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II.

EL PRESUPUESTO DE LA INTEGRACIÓN PERSONAL: LA UNIÓN SUSTANCIAL CUERPO-ALMA

1 Las dimensiones del cuerpo: material, viviente, sentiente, espiritualizado

2 La corporalidad: el cuerpo vivido y sus expresiones

3 La unión sustancial cuerpo-alma

4 El alma como principio vital, sentiente y espiritual

1. LAS DIMENSIONES DEL CUERPO: MATERIAL, VIVIENTE, SENTIENTE, ESPIRITUALIZADO

¿Por dónde comenzar el estudio de las personas humanas? Esta pregunta es importante pues, según la repuesta que se le dé, así será la perspectiva antropológica adoptada y, como consecuencia, la visión que tendremos del hombre. En los manuales al uso a menudo se empieza por el fenómeno de la vida, ya que la existencia humana no sería nada más que un tipo de vida. Pienso, sin embargo, que el inicio de la Antropología filosófica no puede basarse en una abstracción, es decir, en una categoría lógica (el género “vida”), a la que se añadirían después algunas características concretas (las diferencias específicas propias del “vivir humano”). Más bien, habrá que partir del dato más inmediato que poseemos, el cuerpo, pues las personas humanas somos seres corpóreos.

Al comenzar con el cuerpo se hacen patentes dos características esenciales de la persona. La primera es la analogía con los demás seres materiales; la segunda, la diferencia esencial con todos ellos, la cual consiste en la apertura del cuerpo humano al mundo y a los otros. En efecto, mediante el cuerpo, la persona entra en un mundo humano, estableciendo relaciones con la alteridad, sobre todo con otros cuerpos personales[1]. Así, el cuerpo de un recién nacido es acogido en el mundo no solo porque es dado a luz, sino también porque es lavado, vestido y nutrido de forma humana. Pero, además de pasiva, la relación del cuerpo con el mundo es fundamentalmente activa, puesto que mediante el cuerpo —en particular, mediante la mano, instrumento de instrumentos— la naturaleza se transforma en mundo. El cuerpo es, por tanto, el vehículo de nuestro ingreso en la realidad y, al mismo tiempo, origen de la constitución de esta como mundo humano.

El cuerpo humano, que puede desempeñar una función instrumental —como en la confección de vestidos, construcción de casas y satisfacción de necesidades básicas—, participa también de las funciones práctica y hermenéutica de la razón, las cuales se orientan a la perfección personal, o sea, al don de sí. Así, mediante la conciencia de sus dinamismos, inclinaciones, afectos y acciones, el cuerpo es vivido como corporeidad propia y puede ser interpretado e integrado personalmente.

El cuerpo humano constituye, pues, una perspectiva vital unitaria, capaz de permitirnos acceder —si bien de forma parcial— a la unidad de composición de la persona. En efecto, el cuerpo no solo manifiesta la materialidad y el dinamismo físico-fisiológico de la persona, sino también, aunque de modo limitado, sus dimensiones psíquicas y espirituales. En definitiva, en el cuerpo humano se descubre que la persona es un microcosmos. Por eso, se nos ofrece ya en él una perspectiva unitaria de la persona, constituida tanto por lo que es más elemental en la naturaleza (los niveles físico, vegetativo y sensitivo), como por lo más elevado (niveles tendencial-afectivo y racional-volitivo).

a) Cuerpo material

En primer lugar, el cuerpo humano es material, es decir, está constituido por átomos, moléculas, células, tejidos, órganos, sistemas orgánicos, etc. Cada uno de esos elementos está al servicio del que es inmediatamente superior según una estructura jerárquica, en virtud de la cual lo que está debajo, o es inferior, hace posible lo superior.

A causa de su constitución material, el cuerpo humano está sometido a las mismas leyes fisicoquímicas —como la de la gravedad— que regulan el funcionamiento de los demás cuerpos, y posee también, como ellos, una serie de propiedades: medida, temperatura, carga eléctrica, etc. Además, en virtud de su materialidad, el cuerpo puede comunicarse con los demás seres materiales de diferentes modos: mediante la alimentación, el vestido, el uso de instrumentos, el cuidado de la naturaleza, etc.

b) Cuerpo vivo

En segundo lugar, el cuerpo humano corresponde al de un ser vivo. Y, en cuanto vivo, las sustancias fisicoquímicas que lo componen adquieren nuevas propiedades emergentes. Por ejemplo, las sustancias químicas de la sangre son capaces de transportar el oxígeno a las células, a los tejidos, a los músculos y a los órganos. Como ocurre en los demás seres vivos, el cuerpo humano está constituido tanto por propiedades fisicoquímicas emergentes, como por órganos, es decir, por una estructura de partes heterogéneas que, sin embargo, están dotadas de unidad y orden, pues su fin es el bien del ser vivo.

En la constitución del cuerpo se observa, pues, una complejidad creciente, que va desde las sustancias materiales y órganos hasta el cuerpo. Por lo que, aparentemente, las etapas serían: primero, lo físico y químico; después, lo orgánico y, por último, lo funcional. Sin embargo, el orden de constitución real es el inverso: primero es el cuerpo vivo, después los órganos y sus funciones y, por último, las sustancias fisicoquímicas, pues unos y otras existen en virtud del cuerpo, y no al revés. Por supuesto, la prioridad del cuerpo es ontológica, no cronológica, ya que los órganos se forman más tarde que las sustancias fisicoquímicas. La prioridad ontológica del cuerpo en relación con sus partes explica que las propiedades emergentes de las sustancias fisicoquímicas y de los órganos dependan, en última instancia, del mismo principio por el cual el cuerpo está vivo. Pues, como veremos, es el principio vital el que da unidad al cuerpo orgánico, y no viceversa: la simple conexión de las partes no es origen de vida.

Por otro lado, puesto que lo generado es el cuerpo, sus propiedades fisicoquímicas y órganos dependen de la generación, así como la muerte del cuerpo de la corrupción de los órganos. En virtud de su unidad, el cuerpo humano —como el de otros seres vivos más evolucionados— no admite división en partes ni, sobre todo, ser unificado con otros cuerpos, sean estos humanos o no. Es verdad que, gracias a la tecnología, es posible extirpar y trasplantar algunos órganos y también miembros; sin embargo, lo que resulta extirpado o trasplantado no es el cuerpo, sino solo una de sus partes. Se explica así la imposibilidad de trasplantar el encéfalo, que es el centro del sistema nervioso y de las funciones neurovegetativas y sensitivas, pues en él parece radicar la identidad numérica del cuerpo. Así, en el hipotético caso de un traspaso del encéfalo a otro tronco somático humano, tendríamos un trasplante del cuerpo y, como consecuencia, de la entera persona[2]. Por lo que se refiere a los ciborgs, las partes artificiales que se conectan al cuerpo no son, en sentido propio, elementos suyos, ya que no participan de su unidad vital: por más sofisticados que sean los órganos, implantes o miembros robóticos, serán siempre instrumentos artificiales, semejantes a las gafas, no órganos.

La complejidad y la jerarquía interna de los órganos, nos permite establecer ya la primera ley de los cuerpos vivos: cuanto más compleja es la estructura de los órganos, tanto más perfecto es el viviente[3]; así los animales más evolucionados están dotados de órganos más complejos, hasta llegar al cerebro de los mamíferos superiores, que aúna en su estructura los cerebros de los reptiles y de los mamíferos inferiores. El cerebro humano posee la máxima complejidad, pues, además de incluir en su estructura anatómica y funcional las formas de los demás cerebros animales, presenta una serie de características propias, de las que están privados los demás mamíferos, incluso los más cercanos a nuestra especie, como los simios antropomorfos[4]. En efecto, en el cerebro humano se produce un mayor crecimiento de la corteza cerebral, es decir, del estrato de tejido que constituye la parte más externa del telencéfalo, lo que permite la aparición de funciones radicalmente nuevas, como la autoconciencia, la toma de decisiones y el lenguaje simbólico. Pero eso no significa que el cerebro sea la causa de dichas funciones, pues como se verá más adelante se trata de acciones inmateriales, o sea, de acciones que en sí mismas no requieren de ningún órgano.

Por otro lado, el cuerpo vivo, además de una gran complejidad estructural, está dotado de una multiplicidad de funciones que se realizan mediante órganos específicos. Por eso, para que el cuerpo funcione de forma conveniente, sus órganos tienen que estar bien dispuestos. La multiplicidad de órganos y funciones no es, sin embargo, un obstáculo para la unidad del cuerpo; más aún, es precisamente esta unidad la causa de la diferenciación de funciones y también de su conexión, pues una y otra se hallan al servicio del mismo fin: la vida del cuerpo. En este punto se descubre la segunda ley del cuerpo vivo: cuanto más especializado es un órgano, más perfecta es la función que este puede realizar y, por ello, es más difícil sustituirlo; por ejemplo, el ojo, compuesto de músculos, tejidos, y células específicas —bastones y conos— que hacen posible la percepción de la luz y los colores, tiene como función exclusiva la visión; el tacto, en cambio, que no cuenta con un órgano tan especializado, desempeña diversas funciones. Como consecuencia, entre los animales superiores, los dotados de vista están más evolucionados que los que carecen de ella. Es decir, en las funciones existe una jerarquía, que es semejante a la que hemos visto al hablar de la estructura del cuerpo.

En efecto, la función superior, aunque se basa cronológicamente en la inferior, es anterior desde el punto de vista ontológico, pues la función inferior existe en vista de la superior; por ejemplo, el tacto, en función de la vista. De ahí deriva la distinción de dos órdenes: el genético o temporal y el ontológico o tras-temporal. No es correcto afirmar, por tanto, que la función crea el órgano; más bien, sucede lo contrario: el órgano existe en vista de la función, y la función inferior en vista de la superior. En el conjunto de los órganos y funciones se registra, pues, una jerarquía ontológica. Como explica Platón con el mito de Prometeo[5], el cuerpo humano parece poco apropiado para sobrevivir: no tiene colmillos, ni una piel gruesa que lo proteja del frío, ni mucha fuerza o agilidad; solo, gracias al fuego de los dioses — es decir, a la razón— robado por Prometeo y entregado a los hombres, la especie humana puede subsistir. Basándose en este diálogo platónico, el sociobiólogo alemán Arnold Gehlen considera al hombre como un ser carente (Mängelwesen), al menos por lo que respecta a su dotación natural. Y, puesto que el hombre logra sobrevivir mediante el cerebro, sólo mediante este órgano podría colmar su falta de especialización[6]. Sin embargo, lo que Gehlen juzga una deficiencia, manifiesta en realidad la riqueza del ser humano. Pues, para vivir racionalmente se requiere que no haya ninguna especialización corporal, ya que el fin del hombre no es la vida biológica, sino personal. Dicho de otro modo, el cuerpo humano no está especializado biológicamente porque participa de la libertad, como se refleja en el alto grado de plasticidad de que está dotado, y que culmina en las estructuras complejísimas de su cerebro.

Por último, como sucede en la mayoría de los animales superiores, el cuerpo humano es sexuado. Es decir, se presenta genética, fisiológica y anatómicamente con una doble forma o dimorfismo: masculina y femenina, que influye en el desarrollo de la persona desde la infancia hasta la muerte. Lo que significa que el cuerpo humano, como todos los demás cuerpos, está sometido al tiempo: nace, crece, llega a ser fecundo, envejece y muere. Pero, a diferencia de los animales, la sexualidad humana involucra todas las dimensiones de la persona: es corporal, psíquica y espiritual. Por eso, forma parte de una estructura superior: la condición sexuada, que, como otras dimensiones humanas, requiere ser integrada personalmente[7].

c) Cuerpo sentiente

En tercer lugar, el cuerpo humano, en cuanto animal, es sentiente. En efecto, además de estar relacionado con las demás realidades materiales, constituye —en palabras de Merleau-Ponty[8]— una perspectiva del mundo, un centro en torno al cual se ordena la propia existencia. Por ejemplo, las referencias espaciales más inmediatas (arriba, abajo, aquí, allá, junto, derecha, izquierda…) implican un cuerpo sentiente, mediante el cual se nos da el mundo no de forma abstracta (como un puro espacio), sino como algo vivido: visto, oído, tocado, etc.; así, la silla —en la que estoy sentado— es vivida por mí en su dureza y resistencia, y la mano que estrecho, en su fuerza o debilidad.

Sentiente significa también un cuerpo capaz de actuar sobre otras realidades materiales, para conocerlas, usarlas e interpretarlas; por ejemplo, esta mesa, que es una superficie rectangular en la que pueden colocarse diversos objetos, es utilizada por mí en estos momentos como escritorio.

El cuerpo, por tanto, no es una pura estructura funcional de órganos, sino más bien el origen de la experiencia misma que tenemos de la realidad y de nuestro obrar; una experiencia que, mediante las cenestesias y cinestesias, configura la vivencia del propio cuerpo. En efecto, las cenestesias, o percepciones difusas del funcionamiento vegetativo del organismo, constituyen la base de una gama de sensaciones: pesadez o ligereza, extenuación o vitalidad física, fuerza o debilidad; mientras que las cinestesias, o percepciones del movimiento de los músculos, son el fundamento de la localización espacial de los miembros de mi cuerpo y, por consiguiente, del movimiento de ellos y del uso de instrumentos.

En sustancia, siguiendo la terminología fenomenológica, podemos decir que el cuerpo humano es un Leib o cuerpo vivido[9], o sea, un conjunto orgánico de procesos y actividades conscientes que hace posible la experiencia del propio yo como ser corporal. Entre cuerpo y yo hay, por tanto, una pertenencia mutua: en sus vivencias espaciales, temporales y sexuadas, el cuerpo manifiesta la subjetividad y esta, a su vez, se expresa en el cuerpo. Solo en situaciones extremas o patológicas se produce la disociación entre el Yo y el propio cuerpo.

d) Cuerpo personal

Por último, el cuerpo humano es personal: participa a su modo de la trascendencia de la persona y de su apertura total a la realidad. Lo que se muestra de diversas maneras; por ejemplo, mediante el carácter sistémico de su morfología, como se observa en la conexión intrínseca entre la posición erecta y la libertad de las manos o la producción de sonidos que expresan deseos, sentimientos, voliciones y pensamientos y la comunicación de un mismo mundo humano; y, sobre todo, en la asimetría existente entre el cuerpo de quien debe ser acogido, nutrido y cuidado, y el de quien tiene la obligación de acogerlo, nutrirlo y cuidarlo, porque, antes de poder acoger, ha sido ya acogido.

Por lo que se refiere al carácter sistémico, este se refiere no sólo a la relación entre los diversos órganos (pies, manos, laringe, oídos), sino sobre todo a la que existe entre el cuerpo y la razón. Así, la liberación de las manos de su significado biológico (extremidades para andar o correr), hace posible la bipedestación y esta, a su vez, la posición erecta de la columna vertebral, permitiendo una disposición equilibrada de la cabeza, lo que favorece el aumento de la capacidad craneal. Y todos esos cambios morfológicos están conectados con la razón. En efecto, como ya indicaba Anaxágoras (496 a.C.-428 a.C. aprox.), «el hombre es el más sabio de los vivientes porque tiene manos»[10]. Y Aristóteles, que ahonda en la correlación entre inteligencia y mano, añade: «Pero es razonable decir que tiene manos porque es el más sabio. Las manos, en efecto, son un instrumento y la naturaleza, como un hombre sabio, da cada cosa a quien puede usarla»[11]. En definitiva, en la hipótesis de que el hombre tuviese manos pero no inteligencia (como ocurre con los simios), no podría utilizarlas para construir instrumentos, pues le faltaría la capacidad para servirse de ellas como medio respecto de un fin. En la correlación entre manos e inteligencia, se puede seguir ahondando hasta llegar a la conclusión de que la libertad de los movimientos de la mano, especialmente los que son necesarios para hacer la pinza con el pulgar y el índice, se relacionan sistémicamente con la inteligencia práctica y, a través de ella, con las demás peculiaridades de la morfología del cuerpo humano: el caminar erecto y la producción de sonidos. Todo lo cual confirma el carácter sistémico del hombre.

Por lo que se refiere al lenguaje, hay también una serie de cambios morfológicos que hacen posible la formación de un aparato fonador con el que comunicarse personalmente. Entre ellos, ocupan un lugar importante las modificaciones del rostro humano: la cabeza pierde su inclinación hacia delante —lo que, en cambio, no sucede en otros mamíferos—, la boca cuenta con labios finos, lengua con gran movilidad y dientes pequeños, que además han retrocedido. A su vez, los órganos fonadores (boca, lengua, dientes) conforman el oído humano, haciéndolo capaz de percibir no sólo los ruidos del ambiente, sino también los sonidos, dotados de una estructura rítmica y tonal bien regulada. El lenguaje proyecta la existencia humana más allá de las exigencias materiales de la simple supervivencia, pues su fin es comunicar la verdad, el bien y lo bello[12]. La relación entre morfología y razón se refleja también en la apertura del cuerpo humano a la realidad, en virtud de la cual la persona no se halla en un medioambiente, sino en el mundo. Por eso, el hombre, a diferencia del animal, transforma su nicho ecológico en vez de adaptarse a él, convirtiéndolo en su hogar[13].

Por otro lado, la distinción entre el cuerpo que acoge y el que es acogido establece una asimetría entre las personas, que es el fundamento de la justicia. En efecto, la morfología y funcionalidad del cuerpo humano no son suficientes para que este desarrolle todas sus potencialidades, en particular el lenguaje, el conocimiento intelectual y el amor, pues para ello necesita la ayuda de otras personas. El cuerpo, por tanto, es personal no solo porque genética y morfológicamente pertenece a la especie homo sapiens sapiens, sino también porque requiere el reconocimiento y la acogida por parte de las demás personas, es decir, exige la gratuidad y el don de sí. Por eso, el cuerpo humano del recién nacido es un don, especialmente para los miembros de su propia familia y, al mismo tiempo, una obligación para todos ellos, pues sin sus cuidados no puede desarrollarse. De ahí que el cuerpo humano, a la vez que dependiente, sea capaz de ponerse al servicio de los más necesitados: niños, enfermos, ancianos, y pueda darse a otra persona de modo conyugal, fundando la familia. La dependencia, el autodominio y la donación constituyen, pues, un aspecto importante del carácter sistémico, simbólico y espiritual del cuerpo humano. Ya en el nacimiento prematuro que caracteriza al ser humano se observa la necesidad de relaciones estables entre los padres, es decir, la institución familiar, la cual origina vínculos de amor, de participación, solidaridad y gratuidad entre sus miembros, que son imprescindibles para el desarrollo de las personas, la formación integral de los hijos y el perfeccionamiento de su capacidad de amar. En definitiva, el cuerpo personal es orgánico, simbólico, racional, necesitado, pero también dotado de una riqueza incomparable, pues puede dar lugar a profundos vínculos de amor; de ahí que pueda ser usado metafóricamente para referirse a diversas instituciones naturales, como la familia (el cabeza de familia), o a estructuras sociales humanas (los cuerpos intermedios) e, incluso, sobrenaturales (la Iglesia o cuerpo místico de Cristo).

2. LA CORPOREIDAD: EL CUERPO VIVIDO Y SUS EXPRESIONES

Si la visión del cuerpo por parte de la física, la anatomía y la fisiología implica un distanciamiento y objetivación, la vivencia del propio cuerpo manifiesta, por el contrario, una experiencia subjetiva, en la cual este aparece como símbolo de una interioridad trascendente, como se observa en los fenómenos del pudor y la vergüenza. Es decir, el cuerpo humano, además de objeto de las ciencias, es símbolo de la persona, una realidad que lo transciende y a la cual remite de forma necesaria, en tanto que sólo ella lo dota de un significado último, es decir, le confiere dignidad.

La corporeidad, por otro lado, consiste en la relación vivida con los demás cuerpos: animados e inanimados, naturales y artificiales, animales y humanos; se trata de una experiencia que es, al mismo tiempo, movimiento, gesto, pasión y acción. En sus movimientos, el cuerpo está subordinado a una legalidad externa: el modo normal de caminar de una persona se interrumpe, por ejemplo, cuando tropieza. La corporeidad, junto a las leyes en común con los demás cuerpos, se rige por reglas propias; volviendo al ejemplo anterior, el modo en que una persona camina puede seguir pautas naturales o postizas, intentando disimular sus intenciones, en lugar de manifestarlas. Existen, por tanto, leyes no físicas, que confieren a la corporeidad la aptitud de ocultar/desvelar la persona, reconocerla/desconocerla. Se explica así por qué la erotización del cuerpo y, sobre todo, la pornografía, típicas de la sociedad de consumo, sean una de las causas del eclipse de la persona; en efecto, el cuerpo desnudo, lejos de permitir el conocimiento y reconocimiento del otro como persona, lo dificultan hasta casi impedirlo, pues, al mirar el cuerpo como pura exterioridad con una intención depredadora o, por lo menos, desencantada, el ser del otro se confunde con su aparecer carnal, e incluso con la simple imagen de su cuerpo[14].

La corporeidad está constituida también por los gestos, sobre todo de las manos y el rostro, pues estas partes están dotadas de una movilidad muy grande (el cambio de postura de la mano y de los dedos, del color de la cara, del resplandor y brillo de los ojos), así como de una funcionalidad muy diferenciada (comunicar mensajes, atención, petición, complicidad). Los gestos no equivalen a la suma de los simples movimientos de las partes del cuerpo, sino a cambios globales de la corporeidad, con los que se manifiesta el estado de ánimo, los sentimientos, los deseos, la preocupación, el conflicto o la amistad.

Frente a la tesis sartriana de la mirada del otro como petrificación de la propia libertad[15], la relación con los otros —lejos de impedirnos el mostrar quiénes somos— nos permite descubrir la trascendencia del propio cuerpo, como se observa en las funciones técnica y poietica del obrar humano, de modo particular en la dimensión del trabajo como servicio. Por supuesto, como he observado al hablar de la pornografía, la mirada del otro, cuando está cargada de impudicia, degrada a la persona hasta la condición de simple objeto de uso y consumo. Pero, el problema no estriba en el mirar en sí, sino en el modo en que se mira: cuando la mirada no es rapaz, deja libre al otro, y entonces es posible acogerlo como otro y sentir-con él (Mitgefühl), como sucede en el fenómeno de la simpatía, cuya raíz procede del verbo griego sympathein ‘con-padecer’[16]. Por eso, nos indignamos cuando vemos que se maltrata un animal y, sobre todo, a una persona, porque en este último caso advertimos no solo su dolor físico, sino también su sufrimiento espiritual: su tristeza, angustia, o desconsuelo. Más aún, a diferencia del animal, la persona, que nos mira sufriente, nos suplica a la vez con sus ojos para que la ayudemos a afrontar el dolor, a darle sentido. La mirada de quien sufre nos muestra un ser dotado de dignidad pues, a pesar de sus límites, defectos y errores, es capaz de afrontarlos e, incluso, de transcenderlos. Sin embargo, la revelación completa de la persona —en todas sus dimensiones, también en la técnica y poietica— se muestra sólo en la acción humana, con la cual la persona perfecciona el mundo perfeccionándose. Así, la acción humana muestra completamente a la persona, ya que no sólo sirve para satisfacer necesidades, sino también para darnos a conocer a la persona como don que, dando, se da o que da, dándose.

En las relaciones interpersonales mediadas por el cuerpo hay que incluir una serie de fenómenos de notable valor antropológico, como la risa y el llanto, la ternura, el vestido y la danza. La risa y la sonrisa permiten modular una amplia gama de sentimientos referidos al otro: complacencia, indulgencia, humorismo, alegría, esperanza; mediante el llanto se alcanzan tonos tétricos: dolor, sufrimiento, rabia, impotencia, desesperación. El amor, o sea, el placer de estar-con y ser-para el otro, se muestra en la caricia, el beso, el abrazo. Los modos de manifestar el amor dependen tanto de la persona como de las culturas: restregarse las narices, aproximar las mejillas, el beso de la paz, el abrazo, etc., son algunas de las formas culturales con que la corporeidad expresa la dimensión amorosa. En fin, la indumentaria, los adornos, el modo de hablar y moverse, además de ser objetivaciones de la personalidad, revelan la posición social de la persona o su pertenencia a un grupo, como se observa en algunos piercing y tatuajes. La danza ocupa un lugar particular en el significado relacional de la corporeidad, pues no solo incorpora la tradición, las costumbres sociales y la cultura, sino que las transciende, cuando, por ejemplo, se convierte en rito sagrado.

En definitiva, mediante las facciones de la cara, la mirada, las expresiones del rostro, el timbre de la voz y el movimiento del cuerpo puede pasarse de un encuentro casual con el otro a una relación estable, como sucede en la amistad. Así, lo que aparentemente es más exterior y específico —el cuerpo— se transforma en la principal puerta de acceso a la intimidad de las personas.

3. LA UNIÓN SUSTANCIAL CUERPO-ALMA

El análisis del cuerpo como realidad material, orgánica, sentiente y personal nos ha hecho descubrir un conjunto de propiedades emergentes. No significa, sin embargo, que el cuerpo humano sea primero material, después viviente, más adelante sentiente y, por último, personal, ya que desde su origen el cuerpo tiene un sólo principio que lo convierte en viviente, sentiente, personal. El conjunto de los elementos materiales, orgánicos y sensibles está ordenado, estructurado y dispuesto según este principio, al que tradicionalmente se ha dado en llamar alma. Por eso, a pesar de la multiplicidad de sustancias, órganos y funciones, el cuerpo es uno, y esta unidad no se pierde, si no con la muerte. Aunque muchos nieguen la existencia del alma, los seres vivos actúan como si la tuvieran, y esto los distingue de todo lo que carece de vida; en efecto, si una piedra o una figura de cera o un cadáver empezaran a moverse, nos horrorizaríamos, porque sabemos que la materia, de por sí, no puede actuar de ese modo[17]. El vivir no es, pues, un acto de la materia ni un elemento material. Para explicarlo es preciso un principio activo inmaterial, es decir, un alma.

¿Qué es, entonces, el alma? Aristóteles ofrece dos definiciones de alma: una estructural y otra dinámica.

1) Definición estructural de alma. Según la primera definición, el alma es «el acto primero (entelecheia primera) del cuerpo natural orgánico que tiene la vida en potencia»[18]. Adentrémonos en esta definición. El acto de vivir o entelecheia no es nunca una especie de kinesis o movimiento físico, como andar, cortar un árbol o construir una casa, pues, en todos estos casos, el fin —el recorrido efectuado, el árbol cortado o la casa construida— está fuera de la operación. Es más bien un acto inmanente, es decir, un movimiento que posee en sí no solo el principio sino también el fin. Por eso, vivir es haber ya vivido, o sea, poseer la vida desde el comienzo; en efecto, a diferencia de la casa construida que se encuentra fuera del construir (mientras se construye no existe aún la casa), la vida se posee en el mismo acto de vivir, ya que de otro modo el comienzo del vivir carecería de vida, lo que es contradictorio.

A pesar de esto, la vida de los seres corporales es un acto inmanente muy especial, pues es el acto de un cuerpo que se comporta como potencia. En opinión de Aristóteles, esto es debido al hecho de que los vivientes orgánicos poseen una estructura hilemórfica, en la que el alma constituye la forma sustancial y el cuerpo orgánico, la materia. De ahí se deduce —de acuerdo con el Estagirita— que lo que vive no es el alma o el cuerpo por separado, sino más bien el compuesto o synolon, formado por alma y cuerpo. Al estudiar la muerte, veremos que el hilemorfismo aristotélico presenta ciertos límites. De todos modos, esa teoría nos consiente pensar el vivir como un tipo de acto, que no es físico, sino psíquico o animado (del griego psychê ‘alma’).

¿Cuál es la relación entre alma y cuerpo? La misma que hay en la naturaleza entre la materia y la forma. En los vivientes —y, por analogía, también en los otros seres materiales inanimados— la materia prima es el sujeto del cambio sustancial o radical, a saber: de su generación y muerte. Sin embargo, la materia prima es —en sí— pura potencia, por lo que, para pasar al acto, necesita una forma sustancial que la actualice, determinándola. En el caso del viviente, el alma es la forma que actualiza la materia organizándola y convirtiéndola en cuerpo vivo. Según santo Tomás, la primera determinación que el alma proporciona a la materia es la cantidad, o sea, la materia dotada de cierta extensión. De ahí que, para el Aquinate, el principio de individuación de los vivientes corporales y, por tanto, también de la persona humana, sea la materia quantitate signata, es decir, la materia señalada por la cantidad[19]. Así, lo que distingue esencialmente unas personas de otras es la extensión propia de la materia de sus cuerpos. Esto no significa, sin embargo, que el alma no sea también principio de individuación. En efecto, puesto que el alma de cada persona es la forma sustancial que determina la extensión del cuerpo, no es posible que sea forma de un cuerpo distinto ni, por consiguiente, que una persona pueda ser la misma con otro cuerpo, a diferencia de cuanto afirma el dualismo platónico y las doctrinas sobre la reencarnación[20]. Como veremos al tratar de la muerte, en el caso de la persona humana, además de la materia cuantificada y el alma, existen otros principios de individuación: el Yo o autoconciencia y la persona con sus relaciones constitutivas. Y todo ello se funda en un principio que es aún más radical: el acto de ser personal. De ahí que el acto de ser constituya el fundamento último tanto de la unidad personal, como de su integración.

Además, puesto que el cuerpo personal es potencia respecto del alma, depende de las condiciones materiales de este el que el alma pueda actuar de modo adecuado y sin obstáculos, es decir, pueda organizar la materia y conducir el viviente a su fin. Las indisposiciones orgánicas (como la ceguera, sordera, insensibilidad táctil) pueden privarlo de alguna de sus funciones sensibles propias y, a veces, incluso de la actualización de la razón y voluntad. Sin embargo, aunque imposibilitado, aquel cuerpo personal sigue teniendo un alma que, como intentaré demostrar al tratar de la inmortalidad, es de naturaleza espiritual. Por otra parte, a diferencia del alma, la vitalidad del cuerpo humano está limitada temporalmente. Tras el desarrollo del cuerpo (crecimiento, sensación, capacidad de engendrar), el alma no es capaz de seguir informándolo con todos sus órganos y funciones, por lo que comienza el declive, que se concluye con la muerte, o sea, con la indisposición definitiva del organismo para ser actualizado.

En la relación entre alma y cuerpo, junto a la causalidad material y formal, hay una causalidad eficiente, en virtud de la cual puede hablarse del alma y el cuerpo como motor y móvil reales, respectivamente. Esta eficiencia no debe interpretarse, sin embargo, en sentido físico, es decir, como nexo constante o secuencia temporal irreversible de dos fenómenos, sino en sentido metafísico, como participación del ser de la causa en el efecto. Así, a diferencia del motor artificial que puede diseñarse y, por tanto, existir antes de su construcción, pero no funciona hasta ser construido, los seres vivos no existen ni actúan antes de ser engendrados. La existencia de estos seres es siempre corporal y, por tanto, se trata de un vivir individual, mientras que el motor del coche, la especie pensada o la así llamada realidad virtual carecen de vida por falta de un cuerpo animado, es decir, de un principio que dé vida al cuerpo. El alma es, pues, causa eficiente intrínseca del cuerpo, ya que, además de organizarlo, lo dota de movimiento y funciones. La necesidad de encontrar la causa eficiente de los seres vivos lleva al Estagirita a sostener que, por ejemplo, la causa del embrión humano es el alma del padre, cuya eficiencia se transmitiría al semen. Al alma paterna y al semen debería añadirse la acción del sol, que produce el movimiento y el calor en el mundo sublunar. La biología y la genética actuales muestran, sin embargo, que el zigoto no requiere una causa eficiente distinta de la que se encuentra ya en él, es decir, le basta estar dotado de un determinado código genético.

Por último, el alma es también la causa final del cuerpo, como el ver es la causa final del ojo, o el cortar, la del cuchillo. En efecto, el cuerpo existe porque tiene vida, porque posee un acto primero o alma. De ahí la definición aristotélica: el «cuerpo natural orgánico que tiene la vida en potencia». Cuando el cuerpo pierde su alma o fin, se desorganiza y corrompe hasta convertirse en un montón de sustancias inorgánicas.

En definitiva, entre alma y cuerpo existe una relación análoga a la que hay entre la estatua y el escultor en el acto de esculpirla. En el David de Miguel Ángel, por ejemplo, encontramos cuatro causas constitutivas de esa obra de arte: la causa eficiente es el gran escultor florentino; la causa formal, la figura del joven pastor hebreo, que el escultor poseía en su fantasía antes de esculpirla en el mármol; la causa final es el objetivo ornamental de la estatua, y la causa material, un determinado bloque de mármol de Carrara. También en la relación entre alma y cuerpo encontramos esas cuatro causas. Sin embargo, aunque teóricamente podamos distinguirlas, en el acto de vivir tres de ellas coinciden con un mismo sujeto o alma, pues esta es a la vez causa formal, eficiente y final del cuerpo, mientras que el cuerpo es sólo la causa material de cuya potencialidad es educida el alma. El alma es, por tanto, forma, pero no a la manera de la figura de la estatua, que puede modificarse sin cambiar la materia y las propiedades del mármol; cuando el alma se separa del cuerpo, este pierde su estructura, funciones y fin, convirtiéndose en un cadáver. Es decir, la vida no es, a diferencia de la forma de la estatua, algo accidental, sino sustancial. Por eso, Aristóteles afirma que «para los vivientes vivir es ser»[21]. La generación y la muerte son cambios sustanciales, como esculpir una estatua o destruirla. Otros, en cambio, son accidentales, como los que se refieren al peso, color, lugar, tiempo, pues modifican el cuerpo sin engendrarlo ni corromperlo. De hecho, el cuerpo cambia precisamente mediante sus accidentes: crece, madura, envejece, manteniéndose el mismo, es decir, un cuerpo de esta o aquella persona.

En resumen, el alma es causa formal, eficiente y final del viviente, mientras que el cuerpo es sólo su causa material. No se trata, sin embargo, de una causalidad entre dos sustancias, sino más bien entre dos coprincipios de un mismo ser vivo: el alma, o principio inmaterial, y el cuerpo, o principio material, ya que el alma de los vivientes corporales, si bien necesita de la materia para actuar, en sí misma es inmaterial.

2) Definición dinámica de alma. Además de una unidad estructural metafísica, el ser vivo posee otra de tipo operativo. ¿Cuál es el principio de este segundo tipo de unidad? Una vez más, el alma. Por eso, en la segunda definición de alma, Aristóteles se refiere a su aspecto dinámico: «Aquello por lo que vivimos, sentimos, nos movemos y pensamos»[22]. Examinémosla con detalle.

En primer lugar, el Estagirita indica cuatro actividades propias de los seres vivos: nutrirse, sentir, trasladarse de un lugar a otro y entender[23]; en segundo lugar, distingue entre el alma o psychê como acto y esas operaciones, considerando el vivir como una actividad más radical, pues, a diferencia de las operaciones, no admite gradación alguna: un viviente no puede estar más o menos vivo, ya que para el viviente vivir es ser; o se está vivo o se está muerto.

Si el alma es acto primero o forma sustancial, sus operaciones son acto segundo o forma accidental[24]. El alma no agota su actividad dotando de órganos al cuerpo, pues estos —según Aristóteles— son solo los instrumentos que el alma emplea para actuar. El órgano, por tanto, implica cierto grado de formalización o actualización del cuerpo (precisamente su organicidad), pero no llega a ser un acto del viviente; para que lo sea, el órgano debe poseer también una potencia capaz de pasar al acto. Esto sucede con los órganos de la nutrición y del conocimiento sensible, a diferencia de los que están relacionados con la pura vitalidad del organismo, como los pulmones, riñones, corazón, etc. La potencia de los órganos de la nutrición y del conocimiento sensible es doble: en cuanto materiales, tienen —como sucede con los demás órganos— una potencia pasiva para recibir estímulos físicos o químicos, pero en tanto que no están completamente formalizados por el alma, poseen una potencia activa, o capacidad de realizar operaciones inmanentes. La diferencia entre estas dos potencias está relacionada con la distinción entre los dos tipos de actos del viviente ya vistos; en efecto, al acto primero del alma le corresponde el cuerpo orgánico como potencia, y a los actos segundos del viviente, es decir, a sus operaciones inmanentes, les corresponde la potencia activa de los órganos, o sea las facultades del alma.

4. EL ALMA COMO PRINCIPIO VITAL, SENTIENTE Y ESPIRITUAL

El alma es, pues, además de forma del cuerpo, el principio de todas las operaciones. De todas formas, no es el alma la que actúa, sino el viviente. Pues, para que esta sea principio se requiere no sólo el cuerpo y la potencia pasiva de los órganos (su buena disposición para recibir estímulos), sino también la potencia activa y su acto, lo que supone sea el compuesto sea los objetos sensibles; en el caso de la vista, por ejemplo, la luz, pues con los ojos cerrados o abiertos en un cuarto oscuro, aunque estos estén sanos, no se ve nada, sino solo la oscuridad, es decir, la ausencia de luz. Los órganos, por consiguiente, son el principio remoto de las operaciones del alma, mientras que el principio inmediato son sus facultades. Por este motivo, la operación recibe indistintamente el nombre del acto de la facultad o el del objeto poseído; por ejemplo, el acto de la audición se llama oír o sonido[25].

De ahí que haya una jerarquía en los principios del acto del viviente: los órganos tienen menos perfección ontológica que sus operaciones, ya que estas son el fin, mientras que los órganos son solo el instrumento para alcanzarlo. Y, a su vez, las operaciones, aunque poseen más perfección que las potencias, son menos perfectas que el alma, pues tienen como fin el acto de vivir: no la simple supervivencia, sino la vida que corresponde al acto primero, o entelecheia, de aquel determinado viviente[26]. Por eso puede concluirse lo siguiente: si a cada órgano corresponde un acto, que es su fin, al conjunto de los órganos, o cuerpo, le corresponderá un acto o alma, que es su fin. Se entiende ahora mejor por qué Aristóteles llama al alma entelecheia primera de un cuerpo natural orgánico que tiene la vida en potencia[27]. El alma es acto no solo del cuerpo orgánico, sino también de los actos realizados por medio de él, que se encuentran potencialmente en los órganos nutritivos y sensibles. Por consiguiente, las dos definiciones aristotélicas del alma: la estructural y la dinámica se complementan.

Por consiguiente, las acciones deben atribuirse al ser vivo y no a la facultad ni al órgano: no es la vista o el ojo los que ven, sino el viviente mediante el ojo, pues los actos son del viviente, el único que subsiste. Por supuesto, eso no significa que las potencias y los órganos no sean de algún modo verdaderos agentes —por ejemplo, la persona ve con los ojos, y no con la nariz—, sino más bien que se trata de causas instrumentales dotadas, por ello, de cierto carácter agente. Se explica así también que haya cierta jerarquía entre las potencias, por lo que las superiores requieren siempre la operación de las inferiores: el nutrirse, por ejemplo, exige el funcionamiento de los órganos de la masticación y digestión y, a su vez, esta operación es necesaria para poder sentir y pensar.

Hay, sin embargo, dos potencias: la razón y la voluntad, que en sí mismas no parecen estar ligadas al cuerpo, pues sus actos no requieren de ningún órgano. En efecto, la capacidad que tenemos de conocer y amar todas las cosas implica que la razón y la voluntad carecen de órgano, ya que este es siempre algo material que limita. La amplitud del objeto de estas dos potencias parece sugerir que el alma humana, en su ser y actuar, posee una relativa independencia del cuerpo, lo que la distingue netamente del alma de los animales irracionales. Si es así, el fin de la existencia humana deberá trascender la simple vida del cuerpo e, incluso, de la propia especie. Para confirmar esta hipótesis, es preciso estudiar el vivir humano tanto a partir de sus características fenomenológicas y metafísicas, como de su génesis, estructura, integración e identidad personales.

[1] «Gracias a mi cuerpo, no puedo definirme nunca como un individuo aislado del mundo. Esto nos vacuna contra el egocentrismo que nos separa de la realidad y de los otros hombres. De hecho, su lenguaje me enseña que, desde siempre, estoy abierto al mundo, estoy en relación con él. Me dice que estoy siempre expuesto a los otros y que esa relación pertenece al núcleo más íntimo de mi persona» (C. ANDERSON–J. GRANADOS, Chiamati all’amore. La teologia del corpo di Giovanni Paolo II, Piemme, Milano 2010, p. 46).

