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LA INTEGRACIÓN ACTIVA EN LA CONCIENCIA SENSIBLE
1 La posesión intencional
2 La estructura del conocimiento sensible
3 Los sentidos externos
4 Los sensibles propios y comunes
5 Los sentidos internos: formales e intencionales
6 Conciencia sensible
UN NIVEL DE INTEGRACIÓN SUPERIOR a la dinamización instintiva o tendencial se produce cuando esta se une a la conciencia sensible, la cual, como veremos en este capítulo, no es más que la inmanencia o interioridad subjetiva de un ser vivo dotado de órganos sensibles. La conciencia sensible, por tanto, no está constituida por las sensaciones, sino por aquello que las acompaña, de modo similar a lo que ocurre con la conciencia que acompaña la dinamización de los instintos y tendencias, por ejemplo, en el fenómeno del hambre. Por eso, la intencionalidad no corresponde a la conciencia, sino a las sensaciones.
Por otro lado, la integración que hay en la conciencia sensible es mayor que en la dinamización pura por dos razones. En primer lugar, porque la conciencia sensible está constituida por una pluralidad de actos intencionales, que se estructuran según un grado de formalización cada vez mayor (sensación, percepción, imaginación, estimativa o cogitativa y memoria); a su vez, las estructuras superiores de la conciencia sensible son el arranque para una nueva integración: la conciencia inteligible, en la que se basan la cultura, la religión, la filosofía y la ciencia. En segundo lugar, porque la conciencia sensible se refiere a la realidad exterior, mientras que la dinamización se refiere predominantemente a la subjetividad (la realidad, cuando aparece, lo hace sólo como necesidad y ausencia). Por todo ello, la conciencia sensible puede entenderse como la unión intencional del sujeto que conoce —mediante órganos— con la realidad, lo que, desde el punto de vista formal, implica un mayor enriquecimiento del viviente. De hecho, a través del conocimiento sensible, se realizan en la persona una serie de fenómenos: el inicio de la posesión intencional de la realidad, la actualización de su deseo, las experiencias de placer y dolor y, a través de todo ello, la conciencia embrionaria de la propia subjetividad. El conocimiento sensible es, pues, esencial para la vida del animal y también para la existencia humana, ya que, en esta última, el placer y el dolor sensibles deben ser integrados personalmente. Por eso, el estudio del conocimiento sensible nos permite captar el origen mismo de nuestra experiencia de la realidad, algo que, como veremos, es decisivo si se quiere comprender el sentido último de la propia vida.
1. LA POSESIÓN INTENCIONAL
Antes de estudiar lo específico de la conciencia sensible, es preciso tratar el tema del conocimiento desde el punto de vista metafísico, es decir, en sus causas últimas, las cuales constituyen el polo objetivo de la conciencia.
Al hablar de las facultades o potencias, hemos visto que una de las características esenciales del ser vivo es el poder realizar operaciones inmanentes, como la nutrición, reproducción, sensación, intelección, volición, etc. Y, como ya se ha dicho, a estas operaciones se las llama inmanentes porque el fin de ellas no se encuentra en una realidad externa, sino en el mismo acto, perfeccionándolo. De ahí que el conocimiento tanto en el nivel sensible (sensación) como inteligible (concepto), forme parte de las operaciones vitales o inmanentes; en efecto, el verde visto o la casa pensada no producen nada fuera de la misma sensación o del pensamiento, a diferencia de lo que ocurre con la acción de pintar o de construir, cuyo fin es la pared pintada de verde o la casa construida en el valle.
Sin embargo, el conocimiento no es sin más una acción inmanente, en la que se posee el fin, pues hay acciones inmanentes en las que, aun poseyendo el fin, no se conoce. En la nutrición, por ejemplo, la asimilación del alimento no produce ningún tipo de conocimiento. En efecto, mientras que la fermentación que prepara la asimilación requiere un proceso temporal, el acto de asimilar es inmanente, atemporal o perfecto; por eso, puede decirse que comenzar a asimilar es “haber asimilado ya”, sin que por ello se conozca. Pues, el fin que se posee en la nutrición es todavía de naturaleza física o material, como puede observarse en el hecho de que los alimentos asimilados se convierten en parte de nuestro organismo. En el conocimiento sensible, en cambio, el fin poseído —color, sonido, olor, etc.— es inmaterial, aunque concreto y determinado, y en el conocimiento inteligible es espiritual, o sea, completamente inmaterial o indeterminado; por ejemplo, mientras que los distintos quesos reales se conocen sensiblemente con sus colores, olores y sabores, el queso pensado no contiene ninguna de estas cualidades, sino sólo una forma universal, que se ha abstraído de los quesos reales con sus accidentes sensibles. Por tanto, el conocimiento, en cuanto tal, puede describirse como la operación inmanente en la que se posee inmaterialmente un objeto (una forma sensible o inteligible). A esta posesión inmaterial del objeto se la llama intencional[1] para distinguirla de la posesión material que se da, por ejemplo, en la nutrición o en el acto de apoderarse físicamente de algo. En la posesión intencional, la realidad conocida no sufre cambio alguno; así, al conocer el color de un objeto no lo modificamos, a diferencia de lo que sucede cuando comemos, que destruimos el alimento.
