Читать книгу Bettý - Arnaldur Indridason - Страница 7

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Bettý me llamó al final de la tarde.

Yo acababa de llegar a casa después de haberle dedicado unas cuantas horas a un contrato de división de propiedad relativo a un inmueble en el barrio de Breiðholt. Uno de mis compañeros de la universidad era el presidente de la comunidad de propietarios y me había encargado el proyecto porque sabía que tenía poco trabajo. A menudo pensaba en buscar alguna cosa en condiciones. Especializarme en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Trabajar en otros gabinetes. Solo me hacía falta la energía para hacerlo. En realidad, disfrutaba de la soledad. De algún modo, nunca he podido imaginarme trabajando para otros o con otros. Yo soy así, y así he sido toda mi vida.

Lo más sorprendente era que no podía quitarme a Bettý de la cabeza desde que nos despedimos ese mismo día en el hotel Saga. Tenía algo, pero solo ahora creo saber lo que era. La envolvía un halo de confianza y seguridad en sí misma del que no me había percatado en ese momento. Para ella todo era un juego al que ya había jugado antes. Era muy consciente de su belleza y probablemente siempre la había utilizado para obtener lo que quería. Conozco pocas mujeres tan conscientes de la fuerza que les concede su belleza y atractivo sexual. Llevaba toda la vida manipulando a la gente a su antojo y era tan hábil que nadie se daba cuenta de ello hasta que no había caído ya en sus redes.

—Me ha regañado —dijo al teléfono con la voz ronca, como si se hubiera fumado uno de sus cigarrillos griegos.

—¿Quién? ¿Tu marido?

—Por no haberte mencionado los honorarios —dijo—. No hemos hablado de lo que cobrarías.

—Tampoco hemos quedado en que fuera a hacer algo para vosotros.

—Él quería que te dijera lo que cobrarías. ¿Podrías venir esta noche? Está ansioso por conocerte y contratarte.

Ahora, echando la vista atrás, pienso que quizá fue en ese momento cuando ocurrió. Si me hubiera negado, me habría dejado en paz y se habría marchado. Tal vez lo habría vuelto a intentar al día siguiente. O tal vez no. Pero fue en ese momento cuando cometí mi primer error.

Probablemente lo que pasaba es que me aburría. No ocurría nada emocionante en mi vida. En realidad, no es que buscara emoción, pero sí quería un cambio. Quizá aquel trabajo que me ofrecían pudiera servirme de trampolín. Podría haber otras navieras que se interesaran en contratarme. Podría dedicarme a lo que realmente dominaba y a mi especialidad. Ya no más contratos de división de propiedad en Breiðholt.

Y, además, estaba el dinero. Puede que fuera mera curiosidad. Puede que simplemente quisiera saber cuánto estaba dispuesto a ofrecerme ese tipo de gente y dónde estaban los límites de su mundo de multimillonarios. Era verdad que me hacía falta el dinero y, a poder ser, en grandes cantidades. No es que me encontrara rozando el umbral de la pobreza, pero no tenía ni un céntimo.

—¿Cómo funciona lo del baile? ¿Tengo que pagar para entrar?

—Nos alojamos en la suite más grande del hotel —dijo, y visualicé su sonrisa—. Acude allí.

Tenía algo de ropa elegante de cuando me gradué en la Facultad de Derecho, aquí en Islandia. Llevaba tres años colgada en mi armario. No tenía nada más que ponerme. Me miré al espejo y pensé que bastaría para salir del paso. No había ganado peso en esos tres años. Más bien al contrario. Ya digo que no podía permitirme muchos lujos.

No sabía que el hotel Saga tuviera una suite especial de lujo y menos tan ostentosa. Bettý me explicó que la acababan de renovar. Seguramente se había fijado en que me había quedado con la boca abierta, como los niños pequeños. La chica de la recepción me había dedicado una extraña sonrisa al decirle que me dirigía a la suite para ver a Bettý y a su marido. No tendría más de treinta años, era rubia y un poco regordeta, con pechos grandes y unas caderas anchas muy bonitas. Me señaló el ascensor y me dijo que me divirtiera.

«Que se divierta».

Pensé que se refería al baile. Pero ahora creo saber lo que quería decir realmente. Era ese tipo de sonrisa, como si ella ya hubiera estado alguna vez allá arriba. En la suite.

Bettý me recibió en la puerta. La suite tenía tres estancias. El salón era gigantesco y una espesa moqueta blanca tapizaba todo el suelo, incluso el de los dos cuartos de baño. En las paredes colgaban obras recientes de pintores islandeses. Niños desnudos con alas de ángel e inquietantes caras de adulto. La mesa del comedor era de roble argentino, o eso creo que me dijo Bettý. Le encantaba hablarme de todos aquellos objetos. Me ofreció una copa de champán que cogió de una bandeja de plata. La suite estaba en penumbra, con todas las cortinas cerradas y las luces atenuadas. Había hecho su suite-apartamento lo más acogedora posible. Bebí un sorbo de champán y me pareció oír cómo tintineaba su cadenilla de oro.

—Está reunido —señaló—, pero vendrá enseguida. Cuánto me alegro de que hayas podido venir.

Sonrió. Y su sonrisa... Por fin entendí por qué había ido. La razón principal era ella. Bettý. En el fondo, deseaba verla otra vez. Verla sonreír. Dios mío, qué guapa era.

Dios mío, qué ganas tenía de ella.

