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7. Rusia. Notas: de Pedro el Grande (1689-1725) a 1890

Antes de que principie el reinado de Pedro el Grande, decisivo para la apertura Rusia a Occidente, ya hubo largo pleito sobre si el país debía abrirse o no a la cultura e ideas del Occidente de la época. La cuestión se había planteado durante el reinado del zar Alejo (1645-75). El pueblo era del todo reacio, y sólo una reducida minoría de la nobleza, no decisiva para el cambio, estaba a favor. El mayor influjo en favor de la apertura era el de las minorías de extranjeros establecidos en Rusia: instructores militares contratados por el gobierno, comerciantes de las capitales, vecinos del barrio alemán de Moscú...

El Cisma de “los viejos creyentes”

Aquella división de los espíritus, anterior a Pedro el Grande, afectó también a la vida de la Iglesia ortodoxa. El intento del patriarca Nikón (1652-66) de modificar ritos y rúbricas de la liturgia tradicional, que no afectaban en realidad a la fe, provoca no obstante un cisma en la Iglesia rusa de larga consecuencia. El Estado apoya la reforma de Nikón y reprime con numerosas ejecuciones a los disidentes (los raskolnitz o viejos creyentes). Éstos, muy numerosos entre el pueblo y los monjes, acusan a los zares y a la jerarquía eclesiástica ortodoxa de abjurar de la antigua fe y traicionar la misión de la tercera Roma. Considerados por ley rebeldes al Estado a partir de 1685, millares fueron ejecutados. La represión del cisma (raskol) tuvo muy graves consecuencias para el monacato ruso, en su mayoría adherido a los viejos creyentes. Muchos monasterios, antes grandes centros de piedad, son suprimidos134.

La decisiva obra de Pedro el Grande (1689-1725)

La apertura de Rusia a Occidente principia sobre todo con Pedro el Grande por su decidida voluntad de reformar la nación, asimilar los progresos militares, técnicos y administrativos europeos, y establecer un Estado centralizado al modo de las monarquías absolutas del XVII occidental. A la creación del fuerte Estado centralizado se oponían ya desde el XVI la nobleza de sangre y la Iglesia ortodoxa en defensa de su libertad, pero Pedro I, con actividad desbordante, impone su omnímoda voluntad sin reparar en la brutalidad de los medios135.

Pedro I orienta su política con las ideas nuevas venidas de Occidente; en particular, del filósofo alemán Samuel Pufendorf, cuya obra De los deberes del hombre y del ciudadano hace traducir. Aunque era creyente, separaba al Estado de los mandamientos de la ley de Dios, que han de quedar para el fuero interno o conciencia de cada individuo; y éste, en cualquier caso, ha de obedecer a los gobernantes del Estado como responsables del bien común del país, sin recurrir a ningún tipo de rebeldía136.

En este contexto estatista, la escasa independencia del patriarcado ortodoxo desaparece en 1700 al sustituirlo Pedro I por un órgano de la política del Estado –el Santo Sinodo– , encargado desde entonces de dirigir la entera vida de la Iglesia ortodoxa. Las resistencias y protestas fueron muchas, pero a todo se impuso la voluntad de Pedro137.

Para con las numerosas comunidades religiosas practicó una dura política. Frente a la nobleza de sangre, opuso la nueva nobleza “de servicio” creada por sus inmediatos predecesores para asegurarse una élite del todo sumisa al zar. Refuerza social y económicamente a esta élite, compuesta sobre todo por altos funcionarios del Estado, entregándoles numerosas tierras y siervos del patrimonio imperial para disponer de ellos con poderes ilimitados.

A la vez que promueve la apertura a Europa para el progreso técnico, económico y militar de la nación, impone con tal fin tremendas cargas. Las grandes resistencias de las masas populares a Pedro I provienen de la brutalidad de los medios a que recurre para sanear la hacienda pública (cosa que logra ampliamente) y construir el Estado occidentalizado que él concibe (por medio de un fisco durísimo para los más pobres, trabajos forzados con pérdida de numerosas vidas, una nueva aristocracia del todo adicta al zar, un servicio militar obligatorio de 25 años de duración por sorteo...). A estas resistencias se les sumaron las anteriores de los amantes de la tradición, multitudes que rechazan las innovaciones religiosas y nuevas costumbres avaladas por los zares138.

Pedro desea armar un ejército poderoso que le permita tratar como a iguales a las potencias de Europa. Promueve para ello las necesarias industrias siderúrgicas, y concede a sus empresarios directores el derecho de escoger los obreros que necesiten; así, muchos siervos de la gleba, campesinos, pasaron, forzados, a serlo de las fábricas. Afrontará entonces la dura y larga guerra con el más fuerte ejército del norte de Europa, el de Suecia, que bloquea el acceso de Rusia al Báltico.

