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2. Este ser y la pereza

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El planteamiento de Levinas (ibid., p. 80) consiste en tender hacia el ser existente, como una meta a descubrir, a partir de lo inmediato de la experiencia. La meta es el existente particular en relación con el existir. Para lograrlo se sitúa en algunos «momentos» originarios previos a la relación con el ser. Se contraponen dos elementos: la necesidad de ser, por una parte, y la pereza como dificultad, por otra.

Figura 29

Lo primero es la simple sensación o la intuición inmediata. Es la que establece la correlación natural entre nosotros y el mundo, porque en su interior se afianza el asombro, que es el resorte de nuestro entender: «El contacto de la luz, el acto de abrir los ojos, la iluminación de la simple sensación, están aparentemente fuera de la relación, no se articulan como respuestas a preguntas» (ibid., p. 85). Esto produce nuestra extrañeza de cara al ser. Lo que asombra es la posibilidad misma de lo inteligible: se da lo inteligible en su existencia. Frente al ser no hay preguntas: ¿qué es el ser?, es una pregunta sin respuesta. Sería como preguntar: ¿qué es lo inteligible del ser? Es uno de los problemas que, como se ha visto en Marcel, estalla por su propio poder, implica la respuesta en la pregunta: en el «es» ya está el ser... Deja de ser problema para volverse misterio.

Se cuestiona Levinas (ibid., p. 92): ¿qué hay detrás de esta pregunta? Y responde: ya no hay verdad, solo hay bien. Por esto es posible analizar nuestra «adhesión» al ser, ahí donde se ve su separación. Un hombre se propone conquistar la existencia, porque esta va a satisfacer su necesidad: es la lucha por la conquista de la vida. La vida es la que establece la relación con el ser, pero no es solamente la lucha por la vida la que explica la existencia. Hay algo más: en la economía de la situación donde aparece la vida, se descubre como una lucha por el porvenir «como la cura que el ser toma de su duración y conservación» (loc. cit., p. 30). El fenómeno de este nacimiento precede la vida misma: lo que ya existe, pretende prolongar su existencia.

Esto conduce a Levinas (ibid., p. 102) a considerar la pereza y la fatiga como elementos ontológicos previos a toda reflexión, aunque solamente la reflexión es la que da forma a los acontecimientos de nuestra historia. Sin embargo, la pereza y la fatiga cumplen con una tarea: rechazar la negatividad y la impotencia. Psíquicamente, por así decirlo, dan la impresión de una actitud negativa, pero ontológicamente no son un retroceso frente a la existencia, sino su arranque. Hay una debilidad, una flojedad frente al ser, pero es una debilidad de sí, un abandonar el yo para que exista el ser. Es necesario realizar algo, es preciso iniciar, aspirar a algo nuevo, superar el yo: la existencia se hace esencial. Es como el recuerdo de un compromiso: es la obligación de un contrato, es inevitable; el rechazo se vuelve imposible. No es posible una evasión, sería sin sentido y sin dirección. Esta flojedad no se determina como un juicio, es solo una debilidad; es el «mal de ser»: es la percepción, no de una verdad, sino de un bien atractivo, pero pesado, y abandonarse sería «abdicar a la existencia».

El análisis de la pereza pone en luz el comienzo de este nacimiento: es el comienzo antes del comienzo. La pereza no es un rechazo a la existencia, no es ocio ni reposo, más se parece al cansancio. La pereza no discute la necesidad de la acción, solo la hace más lenta, crea un instante de espera. El rechazo es interno a la debilidad: «La flojedad, por todo su ser, lleva a cabo este rechazo de existir» (ibid., p. 132). Se coloca después de la intención, como un instante entre la necesidad y la acción; posee un carácter propio y específico. La pereza está esencialmente atada al comienzo del acto: «Se refiere al comenzar como si la existencia no le permitiera el acceso, sino que la “previviese” en una inhibición» (ibid., p. 133). Más bien parece que la inhibición de la pereza ilumina cada instante en la revelación del comienzo, lo que cada instante es en virtud de ser instante, porque es inherente al acto de comenzar. Con ella, claro está, la ejecución se hace más difícil, como correr sobre un pavimento mal empedrado, sacudida por los instantes de los que cada uno es un recomenzar.

Por esto se remonta a la idea de juego, el juego de una representación. La realidad del juego es inferior, es esencialmente hecho de irrealidad. La representación escénica ha sido siempre interpretada como un juego. Es una realidad pasajera que no deja rastro. El juego no tiene historia, no deja nada después de haberse apagado, puede terminar espléndidamente, porque nunca ha empezado realmente. Esto se realiza en el instante de la pereza. El comienzo del acto no es libre, simplemente se da; el impulso está presente de una vez: es como un incendio donde el fuego arde y consume su propio ser.

«En el comienzo ya hay algo de pérdida, y algo que es ya poseído» (loc. cit., p. 135). En el comienzo no hay solo partida, de una vez hay regreso sobre sí mismo, hay una necesidad de curarse de sí mismo. De acuerdo con Heidegger, la cura no es como un acto al borde de la nada: «Es impuesta por la solidez del ser que comienza y que desde ya es preñado por el exceso de plenitud de sí mismo» (loc. cit., p. 36). Esta posesión es inalienable, no hay marcha atrás. La pereza no hace más que poner de relieve la plenitud del acto. Aunque se quiera detener el acto y se frustre, solo sería un fracaso en la aventura de la existencia. El acto ya es, por sí mismo, una inscripción en el ser: «La pereza en cuanto pereza si retrocede delante del acto, demuestra una hesitación de cara a la existencia: es una pereza de existir» (loc. cit., p. 137).

Entonces, la pereza acaba con la alegría de vivir. Por lo tanto, el hecho de existir implica establecer un nexo entre el ser y la existencia: es dualidad. La existencia abarca los términos integrantes de este nexo. Como se opone a un «mí», a un «sí», en la dualidad se integra la unidad como si la existencia llevara consigo su sombra. La degeneración de la pereza no puede liberarse de la sombra. La pena del acto por el cual el perezoso se abstiene, no es algo psicológico, sino un rechazo al actuar, al poseer, al intentar: el miedo de vivir. Pero lo esencial de la pereza «es» su «lugar originario» en el comienzo del acto, y en algún modo «es» su orientación hacia el porvenir. Pero si esta se desborda y se extrema, luego se «abstiene» del porvenir: es el cansancio del porvenir. El acto no la arrastra hasta el comienzo del renacer, o bien, solamente anuncia que para un «sujeto» solo, separado, sería imposible un porvenir, un momento nuevo.

El Acontecer. Metafísica

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