—No tenía nada decente que ponerme —comenté mirando su elegante vestido de fina seda, que realzaba cada curva de su cuerpo. No llevaba sujetador, como cuando la vi por la tarde ese mismo día.

Di otro sorbo de champán y traté de mirar a otra parte. Traté de mirar los cuadros.

—No te preocupes —dijo—. Casi todos los armadores llevan chaleco de lana y botas de goma. Además, seguro que ya van todos como cubas por ahí abajo.

—Esta suite no es una bagatela —dije—. ¿La costean los beneficios de las cuotas?

No quería sonar mordaz, pero tampoco tenía nada que perder y quizá no fuera más que envidia. No sé. Me indignaba toda aquella opulencia. Gastaban más en una escapada a Reikiavik para asistir a un baile de lo que gana un asalariado normal y corriente en medio año.

—Todavía tienes que conocer a mi marido —dijo soltando una carcajada. Al echarse a reír me di cuenta de que se tocaba una ceja con prudencia, como si le doliera. La miré sonriendo y me fijé en que tenía un ojo morado, aunque cuidadosamente disimulado por los cosméticos más caros del mundo. No lo tenía así cuando nos habíamos visto por la tarde. Algo había ocurrido entre nuestros dos encuentros. Algo entre ella y su marido, supuse. No los conocía de nada y tampoco tenía claro que tuviera ganas de conocerlos. Salvo a ella. Le pregunté directamente:

—¿Llevas un ojo morado?

—¿Se nota mucho? —preguntó preocupada.

—¿Por qué llevas un ojo morado? Esta tarde no lo llevabas.

—Torpe de mí —dijo—. Estaba en el baño con la puerta abierta cuando ha sonado el teléfono. Al salir a cogerlo, me he dado de bruces contra la puerta. No la he visto. No me había pasado nunca una cosa así. ¿Se nota?

—No —respondí.

—Pero tú sí que lo has visto.

—Nadie más se va a fijar —dije.

Dudó por un instante.

—¿Seguro?

—Van todos como cubas con sus botas de goma —le recordé.

En ese momento se abrió la puerta de la suite y entró su marido.

Lo reconocí enseguida porque era uno de los peces más gordos y los medios recurrían a él cuando sucedía algo digno de mención en el sector pesquero. Era alto, corpulento y se le veía siempre bronceado. Tenía las facciones marcadas y una incipiente calvicie. Pensé que me saludaría al verme. Bettý había dado a entender que para él era crucial contratarme y, sin embargo, allí en la suite hizo como si no existiera.

—¿Todo bien? —le preguntó a Bettý dándole un beso en el ojo morado.

Ella me sonrió misteriosamente con la mirada.

—¿Es que no vas a saludar a tu especialista en temas jurídicos? —preguntó modulando de repente su voz griega.

—Ah, ¿eres tú? —dijo en tono seco girándose hacia mí.

Nos dimos la mano. Brevemente. Traté de mirarle a los ojos, pero su mirada ya estaba posada en el bar.

—¿Quieres tomar algo? —le preguntó a Bettý caminando hacia el bar y haciendo como si yo no estuviera. Me parecía una extraña forma de comportarse para lo mucho que le interesaba contratarme.

—Ginebra —respondió—. ¿Y tú? —me preguntó.

—Yo creo que ya me voy —dije—. No puedo quedarme.

—¿Tanto tienes que hacer? —dijo el armador sirviéndose una copa de ginebra.

—Hasta luego —le dije a Bettý.

—¿Cuánto ganas al año? —me preguntó él.

Di media vuelta y, cuando estaba a punto de salir de la suite, se echó a reír. Me detuve y lo miré sin entender qué le hacía tanta gracia.

—Estos picapleitos... —dijo.

—¿Qué pasa con ellos? —dije.

—Se creen superiores.

Miré a Bettý y vi que estaba abochornada.

—¿Siempre eres así de grosero? —le reproché.

Caminó hacia mí.

—No sabía que los picapleitos pudieran ser tan susceptibles.

—Tozzi —dijo Bettý—, ¿es que siempre te tienes que comportar así?

Recuerdo haber pensado que el dinero había creado a aquel hombre. Podría haberle dado mi opinión sobre toda aquella panda de necios a los que no les había apetecido estudiar y a los que la educación les parecía una estúpida pérdida de tiempo. Tenían complejo de inferioridad porque sabían que la gente que contrataban era mucho mejor que ellos. Seguro que aquel hombre no sabía ni leer en otro idioma. Pero tenía seguridad en sí mismo, como todos los que no necesitan preocuparse de ganarse la vida. Pensaba que podía permitirse el lujo de comportarse como le diera la gana porque era rico. Su confianza en sí mismo apestaba a dinero.

Ella lo llamaba Tozzi.

No sé por qué me fijé en eso. Quizá por la manera en que ella lo miraba. Había algo entre ellos que no entendía bien y que todavía no entiendo. De alguna forma no pude evitar una pregunta:

—¿Podría ir al baño un momento? —dije mirando a Bettý.

—Faltaría más —dijo aliviada al ver que se distendía ligeramente el ambiente. Miré en dirección a Tozzi esbozando una sonrisa.

Me miré en el espejo del cuarto de baño. Mientras tanto, ellos discutían acaloradamente en la suite. Discutían sobre mí. Yo no llegaba a comprender lo que sucedía: ella había dado a entender que su marido estaba deseoso por contratarme, pero luego él no me había recibido precisamente de una forma muy amigable. