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1.4 La apertura y participación de un ser con otros

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La apertura del ser es infinita no en el sentido de un absoluto, sino de una potencialidad no delimitada ni por nuestro conocimiento ni por los seres particulares individualizados en la realidad presente. Es algo que seguirá dándose a nuestra exploración de un ente a otro, en tanto nuestro conocimiento se aplique al descubrimiento del mundo, con un poder tan grande como es la potencialidad de comunicación entre los seres.

No hay que olvidar que en la experiencia no se ofrecen los entes con sus particulares propiedades como separados unos de otros, sino únicamente como variantes mentales que fundamentan nuestra capacidad intuitiva de definir las diversas individualidades sustantivas. Las ideas de esencia y de sustancia no son más que conceptos fundados en las diferencias de las unidades de los seres experimentales; tales diferencias y particularidades son las que originan y justifican nuestra conceptualización, unidad y comunicabilidad de los entes.

Por lo tanto, con razón podemos afirmar que hay entidades particulares con sus específicas propiedades, que el ser mismo no solo fundamenta, sino que expresa a través de sus múltiples capacidades de expresión. Con ellas, el ser se hace presente y se da como autónomo a la conciencia, al mismo tiempo que se convierte en algo para la misma: «algo» por lo cual la misma conciencia es atraída y asimilada, mientras se opone y se niega su identidad. El camino de la integración y comunicación no se detiene en un ser particular, sino por los enlaces y las aperturas del ser se enlaza de un ser, y de mi ser, al ser de nosotros. Se extiende así la gran geografía de los seres, como de una región que se pierde en la lejanía del horizonte, hasta constituir el universo de seres que se definen como la globalidad total del mundo. Como de un ser particular a otro hay contraste, sorpresa, poder, y participaciones variables y diferentes, en un simple acto experimental; mucho más si la consideración consciente de nuestra vida se extiende hacia un universo del que en realidad poseemos solamente una orilla.

Pero esto no nos impide someter a un examen el conjunto global de los individuos sustantivos que modelan nuestros conocimientos experimentales para separar y catalogar, según sus poderes y propiedades, las diferentes clases de entes. Así como en los actos se dan líneas divergentes de poder, también se dan estructuras concordantes que fundamentan la organización, la cual las ciencias naturales, en primer lugar, ya contabilizan, clasifican y distinguen. Así, sin la necesidad de convertir el ser en un género, o predicado universal, se nos hace posible visualizar los diferentes grupos de seres y sus niveles de expresión en el ámbito de la vida real. Y tampoco impide elaborar conceptos abstractos de alcance más general: como el concepto de un ser en sí general o un concepto general de sustancia, con tal de que no lleguemos a identificar el orden de nuestros pensamientos con el orden real, experimental y concreto.

Al aceptar la clasificación de las ciencias físicas y naturales, no se nos impide dirigir más reflexiones y preguntas acerca de cada una de estas clases de seres. Así, abrimos caminos que arrancan desde los seres más inmediatos en sus expresiones sensibles, hasta los que encierran un potencial que despierta consideraciones más elevadas en nuestro espíritu, desde lo más limitado hasta lo ilimitado, o hasta infinito, aunque este no se ofrezca a nuestra experiencia, siempre limitada y progresiva, sino a reflexiones más especulativas. Afortunadamente las ciencias modernas han superado la catalogación de Linneo, y ya no consideran los diferentes reinos como áreas separadas e incomunicadas. A pesar de conservar las divisiones clásicas, útiles en cierto nivel, hoy se estudian las entidades mundanas como conjuntos relacionados, y se encuentra, en sus estructuras más simples (átomos, partículas y radiaciones), el argumento para reconstruir la unidad global que había desaparecido en una consideración macroscópica.

Con esto no se pretende reconstruir una unidad de ser a un nivel subatómico, que absorbería en sí los entes particulares con su propia individual diferencia, al volver a disolver, en una especie de aperion (indefinido) griego, aquello que se da en su unicidad y personalidad. Hoy, la disolución de la ciencia tendiente a estudiar la energía material, como un todo perdido en la niebla del principio de indeterminación, ha aterrizado en un cuádruple principio diferenciado: la fuerza gravitacional, la energía electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil. No interesa a la filosofía entrar en análisis de lo que pertenece estrictamente a la ciencia. Se reservan, entonces, preguntas críticas más fundamentales que acompañan los problemas que los científicos han tratado de resolver. Siempre cabe preguntar, ¿qué caracteriza a los entes que se experimentan como meramente físicos, y los que se dan con el dinamismo y la organización de la vida? Y dentro de la vida misma, ¿qué significan los organismos de orden semoviente y los que se comunican por el lenguaje abstracto y los símbolos generales? Nada impide que se establezca una escala de seres bien diferenciados, y que se separen las estructuras poseídas en común de los privilegios que adornan las clases superiores.

La ciencia se mueve en dirección opuesta a la filosofía. Su análisis de los individuos tiende a agruparlos, y posiblemente a someterlos a una fórmula o a un número estadístico. En la masa unificada, el individuo particular se pierde. La filosofía va hacia el individuo como es en sí mismo desde la aprehensión superficial de los sentidos. No basta la presencia experimental. El «ser» del individuo debe ser visto en profundidad. La aproximación al individuo es sucesiva. Por otra parte, el ser individual se da con toda su complejidad. Y se refiere necesariamente a otros por su carácter de intersubjetividad. Podrá así representarse este «fenómeno dual» con el ejemplo siguiente:

Figura 25

Esto sucede desde «las gradas ínfimas» de los seres existentes hasta las más elevadas. Un ser vegetal particular remite a toda la esfera de la vida, la biósfera, como la veía Teilhard de Chardin: unicidad y multiplicidad, presencia, devenir. La vida posee, además, una historia, un parentesco, mientras la piedra solo posee la afinidad. En la historia hay una memoria que se refleja en los genes que preceden al desarrollo. Cada uno remite a otro y a otros y, en fin, a nosotros. Es prácticamente inútil que nos dediquemos a describir la variedad de los tipos de vida, la elevación del proceso de producción, siempre particular y siempre abierto a la pluralidad, al espacio, al tiempo y a la conciencia. Podría describirse la maravilla de cada ser vegetal y de cada ser animal. Nunca acabaríamos de extrañarnos y admirar y preguntar por su unicidad y vivacidad de expresión. Podríamos detectar la presencia de una mente escondida en el proceso de crecimiento y reproducción, la defensa de la vida y la agresividad para conquistar. Y en los animales superiores los signos de libertad, de gregariedad, de simpatía y de amor, de cálculo previsor y de adaptabilidad, de memoria del individuo y del grupo, pero tal descripción puede encontrarse en libros de biología, genética, botánica e historia natural.

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