La victoria de Poltava (1709) en la Guerra del Norte convierte a Rusia en la gran potencia con la que en adelante se ha de contar en las pugnas y equilibrios de la política internacional. Una vez ganada así la salida al mar, hará construir la gran ciudad de San Petersburgo en el fondo del Golfo de Finlandia para capital del Imperio y al precio de numerosas vidas de siervos sacados por la fuerza de sus aldeas. Era la única salida entonces viable para sus naves, pues al Norte lo impiden los hielos gran parte del año; y al Sur, los estrechos del Mar Negro permanecen cerrados por los turcos para acceder al Mediterráneo139.

A partir de Pedro I, las élites cultas, entonces sólo gentes de la nobleza, comienzan a asumir las ideas de la Ilustración; no, la democracia de Rousseau; pero sí, el naturalismo de Pufendorf, la separación de poderes de Montesquieu, e ideas de otros escritores menores. La autocracia de los zares no desemejaba del despotismo ilustrado de las monarquías absolutas occidentales del XVIII, aunque el ámbito en que se difunden tales ideas y modas será muy limitado; sobre todo, en la capital San Petersburgo. El corazón de Rusia, su inmenso campesinado, era declaradamente ortodoxo y religioso.

No existía, como en la Francia del XVIII (y en casi todo el Occidente europeo hasta la mitad del XIX), nada parecido a una burguesía rica que, como tal clase social, poseedora del poder económico, puja por hacerse también con el poder político esgrimiendo en su favor las ideas de los filósofos de la Ilustración y de sus inmediatos antecesores (los pensadores de la llamada crisis de la conciencia europea)140.

Época de Catalina II (1762-96)

Tras la muerte de Pedro I en 1725 transcurre un largo período indeciso. A la par que se va consolidando el Estado fuerte y centralizado por él creado, se vacila sobre si esto ha de despersonalizar a Rusia por el afán de imitar a Occidente. El acceso al trono de Catalina II, alemana de origen y educada en la lengua y modas francesas como correspondía a la alta sociedad germana de la época, marca el rumbo de Rusia hacia Europa. Enseguida, Catalina seculariza los bienes de la Iglesia y deporta a Siberia a más de 20.000 viejos creyentes, contrarios al secularismo impuesto por el régimen. No obstante, tras el primer reparto de Polonia entre Rusia y Prusia en 1772, acoge a los jesuitas expulsados de las naciones católicas para educadores de la juventud en las zonas de la católica Polonia pasadas a dominio ruso, y especialmente en la Rusia Blanca141.

Aunque Catalina II, sobre todo a efectos de política exterior, se proclama defensora de la ortodoxia, en realidad impone una política secularizadora. Incluso un principal dirigente del órgano supremo de la Iglesia ortodoxa (del Santo Sínodo), Tschebytschev, se manifestaba abiertamente ateo. El historiador Stasiewski comenta al respecto:

“La Iglesia [ortodoxa], que desde Pedro I dependía totalmente del régimen, corrió peligro de descomposición interna en la segunda mitad del siglo XVIII por la irrupción del racionalismo, de la ilustración y de la francmasonería. Algunos obispos trataron de atajar mediante compromisos esta infiltración... El número de obispos y monjes que se dedicaban con entera conciencia al núcleo esencial religioso de sus deberes era reducido. Entre ellos se contaban [algunos obispos y monjes] que salvaron los monasterios rusos de la crisis de comienzos del XVIII, [aunque una secularización tan acusada les dejó casi sin medios] para hacer frente a sus tareas caritativas y de asistencia social”142.

Catalina, alabada por los filósofos de la Enciclopedia francesa, los agasaja e invita a su corte de San Petersburgo. Pero a aquella penetración ideológica le faltó tiempo y medios para ser más efectiva en Rusia, pues pronto estalla la Revolución francesa, abonada por estas ideologías. Catalina, espantada ante los hechos, se despega de sus viejas amistades de París y trata de salvar la vida de Luis XVI (ejecutado en 1793). Retrocede claramente de su anterior tolerancia para con la Ilustración francesa y hace prohibir toda circulación e importación de libros franceses (recuérdese en la España de Carlos IV el llamado “pánico de Floridablanca” cuando a la corte de Madrid llegan noticias de lo que sucede en París).

En 1794 estalla la rebelión liderada por Tadeo Kosciusko para la liberar a Polonia de la dominación rusa. Catalina, convencida de que el jacobinismo francés alienta tal sublevación, envía al ejército que, con enorme matanza, toma Varsovia. A continuación, se hará un nuevo reparto –el segundo, de nuevo con Austria y Prusia– de la gran Polonia, que incluía, además de la Polonia clásica, la Ucrania Occidental, Lituania y Bielorrusia o “Rusia Blanca”143.

