Читать книгу En sueños te susurraré - Antonio Cortés Rodríguez - Страница 9
Оглавление2. Calisté
Siempre creemos lo que estamos deseando que ocurra.
Eugenio Fuentes, Mistralia
Después de conducir al recién llegado a la sede del Comité de Selección de Descensos, Calisté hizo de nuevo un gesto de despedida colocando su mano derecha sobre el centro de su pecho y se retiró. A continuación dirigió sus pasos a la sala de control, donde debía aguardar instrucciones.
Antes de que alcanzara el perímetro del recinto, su presencia fue detectada por los sensores encargados de franquear el paso. La puerta transparente se desmaterializó y volvió a materializarse cuando la mujer la salvó.
El inmenso recinto circular estaba integrado por distintos módulos redondos dispuestos estratégicamente para crear una estructura imbricada que asemejaba una inmensa célula pulsante. Ocupando el lugar que le correspondería al núcleo celular, presidía el espacio una gran esfera de superficie tornasolada desde cuyo interior la superestructura del Coordenador General velaba por el funcionamiento adecuado del Cielo.
Calisté giró a la izquierda hacia el sector de las salas de espera donde otros como ella aguardaban a recibir instrucciones sobre los recién llegados. Tanto las mujeres como los hombres del colectivo de los acompañantes usaban el mismo uniforme: un mono enterizo de color azul claro, ceñido al cuerpo, y ribeteado por franjas plateadas en tobillos y muñecas, sobre los hombros y alrededor del cuello. A la altura del corazón el traje llevaba bordada una cartela con un código, que también aparecía en mayor tamaño a la espalda. Todos eran de gran estatura; lucían cabellos argénteos dispuestos en media melena, rostros tersos y agradables donde destacaban grandes ojos ovales y unas atractivas proporciones corporales que invitaban a la contemplación ilimitada de su dulce belleza.
Como las dos primeras salas estaban completas, Calisté siguió avanzando. En la tercera encontró varias cabinas libres. Entró en una de ellas, cerró la puerta y se acomodó en el sillón envolvente de color granate que estaba suspendido en el centro de la pequeña estancia. Al instante se produjo un aislamiento completo del exterior. La pantalla frente a la que estaba situada se iluminó y en ella apareció la imagen de lo que en ese momento estaba sucediendo en el Comité de Selección de Descensos.
Calisté vio la cara de serenidad de Anselmo Paredes cuando finalmente, al darse cuenta de que había muerto, empezaba a aceptar su nueva situación. Se dispuso a escuchar con atención la conversación.
–Pues entonces va a ser verdad –reconoció Anselmo con tibieza, pero sin congoja–. Teníais razón. Y estoy muerto. Nunca me habría imaginado que fuera así esto…
–Nos alegramos de que por fin empieces a comprender –se felicitó el comisario situado en el centro del tribunal.
–Pero… Hay algo que aún no entiendo.
–Te escuchamos.
–Si estoy muerto, ¿cómo es que sigo vestido como cuando estaba vivo? ¿No debería estar desnudo? O, mejor, ¿no debería no tener cuerpo? ¿No se ha quedado el cuerpo ahí abajo en el almacén, retorcido y achicharrado después de que me diera la descarga?
–Buena apreciación, hermano –exclamó el comisario–. Verás, tú ya no estás vestido con esas ropas.
La sorpresa de Anselmo lo llevó a palparse de nuevo la ropa, a arrugarla y olerla, en busca de una explicación que se le antojaba imposible. Miró atónito a los cinco comisarios, se giró para ver si había alguien más en aquella sala semicircular y luego volvió a su extrañeza.
–¡Eh, parad el carro! ¡Si la ropa que llevo puesta hasta me huele a superfostatos…!
–Que crees que llevas puesta –puntualizó rápido el comisario–. Escucha con atención sin interrumpir mi razonamiento hasta que concluya. Es importante que escuches lo que te vamos a decir…
Aunque era solo uno el comisario que parecía dialogar con el recién llegado, usaba la primera persona del plural para destacar que lo que él emitía también procedía simultáneamente de los otros cuatro comisarios que junto con él estaban sentados a la mesa integrando el órgano colegiado. Ciertamente todos ellos mantenían la misma actitud de escucha y conversación con Anselmo, y por tanto de alguna manera eran los cinco los que al unísono hablaban a través de quien estaba sentado en la posición central.
