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ESTE LIBRO DEBE SU ORIGEN a las clases de Antropología filosófica que, en la última década, he impartido a cientos de estudiantes. En los últimos años, el texto ha ido ganando en madurez, gracias en buena medida a las preguntas inteligentes de mis alumnos. Tras haber intentado responderles siguiendo los manuales publicados, me he dado cuenta de que la ayuda que estos ofrecen es escasa: algunos por tener un enfoque puramente histórico; otros, a pesar de la popularidad de que gozan, por ser demasiado abstractos o limitarse a seguir ciertas corrientes de pensamiento en vez de estudiar a la persona o, mejor aún, a las personas, tal y como son. Los libros de antropología, de hecho, presentan a menudo un planteamiento fenomenológico, cultural, personalista, metafísico, etc. Y eso significa que reducen la riqueza y complejidad de las personas a un solo punto de vista.
Movido por estas y otras lagunas de los manuales de Antropología al uso, he decidido modificar la configuración de los temas y el modo de tratarlos, partiendo no ya de los libros, sino de las personas, en toda su complejidad constitutiva y existencial. Este esfuerzo me ha hecho reparar en la paradoja, bien señalada por Heidegger, entre la enorme mole de información sobre la persona humana de que hoy disponemos y lo poco que sabemos de ella.
ANTE UNA SITUACIÓN CONFUSA
Poseemos muchos datos acerca del hombre, desde el mapa del código genético a los condicionamientos psicológicos y sociales, pasando por la influencia que el medio ambiente y la cultura ejercen en nuestras vidas. Sin embargo, nunca como hasta ahora, las personas se han vuelto inaccesibles. Para la gran mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo las principales cuestiones sobre el sentido de la vida —el de dónde venimos y hacia dónde vamos—, carecen de respuesta. Parece como si la proliferación de datos e información, en lugar de ayudarnos a esclarecerlas, aumentarán la confusión. Por ejemplo, si antes casi todos aceptaban que el origen del hombre era en cierto sentido único, hoy ya no es así: hay tantas hipótesis como las que permiten las interpretaciones de los datos científicos de que disponemos. De ahí, las preguntas de mis estudiantes: ¿el hombre ocupa un lugar destacado en el cosmos, o es sólo un mono inteligente? ¿Es un ser en continua evolución o vive en la ilusión de serlo? Algo similar sucede con las acciones humanas: ¿son libres o, más bien, están condicionadas genéticamente? ¿Son el producto de la cultura, o la suma de factores genéticos y culturales? A menudo, estas preguntas reciben respuestas de lo más variado y contradictorio, por lo que no pueden ser todas ellas verdaderas.
La confusión antropológica reinante hoy día, además de provocar angustia y pérdida de sentido en muchas personas —sobre todo, en los más jóvenes—, afecta negativamente la imagen que tenemos de nosotros mismos y, por consiguiente, el modo en qué pensamos debemos comportarnos. Se trata de un fenómeno que hoy puede apreciarse en todas las etapas de la vida humana —incluso en la niñez— a través de una amplia gama de patologías psicosociales en constante aumento, como las ludopatías, obsesiones sexuales, la soledad, la delincuencia, u otros fenómenos aún más generalizados pero aparentemente menos graves, como la falta de unidad de vida, que se aprecia, por ejemplo, en la oscilación entre el orden y la eficiencia del trabajo semanal, y la fiebre del sábado por la noche, cuando jóvenes y menos jóvenes tratan de despojarse de la conciencia para zambullirse en las corrientes oscuras y primordiales de lo puramente vital. Algunos se dan cuenta de que estos síntomas manifiestan una enfermedad existencial cuando ya es demasiado tarde, como se deduce de algunas noticias: vandalismo, intimidación entre compañeros de escuela, de instituto o universidad, por rabia, venganza o, simplemente, por juego…, abusos, suicidios; otros reaccionan intentando comprender mejor a las personas en la era de la tecnociencia, del mercado global y de internet. Es lo que también procuraré hacer yo en este ensayo.
Sin embargo, no hay que pintar el cuadro con tintas demasiado oscuras, ya que en la situación actual no faltan los aspectos positivos. Entre otros: el desarrollo de la ciencia y la técnica, que conduce a una mayor duración de la vida humana, así como a la disminución de la fatiga en el trabajo, al bienestar económico, etc. Además, se va difundiendo cada vez más una nueva sensibilidad: los derechos humanos se abren camino en la mayoría de los países del mundo, así como la preocupación por devolver a la naturaleza su belleza y esplendor tras décadas de explotación, abandono e incuria.