Rusia se expande también durante este reinado hacia Asia, donde levanta ciudades y explotaciones agrícolas e industriales. En conjunto, el país experimenta un acelerado crecimiento económico144. Pero al mismo tiempo endurecerá aún más la servidumbre de la gleba. Sacrifica a los siervos en favor de su alianza con la nobleza. Muchas tierras y siervos fueron entregados a favoritos y altos funcionarios de la corte145. Comenta al respecto Antonio Domínguez:

“Disminuyeron los campesinos libres, y los siervos apenas se diferenciaban de los esclavos. Salvo el de quitarles la vida, los señores tenían sobre ellos todos los derechos; ni siquiera tenían las ventajas de la adscripción a la gleba, pues podían ser enviados a trabajar a cualquier lugar, o deportados a Siberia por una leve falta; podían ser comprados y vendidos, regalados, entregados en dote como otro bien cualquiera... La única oportunidad del siervo estaba en depender de un amo benévolo... La desastrosa situación de los campesinos fue la causa principal de la revuelta acaudillada por Pugatchef... Fue preciso retirar tropas del frente turco y librar batallas sangrientas para derrotar [en 1775] a los sublevados”146.

El impacto inmediato de la Revolución francesa

Pablo I (1796-1801), hijo de Catalina II, accede al trono en el momento en que Napoleón logra sus primeras victorias sobre Austria en el Norte de Italia y crece su gloria en Francia. Se suma el zar enseguida a la coalición internacional contra Francia. Pero a partir del golpe de Estado de Brumario por Bonaparte en 1799, Pablo I se retira de la coalición por estimar que Francia cuenta ya con un gobernante decidido a establecer el orden. Pero mientras tanto, un complot palaciego, por razones personales y por su política conciliatoria con Napoleón, le asesina en 1801.

Le sucede tras un breve reinado su hijo Alejandro I (1801-25). Pablo I había querido dar a la nación una orientación más tradicional, contraria a la secularizante de su madre, pero a la vez con notables desvaríos y contradicciones. Durante diez años (1784-94) puso por preceptor de su hijo al suizo Frederic Laharpe, reconocido racionalista y simpatizante de la Revolución francesa, que le dará a leer y comentar la literatura de la Ilustración; en especial, las obras de Rousseau y del republicanismo contemporáneo. Alejandro, acorde con esta educación, comienza su largo reinado con un manifiesto deseo de adecuar el país a las nuevas ideas de Occidente y de reformarlo en el sentido ilustrado de las monarquías europeas del XVIII.

El liberalismo del nuevo zar es un tanto nebuloso, pues acoge toda suerte de ideas dispares y se detiene al percibir que Napoleón proyecta invadir Rusia. Los ejércitos napoleónicos son, por todas partes, difusores de las ideas revolucionarias, sustituidoras en el gobierno de los pueblos de la fe en Cristo por las ideologías del XVIII; en especial, las de Voltaire y Rousseau. Tal pretensión irreligiosa, y los consiguientes desmanes de profanaciones, blasfemias, incendios de iglesias..., en España habían provocado la gran sublevación (1808-14) que Bonaparte no logra dominar. En Rusia, sucederá en 1812 algo similar, y aún más definitivo para su suerte. El zar decide no pactar con el corso y hacerle frente. Le asiste el profundo sentir religioso de su pueblo que, animoso, se dispone a una resistencia heroica147.

La invasión napoleónica

En junio de 1812 los ejércitos de Napoleón entran en Rusia. Ante el arrollador avance de la Grande Armée, las tropas rusas, dirigidas por el anciano Kutusov, adoptan la estrategia de la retirada, cada vez más hacia el Este del inmenso país, y sin aceptar entrar en combate abierto hasta unos 160 kilómetros antes de Moscú, en que se da, en septiembre, la batalla de Borodino, la más sangrienta del siglo XIX europeo (en un solo día, más de 50.000 muertos de cada parte). Bonaparte, pese al resultado indeciso de la batalla se proclama vencedor y aguarda durante varias semanas desde las colinas próximas a Moscú a que alguna delegación rusa venga a pedirle condiciones de paz. Fue en vano: el ejército ruso no se da por vencido, y después de cruzar rápidamente Moscú marcha hacia el Sudeste.

Cuando Napoleón finalmente se decide a entrar en la capital, horrorizado, la encuentra casi desierta y en llamas, sin cobijo ni alimento para sus tropas. El ejército ruso pronto vira sigilosamente hacia el Oeste, y atrapa al francés bloqueándole el camino hacia las provincias más ricas del Sur que le puedan aprovisionar. Ante esto y el invierno que se echa encima, Napoleón ordena retirarse y salir cuanto antes de Rusia; pero, acosado sin cesar, también por numerosas guerrillas, sufre enormes pérdidas en la retirada a través de la nieve. Sólo una reducida parte, con multitud de heridos y famélicos, logra escapar dirigida por Napoleón y llegar a primeros de diciembre a Vilna (Lituania). Aquello fue el principio del fin del Imperio por él soñado148.

