entrecruzamiento de ramitas, tallos y sarmientos dispuestos de tal forma que construían un inmenso nido en el que parecía que en cualquier momento iba a posarse una descomunal cigüeña.

–Te has quedado embobado.

–¿Se nota mucho? –dijo él, sin separar la mirada del soberbio entrelazamiento vegetal–. Quiero que me cuentes más sobre este pabellón. ¿Qué hacen aquí?

–A su debido tiempo… Aunque pienso que mejor será que te lo cuente Gea, su guardiana. De quien te puedo hablar un poco es de ella si quieres. ¿La conoces?

–¿A Gea? ¿Por qué? ¿Es que es de Aldea Moret?

Calisté estalló en una carcajada que fue rápidamente secundada por Anselmo, el cual desde que estaba en el Cielo había perdido todo miedo a sentirse ridículo, de modo que era el primero en reírse de sus propias ocurrencias. Se fueron acercando aún más a la construcción mientras ella le ponía al corriente de las andanzas de Gea.

–Gea es una diosa muy querida aquí. Los griegos la adoraban porque era la Madre Tierra de cuyo panteón habían surgido todas las razas divinas. ¡Te podría contar tantas historias suyas y todas fabulosas…! –Y chasqueó la lengua para ponderar cuánto le costaba acabar mordiéndosela–. Pero me conformo con que conozcas uno solo de sus episodios: estuvo cuidando al dios Zeus después de que la madre de este consiguiera evitar que lo devorara el padre de la criatura, Cronos, que ya se había comido antes a cinco hijos suyos. Como entonces, en muchas otras ocasiones Gea había adoptado un papel protector de la vida para asegurar su continuidad frente al egoísmo de algunas figuras masculinas que ejercían su dominación y muchas veces su violencia. Sí, ya sé que estás pensando que ha sido muy valiente. Es cierto. Seguramente su valentía ha sido consecuencia de su inmenso amor maternal. No olvides que es la Madre Tierra.

–¡Qué ganas tengo de conocerla! –exclamó alborozadamente Anselmo mientras experimentaba un escalofrío de expectación que le impacientó.

El hombre apresuró el paso adelantándose a Calisté, pero se paró en seco cuando vio el foso. Una trinchera rodeaba todo el nido. Su anchura y profundidad convertían en inaccesible al edificio. Buscó con una mirada de consternación a su acompañante, pero hasta que ella no llegó a su altura no obtuvo respuesta.

–¿Para qué correr tanto si luego te paras y tienes que esperar? –lo recriminó dulcemente con voz maternal.

–¿Y ahora qué? ¿No podemos pasar?

–¿Realmente quieres pasar? Si es así, no habrá obstáculo que te lo impida.

–¿Te estás burlando de mí? –dijo Anselmo con tono herido mientras se acercaba al borde del precipicio y observaba que era aún más profundo de lo que había supuesto–. ¿Pero has visto lo hondo que es? ¿Cómo vamos a poder pasar esto por alto?

–¡Pasar por alto! Precisamente creo que estás pasando por alto lo más importante: estás en el Cielo y aquí no rigen las limitaciones de la Tierra. Estás a punto de descubrir cómo cruzar, en cuanto abandones ese pensamiento terrícola limitante.

Desconcertado, Anselmo volvió a mirar el nido al que quería llegar, luego bajó la mirada hacia la oscuridad en la que se perdía la descomunal zanja, suspiró, mantuvo cerrados los ojos durante unos instantes y después volvió a fijarse en las ramas entrelazadas que soportaban el edificio. «Voy a cruzar, pero ¿cómo voy a hacerlo?», pensó. Entonces sucedió. Desde distintas alturas empezaron a sobresalir cuatro ramas que en lugar de trenzarse con las contiguas se lanzaban hacia el exterior, hacia el lugar en el que él se encontraba; dos quedaban casi a ras del suelo y las otras dos apuntaban hacia las caderas del desconcertado visitante. Según avanzaban, las ramas iban engrosándose y disponiéndose en paralelo entre sí. Mientras, otras pequeñas ramas brotaban también del nido y se iban colocando perpendicularmente entre las dos ramas paralelas del suelo a modo de travesaños de una improvisada pasarela de madera. Algunas lianas surgieron de la plataforma y fueron recorriendo la armazón y sus ensambladuras para asegurarlas. En pocos segundos un robusto puente apareció ante los atónitos ojos de Anselmo. Con la boca aún abierta se giró hacia Calisté, que se divertía con la escena. Ella empezó a aproximarse mientras bromeaba.

