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1.7 El ser en contra de la nada

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La ontología, como especulación acerca del ser, debe necesariamente seguir una orientación que la guíe y establezca su legitimidad, pero la pregunta por el ser es la primera que ocurre en la mente durante su actividad en la vida misma. Tampoco es posible apelar a normas previas, si las normas mismas derivan de las características del ser. Por tanto, queda establecido que el encuentro con el ser deberá verse en el origen mismo de la experiencia que precede toda pregunta, en la experiencia presente, de la cual surgen preguntas y conceptualizaciones: «La experiencia tomada como una sólida presencia que debe sustentar todas nuestras afirmaciones» (ibid., p. 243).

1 No se trata por tanto de una idea que pueda ser aislada de las demás, como sucede con las diversas ciencias, sino de la actividad misma que se presta a una reflexión, y permite una «aproximación»; sin duda, estos términos se usan metafóricamente. En el dominio metafísico, no hay distancias que puedan ser acortadas ni hay tiempos que puedan ser actualizados ni hay oscuridades que puedan ser aclararas ni hay interioridades contrapuestas a exterioridades. Tampoco hay unidades concretas para oponer a unidades abstractas. Y la razón es muy simple: en la experiencia inmediata el ser se da primero, y cualquier término que se le aplique no pasa de ser una metáfora que pretende decir lo indecible, apresar que controla nuestros medios de aprehensión.

2 La construcción de una «ontología» debería someterse a estas limitaciones y contemplar la experiencia, dejándose compenetrar por ella, para que el ser se configure en nosotros, sin ser nunca propiedad nuestra, para que lo podamos captar con los medios limitados que poseemos. Podremos decir que está muy cerca y muy lejos, que es finito e infinito, según lo podamos comprender. Lo importante es no negarnos a la «exigencia ontológica» y a la capacidad de hacerse a lo que «ocurre»; y abrirnos un camino hacia él. En esto no valen las alternativas ni las implicaciones, nuestros juicios no anticipan ni definen, únicamente representan lo que allí mismo se presenta. Esto no impide que queramos ver mejor, entrar al detalle, enfocar y relacionar con una constante actitud crítica, pero no insensible a la evidencia. Sin duda, en esta condición el ser se muestra primariamente en su expresión particular y concreta, en la línea entre el ser y el no ser, en la línea cero.Si se le quitara a un ser particular algo de lo que él es, significaría reducirlo a una simple función o a una categoría. Como ejemplo, utilicemos la sensación que experimenta el universitario al acercarse a la secretaría de la universidad y descubre que para esta oficina él es solamente un número o una matrícula que ha ganado tantos cursos o que ha perdido una asignatura: es un sentirse disminuido en su ser real. El valor del ser se encuentra suprimido. Esto sucede fácilmente en la forma como se consideran los empleados de una empresa, los criados de una casa o las personas de la misma familia reducidas a una función colateral de la persona de uno. Dice Marcel: «Esta supresión no puede producirse sin provocar una atroz mutilación de las relaciones humanas, aún más, sin que esas relaciones humanas pierdan su carácter específico» (ibid., p. 245).

3 Un mérito particular es el que se le asigna al «nombre propio» de las personas, que parece significar una propiedad inalienable de su ser; indica el lugar único que corresponde al individuo, es como una flecha que invita hacia una determinada dirección a descubrir. Nos señala que este ser particular es «sustantivo», o dicho en términos aristotélicos, es una sustancia, lo cual se establece aquí para los seres particulares. Ahora bien, ¿podría decirse lo mismo para la universalidad, es decir, que «exista un ser en sí»? No es admisible la pretensión de quitar la sustantividad a los seres particulares. Entonces, ¿se encuentra la posibilidad de que hayan seres particulares, pero que el ser no sea? Es decir, ¿hay un universo donde vivan seres particulares, pero «el ser» no es? Por supuesto que a los individuos particulares siempre se les puede reconocer «un ser»: como al catalogarse objetos, cosas, animales y, también, seres humanos; sin embargo, estos objetos no son reconocidos realmente como seres, sino únicamente como cosas.Es cierto que pueden catalogarse como objetos y se puede afirmar que «hay seres particulares», que se pueden rechazar o aprovechar. Sin embargo, no se trata de su verdadero «ser», sino que los experimentamos en «centros» que despiertan en nosotros una reacción de respeto, de aceptación, de temor, de amor, o bien, de aversión. Son, por lo tanto, núcleos que irradian y que no se dejan catalogar como simples unidades de un todo, sino que despiertan armonías y conflictos que luchan para afirmar variados derechos en contra del egocentrismo. A estos conjuntos, Marcel los llama «constelaciones», es decir, conjuntos personalizados, auténticos y entrelazados, pero no totalidades. Entonces, ¿habrá que negar la «sustantividad» del ser en sí? Hay muchas formas de negarlo, pero en el caso extremo, se llega a un nihilismo radical: «nada es», lo que significaría que nada puede resistir a una verdadera crítica realizada en la experiencia. Lo que es material es perecedero, no es más que una modalidad efímera del ser, nunca es un ser en sí universal.