Pero ¿qué significa posesión intencional? De un modo simple, es la unión en acto de dos actos: el de la facultad cognitiva y el de la realidad conocida. En virtud de esa unión, el cognoscente en acto y lo conocido en acto constituyen una única realidad; por eso, aunque podría pensarse que el ruido existe con independencia de que se lo escuche o no, en realidad no es así. Pues el “ruido” existe, como sensación, únicamente en el acto de escucharlo. En otras palabras, sin la unión en acto de cognoscente y conocido, no es posible escuchar ruido alguno.
Antes del acto del conocimiento sensible hay, por tanto, dos formas en potencia: la que se encuentra en la realidad física y la que está en el órgano sensible. ¿Cómo se realiza la actualización de estas dos potencias? A través de la actualización de la facultad sensible. Como ya hemos visto[2], el órgano del conocimiento sensible no está completamente formalizado y, por esta razón, a pesar de que, en tanto que órgano físico posee una perfecta constitución, todavía está en potencia respecto de nuevas perfecciones, es decir, determinados estímulos físicos o químicos, pues conserva aún cierta capacidad pasiva o receptora. Así, al recibir el estímulo, el órgano adquiere una nueva formalidad o acto, que hace pasar la facultad de la potencia al acto, o sea, a la sensación. Por ejemplo, la recepción de fotones por parte del ojo hace que la vista pase de la potencia (la coloreidad, que no se ve y, por eso, permite ver los colores) al acto o visión; de ahí que, cuando la forma de un color dado (por ejemplo, el rojo) logra actualizar la vista, veamos ese color. En definitiva, al ver el rojo se produce una adecuación inmaterial entre dos formas: la coloreidad de la vista y el color rojo, por ejemplo, de la sangre.
Por último, la distinción entre objeto intencional sensible e inteligible depende, sobre todo, de la presencia o ausencia de un órgano físico correspondiente, pues la facultad sensible tiene una base orgánica, mientras que la inteligible carece de ella. Sin embargo, esto no quiere decir que el conocer sensible sea orgánico y que el conocer inteligible no necesite del cuerpo, sino más bien que el conocimiento sensible no puede poseer su objeto intencional sin el concurso de órganos; en cambio, el conocimiento inteligible, aunque no precise de órganos, requiere del conocimiento sensible y, por tanto, del cuerpo, especialmente del cerebro. Descubrimos así que el conocimiento humano tiene una estructura muy compleja, pues en él están involucradas tanto las dimensiones orgánicas como las sensibles y espirituales.
En la siguiente sección trataré de analizar esta estructura a partir de su nivel más básico: el conocimiento sensible.
2. LA ESTRUCTURA DEL CONOCIMIENTO HUMANO
La estructura básica del conocimiento humano consta de cinco elementos: sensación, percepción, representación, valoración práctica e intelección[3]. Aunque la sensación es el elemento más simple e indivisible, presenta un contenido muy rico y variado. Pues, además de referirse a cualquier tipo de realidad (cosas, objetos artificiales, eventos, seres vivos, personas), es capaz de poseer una gran cantidad de diferencias cualitativas, como los colores, las figuras, los tonos, la temperatura, el peso, los sabores, etc.
Por otro lado, como ya he apuntado, en la sensación podemos distinguir entre el proceso físico-fisiológico que sirve para prepararla, y el acto, o sea, la sensación propiamente dicha[4]. El proceso es solo la condición necesaria para sentir, pero no es sensación, ya que carece de valor intencional. En efecto, el simple proceso no permite conocer, ni siquiera en el nivel más básico, pues para ello se necesita un salto cualitativo respecto del mundo físico: la posesión intencional.