[2] Por este motivo, en algunas constituciones, la muerte suele describirse como «la cesación irreversible de todas las funciones del encéfalo» (Ley italiana del 29 diciembre 1993, n. 578, a.1).

[3] La complejidad es signo de perfección en el mundo corpóreo, donde hay composición de materia y forma. En cambio, en el mundo espiritual, el signo de perfección es la simplicidad: a mayor simplicidad, mayor perfección, hasta llegar a Dios, simplicidad pura.

[4] Los neurofisiólogos distinguen en el cerebro humano tres niveles funcionales: el inferior, que incluye gran parte del sistema nervioso periférico y de la médula espinal (o mielencéfalo), del puente y del cerebelo (o metencéfalo), regula las funciones vegetativas, tales como la digestión, la circulación sanguínea, la respiración, etc.; el intermedio, que incluye las áreas del mesencéfalo y el diencéfalo, regula la afectividad, como las emociones de miedo, ira, etc.; el superior, que corresponde especialmente al neocórtex cerebral, está conectado a algunas funciones de la razón, tal como la toma de decisiones (cfr. J. CERVOS–S. SAMPAOLO, Libertà umana e neurofisiologia, en Le dimensioni della libertà nel dibattito scientifico e filosofico, F. Russo – J. Villanueva (eds.), Armando, Roma 1995, p. 28).

[5] PLATÓN, Protágoras, 320c-323a.

[6] Cfr. A. GEHLEN, El hombre, Sígueme, Salamanca 1989, pp. 142 y ss.

[7] Cfr. J. MARÍAS, Antropología metafísica, Alianza, Madrid 1987, pp. 124-126. Remito también a mi libro Yo y los otros. De la identidad a la relación, Rialp, Madrid 2016, pp. 156-165).

[8] Cfr. M. MERLEAU-PONTY, Fenomenología de la percepción, FCE, México 1957, parte II, capítulo III.

[9] Los fenomenólogos alemanes, como Edmund Husserl (1859-1938), Scheler, Stein, von Hildebrand, etc., se sirven de la distinción que ofrece el idioma alemán entre Leib, cuerpo vivo, y Körper, cuerpo dimensional no viviente –como el cadáver– para establecer una diferencia aún más esencial: cuerpo objetivo, que se refiere también al cuerpo vivo pero de otra persona, y subjetivo o vivido (cfr. M. SAVIOLI, Il contributo di Edith Stein alla chiarificazione fenomenologica e antropologico-teologica della corporeità, «Divus Thomas» 46 (2007), pp. 78-122).

[10] H. DIELS-W. KRANZ, Die Fragmente der Vorsokratiker, Weidmann, Dublin-Zürich 161972, unveränderte Nachdruck der 6. Auflage, A 102.

[11] ARISTÓTELES, Las partes de los animales, 687a, 7.

[12] Cfr. ARISTÓTELES, Política, 1253a 15-18.

[13] La relación entre el cuerpo humano y la casa está bien explicada, por ejemplo, en el siguiente texto: «Así como en la propia casa se puede recibir a los amigos, del mismo modo en el cuerpo podemos acoger el mundo que nos rodea y dejar que nos influya, nos enriquezca y nos trasforme. Tener un cuerpo implica estar presente para los hombres y abierto a ellos, sentirse acogido y acoger a los otros en nuestra intimidad» (C. ANDERSON–J. GRANADOS, Chiamati all’amore, o.c., p. 47).

[14] Se debería distinguir entre la mirada maravillada frente a la belleza del cuerpo, como la de Adán frente a Eva, y la mirada cínica, que ya no se sorprende de nada. De hecho, la corporeidad, cuando no se reduce a pura exterioridad, manifiesta al otro, aunque no se lo pueda percibir en su identidad más profunda, (cfr. V. MELCHIORRE, La via analogica, Vita e Pensiero, Milano 1996, p. 125).

[15] Si el otro es esencialmente el que me mira «las relaciones particulares de mi ser con el de otro presuponen, por una parte y por la otra, […] nuestra existencia como cuerpo en medio del mundo», no ya como libertad (J. P. Sartre, L’être et le néant. Essai de ontologie phénoménologique, Librairie Gallimard, Paris 1943, p. 428).

[16] «Es seguro, en efecto, que creemos tener directamente en la risa la alegría, en el llanto la pena y el dolor del otro, en su rubor su vergüenza» (M. Scheler, Esencia y formas de la simpatía, Losada, Buenos Aires, p. 254).

[17] Cfr. E. STEIN, La estructura de la persona humana, BAC, Madrid 1998, p. 67.

[18] ARISTÓTELES, De anima, III, 2, 412a 27-29.

[19] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Boethius De Trinitate, q. 4, a. 2.

[20] «En cualquier naturaleza, persona significa lo que es distinto en aquella naturaleza, como en la naturaleza humana (persona) indica esta carne, estos huesos y esta alma, que son los principios que individualizan al hombre» (SANTO TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 29, a. 4, c).

[21] ARISTÓTELES, De anima, 415b 13.

[22] Ibid., 1, 2c 1.

[23] Cfr. ibid., 413a 22.

[24] El término acto segundo no es aristotélico, sino tomista (cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In II De Coelo, lect. 4, n. 334).

[25] Cfr. ARISTÓTELES, De anima, 426a 6.

[26] Cfr. ibid., 434b 20-25.

[27] La multiplicidad de operaciones de los órganos se encuentra así unificada y finalizada por un primer principio o alma. Sobre el concepto de entelecheia primera en las definiciones aristotélicas del alma véase H. ZUCCHI, Acto y potencia como principios o conceptos explicativos, en L’atto aristotelico e le sue ermeneutiche, M. Sánchez-Sorondo (ed.), Herder, Roma 1990, pp. 69-77.

Antropología de la integración

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