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IV.

LA INTEGRACIÓN ESPONTÁNEA DEL DINAMISMO DEL VIVIENTE

1 Las potencialidades de la totalidad del viviente: instintos y tendencias

2 Dinamización, actualización y acción

3 Deseo humano e inconsciente

EL CUERPO PUEDE ESTUDIARSE BIEN EN SU ESTRUCTURA interna como cuerpo vivo, dotado de una multiplicidad de órganos, funciones y facultades, bien en su relación dinámica con otras realidades materiales y espirituales. Si la primera perspectiva corresponde a una concepción anatómica, fisiológica y —en el caso de la persona— también antropológica desde un punto de vista estático; la segunda se refiere en cambio a una visión dinámica del cuerpo, es decir, al estudio de sus inclinaciones vitales, que naturalmente tienden a la acción. Pero, antes de que esta se realice, el ser vivo requiere una primera integración —o integración espontánea— de esas inclinaciones, a través de la cual el sujeto alcanza cierto grado de conciencia —más o menos oscura— de su propio vivir y de lo que necesita para perfeccionarlo.

1. POTENCIALIDADES DE LA TOTALIDAD DEL SER VIVO: INSTINTOS Y TENDENCIAS

Además de tener una estructura corporal orgánica, el viviente cuenta con un dinamismo interno, mediante el cual puede relacionarse con la realidad no solo físicamente sino también vitalmente. Dicho dinamismo depende del modo de ser del viviente, o sea, del determinado tipo de alma que posee. Por ejemplo, el vegetal, dotado solo de alma vegetativa, se halla inclinado hacia lo que depende directamente de su forma específica: la materia del ser vivo. Por eso, sus inclinaciones se refieren siempre a operaciones vitales en las que lo poseído o transmitido es de carácter físico, como la nutrición, el crecimiento y la reproducción. El animal, en cambio, que posee un alma sensitiva, capaz de captar las formas sensibles de otros seres, posee una inclinación o instinto hacia ellas. De ahí que las inclinaciones del animal sean tanto corporales como psíquicas, como lo demuestran los fenómenos del hambre, las emociones, o el placer y el dolor, vinculados a la satisfacción o insatisfacción de sus necesidades. En el hombre, en fin, la inclinación, además de física y psíquica, es también de naturaleza espiritual, en la medida en que su alma, dotada de un ser espiritual, trasciende por completo la materia[1]. Por eso, las inclinaciones humanas o tendencias carecen de la rigidez de los instintos y están abiertas al mundo[2], al uso de instrumentos, a la acción humana y a las diversas instituciones sociales, como la familia y la comunidad. De hecho, como he explicado en el capítulo anterior, el debilitamiento de los instintos, el aumento de la capacidad craneal, el uso de herramientas y el nacimiento de la cultura presentan un carácter sistémico.

Las inclinaciones (instintos y tendencias), puesto que contienen dinámicamente los diferentes elementos del ser vivo (corporales-psíquicos-espirituales), pueden ser llamadas potencialidades de la totalidad del viviente[3]. Consideremos, por ejemplo, el caso de la tendencia sexual: esta se refiere no solo a los cromosomas, a las hormonas y a los órganos sexuales sino también a la estructura del cerebro, a la identificación de uno mismo con el propio sexo, al deseo del otro, a la conducta sexual, al placer y la afectividad, a la virtud de la castidad, a la conyugalidad y la familia. De ahí que tanto los instintos como las tendencias no sean una pura reacción a los estímulos del medio ambiente, como sostiene en cambio la teoría conductista, sino estructuras muy complejas que conciernen al ser vivo en su totalidad[4]. Además, por estar ligadas a necesidades vitales, estas inclinaciones son potencialidades que tienden naturalmente al acto; no a uno cualquiera, sino a aquel que puede satisfacerlas, como la nutrición, el apareamiento o el cuidado de las crías. Pero, puesto que —como veremos más adelante— las inclinaciones contienen en sí una diversidad de elementos que no están integrados definitivamente, antes de convertirse en acto deben pasar por otras etapas, como la dinamización y la actualización[5].

En el animal, la falta de elementos espirituales hace que la potencialidad de su instinto esté muy cercana al acto, y que la integración espontánea de sus elementos físicos y psíquicos sea suficiente para desencadenar el comportamiento instintivo. Aunque no faltan los aspectos comunes entre las inclinaciones de los animales y las humanas, como la experiencia de necesidad (hambre, sed), la proyección hacia el futuro (inclinación o deseo) y la orientación hacia el fin (nutrición, reproducción, migración, juego), las diferencias son esenciales, por lo que conviene distinguirlas terminológicamente; por eso, llamaremos instintos a las inclinaciones del animal, reservando el término de tendencias para la persona.

1) Los instintos son aquellas inclinaciones naturales que, en presencia de su objeto y si no hay obstáculos exteriores, conducen necesariamente a un comportamiento predeterminado. Ejemplos de instinto son: el agonístico, sexual, depredador, migratorio, etc. El instinto conduce al animal a realizar determinadas acciones con que satisfacer sus necesidades, como la nutrición, el apareamiento, la protección de las crías, la captura de la presa. Se trata de comportamientos que poseen valor para la vida del individuo y la especie, pero carecen de relevancia moral, pues el animal no puede dominar sus instintos, se ve arrastrado por ellos, ni puede dirigirse libremente hacia el fin. En otras palabras, aunque su comportamiento es intencional, el animal carece de intenciones propias, pues no actúa por sí mismo, sino que es “actuado” por su naturaleza. El comportamiento del animal se halla, pues, fuera del ámbito moral. De hecho, para evaluar un acto bueno o malo, hay que reconocerlo como expresión de una intencionalidad subjetiva (algunos prefieren hablar de una intencionalidad de segundo orden[6]), que falta en el animal. De ahí que, por ejemplo, no sea apropiado hablar de crueldad en el caso del león que mata a los cachorros de otro león para aparearse con la leona que los está amamantando. El fin de este comportamiento es la transmisión de su herencia genética, pero el león lo desconoce y, por eso, no puede quererlo ni tampoco rechazarlo. No cabe, por tanto, hablar de una acción egoísta y menos aún de genes egoístas. Las valoraciones morales del comportamiento animal, o de su biología, son ejemplos de burda antropomorfización[7].

2) Las tendencias humanas, por su parte, son también inclinaciones de la totalidad de la persona. Por lo que pueden ser naturales o culturales, como el ser aficionado al fútbol. Por otro lado, aunque se hallan abiertas a ciertas acciones y relaciones, no conducen necesariamente a un comportamiento determinado. Las tendencias humanas se caracterizan por su flexibilidad, lo que respecto de los instintos puede ser considerado tanto una ventaja como una desventaja. La ventaja consiste en que, mediante el binomio razón-voluntad y las virtudes éticas, son educables. La desventaja es que, si no se educan, causan la desintegración y corrupción moral de la persona. Por eso, la educación de las tendencias no es una opción más, sino algo necesario: la falta de educación puede dar lugar a comportamientos desenfrenados, como la avidez y la violencia humanas, que ocasionan graves daños al planeta y son causa de genocidios y crímenes atroces.

La disponibilidad más o menos profunda de las tendencias a través de la acción y, sobre todo, su integración o desintegración mediante hábitos (los hábitos buenos o virtudes las integran, mientras que los hábitos malos o vicios las desintegran), las hace aptas para recibir una forma ulterior, su carácter personal. Por eso, mientras que el animal hambriento se abalanza inmediatamente para devorar la presa muerta, la persona, aunque esté hambrienta, sólo come después de haber tomado esa decisión. Por eso, el acto humano de comer admite una pluralidad de formas que derivan de la cultura y también de las virtudes personales: lo que en algunas culturas está permitido, en otras, está prohibido; algunas personas comen sobriamente; otras, se dejan llevar por la gula; e incluso de costumbres o modas, como los regímenes de comida, el ser vegetariano o vegano, etc. Pues, a diferencia de lo que sucede en los animales, a las tendencias humanas no les basta el puro dinamismo espontaneo para conducir al acto; de ahí, la responsabilidad que cada uno tiene a la hora de educar las propias tendencias para poder obrar bien, es decir, de forma verdaderamente humana.

2. DINAMIZACIÓN, ACTUALIZACIÓN Y ACCIÓN

Como ya he indicado, en el proceso que va desde la potencialidad de todo el ser vivo al acto hay tres etapas: dinamización, actualización y acción[8].

a) Dinamización

La primera es la dinamización de los instintos y las tendencias. A diferencia de los órganos, como el corazón o los pulmones que están dinamizados mientras el cuerpo está vivo, algunas tendencias básicas y, sobre todo, los instintos, son cíclicas, pues dependen de la función metabólica, la secreción de las glándulas, el influjo de las estaciones, etc. Por ejemplo, esto es evidente en el caso de la nutrición, pues no siempre sentimos hambre, es decir, necesitamos comer; la experiencia del hambre es precisamente el signo de que la tendencia de la nutrición se ha dinamizado. La dinamización generalmente termina con la satisfacción de la necesidad. En el caso de los animales siempre es así, mientras que en las personas —como veremos— el asunto es más complejo.