La Santa Alianza ideada por Alejandro I (1801-25)

Tras la victoria sobre Napoleón surge la gran ocasión de dar al pueblo ruso una verdadera reforma social y política acorde con la fe y sus históricas tradiciones, en lugar de ser configurado por el espíritu ilustrado y un tanto caótico que anima al mismo zar. Alejandro I fía entonces la salvación de Rusia, y también la del orden internacional, ante todo al mantenimiento de las legitimidades dinásticas acordadas con las potencias de la Santa Alianza, de la que él fue principal y utópico promotor, y a la que llamó a agregarse con insistencia a la Santa Sede, que nunca accedió.

La compleja personalidad de Alejandro –como se comenta en la Historia del mundo moderno de Cambridge– había evolucionado de una marcada frialdad religiosa hacia un utopismo de conversos iluminados: hacia “un galimatías pseudomasónico”, y luego al misticismo pietista de la baronesa Krüdener. Los otros principales signatarios de Santa Alianza (austriaco, francés e inglés: Metternich, Talleyrand y Castlereagh) se reían a sus espaldas del iluminado zar. Pero todos ellos coincidían en que, de ninguna manera, tras la Revolución francesa, se había de apoyar una reforma social y política en sentido cristiano en las viejas naciones de Europa, alumbradas precisamente por la fe en Cristo149.

Los decembristas de 1825

A partir de Alejandro I (1801-25), los zares no simpatizarán con las ideas de la Revolución francesa, pero, con una política errática, no logran remediar las tremendas miserias del campesinado y del incipiente proletariado industrial, ni atajar las grandes corrupciones morales de la alta sociedad, que contribuyen a tales miserias. En este contexto, crecen las protestas entre la oficialidad rusa, orgullosa de su reciente triunfo, compuesta en su mayoría por nobles jóvenes, cultos que dominan tanto el francés como el alemán, y que en su avance hacia Europa para derrotar definitivamente a Napoleón no han dejado de asumir ideas del adversario francés. Conocen de cerca la vida parisina, sus periódicos, cafés, salones...

Estos militares venían ya preparados para comprender el nuevo pensamiento europeo por su anterior instrucción sobre Kant, Goethe, Rousseau... Y en Francia leerán a los ideólogos del momento, ya liberales (Madame Stael, Benjamin Constant) o ultramontanos y románticos católicos (Chateaubriand, De Maistre). Para muchos de ellos la vuelta a Rusia fue “como un baño de agua helada”150.

En este ambiente surgen las primeras logias masónicas en Rusia en los años 1816-18. En San Petersburgo, donde se estaciona la mayoría de los regimientos, varios cientos de oficiales de la logia Sociedad del Norte conspiran para derrocar la monarquía e implantar un régimen constitucional. Otros grupos de oficiales surgen con similar propósito más al Sur; hasta en la lejana Ucrania.

Pero no se ponen de acuerdo (¿se respetará la vida del zar?, ¿monarquía constitucional o república jacobina?), y para cuando resuelven dar el golpe de Estado, muere inesperadamente el zar Alejandro (noviembre 1825). Pero el intento no cesa, prosigue con su sucesor, Nicolás I, que lo hace fracasar al reunir una tropa leal que dispersa y derrota a los sublevados en diciembre de 1825. Revueltas y conmociones por motivos más o menos particulares ya se habían dado innumerables en el pasado; pero no, revoluciones. Aquél –comenta Bushkovitch– fue “el primer intento de revolución de la historia rusa”151.

La complejidad de la época de Nicolás I (1825-55)

Nicolás asciende al trono inesperadamente. Nadie le había enterado de que su hermano Alejandro lo tenía designado para sucesor en lugar del otro hermano, Constantino. Y cuando le comunican que ésta es la voluntad del difunto, se resiste un tiempo a aceptarla. Sin ambiciones de poder, entiende que debe mantener una fuerte autocracia frente a la revolución y el liberalismo, y al mismo tiempo ejercer un gobierno paternal en bien de su pueblo.

Se enfrentará a la corrupción e incompetencia de la burocracia rusa. Su autocracia era más sinceramente religiosa que la común de los despotismos ilustrados del XVIII y que la de los políticos legitimistas de la Santa Alianza. Desea que la religión sea más la clave de la nación rusa. En lugar de una Iglesia, más o menos afectada por la Ilustración del XVIII y por los utopismos de Alejandro I, promueve una Iglesia “más ortodoxa”, de mayor pureza doctrinal y mejores conductas.

Se produce entonces un gran renacimiento del monacato. Sus monjes –“los ancianos” o starstsy– , de ejemplar vida ascética, son las figuras más carismáticas de la ortodoxia rusa. Realizaron un gran servicio espiritual por toda la nación, y a ellos acudirá toda clase de gentes, incluidos escritores famosos e intelectuales, en busca de guía. Así mismo, proseguían las tradicionales peregrinaciones a templos con reliquias de santos.

No obstante, la complejidad de la sociedad rusa aumentaba, tanto en las clases más altas como en la incipiente burguesía de los negocios (crece la economía notablemente) y en las profesiones liberales salidas de las universidades. Y, por otra parte, las grandes expansiones territoriales de la nación hacia el Oeste (Polonia, el Báltico y Finlandia) y hacia Asia habían llevado a englobar una multitud de pueblos, etnias y religiones muy diversas.

Además de los mayoritarios ortodoxos, convivían los cismáticos viejos creyentes (un 25% del campesinado y ciertas minorías pudientes), los católicos de Polonia, Lituania y Ucrania, los luteranos del Báltico, y muchedumbres de musulmanes por todo el Sudeste de Rusia. El trato a los católicos de la Polonia anexionada a Rusia venía siendo muy duro, sobre todo a partir de la sublevación de 1830; y aún quizá más para con los numerosos católicos de rito bizantino (uniatas), ortodoxos vueltos a la unión con Roma tras el Concilio de Florencia (1437), y sobre todo tras el Sínodo de Brest en 1595.

Aún los zares Pablo I y Alejandro I, por respeto y veneración a Pío VII, tan vejado por la Revolución francesa y siete años secuestrado por Napoleón, habían atenuado algo la dureza para con sus súbditos católicos. Pero Nicolás I desoye aún más las reiteradas quejas de los papas a los zares por tan mal trato152.

La penetración de las ideologías de Occidente en Rusia en el XIX

En los años 1830, el pensamiento de Schelling se abre cauce entre la intelectualidad rusa, pero pronto es desplazado por el de Hegel, asumido primero por jóvenes universitarios de Moscú por considerarlo más riguroso y universal para explicar la historia: las evoluciones de las sociedades y las culturas por el desarrollo de la Idea (la de libertad, concebida como lo antitético a la soberanía de Dios, a modo de divinidad inmanente en la historia destinada a sustituir la ley de Dios en las conciencias y vidas de los humanos por uno u otro voluntarismo absoluto).

Aquellos jóvenes universitarios, liderados por Nikolai Stankevich (1813-40), estudian la literatura y filosofía alemanas. Pronto amplían el reducido círculo inicial. Se les adhieren el futuro anarquista Mijail Bakunin (1814-76), el socialista Alexander Herzen (1812-70) y muchos liberales. Unos y otros tratan de entender, sobre todo con el estudio de Hegel, lo que en Rusia y Occidente sucede, y de apuntar soluciones.

Convencidos de que Europa es el ideal hacia el que avanza la humanidad, y de que Rusia debe imitar a las sociedades occidentales, vacilan aún sobre cuál de las dos opciones europeas –capitalismo liberal o socialismo– han de elegir. Herzen, tras ser detenido en 1847, se reafirma en su socialismo inspirado en el francés de la revolución de 1848, y luego se exilará para influir desde el extranjero, de donde ya nunca vuelve a Rusia. Bakunin, hijo de nobles acaudalados, también marcha a Occidente, donde contacta con hegelianos de izquierda, y pronto evoluciona hacia su conocido anarquismo.

Otro miembro significado del círculo de Stankevich fue Konstantin Aksákov, al que la lectura de Hegel y de la literatura alemana llevan a la reacción contraria, al rechazo. Los considera irrelevantes para Rusia, del todo distinta a Occidente, con una cultura eslava nacional única, una religión –la ortodoxa– y unas grandes tradiciones, sobre todo en su campesinado. Repudia el imitar al individualismo liberal europeo que sume con su capitalismo industrial a multitudes en la miseria. Así nació el eslavismo. Fue corriente de minorías, pero en adelante utilizada por la política exterior rusa para disputarle a Austria el influjo en los pueblos de los Balcanes que se van liberando de la larga dominación turca.

A continuación de estas distintas tendencias culturales y políticas nacidas en Moscú en los años 1840, surge en San Petersburgo una nueva corriente, de significada relevancia futura, dirigida por Petrashevski, noble de grado menor a cuyo salón acuden jóvenes funcionarios para estudiar con él textos económicos y políticos. Provenían del influyente liceo Tsárkoye Seló en el que antes habían cursado muchos de los decembristas.

Pronto se decantarán por el socialismo utópico de Fourier, que augura la próxima extensión de las colonias que él promueve, sin propiedad privada, de trabajo colectivo, y sin necesidad de una revolución social que atente contra la legalidad. Las revoluciones europeas de 1848 alentaban tales expectativas; pero, ya desde antes de conocer su fracaso en Francia, este grupo era consciente de que en Rusia eran inviables las proyectadas colonias.

Los debates entre ellos sobre las tácticas a seguir los dividieron. Unos abogaban por centrarse en la propaganda ideológica; otros, por desencadenar una insurrección armada. Pronto fueron detenidos todos ellos. Cuarenta fueron sentenciados a muerte; entre ellos, además de Petrashevski, el gran literato y pensador Fiódor Dostoievski. La pena fue conmutada a todos ellos por el zar en el último momento, y fueron deportados a Siberia153.

La política exterior rusa en la época de Nicolás I (1825-55)

Otro factor que debilitará notablemente a la autocracia rusa será su política exterior. Ha de afrontar distintos conflictos: al Oeste, en la Polonia sublevada en 1830; al Sudeste, con los turcos y los pueblos islámicos incorporados al Imperio; y al Este, con Inglaterra, que tras la conquista de la India trata de expandirse por Asia y que con Rusia mantendrá una “guerra fría” hasta casi 1917.

Estos conflictos dañan la fortaleza del Imperio, provocan descontento en su aristocracia, las élites intelectuales e incipientes burguesías. Pero particularmente graves fueron las consecuencias del desastre de la Guerra de Crimea (1854-56), que enfrentó a Rusia con Turquía por una disputa inicialmente provocada por el litigio entre católicos y ortodoxos por la tutela de los Santos Lugares. Estaban bajo dominio otomano desde el siglo VII salvo durante el paréntesis de las cruzadas. El hecho es que Rusia, que interviene en favor de los ortodoxos, se ha de enfrentar sola contra el ejército turco y los coaligados de Francia e Inglaterra; potencias, a las que interesa impedir que Rusia llegue a Constantinopla y se haga con el control de los Estrechos, su puerta de acceso al Mediterráneo.

El gigantesco ejército ruso no tuvo medios para desplazarse con rapidez, ni la hacienda del Estado pudo armarlo adecuadamente. La paz se firma en París en 1856, diez meses después de la muerte de Nicolás I. Más grave que la derrota militar fue el impacto moral sobre el pueblo ruso que percibe que el sistema es incapaz de mantener a Rusia como la primera potencia terrestre de Europa, que parecía tan duradera tras derrota de Napoleón en 1815154.

Escritores de la época

Singulares testimonios de la evolución espiritual de la época han dejado grandes literatos rusos. Nikolái Gogol, profundamente religioso, eslavófilo y amante de la tradición, fustiga con corrosiva sátira a la burguesía provinciana y a la burocracia estatal por su corrupción e incompetencia. Su más importante novela, Almas muertas, produjo enormes entusiasmos entre contrarios, aunque no así entre los conservadores progubernamentales. Para los eslavófilos era “una apoteosis de Rusia y su futuro místico”, mientras que para los occidentalizadores como Visarión Belinski, crítico literario de enorme influjo, era un gran alegato contra el presente de Rusia.

El más penetrante de los jóvenes escritores de la época, Dostoievski, se sitúa en la línea religiosa y tradicional de Gogol con sus descripciones de San Petersburgo y sus gentes humildes y más empobrecidas. Belinski daba la razón a Hegel: tanto el arte, como la filosofía, la evolución de los Estados y sociedades... son manifestaciones de la Idea, ya desplegadas en el liberalismo de Occidente, que ha de evolucionar aún –en un siguiente “momento”– para ser transformado por el socialismo utópico francés. Su carta de réplica a Gogol en 1847 fue un modelo de pensamiento liberal para las dos siguientes generaciones:

“El público considera [...] a los escritores rusos sus únicos líderes, defensores y salvadores ante la oscuridad de la autocracia, la ortodoxia y el nacionalismo. Rusia ve su salvación no en el misticismo [...] sino en los éxitos de la civilización, la ilustración y el humanismo”.

De familia noble, amigo de Belinski, aunque menos expresamente liberal, y muy apreciado por el zar Nicolás que lo protegía, fue el escritor Ivan Turguénev, quien por otra parte había mantenido contactos con Herzen y Bakunin, sobre todo durante sus estudios en Alemania. Sus escritos sobre la vida del campesinado serán los más eficaces. Transmiten con afecto la pobreza y humillación bajo las cuales vivía la gran masa del pueblo ruso, los campesinos. Sus relatos causaron enorme impresión155.

La abolición de la servidumbre de la gleba por Alejandro II (1855-81)

La derrota de Crimea puso en evidencia la inferioridad económica e industrial de Rusia frente al potencial de Francia e Inglaterra, y espoleará a los círculos reformadores del gobierno a emprender similares progresos materiales. Comienza entonces el tendido de vías férreas, vital para el desarrollo económico. Surge un primer capitalismo industrial. Pero ya no es solo la autocracia gobernante la que propugna reformas. Dentro del mundo culto de la alta sociedad –la llamada inteligentsia– surgen distintas propuestas de reforma de la nación. La cuestión más grave y persistente era la del campesinado. El nuevo zar Alejandro II desea afrontar el problema156.