1) En líneas generales, el proceso de la sensación se produce del siguiente modo: los diferentes estímulos físicos y químicos (los de la vista son las ondas electromagnéticas; los del oído, las vibraciones acústicas; los del gusto y el olfato, los estímulos químicos, y los del tacto, los mecánicos) son recibidos por un órgano receptor, es decir, una parte diferenciada y especializada del cuerpo (ojo, oído, lengua, nariz y piel). Estos estímulos, una vez recibidos, modifican el órgano, dando lugar a una determinada información sensorial que, a través de las conexiones nerviosas, se transmite, primero, al sistema nervioso central; después, a la formación reticular y, por último, a la corteza cerebral. En las áreas corticales se elaboran los estímulos específicos de los diferentes órganos: los estímulos visuales, por ejemplo, en el área occipital; los auditivos, en los respectivos lóbulos temporales, etc.[5]. Al final, las sensaciones aparecen en el ámbito de la conciencia no como estímulos cuantitativos, sino como actos inmanentes o vividos, es decir, como colores, sabores o sonidos. Cualquier daño en los receptores, en las conexiones nerviosas o en las áreas corticales, impide la sensación. No significa, sin embargo, que sea el cerebro el que siente, sino más bien que, para que sea posible la sensación, el estímulo debe llegar a determinadas áreas cerebrales. Pues, el conocimiento es acto y no proceso; pero, sin el proceso, lo que es sensible en potencia no llega a actualizarse, y, por consiguiente, no hay sensación, ya que “sentir” es el acto de lo que es sensible en potencia.
Para que el estímulo comience el proceso de la sensación, se requiere que el órgano sensible se vea afectado por una determinada cantidad de energía, que es directamente proporcional a su capacidad receptiva[6]. La proporcionalidad del órgano resulta esencial para la sensación, pues permite reaccionar activamente ante ciertos estímulos, y no ante otros. Por eso, las plantas, cuyos órganos carecen de proporcionalidad receptiva, son insensibles: no pueden captar las cualidades que reciben, sino solo experimentarlas pasivamente, es decir, como puro cambio físico; así la planta no experimenta el fuego como sensación de calor, sino que solo lo padece como combustión.
A la intensidad mínima que es necesaria para desencadenar el proceso de la sensación se la denomina umbral sensorial absoluto. Cada animal posee un umbral sensorial específico. Por ejemplo, para que las ondas acústicas puedan ser percibidas por el oído humano, deben oscilar entre los 20 y los 20.000 Hertz por segundo; si son inferiores a los 20 Hertz, no se perciben (son los llamados infrasonidos), tampoco si superan los 20.000 Hertz (son los llamados ultrasonidos). A menudo, el umbral sensorial depende de la importancia vital que posee el estímulo para cada especie. Las mariposas nocturnas, por ejemplo, solo reaccionan a los ruidos con una frecuencia muy alta, como los que se producen al rascar un vidrio con las uñas, pues son similares a los que emite el murciélago, su depredador natural. En cuanto al ojo humano, su umbral sensorial absoluto está dado por el color violeta, pues su longitud de onda electromagnética es la más corta. Hay muchos insectos, como las abejas, que pueden percibir los rayos ultravioletas, ya que esas radiaciones les consienten descubrir las flores de las que se liban[7]. Por otro lado, entre las sensaciones de una misma facultad (por ejemplo, entre el azul y verde de la vista), hay, además de diferencias cualitativas, diferencias de intensidad; por ejemplo, entre un verde más o menos claro, un sabor más o menos dulce, o un sonido más o menos agudo. También para las diferencias de intensidad hay un umbral mínimo; así, la diferencia entre un objeto que pesa 100 gramos y otro que pesa 110 es imperceptible al tacto humano. Para que la variación de peso entre estos dos objetos empiece a notarse, debe existir entre ellos, por lo menos, una diferencia de 33 gramos. La percepción de las diferencias cualitativas recibe el nombre de umbral diferencial. Cada uno de los sentidos humanos tiene un determinado umbral diferencial, que es estudiado por la fisiología. Por ejemplo, se estima que el umbral diferencial de la vista humana es la percepción de la luz de una vela a 48 km. de distancia en una noche despejada y oscura. Por otro lado, junto a las variaciones de color, la sensibilidad diferencial de la vista permite captar el espacio y estructurar las demás sensaciones. Algo similar ocurre con el oído, cuyo umbral diferencial es la percepción de un reloj mecánico a seis metros de distancia en una habitación sin ruido, pues también a través de este sentido logramos distinguir entre sonidos y ruidos, así como percibir la sucesión temporal[8].