Por otro lado, en los seres humanos y los animales, la dinamización tiene o puede tener un aspecto psíquico, pues unos y otros están dotados de conciencia, es decir, de una luz que ilumina el propio vivir aun cuando se desconozca el objeto de la inclinación, como ocurre en las experiencias del hambre y la sed previas a la percepción de la comida y la bebida. En efecto, el cuerpo de los animales y de las personas es sensible no solo porque percibe los estímulos sensibles externos, sino porque “se siente a sí mismo”; por decirlo así, es sentiente en cada parte de él y de manera continua, a través de las sensaciones de los órganos internos, del movimiento de los músculos y, especialmente, de los dinamismos tendenciales. Por supuesto, la sensación que uno tiene del propio cuerpo mediante el hambre y la sed es muy particular, pues se trata de algo vago y desagradable. Pensemos en la primera vez que un bebé siente hambre o sed; él o ella es incapaz de entender esa sensación de desazón generalizada. Experimenta la necesidad de comer o beber como algo “oscuro”, sin ningún objeto que puede satisfacerla. El hambre y la sed, entonces, no son solo algo fisiológico, sino también psíquico: la vivencia misma de necesidad. En el ser humano, esta experiencia requiere siempre la interpretación de la razón humana. De hecho, la palabra “hambre” es la expresión de la interpretación racional de la dinamización de la tendencia nutritiva. Tener hambre y “comprender que se está hambriento” son, al principio, dos fenómenos distintos. El hambre del animal, en cambio, no exige ninguna interpretación racional ni ningún símbolo para que el animal se dirija hacia el alimento[9]. La espiritualidad de la tendencia nutritiva humana se manifiesta, pues, tanto en la necesidad que tiene de ser interpretada por la razón, como en las características racionales de su objeto (lo comestible). De hecho, aunque el hambre humana pueda satisfacerse con cualquier alimento, por razones culturales o religiosas no todos ellos se juzgan como comestibles —por ejemplo, el perro no lo es para muchos occidentales, pero si para los chinos— o como lícitos —por ejemplo, el cerdo es impuro para judíos y musulmanes.

Tradicionalmente —por ejemplo, en la filosofía aristotélico-tomista—, se considera que la orexis[10] (en Aristóteles) o el appetitus[11] (en santo Tomás) se desencadenan después de haber conocido el objeto (lo que aquí llamo actualización). Esta concepción, como acabamos de ver, no es del todo correcta, pues no tiene en cuenta que el apetito —el instinto o la tendencia— se dinamiza también antes de conocer el objeto. La distinción entre dinamización y actualización (el equivalente al apetito tomista) permite también captar la diferencia entre sentir hambre y apetecer algo. Pues, mientras que el primero es una dinamización espontánea, el segundo requiere la actualización, es decir, el conocimiento del objeto; por ejemplo, si nos gusta el helado, basta descubrir una heladería por los alrededores para que nazca en nosotros el deseo de tomarnos un helado, aunque no tengamos hambre alguna. Por otro lado, estos mismos autores parecen desconocer las peculiaridades de las tendencias: el ser una potencialidad de toda la persona y, por tanto, que en ellas se manifiesta siempre la espiritualidad de algún modo.

A esta triple crítica podría objetarse lo siguiente:

1) Santo Tomás habla, por ejemplo, de un dinamismo vegetativo (crecimiento, nutrición y reproducción) que es independiente del conocimiento. Si bien esto es verdad, el Aquinate parece desconocer el papel que estas inclinaciones tienen en la conciencia, en tanto que de modo vago nos hacen tender hacia el objeto antes de conocerlo; por eso, la tendencia puede aparecer en la conciencia como una inclinación intencional, aun no siendo objetiva. De ahí, la necesidad de interpretarla por medio de la razón. En el Aquinate no hay rastro alguno de este tipo de conciencia.

2) Por otro lado, es cierto que santo Tomás considera el apetito sexual como una inclinación humana o racional. Sin embargo, la racionalidad a la que él se refiere no corresponde a la de la tendencia de que se habla aquí, pues, para él, el apetito sexual, considerado en sí mismo, no es más que un dinamismo vegetativo, sino que alude más bien a la participación de la sexualidad humana en la razón a través de la cogitativa. En cambio, cuando afirmo que la sexualidad humana es racional me refiero tanto a la tendencia en sí misma, como a su carácter flexible, que se va modelando a través de relaciones personales, de modo particular con los padres, así como por medio de experiencias y de modas sociales y culturales. Por eso, la tendencia sexual no es un simple dinamismo vegetativo, sino más bien una estructura somática-psíquica-espiritual, o condición sexuada, de la que cada uno está dotado, en tanto que hombre o mujer.