LA PREGUNTA FUNDAMENTAL SOBRE EL SER HUMANO
La primera cuestión con que se enfrenta la antropología filosófica es la pregunta fundamental sobre el ser humano, es decir, si este es algo o alguien. Dependiendo de la respuesta que demos, nos encontraremos antes dos objetos diferentes de estudio: si el ser humano —yo que escribo y tú que me lees— es algo (por ejemplo, un simple individuo de la especie homo sapiens sapiens), entonces nuestra diferencia con las demás realidades del universo se reducirá a algunas cualidades que habrá que identificar en cada caso pero que, de todas formas, nunca trascenderán la propia especie ni, por tanto, el universo. En cambio, si somos alguien, lo que nos distinguirá de los demás seres no será ninguna cualidad o conjunto de propiedades sino nuestro mismo ser personas, es decir, la diferencia tendrá entonces un carácter ontológico.
Al parecer, la respuesta que de forma inmediata viene a la mente de muchos es esta: el hombre es algo, ya que está en el cosmos, en el sistema solar dentro de la Vía Láctea; y, por eso, mantiene una relación necesaria con los otros seres materiales, especialmente con los demás inquilinos de nuestro pequeño planeta Tierra. Así, la persona, a pesar de sus logros, será siempre incapaz de trascender el universo gigantesco en donde, como en una jaula de oro, está confinada.
Si analizamos el lugar del hombre en el Universo, observamos, sin embargo, que la forma de habitar la Tierra y relacionarse con otras realidades manifiesta una trascendencia no sólo respecto de este planeta, sino de todo el Universo, pues la persona es capaz de conocerlo, utilizar su energía, viajar por él. De ahí, la conveniencia de estudiar al ser humano, es decir, a cada uno de nosotros, tanto en su estructura material, orgánica y viviente, como en las relaciones cognoscitivas y prácticas con las demás realidades, en donde se manifiesta dicha transcendencia.
Por eso, en este manual, mi objetivo no es solo comparar las propiedades del hombre con aquellas de que están dotados los distintos seres del mundo, especialmente los vivientes, sino, sobre todo, establecer cuál es la esencia del hombre. De esta manera, no espero, por supuesto, revelar el misterio de la persona, pero sí arrojar un poco de luz para comprenderla mejor; luz que provendrá de haber identificado su núcleo ontológico. A la pregunta antropológica: ¿quién o qué es el hombre?, puedo ya anticipar una respuesta: el ser humano no es algo sino alguien, una identidad irrepetible, que se perfecciona como tal a través de las relaciones, especialmente con otras personas.
Además de aclarar los términos de ‘identidad’ y ‘relación’ que aquí utilizo, probaré a mostrar cómo estos se hallan conectados con otro concepto fundamental: el de ‘integración’. Pues la identidad humana se integra en la medida en que se relaciona con otras identidades irrepetibles. El niño, por ejemplo, integra la conciencia de sí mismo, de sus emociones y deseos a través de la relación con otras personas; sobre todo, con sus padres. A pesar de ser una cuestión que ha de examinarse con más detalle, puedo ya apuntar que la integración se refiere siempre a una realidad compuesta, en la que los elementos, si bien se hallan unidos desde el principio por pertenecer a una misma persona, están llamados a crecer en unidad: por ejemplo, en la manipulación de objetos, las sensaciones del niño se integran mediante la percepción y el movimiento; en las acciones tecnocientíficas y éticas, el conocimiento racional y la voluntad se integran mediante los hábitos, y en el don de sí, las acciones humanas y las virtudes se integran mediante las buenas relaciones.
ESTRUCTURA DEL LIBRO
¿Por dónde comenzar el estudio del hombre? En mi opinión, debe empezarse por lo que es más inmediato, es decir, el cuerpo, ya que a través de él entramos en el mundo y establecemos relaciones con las demás realidades. Por eso, tras dedicar el primer capítulo al origen histórico de la Antropología filosófica y su relación con las ciencias experimentales y las disciplinas humanísticas, en el segundo capítulo abordaré la cuestión del cuerpo humano. A través de un análisis fenomenológico trataré de identificar sus principales propiedades, como la materialidad, vitalidad, sensibilidad y espiritualidad. A pesar de que hay diferencias esenciales entre estas propiedades, veremos que todas ellas corresponden a un mismo cuerpo humano; por ser humano, tendrá el mismo estatuto constitutivo y la misma dignidad que el hombre: por tanto, será una cosa si el hombre es algo; será personal, si es alguien. Por otro lado, aunque se trate de un cuerpo, descubriremos que este no es el principio que da unidad a sus diferentes partes y funciones. De ahí, la necesidad de ir más allá del cuerpo, en busca del fundamento de su unidad, que, como veremos, en el caso del cuerpo humano, se debe a poseer un alma de naturaleza espiritual. Descubriremos así que el alma humana, además de ser causa de la unidad del cuerpo, lo es también de la trascendencia que poseen la acción, los hábitos y la cultura. En el tercer capítulo me ocuparé de confirmar la existencia de estos dos co-principios —el cuerpo humano y el alma espiritual— mediante lo que sabemos sobre el origen de la vida o biogénesis y del hombre o antropogénesis; para ello, estudiaré las teorías que tratan de explicar ambos orígenes, en particular, el evolucionismo. De este modo comprenderemos algo esencial: los grados de vida equivalen a una mayor o menor integración de los diferentes elementos (físico, químicos, corporales y psíquicos) y a sus relaciones. Pero solo con el ser humano, en tanto que dotado de alma espiritual, la integración alcanza el nivel más alto: la vida del espíritu.
En los restantes capítulos intentaré confirmar esta tesis. Así, en el cuarto capítulo examinaré las tendencias humanas pre-cognitivas, en las que ya se da un primer grado de integración dinámica de los aspectos corpóreos, psíquicos y espirituales, así como un esbozo de relación personal, como sucede con la satisfacción feliz del recién nacido cuando es amamantado por su madre; en el quinto y sexto capítulo veremos, en cambio, cómo —a través del conocimiento sensible e inteligible— la integración y la relación ganan en intimidad y extensión, alcanzando mediante la actualización plena de las facultades cognoscitivas la intelección del ser y sus trascendentales (uno, verdad, bondad y belleza), lo que permite que las personas se relacionen con la realidad en toda su amplitud. Como observaremos, la autoconciencia que surge de esa relación total con el mundo es el elemento clave de la subjetividad activa de la persona, la cual constituye tanto el núcleo de la identidad humana como su perfeccionamiento. Sin embargo, además de activa, la subjetividad humana es pasiva. De hecho, para llegar a ser activa, precisa una primera integración espontánea entre tendencia y conocimiento, y entre subjetividad y realidad, es decir, requiere de una relación afectiva. Por ejemplo, en la explosión de ira frente a algo que se considera terriblemente injusto, se produce una serie de cambios en el cuerpo que lo preparan a la agresión. Por eso, en el séptimo capítulo nos ocuparemos de la conciencia afectiva en sus múltiples y complejos fenómenos, así como de las relaciones del sujeto con la realidad en que se encuentra. En el octavo capítulo analizaremos, en cambio, el comienzo de la integración activa de la subjetividad, gracias al binomio de la razón y la voluntad. En el noveno mostraré cómo la integración más perfecta se da en la acción, la virtud y el don de sí, mientras que en el décimo trataré de la acción humana como origen de la cultura y, al mismo tiempo, cómo la cultura influye en ella, modelándola. Por tanto, veremos que la cultura es el contexto más adecuado en donde situar la acción.
La tesis central del libro (la persona es alguien, es decir, un ser en relación), una vez confirmada por los capítulos precedentes, será aplicada a tres ámbitos fundamentales de la existencia humana: la sexualidad (capítulo undécimo), la sociabilidad e historicidad (duodécimo) y la mortalidad (decimotercero). Por supuesto, hay otras áreas de la antropología filosófica, como el juego, la fiesta, el sufrimiento, la religión, etc., que no se analizarán aquí. He elegido la sexualidad, sociabilidad y mortalidad porque constituyen tres elementos decisivos de la identidad humana, la cual depende no sólo de la relación que el sujeto tiene con los otros y consigo mismo, sino sobre todo con el Otro, que la transciende plenamente, en cuanto que es su origen y fin.
El libro se concluye con dos breves apéndices: en el primero se ofrece una serie de esquemas gráficos de las diversas partes del cerebro y sus principales áreas, así como de las conexiones de estas con las sensaciones, emociones y acciones; en el segundo se recoge, en forma de glosario, la definición de los términos más importantes.
No me queda sino agradecer a mis alumnos por sus preguntas y sugerencias, y a mis colegas de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. En particular, al Prof. José Manuel Giménez Amaya y David Lázaro por sus comentarios y críticas pertinentes desde el punto de vista de las neurociencias. Finalmente, me gustaría también dar las gracias al Prof. Giorgio Buonamassa, al Prof. Enrique Colom, al Dr. Ángel Pérez López y a la Dr. Giovanna Porcaro, quienes con su lectura atenta han contribuido a mejorar la forma y el contenido del libro.