La actitud de los zares, tras la victoria sobre Napoleón, había sido de rechazo de la ideología liberal (de manera bastante vaga, pietista e iluminada, en el caso de Alejandro I), y al mismo tiempo sin asumir con vigor los graves problemas de la nación. Sienten la mísera situación del campesinado, tan empeorada a partir del siglo XVIII, pero no la resuelven; mayormente, por la obstrucción de la nobleza, columna vertebral de la nación, propietaria de inmensas extensiones a las que está sujeta la mayoría de la población rusa en muy duras condiciones.

Las quejas eran sobre todo por la frecuente brutalidad en el trato, que incluye los castigos corporales, el látigo, y las deportaciones a Siberia, más que por no poseer tierras en propiedad o por la obligación de la corvea (solía ser de tres días a la semana de trabajo para el señor). En el período 1845-49, los levantamientos populares, crecientes en número y violencia, alcanzan los 650. También, de tanto en tanto, pueblos enteros huyen hacia el Sur, a tierras más prósperas; hacia el Cáucaso157.

Alejandro II, antes de promulgar la ley de la emancipación, reúne en Moscú a gran parte de la más alta aristocracia para expresarle su voluntad de reforma. La mayoría se le opone: reclama que, si se decreta la liberación, la propiedad de la tierra siga siendo del señor, y que el campesino trabaje para él, sea con un contrato de arrendamiento (en realidad, sometido a la dura ley de la oferta y de la demanda, que es lo que se imponía en Occidente conforme avanza la revolución liberal), o con la aún más dura condición del jornalero.

El Estado no disponía de capital para de algún modo indemnizar a la nobleza terrateniente, y asumir él la propiedad para adjudicar tierras al campesinado por módicas rentas anuales. A los reformadores del gobierno les disgusta el planteamiento de una liberación sin conceder tierras, pues temen que surja un inmenso proletariado sin tierra, fuente de interminables conflictos.

Finalmente, Alejandro II da en 1861 el decreto de abolición de la servidumbre de la gleba. Entrega tierras al campesino, pero con fuertes contraprestaciones al antiguo señor y al Estado, e implanta la libre contrata del trabajador por la pura ley de la oferta y la demanda. Despertó enorme hostilidad entre los campesinos. La nueva ley imponía, con algunos atenuantes, el individualismo liberal de Occidente a un campesinado que desde antiguo gestionaba solidariamente (cada aldea era presidida por su mir o asamblea de ancianos) los pagos de las rentas al señor, las necesidades del lugar y el reparto de las tierras entre las familias de la aldea.

En muchos casos aquel intento de reforma agraria fracasa enseguida. A los dos años estallan nuevas revueltas de campesinos a los gritos de “moriremos por Dios y por el zar”, “no queremos más señor”. Los kulaks, la nueva clase social formada por la minoría de antiguos campesinos enriquecidos, que han aprovechado la nueva libertad de comprar y vender (concedida por el decreto de emancipación) para apropiarse de las tierras de otros campesinos que pasarán así a ser jornaleros. Tolstoi, testigo de los hechos, comenta: “los individuos más inteligentes [del campesinado, los kulaks] llegan a apropiarse de la tierra y a sujetar a otros campesinos a la condición de jornaleros”. No obstante, muchos, gracias a la nueva libertad de 1861, pueden emigrar a otras tierras insuficientemente colonizadas; primero, hacia las grandes estepas del Sur; y más adelante, a Siberia.

Otra reforma importante emprendida por Alejandro II fue la de reducir el servicio militar de 25 años por sorteo a seis y un tiempo de servicio en la reserva; reforma, urgida por el ministro de la guerra Miliutov, por humanitaria y por considerarla necesaria para fortalecer al ejército ruso158.

La inteligentsia, que en los años 60 vira del idealismo al positivismo

En los años 1860 aparece una nueva intelectualidad, desapegada de la anterior muy afecta a la metafísica idealista de Hegel. El influjo de Hegel no desaparece, pero surge una nueva inteligentsia, más atenta a los concretos datos empíricos, más positivista, y de bastante mayor extensión social, a menudo ya de origen plebeyo y burgués. Su mayor contingente lo aportan los profesores universitarios, los maestros, médicos, científicos, ingenieros, periodistas...

Turguénev, en su novela Padres e hijos, califica a esta nueva generación con el término que pronto cunde de nihilistas159 por su rechazo de la piedad y creencias del pasado (por no creer en nada, nihil). Pronto la nueva corriente, que se beneficia del ambiente más liberal surgido tras el desastre de Crimea, se difunde entre los estudiantes universitarios que promueven una serie algaradas, sobre todo en San Petersburgo, que llevan al cierre de la universidad. Se extiende la convicción entre la inteligentsia, muy occidentalista, de que tarde o temprano ha de triunfar también el liberalismo en Rusia.

Otra corriente más radical y minoritaria surge del mismo seno de la inteligentsia rusa en la mayoría de las ciudades con universidad. Se forman grupos “más nihilistas” de estudiantes que encuentran la orientación definitiva de sus vidas en la novela ¿Qué hacer? de Chernishevski (1862). Fue la lectura de una entera generación que decide “acercarse al pueblo” y practicar, como lo entendían, “una vida más sencilla”. En 1874, miles de jóvenes de ambos sexos –llamados populistas– comienzan a aprender oficios prácticos para marchar a vivir en comunas con la sociedad campesina. El intento duró varios años y fue un completo fracaso.

Chernishevski era antizarista, pero no impulsaba organización alguna para derribar el régimen. Encarcelado y luego desterrado a Siberia, nunca se probó que tuviese tal propósito. Discrepaba del liberalismo burgués occidentalista por las miserias que estaba causando en Europa (en especial, en la industrializada Inglaterra de la era victoriana) y abogaba por una solución social más genuinamente rusa, que preservase las instituciones comunales campesinas, pero para darles, desde una perspectiva positivista –agnóstica y cientista– , una orientación feminista y superadora de la familia. Las propuestas de este singular socialismo agrario no tuvieron acogida alguna entre los campesinos160.

Los inicios del terrorismo

De momento no surge grupo revolucionario violento alguno. Pero, en 1866, un intento individual, aislado y fallido, de asesinato del zar será premonitorio. En 1876, los restos del fracasado populismo crean en San Petersburgo una organización secreta: la Zemlia i Volta (Tierra y Libertad). Detenidos muchos de sus miembros, convierten los masivos juicios públicos contra ellos en auténticas manifestaciones de propaganda de sus ideas, y da a los rebeldes un halo de mártires.

La mayoría de los populistas se convencen entonces de que la revolución social no se podrá hacer sin derribar antes la autocracia, y para ello había que crear un programa de terror contra el Estado; contra sus más significados funcionarios, ministros y el mismo zar. La mayoría de la organización, que era favorable a recurrir al terrorismo, crea otra nueva secreta: la Naridnata Volia (Voluntad del Pueblo). La minoría restante prefirió proseguir la táctica de la agitación y la propaganda. Muchos de ambos grupos se exilian para conspirar desde el extranjero.

Pronto se suceden reiterados atentados contra la persona del zar. “Alejandro –comenta Bushkovitch– respondió con indolencia, seguro de que su destino estaba en manos de Dios, y las tradiciones de la corte dificultaban enormemente una seguridad estricta”. Cuando quiera cabalgaba por la ciudad sin mayor protección hasta que en 1881 sufre el atentado definitivo. Le sucederá su hermano Alejandro III161.

134 Cf. JD6, 296-300

135 Cf. VC1, 416-420; DM, 323-326; JD6, 300-302

136 Cf. BS, 112s

137 Cf. JD6, 302-313

138 Cf. DM, 454

139 Cf. VC1, 417-425; DM, 324-326, 451-454; CM6, 528

140 Cf. BS, 153s

141 Cf. DM, 459-463; JD6, 308-315, 825

142 Cf. JD6, 313

143 Cf. CM8, 232; BS, 143-147, 152-153

144 Cf. DM, 458s

145 Cf. DM, 454-458

146 Cf. DM, 458

147 Cf. BS, 157-160; CM9, 343-346

148 Cf. BS, 159, 164-166; CM9, 352; FZ, 91s; VC2, 273. León Tolstoi, en Guerra y Paz, ha dejado amplia memoria de estos sucesos (cf. Obras completas, Aguilar, Md 2004, 641-989)

149 Cf. CM9, 111, 352, 452s; BS, 167

150 Cf. BS, 169

151 Cf. BS, 169-171

152 Cf. BS, 173-179; JD7, 774-783; VC2, 311-313, 341-344

153 Cf. BS, 180-218; JD6, 317, 324, 341-343; JD7, 268-270; FZ, 326-333

154 Cf. BS, 182-189; VC2, 341-344; FZ, 219-221

155 Cf. BS, 198-203; FZ, 325s

156 Cf. BS, 203-206

157 Cf. FZ, 313-317

158 Cf. BS, 79, 206-214; FZ, 317-319

159 Thurguénev escribe un diálogo figurado entre un nihilista y un tradicionalista (cf. FZ, 331s)

160 Cf. BS, 214-222

161 Cf. BS, 221-225

Apuntes de Historia de la Iglesia 6

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