3) Por último, es verdad que el Aquinate menciona algunas inclinaciones naturales que en sí son espirituales, como las relativas a la verdad o la amistad, por lo que parecería que al tratar de ellas se estuviera refiriendo a las tendencias. Sin embargo, cuando aquí se habla de las tendencias como potencialidades de la persona, no se alude en primer lugar a las inclinaciones espirituales, pues estas carecen de dinamismo corporal, por lo menos al comienzo, si no más bien a aquellas que, como la sexualidad, cuentan con un dinamismo fisiológico y psicológico, cuya formalización e integración depende sobre todo de las primeras relaciones interpersonales. De hecho, la “espiritualidad de las tendencias” no tiene nada que ver con una conciencia racional ni con una intención subjetiva, sino más bien con la necesidad de ser interpretadas, su apertura al acto humano, su carácter simbólico, y su capacidad de recibir una nueva formalización mediante las relaciones, los hábitos personales y la cultura[12].

b) Actualización

A la dinamización de los instintos y las tendencias sigue normalmente la actualización, es decir, el conocimiento del objeto hacia el que el sujeto se siente inclinado, dando así lugar al deseo de la realidad conocida. En efecto, puesto que la inclinación —el instinto o la tendencia— es una potencialidad del sujeto, para actualizarse requiere de un acto intencional, que consiste precisamente en conocer el objeto que la puede satisfacer. Reformulando el adagio escolástico: nihil volitum nisi praecognitum, puede afirmarse que no hay deseo, si no se conoce previamente el objeto. La relación entre la tendencia y el conocimiento no se establece, sin embargo, en una sola dirección. Es cierto que la tendencia puede ser dinamizada por el conocimiento, como en el caso del niño que quiere tomar un helado apenas lo ve. Pues, sin el conocimiento del objeto, el apetito carece de objeto hacia el cual tender. Sin embargo, hay ocasiones en que la tendencia conduce a percibir ciertos valores: la sed, por ejemplo, hace descubrir el agua como aquello que la calma, y el hambre, el alimento como aquello que la satisface. Para comprender que el agua calma la sed, necesitamos sentir sed, es decir, experimentar la necesidad de beber. La relación entre tendencia y conocimiento es, por tanto, bilateral: la tendencia conduce a reconocer ciertos valores (por ejemplo, la potabilidad del agua) y el conocimiento, a su vez, a poner ante la tendencia el objeto que persigue; por ejemplo, se descubre la potabilidad en un río, una fuente, o un grifo, pero no en el mar. Para poder captar ciertas cualidades de la realidad, son necesarias, pues, una serie de experiencias tendenciales, ya que el puro conocimiento sensible o inteligible de por sí no es suficiente.

Como veremos en el estudio de la afectividad, las pasiones y gran parte de las emociones corresponden a la actualización de los instintos, en el animal, y de las tendencias, en la persona. Por lo tanto, el miedo no es simplemente intencional, no tiene sólo objeto: el perro, el examen, etc., sino que también es tendencial, pues, por ejemplo, depende del encuentro entre la tendencia a la supervivencia o el deseo de éxito y una realidad que los amenaza. De ahí que el miedo, en cualquiera de sus formas, nos haga experimentar el peligro. Por eso, resulta imposible no considerar algo como peligroso si uno siente miedo, y viceversa: no sentir miedo, mientras se siga experimentando esa realidad como peligrosa.

c) Acción

Por último, hay que hablar de la acción, con la que se pone el punto final al ciclo de necesidad y satisfacción. En el caso del animal, no existe posibilidad alguna de trascender ese ciclo: el animal siente hambre, conoce el objeto que satisface esa necesidad, y lo devora, con lo que desaparece temporalmente la dinamización del instinto, para volverse a presentar más tarde. Pero, en el hombre, no sólo sucede esto, pues los diversos elementos de este ciclo pueden separarse; en efecto, una cosa es el hambre, otra el deseo que proviene del conocimiento de la comida, y otra bien distinta el acto de comer y el placer que este conlleva. Dicha separación depende, en parte, de la estructura del deseo humano. Si el deseo del animal se refiere solo a aquello que satisface el instinto, el humano tiene siempre como telón de fondo el absoluto, es decir, nada, excepto lo que es Infinito, logra satisfacerlo. Esto explica la inquietud del corazón humano, pues siempre tiende a algo más allá de lo que posee actualmente, y también la posibilidad de buscar la satisfacción en falsos infinitos: no solo espirituales, como el poder, la posesión o la estima, sino también psicofísicos, como el placer sensible. Así, el hombre, a diferencia del animal[13], es capaz, por ejemplo, de separar el deseo de comer de la pura satisfacción del hambre, hasta llegar a vomitar voluntariamente para seguir disfrutando del placer de un festín con alimentos deliciosos, como narra Cicerón refiriéndose a lo que sucedía a menudo en los grandes banquetes de la Roma de su tiempo. El carácter espiritual de las tendencias humanas se manifiesta, pues, tanto en la especificidad del deseo, como en su carácter simbólico, que se expresa mediante palabras, gestos, representaciones, etc. Así, las pinturas prehistóricas parecen tener un sentido mágico-simbólico para favorecer la caza de los animales representados. Por otro lado, la mera presencia intencional o simbólica del objeto no es suficiente para satisfacer la tendencia, se precisa también su presencia real, y la unión con él mediante la acción, como ocurre al compartir el pan y la sal con amigos o huéspedes; pues estos alimentos, además de satisfacer el hambre, se convierten en un símbolo, en el signo de la hospitalidad. Como veremos al estudiar la acción, el aspecto espiritual de la inclinación humana culmina en el acto de compartir el alimento. Pues, allí se descubre el carácter sistémico entre necesidades, tendencias vitales, sociabilidad y amistad. Por esa razón, la comida puede ser usada simbólicamente para hablar de una comunión entre personas que transciende el tiempo, como la que se da, según el cristianismo, en el Cielo. De ahí que, en los Evangelios, la vida eterna se represente a menudo con la imagen del banquete[14].

