Читать книгу Bettý - Arnaldur Indridason - Страница 10

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Nunca lo llamaba de otro modo que no fuera Tozzi. Se llamaba Tómas Ottósson Zöega y no trató siquiera de mostrarse amable conmigo cuando tomé asiento al otro lado de su enorme escritorio. Daba la impresión de que tenía cosas mejores que hacer con su tiempo que hablar con abogados. He de decir que al menos no iba borracho. Parecía atareado, se había quitado la chaqueta, se había arremangado la camisa y de vez en cuando se estiraba unos tirantes anchos que yo creía muy pasados de moda. Me miraba con gravedad, como si yo lo necesitara más a él que él a mí. Me hizo una descripción de la compañía jactándose de haber transferido las cuotas de bacalao y de otros tipos de pescado entre los pueblos de todo el país, sobre todo en los fiordos del oeste. Me explicó que a veces había tenido que firmar acuerdos que lo obligaban a dejar los barcos en su sitio para evitar que se paralizara la pesca, el principal medio de subsistencia de las poblaciones. «Pero no respetamos esos acuerdos —dijo estirándose los tirantes—. Cuando compramos las cuotas, todo el mundo sabía que nunca los cumpliríamos. No es nuestro deber mantener a las zonas rurales. Estamos en esto para ganar dinero. Ya iba siendo hora de que alguien le sacara partido a la pesca».

Antes de coger mi avión hacia el norte para reunirme con él, Bettý me había advertido de que era un hombre a quien no le importaba nada más que él mismo y, de hecho, me parecía una persona repugnante. Sin embargo, había algo en él, quizá su patanería y su vulgaridad, que despertaba mi interés, como cuando alguien se siente atraído por un animal peligroso.

Siento repulsión por los hombres como Tómas Ottósson Zöega. Por los hombres que miran a los demás por encima del hombro y realmente creen que nadie les llega a la suela del zapato.

Hasta cierto punto lo podía entender, ya que había sabido salir de una extrema pobreza y convertirse en uno de los hombres más ricos del país. Fue uno de los primeros en darse cuenta de cómo funcionaba el sistema de cuotas, así que comenzó a comprarlas y coleccionarlas. Mientras casi todos los demás veían las cuotas como una forma rápida de lucrarse y las canjeaban por dinero sin pensárselo dos veces para luego desaparecer del sector pesquero, Tómas Ottósson Zöega miraba unos años e incluso unas décadas más allá. Había acumulado cierta fortuna antes de que se implantara el sistema de cuotas. Había comprado un barco junto con cuatro amigos a quienes más tarde les compró su parte, se convirtió en capitán y se volvió un próspero pescador. Sus barcos aumentaron en número y se añadieron pesqueros de arrastre. Así, cuando se estableció el sistema de cuotas, Tómas estaba preparado. La empresa floreció durante unos años a medida que caían más cuotas en sus manos y comenzó una nueva fase de expansión más allá de las fronteras del país.

De su vida privada, sin embargo, sabía mucho menos. Me preguntaba qué demonios estaba haciendo yo allí en su despacho. Había cogido el avión a Akureyri por la mañana. Había pasado una semana desde mi encuentro con Bettý en su mansión de Þingholt. Cuando conseguí librarme de ella, se arregló la falda sonriendo, como si me hubiera gastado una broma. Yo estaba en estado de shock. Nunca se me había lanzado así una mujer y me preguntaba qué cosas sabría de mí antes de haberse puesto en contacto conmigo por primera vez, al terminar mi conferencia. Cuanto más tiempo pasaba, más pertinaz era la pregunta. ¿Habría investigado sobre mi vida privada? Aun en el supuesto de que hubiera sabido algo de mí, que hubiera conocido mi trayectoria académica y todo eso, ¿es que también sabía cosas personales? ¿Acaso había hablado con mis amigos? ¿Por qué me había escogido a mí? ¿Qué había visto en mí que pudiera serle de ayuda?