–Si es el Pabellón de los Tejedores es normal que también sepan tejer un puente, ¿no?

Cuando la acompañante estuvo a su altura, posó la mano izquierda sobre la espalda de Anselmo, invitándolo a avanzar con ella. Colocaron un pie sobre la pasarela. Era sólida y resistente. El hombre se afianzó agarrándose al pasamanos antes de adelantar el otro pie sobre el siguiente madero. Luego ya no hizo falta dar más pasos porque toda la estructura del puente empezó a moverse regresando hacia el nido. Antes de alcanzarlo, las cuatro robustas vigas y los travesaños que las unían iban reduciendo su volumen y flexibilizándose hasta convertirse en minúsculos látigos que desaparecían entremezclados en la espesura vegetal. Anselmo y Calisté quedaron suavemente depositados sobre el terreno próximo al nido. Él se dio la vuelta para volver a mirar el foso, ya desde el otro lado. Seguía sobrecogido por el inesperado modo que les había permitido cruzar. Ella observaba con mucha atención la impronta emocional que había dejado la experiencia en su semblante.

–Anselmo, estás impresionado, ¿eh? –Sin esperar respuesta del enmudecido visitante, prosiguió–. Claro, en realidad sobrecoge. Supongo que te habrás dado cuenta de que para que esto haya sucedido han tenido que concurrir dos factores, uno externo y otro interno. El externo es la asombrosa capacidad que tiene esta materia vegetal de modificarse hasta dar forma a lo que haga falta. En este caso, ha sido un puente, pero podría haber sido cualquier otra cosa necesaria. Y el factor interno es tu inexplorada capacidad de generar deseos sinceros…

–¡Deseos que siempre se cumplen si coinciden con los propósitos que tiene la Inteligencia Suprema para ti! –exclamó una dulce voz femenina que sonaba lozana y dotada de la ternura del terciopelo.

Inmediatamente Anselmo se giró a la derecha, hacia el lugar del que procedía la voz, y vio a Gea. Su cuerpo era el de una hermosa joven de piel tersa como el marfil, aún más alta que Calisté. Su blusa verde de fino tul quedaba abotonada con un gran broche metálico circular y cubría solo sus exuberantes senos, dejando al descubierto un abultado vientre gestante en cuyo interior se percibía un perpetuo movimiento. Sus ojos, de un intenso azul claro, resaltaban en el centro de una maraña vegetal que surgía de su cabeza: porque, en lugar de largos cabellos que caían sobre los hombros, de la cabeza de Gea también brotaba un sinfín de ramitas que aumentaban y disminuían de tamaño, lo cual modificaba continuamente su aspecto. Sobre ellas a veces se posaban las mariposas multicolores que revoloteaban alrededor.

–Salud, Gea –exclamó Calisté dirigiendo su mano derecha hacia la diosa y haciendo una ligera inclinación reverencial–. Te presento a Anselmo. Ha llegado de la Tierra hace poco.

–Salud, A-60X47H –dijo Gea mirando hacia Calisté y luego dirigiéndose hacia el visitante–. Y bienvenido, Anselmo.

–Recuerda que puedes llamarme Calisté, por favor –añadió ella.

–Ven aquí conmigo, hijo –dijo Gea mientras con sus brazos abiertos atraía a Anselmo. Él se aproximó y se dejó estrechar en un suave abrazo contra el tierno y palpitante vientre, en el que escuchó, amplificado por las corrientes amnióticas, el sonido de un único latido. Sintió ganas de llorar y no lo evitó.

Un dedo de Gea acarició la lágrima derramada sobre el rostro de aquel hombre que parecía haber vuelto a su infancia y después de enjugarla le mesó los cabellos, como lo haría una madre con su hijo para calmarlo o expresarle su tierno afecto. A él se le erizó el vello de puro placer. Se rebulló entre sus brazos para sentirse aún más estrechado, sintiendo que le estaba arrebatando esos momentos a la eternidad. Después ambos empezaron a separarse, lentamente, hasta quedar a una distancia suficiente como para mirarse a los ojos. Simplemente para mirarse porque no era necesario decir nada. Calisté aguardó a que dejaran de abrazarse para intervenir.

–Siempre me conmueve ver tu abrazo, Gea. Yo también llego a sentirlo… Ahora, si te parece, te agradecería que te hicieras cargo de mi acompañado.

–De mil amores –dijo la guardiana, sin dejar de mirar dulcemente a Anselmo–. Acompañadme.

Se encaminaron los tres hacia la pared enmarañada de ramas y hojas. Ninguna puerta quedaba a la vista. Por encima de la estructura únicamente sobresalía una gran te mayúscula, el emblema del pabellón; la letra estaba formada por ramas. Anselmo se preguntaba por dónde entrarían en el edificio. Suponía que tal vez se descruzarían las ramas para permitirlo. Así sucedió. En la pared del nido se abrió un hueco suficiente como para que lo traspasaran holgadamente los tres e inmediatamente después volvió a trenzarse el tejido para recuperar la estructura previa.

La planta del edificio tenía una forma anular que a Anselmo le hizo recordar las roscas que su madre freía cuando él era un niño. Una agradable luz cenital que atravesaba la gran claraboya central inundaba el espacio. Otros pequeños rayos adicionales se iban filtrando desde la sección del techo que cubría el anillo, pero su ubicación iba cambiando según se iban aflojando o tupiendo los nudos vegetales que coronaban la inmensa estancia. Un delicado aroma a musgo y frutos silvestres contribuía a dotar al ambiente de un carácter realmente acogedor. Mientras caminaban, Gea empezó a explicarle al visitante la función del pabellón.

–Anselmo, aquí ayudamos a que cada ser humano pueda cumplir su propósito esencial, su programa de vida. ¿Sabes de qué te hablo?

–Agradecería más detalles, si no te importa –reconoció él con cierta pesadumbre por su ignorancia.

–De mil amores, hijo. No te menosprecies que no es nada malo pedir explicaciones cuando hacen falta. Verás, cada ser humano que baja a la Tierra lo hace con un propósito, digamos que con un plan o programa. Eso es lo que quiere experimentar en su vida y para ello elige unas determinadas condiciones de tiempo y lugar. –Gea se detuvo unos instantes pensativa y luego miró a Calisté–. ¿No habéis estado aún en el Pabellón de los Visionarios?

–Pues no, prefiero seguir el orden dextrógiro –justificó la acompañante.

–Muy bien –retomó Gea–. Lo preguntaba, Anselmo, porque seguro que allí te contarán mucho mejor esto, pero yo ahora te daré un avance para que puedas entenderme bien. ¿Has ido alguna vez a algún desfile o procesión?

–¿Procesión? ¡Pues claro! ¡Buenas procesiones celebramos en Aldea Moret cada cuatro de diciembre en honor de Santa Bárbara!

–Pues imagínate que un tres de diciembre estás tranquilamente en tu casa y piensas que tienes ganas de salir de allí y hacer algo distinto. Entonces te surge la idea de ir al día siguiente a esa procesión de Santa Bárbara…

–Me lo imagino, sí. ¡Vaya que si me lo imagino!

–Perfecto. Entonces ir a la procesión se convierte en tu propósito fundamental para ese día. A lo largo de él pueden suceder otras cosas pero muy pocas son importantes, en el sentido de que muy pocas de ellas podrán afectar al éxito o fracaso de tu propósito.

–No sé si entiendo bien –Anselmo reclamaba más esclarecimiento.

–Sí, a ver si consigo que me entiendas –Gea aceptó la necesidad de explayarse–. Imagina que has quedado con un amigo a las nueve de la mañana de un cuatro de diciembre para ir a ver esa procesión. Digamos, por poner una hora y un lugar, que empieza a las once en un lugar a tres kilómetros de tu casa. ¿Lo tienes?

–Sí, claro. Puedes proseguir.

–Bien. Pongamos ahora un acontecimiento imprevisto. Por ejemplo, tu amigo se queda dormido y no acude, pero era él el que llevaba el vehículo en el que os ibais a desplazar. Si te quedas esperando a que él llegue, te pueden dar las once y te acabas perdiendo la procesión. En definitiva, no cumplirías el propósito fundamental de tu día por una causa ajena a ti. ¡Qué pena perder así el día! ¿No te parece que sería una pena?

–Ya lo creo. ¡No sabes lo guapas y simpáticas que van las mozas de Aldea Moret ese día de festejo…!

–Muy bien –sonreía Gea mientras lo decía–, ya veo que estás hecho un conquistador. A lo mejor tu amigo se ha quedado dormido porque ha pasado una mala noche por culpa de una riña o un tumulto que ha habido de madrugada en su calle, pongamos por caso. Ya te he dicho que los tejedores tienen la misión de ayudar a que los seres humanos cumplan sus propósitos esenciales. Un tejedor haría todo lo posible para que llegaras a ver la procesión.

–¿Y cómo? –preguntó interesado él.

–Pues eso ya depende del arte de tejer… A veces puede ser que baste con influir en las circunstancias que se han originado en la calle alterándolas para que así no se produzca ningún tumulto que pueda mantener en vela a tu amigo por la noche e impida que se despierte a la hora prevista y te recoja según los planes convenidos. Pero también podría ser que lo más adecuado sea no tratar de modificar esas circunstancias ajenas sino las tuyas. Por ejemplo, podría ser conveniente que olvidaras que habías quedado con ese amigo que llegará tarde y en su lugar te fueras con otra persona que pasase por el lugar. A veces incluso no hay una sola actuación posible sino varias. Hay circunstancias complejas en las que se tejen distintas posibles soluciones, aunque al final solo una de ellas prospere. Es un tema complejo pero muy estimulante. Además, para cumplir bien nuestro cometido dependemos estrechamente de nuestra colaboración con los visionarios. Pero de ellos no te voy a hablar yo…

–Ya lo he entendido. Me da la impresión de que vuestro papel es muy importante. Incluso sospecho que lo que vosotros hacéis de algún modo obliga a la persona, como si tuviera que amoldarse a lo que planeáis.

–No, Anselmo, eso no es así: nunca podemos obligar a ningún ser humano a ajustarse a los planes tejidos por nosotros porque eso atentaría contra el libre albedrío, contra esa capacidad de elegir que es consustancial a la consciencia humana. Verás, lo que sucede es que nosotros contribuimos a crear las condiciones más favorables para que cada uno cumpla su propósito de vida, para que pueda cumplir lo que tiene planeado o programado. Pero no es más que eso, un ofrecimiento. Y todos los ofrecimientos se pueden aceptar o rechazar; si no fuera así, serían una imposición y eso no haría evolucionar a nadie: ni a quien impone ni a quien se somete a la imposición.

Por las muecas de impaciencia dibujadas en el rostro del visitante, Gea se dio cuenta de que Anselmo estaba teniendo dificultades para comprender de un modo concreto a qué se estaba refiriendo ella. Por eso tomó una determinación.

–Como veo que entender esto último te está costando te invito a que me sigas allí.

Se encaminaron hacia un lateral del anillo hasta llegar a un pequeño recinto con forma ovoide en cuyo centro cuatro tejedores urdían su trama. Vestían ropas similares a las de Gea, aunque más ceñidas, y exhibían su código personal, que empezaba por la letra te mayúscula. Dos de ellos tenían rasgos femeninos; los otros dos, masculinos. Todos estaban formando un círculo y mirando al espacio creado entre ellos. Cuando la diosa y el visitante llegaron a su lado, les sonrieron y se separaron lo suficiente para permitir que se viera lo que estaban realizando.

Del extremo de un pedestal surgía una burbuja semiesférica y en su interior se veían imágenes humanas, algunas de ellas enlazadas por hilos de diverso color y grosor que eran generados por las yemas de los dedos de los tejedores. Estéticamente la visión era muy bella. El espacio sobre el que trabajaban se iba llenando cada vez de más de colores trenzados. Parecía un mandala dinámico en constante regeneración. Gea explicó por qué estaban contemplando aquello.

–Te he traído aquí porque estos tejedores están interviniendo en un asunto muy parecido al tuyo. También se trata de un chico que quiere salir de su pueblecito. No es Coria, pero podría serlo. El programa de este joven no tiene que ver con las minas sino con el cinematógrafo: desea convertirse en un gran actor. Los motivos por los que desea esto no hace falta que te los explique pues son harina de otro costal. Bien, fíjate en los hilos. Los hay más finos y otros más gruesos como cordones. Y de diversos colores en función de la energía que incorporen. A este adolescente, que se llama Manuel, lo hemos ayudado a activar su propósito haciendo que llegara a un pueblo vecino una compañía de cómicos de la lengua que ha representado una obra de teatro, concretamente Don Juan Tenorio. La actriz que interpretaba a doña Inés inflamó el pecho de Manuel hasta tal punto que se quedó prendado de ella y no pensaba en otra cosa más que en marcharse en el carromato de la compañía.

Anselmo se asomó sobre la imagen de la burbuja y comprobó que, efectivamente, en el centro aparecía una pequeña figura de un joven que podría corresponderse con Manuel y que de él partían multitud de hilos y cordones que lo conectaban con otras efigies que no pudo reconocer, pero también con objetos que mostraban extrañas formas geométricas. Gea prosiguió su exposición:

–Para que Manuel esté ahora en Madrid trabajando en un estudio cinematográfico los tejedores han tenido que esforzarse urdiendo varias tramas con las que crear todo tipo de circunstancias de respaldo: el abuelo del muchacho tuvo que cortarse con una hoz en la mano para que así el nieto tuviera que ir con él a ayudarlo en las labores del terruño el mismo día en el que por el camino transitaba el carromato de los cómicos, que precisamente pasó ese día por ahí porque le habían anulado las tres funciones que iba a dar en otra localidad por una discusión política entre el director de la compañía y el cacique del pueblo; y hubo que hacer que la actriz que encarna a doña Inés sintiera mucho calor para que en ese preciso instante tuviera que salir de debajo de la lona del carromato y se asomara al pescante con la blusa desabotonada y exhibiendo su inocente y provocadora lozanía; y hubo que dejar que horas después Manuel se pudiera colar en la representación de esa noche; y muchas cosas más…

–¡Increíble! –exclamó Anselmo–. ¿Todo esto hacen los tejedores? ¡Un trabajo increíble…!

–Increíble pero cierto, querido hijo.

Gea abrió los brazos y le dedicó a Anselmo una mirada en la que estaba condensada toda la dulzura maternal del Universo. Él supo que aquel gesto implicaba que había finalizado su visita al pabellón y que procedía ya una despedida. Apenado por ello, avanzó hacia la diosa y se dejó estrechar por ella, tan intensamente que se le desdibujaron las fronteras. Sintió que se había fundido auténticamente en ese abrazo con ella, hasta el punto de integrarse en su interior y sentirse desaparecer absorbido por su hospitalario regazo.

En sueños te susurraré

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