Por último, a través del acto, la cultura formaliza nuestras tendencias de distintas maneras, así como su expresión y satisfacción. Pero, dicha formalización nunca se convierte en una inclinación necesaria, semejante al instinto. De hecho, como veremos en el capítulo décimo, la persona, no sólo trasciende las propias acciones, sino también la cultura en la que ha nacido o crecido.

3. DESEO HUMANO E INCONSCIENTE

Como hemos visto, antes de que el deseo encuentre su objeto, puede hablarse ya de un primer nivel de conciencia no objetivo, que por eso se llama inconsciente.

Aunque el inconsciente se conoce desde la antigüedad y puede ser identificado —en líneas generales— con aquellas fuerzas irracionales que —como en la tragedia griega— parecen dirigir el destino de los hombres, en la filosofía parece haber entrado por primera vez con Gottfried Leibniz (1646-1716), cuando habla de la existencia de una armonía universal basada precisamente en fuerzas psíquicas (o percepciones no sensibles), a las que da el nombre de mónadas. Más tarde, Kant se referirá también al inconsciente al tratar de las formas a priori de la sensibilidad externa e interna —espacio y tiempo, respectivamente— que permiten la percepción sensible sin que por ello se las pueda conocer objetivamente, ya que carecen de contenido. Sin embargo, tanto estos como otros autores no consideran el inconsciente en sí mismo, sino sólo derivadamente, como negación de la conciencia sensible e inteligible, es decir, como una especie de percepción no sensible o forma vacía. En otras palabras, el modelo que usan para interpretar el inconsciente es, en todos ellos, la conciencia vigil.

Habrá que esperar a Freud, para que el inconsciente se conciba no ya como una simple negación de la conciencia, sino como una estructura originaria, basada en pulsiones vitales. Y, siguiendo en esta línea, otros autores, como Frankl y Girard, profundizarán en el sentido personal del inconsciente.

a) Freud

Para este autor el inconsciente, lejos de ser una forma vacía de la consciencia, es el estrato más arcaico de la misma, que debido a su carácter pulsante tiende a emerger en la conciencia. El psicoanálisis —la corriente psicológica fundada por Freud— se propone, pues, como objetivo principal sacar a la luz todo ese conjunto de experiencias, recuerdos y situaciones de satisfacción o frustración que no se hallan disponibles por ser anteriores a la consciencia (Vorbewusste o preconsciente) o, no obstante, sean posteriores, no están a su alcance como resultado de un castigo o del haber sido removidas por el propio sujeto (Unbewusste o inconsciente). Sólo cuando la conciencia vigil se relaja —como en los sueños, en los llamados lapsus freudianos o en las acciones fallidas—, los elementos ocultos o removidos pueden aflorar —de forma más o menos encubierta— a través de representaciones o imágenes, que así son “aceptables” al sujeto. De ahí que, como terapia para la curación, el psicoanálisis busque interpretar los sueños del paciente, donde se revelan los traumas y los deseos reprimidos o insatisfechos[15].

En las Pulsiones y sus destinos, Freud describe los diferentes procesos que dan lugar al psiquismo humano a partir del deseo de placer[16]. Así, la corriente psíquica original, o Ello, constaría de dos dinamismos primarios: la pulsión de la autoconservación y la sexual (o libido); más tarde, Freud añadirá un tercer dinamismo de carácter negativo, la pulsión a la autodestrucción (o thanatos). Según el padre del psicoanálisis, el instinto de autoconservación se manifiesta en primer lugar en la sensación de hambre que hace llorar al recién nacido; una vez amamantado, el niño deja de llorar, pues su psique siente placer, es decir, la satisfacción de esa pulsión. Ahora bien, enfrentada nuevamente al hambre, la psique del pequeño tiende a representarse el objeto que originalmente la satisfizo: la leche materna. Sin embargo, puesto que, a pesar de la representación alucinatoria, la necesidad persiste, la psique debe someterse al principio de realidad, pues es el único modo que tiene para satisfacer el hambre. Surge así la segunda corriente psíquica, el Ego (o conciencia), mediante la cual la psique va adquiriendo nuevas capacidades, como la atención a la realidad externa, nuevas experiencias, el crecimiento de la memoria, el uso de la razón, etc.; de este modo, el niño comienza a dominar las fuerzas motoras de su organismo y a satisfacer sus necesidades por medio de acciones adecuadas. Del choque entre el principio del placer y el de realidad, nace el subconsciente (o Unterbewusste), como el depósito de representaciones alucinatorias que han sido rechazadas por el sujeto. Por último, la psique experimenta una tercera corriente, constituida por una instancia represiva, el Super-Ego. En la formación de esta nueva estructura, con la que el sujeto alcanza la madurez psíquica, es decisivo el papel de la pulsión sexual. Al principio, el niño tendería al autoerotismo, que se muestra en una serie de fases: oral, sádico-anal y fálica. Por ello, la sexualidad humana, para poder abrirse a la realidad —al acto sexual ordenado a la transmisión de la vida— ha de ser corregida repetidamente. En efecto, mientras que en la pulsión a la autoconservación la adaptación a la realidad es casi inmediata, en la sexualidad se precisa un largo proceso de negación-corrección del autoerotismo original. Primero, la libido se abre a la realidad por medio de la censura del impulso sexual que se dirige de forma espontánea a la instancia parental (los conocidos complejos de Edipo y Electra). Más tarde, la sexualidad infantil, reprimida por el tabú del incesto, es interiorizada hasta constituir una nueva estructura psíquica, el Super-Ego, mediante el cual se mantienen los efectos censores de los complejos precedentes. Por último, la sexualidad se abre a una persona del otro sexo, normalmente fuera de la familia, con lo que esta alcanza su fin: la transmisión de la vida. Por eso, Freud ve en el Super-Ego el heredero legítimo del complejo de Edipo o de Electra.