–Has vivido siendo Anselmo Paredes durante los últimos treinta y ocho años; en realidad un poco más si contamos también tu gestación. Naciste en el año 1924, según vuestro cómputo, en un punto de una pequeña localidad llamada Coria, ubicada en un rincón del continente europeo del planeta Tierra, en uno de los sistemas solares de la galaxia que llamáis Vía Láctea. Para cumplir tu experiencia de ser Anselmo, encarnaste en un cuerpo bastante robusto y preparado para la acción, tanto que, gracias a él, te apodaron el Tierrón. Pero después de vivir todo lo que tenías que vivir llegaste al momento en el que la experiencia de ser Anselmo finalizó. Y tuviste que dejar en la Tierra lo que a la Tierra le pertenecía pues estabas hecho con sus materias primas: el cuerpo mortal que te permitieron usar mientras fuiste Anselmo, precisamente para que pudieras experimentarte como tal. Llegaste allí abajo sin él, te lo prestaron ahí, y por ese motivo lo tuviste que devolver antes de regresar aquí arriba. ¿Lo estás entendiendo, hermano? –La pregunta era retórica, de modo que el comisario prosiguió su exposición sin perder de vista la mirada de lenta comprensión que reflejaban las pupilas del hombre al que observaba–. Muy bien. Como has devuelto el último cuerpo con el que has estado encarnado, ahora estás desencarnado. No tienes cuerpo físico, hermano. Tampoco ropa. Crees que aún tienes el cuerpo de Anselmo y su ropa, y hasta te conviene que te sigamos llamando Anselmo porque sigues muy vinculado con la experiencia de tu última encarnación. Parece que hasta el momento sigues muy apegado a tu reciente experiencia terrícola. ¿Hay algo especial de allí a lo que sigas muy apegado… o alguien?
Anselmo se miró de nuevo la ropa, extendió sus manos ante sí y buscó el anillo. Su gesto sirvió de respuesta: seguía apegado a Brígida, aquella moza de talle explosivo que lo encandiló un cuatro de diciembre en el baile de celebración en honor a Santa Bárbara; aquella mujer con la que un año y medio después habría de casarse para aplacar la llama constante que le devoraba las entrañas; la trabajadora hacendosa en casas ajenas y madre amorosa en la propia; la prestidigitadora que practicaba la magia financiera con las ciento cincuenta pesetas de sueldo semanal que el marido arrancaba en la mina; la mujer sorprendente a la que apodaron la Fantasiosa porque decían que veía lo que nadie veía y escuchaba voces que nadie más oía…
El comisario comprendía el estado en el que se encontraba la mente de aquel hombre que estaba sintiendo que acababa de enviudar de modo inesperado, a pesar de que sería ella la que legítimamente podría lamentar haberlo perdido a él. Después de dejarle unos instantes para procesar sus sensaciones, prosiguió su exposición.
–Hermano, no te aflijas. Es normal que te sientas así, al menos durante una temporada. Cuando la experiencia vital ha sido muy intensa o han sido muy estrechos los lazos con alguien o con algo, después de desencarnar a veces cuesta mucho acostumbrarse a la nueva situación.
–¿Quieres decir que cuando me acostumbre a estar muerto ya no me veré con las ropas que ahora llevo puestas –enseguida reformuló la pregunta para anticiparse a otra probable amonestación–, o que creo que llevo puestas?
–Es probable. Eso es lo normal, en efecto… Aunque pudiera ser que a pesar de haberte acostumbrado prefirieras seguir viéndote así. También hay gente que decide hacer esto, a modo de juego de diferenciación.
–¡Pero bueno! ¡Que es probable que sí pero puede que no…! ¿Es que no hay normas fijas en este lugar? Yo creía que esto del Cielo iba a ser más serio, que aquí había reglas para todos, sin excepciones… Pero veo que no.
Antes de zanjar la cuestión, la mirada del comisario dejó traslucir un gesto que a Anselmo se le antojó lo más parecido a una sonrisa que podía esperar de un miembro de su tribunal enjuiciador.
–La obsesión por las reglas fijas y las normas inamovibles es algo que se queda también en la Tierra pudriéndose sobre los cuerpos deshabitados. Aquí ni las reglas ni los cuerpos son necesarios.
El silencio que a continuación brotó en la sala desconcertó aún más a Anselmo, que seguía afanosamente entregado a la insatisfactoria tarea de palparse la ropa que ya no vestía y el cuerpo físico que ya no habitaba.