Yo apenas sabía nada de ella. Una vez, en una sala de espera, había visto que en una popular revista del corazón aparecía una noticia con una fotografía de ella y Tómas Ottósson Zöega. Hablaban sobre el nuevo amor que había aparecido en la vida del «rey de los armadores», o algo así. La foto estaba hecha durante un baile en el lujoso restaurante Perlan y ella aparecía sonriendo inclinada sobre él. Tómas también sonreía a la cámara dejando asomar su robusta dentadura mientras agarraba a Bettý de la cintura como si fuera una de sus cuotas. Tenía ese nombre tan peculiar y exótico: Bettý. Tómas Ottósson se había divorciado de su segunda mujer. No tenía hijos.

Lo que no mostraba la glamurosa foto de la revista era que él, de vez en cuando, pegaba a su Bettý.

Me lo había contado en su mansión de Þingholt. Justo cuando nos íbamos a ir. No me encontraba bien tras lo ocurrido en su dormitorio y ella pareció darse cuenta de mi malestar. Pero hizo como si nada. Estábamos en el vestíbulo. Yo ya estaba abriendo la puerta cuando de pronto ella la empujó y la volvió a cerrar.

—A veces me pega —confesó.

—¿Qué?

—Me preguntaste por el ojo morado que me viste en el hotel. Me pegó. Aquí.

Posó dos dedos con cuidado sobre uno de mis pómulos para mostrarme dónde había recibido el golpe.

—Luego me dio un beso en la pupita —dijo—. Eso dice siempre: «Déjame que te dé un beso en la pupita». Y le dejo hacerlo. Es muy bueno conmigo. Me quiere. Dice que, si lo abandonara, me mataría.

La miré fijamente.

—Y yo lo amo con locura —concluyó—. No te equivoques. Es verdad.

Volvió a arrimarse a mí. Yo todavía tenía el pomo de la puerta agarrado. Había pronunciado sus palabras como si dijera en serio cada una de ellas.

—Pero lo de antes —dije notando cómo enrojecía mi cara de nuevo—. Lo de antes ahí arriba. ¿Entonces eres...?

—¿Es que eso te parece mal? —preguntó.

—¿Por qué debería trabajar para una persona como él? —pregunté.

—No pierdes nada por hacerlo.

—Os debéis de llevar unos veinte o veinticinco años de diferencia —dije—. ¿En qué estás pensando?

—Hazlo por mí. No te arrepentirás. Te prometo que no te arrepentirás.

Se inclinó hacia mí y me besó levemente en la mejilla. Agarré el pomo con fuerza y por fin abrí la puerta.

—Me pondré en contacto contigo —la oí decir detrás de mí mientras bajaba corriendo las escaleras de la entrada.

Y allí estaba yo, en el despacho de su marido, sin tener ni idea de dónde me estaba metiendo.

—No me estás escuchando, ¿verdad? —dijo Tómas Ottósson Zöega reclinándose en su silla. Me estaba hablando del aumento de los beneficios, creo. Yo estaba en las nubes pensando en aquella extraña y cautivadora visita a su mujer en su mansión. Le estaba poniendo los cuernos y ahí lo tenía sentado en su propio despacho frente a mí.

—Sí, perdona —dije—, es que... mi madre está enferma en su casa, en Reikiavik, y me he acordado de ella. Disculpa.

El despacho no ostentaba ningún tipo de lujo salvo los dos grandes armarios de madera de roble con puertas de cristal que custodiaban lo que, según me explicaría Bettý más adelante, solo era una parte de la colección de armas de Tómas. Yo evitaba dirigir excesivamente la mirada al interior de aquellos armarios. Nunca en mi vida había visto tantas armas juntas.

—Evidentemente se trata de un trabajo temporal, pero necesito que te impliques al máximo, así que, si tienes ahora otro proyecto entre manos, me gustaría que te lo quitaras de encima lo antes posible —explicó Tómas—. Probablemente estemos hablando de que trabajes para mí y mi empresa durante al menos un año. Tendrás tu propio despacho aquí y también en nuestras oficinas de Reikiavik. Aquí, en Akureyri, tenemos a tu disposición una pequeña casa adosada. Así que estarás a caballo entre las dos ciudades. Bueno, la empresa es...