Si bien el padre del psicoanálisis comprende que en el origen de la conciencia humana el deseo juega un papel fundamental, sigue teniendo una visión negativa del inconsciente, pues básicamente lo concibe como un deposito de representaciones censuradas. Además, su forma de entender el deseo humano es un tanto simplista, ya que lo reduce a puro “deseo de placer”. Como consecuencia, la realidad se presenta siempre con un carácter extrínseco y censor. Por eso, la cultura, en todas sus manifestaciones, no sería más que la máscara o sublimación del deseo de placer o libido.

De todas formas, el límite más importante de la tesis de Freud se encuentra en su concepción del deseo como una fuerza física, cuya satisfacción conduce al equilibrio homeostático, que causa el placer. Pues, si el deseo fuese sólo de naturaleza física, no se explicaría cómo puede transformarse en energía psíquica y, más aún, en símbolo. Pero, si del deseo humano, por ejemplo, de nutrirse, hace surgir la cultura culinaria, es porque este no se contenta simplemente con la satisfacción del hambre, sino que va más allá: exige la gastronomía o arte de la comida, así como una buena compañía con quien compartirla, poniendo de este modo las bases del simbolismo del banquete. La realidad a la que tiende el deseo humano no es, pues, un ambiente en donde satisfacer las necesidades humanas básicas, sino un mundo perfectible, en correspondencia con su apertura al infinito. En cambio, en Freud, hay un claro contraste entre el deseo y la realidad, pues esta última es sólo un espacio neutro, que las tradiciones, la sociedad y la cultura, al censurar la inclinación espontánea de la psique al placer, llenan de valores y símbolos. Pero, si Freud tuviera razón, la sociedad, lejos de sublimar el deseo en la cultura, lo destruiría, como sucede con el instinto del animal, que, al ser domesticado, tiende a perderse. Por otro lado, las normas no se oponen al deseo humano, son más bien requeridas por él, en la medida en que son imprescindibles para lograr una vida buena. En efecto, un deseo infinito sin reglas conduce por fuerza a la desintegración del sujeto y, por tanto, a su falta de autodominio, la cual, como hemos visto, es necesaria para darse a los demás.

Frente a la visión materialista del deseo humano por parte de Freud y de algunos de sus discípulos, se alzan dos autores: Viktor Frankl (1905-1997) y René Girard (1923), que defienden la existencia de un deseo espiritual.

b) Frankl

Adoptando un punto de vista psicológico, Frankl concibe el deseo humano como búsqueda de sentido. Llega a esta conclusión después de haber experimentado la terrible experiencia de los campos de concentración nazi, en especial Auschwitz y Dachau[17]. Al igual que muchos otros judíos, Frankl estuvo recluido allí varios años, hasta la liberación por parte de las tropas aliadas. En medio de penas y privaciones de toda índole hizo un descubrimiento fundamental: la diferencia entre las personas que lograban superar las penalidades del campo de concentración y las que se volvían locas o se dejaban morir de hambre, consistía en el hecho de que sólo las primeras eran capaces de encontrar un sentido al sufrimiento que les permitiera mantenerse en vida[18]. El simple deseo de placer y su satisfacción no bastaba, pues, para sobrevivir en condiciones adversas: era necesario un logos, una razón para que la vida, a pesar de toda su miseria, se juzgase como algo valioso. De esa experiencia traumática y reveladora nació la logoterapia, una nueva teoría y práctica psicológica con la que Frankl se separa definitivamente del psicoanálisis freudiano[19].