A veces, la intensidad del estímulo es tan débil que, aunque desencadena el proceso que conduce a la sensación, no alcanza el umbral de la conciencia. Hablamos entonces de sensaciones subliminales, que pueden producir reacciones sensoriales periféricas o incluso reflejos fisiológicos y psicológicos inconscientes, como despertar recuerdos, dar lugar a experiencias afectivas o motivar determinados comportamientos. Así, durante una película, la proyección de la imagen subliminal de cierta bebida puede hacer nacer en algunos espectadores el deseo de comprarla.
2) Como ya hemos visto, la sensación puede entenderse como una asimilación intencional, en la que lo desemejante (la realidad sensible y el conocimiento sensible) se vuelve semejante (la sensación). De ahí que, volviendo al ejemplo citado anteriormente, el ruido exista solo en el acto de oírlo[9]. Por eso, lo normal no es sólo oír ruido, sino también ser conscientes del ruido que se oye. De todas formas, como acabamos de ver al mencionar los mensajes subliminales, es posible separar la sensación de ruido de la consciencia de este. Por otro lado, en la sensación, alcanzamos cierta conciencia de nosotros mismos como cuerpos vivos y sentientes. De ahí que la sensación implique un vivir más perfecto, pues por medio de ella, además de vivir sensiblemente la realidad, somos conscientes de estar vivos, por lo menos en un nivel sensible. Por eso, cuando vemos, oímos, gustamos, etc., experimentamos placer; un placer que, como dice Aristóteles, está unido al ejercicio natural y sin obstáculos de esas operaciones. En definitiva, experimentar un placer sensible es —desde el punto de vista ontológico— superior al simple vivir[10].
Como veremos en este capítulo y en el siguiente, las sensaciones —una vez estructuradas— no se presentan en nosotros ya de manera aislada, salvo en casos excepcionales; algo semejante sucede también en los animales, pues estos no perciben formas o colores aislados, sino estructuras con un significado instintivo[11]. La estructuración del conocimiento humano no es, sin embargo, instintiva, sino más bien el resultado de un largo proceso de humanización y biográfico. Así, mientras que las sensaciones de un recién nacido son puntuales —sin estructuración alguna o con una estructuración mínima—, las del niño tienen ya una integración espontanea, y las del adulto, una integración completamente personal; sin embargo, en todos ellos, las sensaciones están cargadas de sentido pues se refieren a la realidad en cuanto tal. La menor estructuración del conocimiento en el recién nacido y en el niño implica también que ellos cuenten con una capacidad de sorpresa mayor que la del adulto, ya que este último ha estructurado y organizado la realidad casi por completo mediante el uso de sus funciones superiores y de una memoria con experiencias de todo tipo. Se explica así porque, en los adultos, el conocimiento inteligible, aunque es genéticamente posterior a la sensación, constituye la estructura normal en que se captan las sensaciones. En efecto, no vemos un color verde, sino cierta realidad de ese color, por ejemplo, una bandera. Es verdad que los sentidos conocen sólo la forma sensible, que es particular (es decir, no universal) y accidental (no sustancial); así, lo que se ve es este verde, esta forma rectangular. Sin embargo, no es incorrecto decir que se ve una bandera verde. Pues, cuando hablamos de ver una bandera, no nos referimos a una sensación visual —el verde— o a una forma —el rectángulo— sino a la percepción de una realidad sensible, que forma parte de nuestro mundo y que, en este caso, cuenta además con un significado simbólico, el de representar un país. No hay que confundir, sin embargo, la estructuración racional de nuestras sensaciones con la apertura al mundo, pues ya en el recién nacido sus sensaciones, a pesar de no estar estructuradas, se refieren a la realidad en cuanto tal, es decir, a un mundo humano que va más allá de los simples datos sensibles e, incluso, de los esquemas instintivos del animal[12].
El conocimiento humano, por tanto, está formado por diferentes estructuras, cuya integración final se logra a través de las funciones superiores de la inteligencia, la experiencia personal y la cultura. Hay, sin embargo, enfermedades, como las agnosias, que pueden causar la pérdida de esa estructuración, ocasionando una especie de regresión cognitiva.