Desde mi silla al otro lado del escritorio, asentía cuando pensaba que correspondía, pero mi cabeza vagabundeaba en todas las direcciones. Me preguntaba cómo un hombre como él había podido levantarle la mano a una mujer como Bettý. Si un hombre como él, mucho mayor, se merecía tener a una mujer como Bettý. Pero ¿qué pensaba la propia Bettý? ¿Cómo podía vivir con un hombre como Tómas? No veía que tuvieran nada en común. Ella, tan guapa, tan femenina, de algún modo solitaria y vulnerable, pero también feroz cuando quería. Él, en cambio, no era más que un puñado de hormonas masculinas, agresivas e incontrolables.

—... así que cuanto antes te instales aquí, en Akureyri, mejor. Bettý y yo vamos a invitar a algunos amigos el sábado y me gustaría que vinieras. Ella ha insistido en que lo hicieras y yo estoy de acuerdo. Tienes que conocerlos. Luego vas a trabajar con ellos.

Apretó un botón y llamó a alguien. Nos levantamos. La reunión había terminado. La puerta se abrió y entró un hombre. Tómas le pidió que me enseñara la casa adosada y que estuviera a mi disposición hasta que regresara a Reikiavik por la tarde. Se refirió al hombre como Leó, y él fue quien me guio por las dependencias de la empresa mientras me daba detalles sobre la misma. La visita duró cerca de dos horas. Me invitó a comer en la cantina. Como no podía ser de otra manera, para comer había pescado, que, de hecho, me pareció mucho mejor que el de la mayoría de los restaurantes de Reikiavik.

Después de comer me llevó en coche a la casa y me la enseñó. No era ninguna fruslería, como cualquier otra cosa que tuviera que ver con Tómas Ottósson Zöega. Tenía doscientos metros cuadrados, muebles de cuero, un pequeño gimnasio, una cocina equipada a la última y un enorme espacio con televisión y cine en casa. Me dio la impresión de que solo el televisor ya debía de costar un millón de coronas.

Leó sonrió al darme las llaves de la casa. También me dio las llaves del coche mientras me señalaba el jeep aparcado en la entrada y me decía que lo podía usar cuando estuviera allí, en el norte. Luego se despidió recordándome que mi avión salía a las cuatro.

Allí, en mitad del salón de la casa, me estaba preguntando si la opulencia conocería algún límite cuando, de pronto, sonó mi móvil. Era Bettý.

—¿Qué tal ha ido? —quiso saber.

—Bueno —dije—, hemos revisado las condiciones. Quiere que me aloje en la casa en la que estoy ahora, aquí, en Akureyri, y que vea una televisión de un millón de coronas.

—¿A que es fantástica? ¿O es que no quieres aprovechar la casa?

—Pensaba que a lo mejor podía trabajar simplemente desde Reikiavik. En mi propio despacho. Me ha ofrecido sitio aquí, en sus oficinas. Pero hay cosas que...

—Ya —dijo con indiferencia sin dejarme terminar la frase—. Como tú veas, claro. ¿Te ha invitado a lo del sábado?

—¿Quién irá?

—Sus amigos —respondió dando a entender que no eran precisamente amigos de ella.

—¿Hay que ir elegante?

—No estaría de más —dijo—. ¿Cuándo vuelves a Reikiavik?

—Cojo el avión de la tarde.

—Estoy sola en el hotel.

Guardé silencio.

—No voy al norte hasta mañana —añadió—. ¿Puedes pasarte? Podríamos...

—Bettý —la interrumpí.

—Qué.

Guardé silencio de nuevo. Todo era demasiado precipitado. Había ocurrido repentinamente. Aun así, había algo de atractivo en lo decidida que era. Sabía bien lo que ocurriría si me pasaba a verla por el hotel. No me concedió mucho tiempo para pensármelo. Quizá yo no quería pensármelo mucho. Quizá ella lo sabía. Para ella, yo era como un libro abierto.

—¿Qué? —dijo—. ¿Estás ahí?

—Sobre las ocho —respondí.

—Nos vemos entonces —dijo, y pude visualizar su bella sonrisa y el brillo de sus ojos castaños.

Luego nos despedimos.

Bettý

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