c) Girard

Por su parte, este autor adopta una perspectiva más propia de la antropología cultural que de la psicología. También, para este autor, el deseo humano es algo indeterminado, no vinculado a ningún objeto material o espiritual, como el sexo, la riqueza, el poder, la estima. El deseo humano, en lugar de tener un objeto, se dirige a un sujeto: al otro. Por eso, se hace mimético, o sea, lleva al sujeto deseante a imitar los deseos del otro; el otro se convierte así en un elemento esencial para poder desear[20]. El deseo mimético no sólo genera los objetos que desear, sino también violencia. Pues, como los objetos deseados son finitos, no pueden compartirse; de este modo, entre imitador y modelo se entabla una fuerte rivalidad: mientras que el modelo trata de defender la posesión del objeto deseado, el imitador trata de apropiarse de él[21]. La violencia mimética se propaga a la comunidad a través de una especie de contagio, amenazando así su misma supervivencia. Para evitar la autodestrucción completa, surge —según Girard— el mecanismo del chivo expiatorio: la violencia de todos contra todos se descarga en una víctima, que primero es sacrificada y luego, una vez pasada la crisis mimética, deificada, pues se la considera la causa por la que la paz vuelve a la comunidad. Por eso, para Girard, el inconsciente está constituido por el deseo mimético, origen de la cultura humana y de las religiones no reveladas. Ya que sólo el cristianismo (y, en parte, el judaísmo), revela el mecanismo victimario mediante el sacrificio de Cristo, ofreciendo un modelo que puede imitarse sin caer en la violencia. Pero, la Cruz a la vez que desvela la violencia mimética, reduce la eficacia del mecanismo victimario, pues una vez descubierto, empieza a dejar de funcionar. Así se explicaría el aumento de los conflictos y la violencia en el mundo actual, postcristiano.

Frankl y Girard retoman, pues, la tesis freudiana de la relación entre deseo e inconsciente, pero la modifican radicalmente, pues ahora se trata del deseo de sentido (Frankl), o mimético (Girard). Pero, tanto en un caso como en otro, el deseo inconsciente tiende a revelarse, pues, como en Freud, sigue siendo dinámico; aquí se descubre, a mi parecer, el principal influjo que el padre del psicoanálisis ejerce en estos autores. De todas formas, a diferencia del psicólogo vienés, ellos entienden el inconsciente no como un dinamismo de naturaleza física, sino espiritual: ya sea como la búsqueda de un sentido último donde fundamentar la existencia humana (Frankl), ya sea como una compleja relación con el otro, que da lugar a la sociedad, la religión y la cultura (Girard).

La conexión entre deseo y conciencia nos plantea dos preguntas esenciales para la antropología sistémica, que serán objeto de los siguientes capítulos: ¿de qué modo el deseo humano trasciende la realidad física y el ambiente de la planta y el animal? Y ¿cuál es el sentido que dicha trascendencia otorga a la vida de las personas y sus relaciones?

Para responder a esas dos cuestiones, analizaré en primer lugar los elementos que constituyen la actualización del deseo: el conocimiento sensible, la afectividad, la razón y la voluntad…, sin, por ello, perder de vista la unidad de la persona ni su estructura somático-psíquico-espiritual; en segundo lugar, examinaré cómo se integran la dinamización de las tendencias y la actualización del deseo en la acción y las relaciones personales, que son la base de la sociedad, la Historia y la cultura.

[1] El placer se da también en los animales, ya que están dotados de instinto y conocimiento sensible, es decir, un conocimiento que «se limita a conocer el fin y el bien singular de manera particular» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 11, a. 2).

[2] Cfr. M. SCHELER, Die Stellung des Menschen im Kosmos, Nymphenburger Verlagshandlung, München 1949, p. 39.

[3] En este punto remito al lector a mi ensayo La libertà nell’atto umano. Le tendenze come manifestazione di libertà, en Le dimensioni della libertà nel dibattito scientifico e filosofico, F. Russo-J. Villanueva (eds.), Armando, Roma 1995, pp. 65-86.

[4] Cfr. J. L. PINILLOS, Principios de psicología, Alianza Editorial, Madrid 1988, p. 221. De acuerdo con este autor, el instinto no debe considerarse como una simple cadena de reflejos condicionados, sino como un medio para la interacción del ser vivo con el medio ambiente. Lo que es instintiva no es la cadena de movimientos, sino el modo de cumplir una acción específica.

[5] Una explicación de los términos de dinamización, actualización y acción se encuentra en mi libro Antropología de la Afectividad, EUNSA, Pamplona 2004, capítulo IV.

[6] Frankfurt, por ejemplo, distingue entre la volición de primer y segundo orden: la primera son los deseos, mientras que la segunda es el querer o no uno de estos deseos (cf. H. FRANKFURT, Alternate Possibilities and Moral Responsibility, «Journal of Philosophy», 23 (1969), pp. 829-39). Ciertamente, como se verá, la volición no se reduce a aceptar o rechazar los deseos. De todas formas, esta distinción sirve para separar los instintos animales de la voluntad humana.