4 Entonces, solo del no ser, o de la nada, puede darse una afirmación universal: «Entonces, nada es». Pero se ha visto que los seres individuales son sustantivos; decir «nada es» es negar que haya seres individuales. Por el simple hecho de que los seres individuales perecen y desaparecen, no se autoriza la deducción de que ningún ser es realmente: es decir, debe afirmarse que ningún ser es indestructible o eterno. Tal negación llevaría también consigo la negación de los seres individuales, de los cuales se ha partido, y esto implica una contradicción.¿En qué sentido podrían los seres «individuales» participar de la irrealidad?, ¿simplemente por su limitación y su transitoriedad? Pero como se ha visto, forman constelaciones que relacionan estrechamente a los unos con los otros, si consideramos que la limitación de los seres individuales participa del no ser, o de la nada, como las ilusiones, las formas, los colores, los cambios, las destrucciones. En ese caso, el ser en general, o el ser en sí, crece alrededor de cada uno de ellos hasta ocupar las dimensiones de la realidad sin límites; esto se vio en la metáfora del rayo de luz que penetra en la habitación oscura: lleva consigo su límite, su transitoriedad y su extremo final, o su nada. En el conjunto general de los seres, la nada se instalaría como un «ser en sí» universal. Podemos esquematizar la alternativa entre dos extremos visibles: Figura 19 Estaríamos entonces en una oscilación constante entre el ser y el no ser, y la eliminación de los seres individuales terminaría con la afirmación de un «ser en sí universal», que podría también llamarse un «no ser». De todos modos, la afirmación de que «nada es» nunca podría alcanzar la realidad de los sustantivos individuales, en que en «cada uno es ser». Habría entonces dos interpretaciones de lo mismo: la irrealidad de los seres individuales tendría su contraparte en la realidad del ser en sí: «Lo que en un caso es tratado como ser, puede también calificarse de no ser» (ibid., p. 249). Lo que es discutible en los seres particulares es la palabra «perecer». Si el ser se entiende en su auténtica presencia como amor, odio, deseo, acogida o frustración, el «perecer» dejaría de asemejarse a la nada. Seguiría presente en las mil vinculaciones entre yo y el otro. El simple cambio, la transformación, el eclipsarse de los seres individuales, no tiene nada que ver con el «perecer», y mucho menos posee un valor ontológico; la razón de ello es que su ser está ligado a la intersubjetividad. El hecho anterior nos obliga a cambiar sustancialmente los términos de la pregunta, ya que nunca podríamos alcanzar un ser en sí universal, aunque juntáramos en un solo bloque los seres individuales para alcanzar un ser en sí general; no se trata aquí de cosas, separadas idealmente unas de otras. Un ser captado en su realidad es inseparable de lo que se ha llamado «exigencia de ser»; es decir, el ser no es separable en ningún momento de su valor. Entonces la pregunta se transforma en la siguiente: la «exigencia de duración» y de «perpetuidad», ¿está implícita o no en la «exigencia de ser»?La respuesta de Marcel empieza con una definición negativa que se coloca en la boca de un personaje: «Amar a un ser, es decir, tú no morirás» (ibid., p. 251); reconoce que el lazo es indisoluble. La exigencia de ser es inseparable de la exigencia de inmortalidad, en cuanto el ser, aunque sea únicamente individual, implica el amor: «El amor no es algo que viene a injertarse desde afuera a la afirmación del ser» (ibid., p. 262). Es como encontrar en el ser algo que permite negar su destrucción: «Franquear el abismo de eso que llamo indistintamente la muerte» (ibid., p. 263). A través del amor al ser, es decir, a través del valor que el ser posee, se encuentra la necesidad de continuidad a pesar de todas las transformaciones.Alguien podría preguntarse si no es solamente una ilusión subjetiva. Pero no puede darse tal ilusión si el «ser se da con el otro», es decir, en la intersubjetividad. La afirmación del amor se niega a sí misma en favor de aquello que es conocido y afirmado; se niega a «tratarse a sí mismo como subjetivo, y por eso no es separable de la fe, es la fe» (ibid., p. 264). Esto implica, por supuesto, entender la experiencia en aquella amplitud y multiplicidad de potencialidades que se ha tratado de aclarar anteriormente. Esta afirmación podría tomarse como una transgresión a la pura racionalidad para entrar a un mundo no racional. Sería mejor llamarlo transracional, en el sentido de que, quien trasgrede la racionalidad epistemológica no es la conciencia, sino la vida misma en todas sus valencias: la fe, exigencia parcial del «ser» (particular), que recuerda el todo como conquista –amor– deseo, posibilidad real.

El Acontecer. Metafísica

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