[7] Cfr. J. J. SANGUINETI, Filosofia della mente, EDUSC, Roma 2007, pp. 233-263.

[8] Según Leonardo Polo, a diferencia del conocimiento que es un in-tendere, la tendencia es un tendere-in, por lo que su fin no es una posesión intencional, sino real (cfr. L. Polo, Teoría del Conocimiento, I, Eunsa, Pamplona 1984, pp. 157-160).

[9] Algunos autores hablan de interpretación pre-simbólica en los animales, pues «aunque en los animales no existe un lenguaje separado (abstracto), la recepción perceptiva incluye una interpretación de los hechos sensibles en los que el individuo puede ver un significado. Un sonido puede representar un peligro, un olor indica la presencia de un individuo. La asociación de señales puede incluir nuevos significados y grabarse en la experiencia» (J. J. SANGUINETI, Filosofia della mente, o.c., p. 66).

[10] ARISTÓTELES, De Anima, 432b, 5-8. Skemp sostiene que, en Aristóteles, el término orexis tiene un significado muy amplio, pues incluye elementos éticos, psicológicos y biológicos. De ahí, la posibilidad de una doble interpretación de ese término: como facultad o como deseo; la primera interpretación capta el aspecto biológico de la orexis, mientras que la segunda se centra en sus aspectos éticos y psicológicos (vid J. B. SKEMP, orexis in de Anima III 10, en Aristotle on mind and the senses. Proceedings of seventh symposium aristotelicum, G.E.R. Lloyd, G.E.L. Owen (eds.), Cambridge University Press, Cambridge 1978, pp 181- 184).

[11] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentiles, III, c. 69.

[12] Para una discusión de esta tesis, puede verse mi artículo La antropología tomista de las pasiones, «Tópicos», 40 (2011), pp. 133-169.

[13] En el caso de los animales domésticos, el comportamiento puede ser muy diferente: en tanto que modificado por parte de la razón humana, sus instintos pueden perderse o quedar debilitados. En cambio, el animal salvaje se comportará siempre del mismo modo.

[14] La escritora danesa, Karen Blissen (1885-1962), expresa con arte suma el valor simbólico de la cocina, en el relato breve El festín de Babette (cfr. K. BLISSEN, Anécdotas del destino, Alfaguara, Madrid 1994).

[15] Si veda S. Freud, La interpretación de los sueños, Akal, Ciudad de México 2013, pp. 333-396.

[16] Para el análisis de la estructura freudiana de la psique sigo la explicación rigurosa de N. Corona, Pulsión y símbolo. Freud y Ricoeur, Almagesto, Buenos Aires 1992, pp. 89-141, y el estudio que A. MacIntyre hace de los conceptos freudianos en su obra The Unconscious, Routledge & Kegan Paul, Londra 1958.

[17] Vid. V. E. FRANKL, El hombre en busca de sentido, Herder, Barcelona 2013. Esta experiencia confirmó su tesis sobre la necesidad de usar una terapia del sentido o logoterapia. Pues, «la logoterapia, a través de un contacto dialéctico profundo, promete concienciar al paciente de todas sus posibilidades humanas; para convencerlo de que la vida siempre tiene significado; de que siempre se le exige que realice valores; de que él, aunque no esté libre de las limitaciones de su propia naturaleza, de su destino biológico, psicológico, sociológico o incluso psicopatológico, aún puede tratar estas determinaciones de una manera u otra; y de que, finalmente, es precisamente la asunción ilustrada de su libertad inalienable, lo que conduce a la pacificación o, por lo menos, a una aceptación menos pesada y dolorosa del sufrimiento» (V. E. Frankl, Logotherapie und Existenzanalyse, Piper, München/Zürich 1987, p. 13).

[18] Vid. V. E. FRANKL, El hombre en busca de sentido, o.c.

[19] Vid. V. E. FRANKL, Der Wille zum Sinn. Ausgewählte Vorträge über Logotherapie, Piper, München/Zürich 1994.

[20] A pesar de que Girard no habla del deseo de infinito como la base de su teoría de la violencia mimética, creo que solo esta infinitud puede explicar por qué el deseo humano se abre a las dinámicas interpersonales de la imitación y la rivalidad (cfr. R. Girard, Acerca de las cosas ocultas desde la fundación del mundo, H. Garetto (ed.), Buenos Aires 2010, III, 1, A).

[21] Girard ha estudiado con mucho detalle la dinámica de la envidia y la rivalidad entre el imitador y el modelo. Para este punto puede verse su libro Oedipus Unbound: Selected Writings on Rivalry and Desire, M. R. Anspach (ed.), Stanford University Press, Stanford (CAL) 2004 pp. 59 y ss.

Antropología de la integración

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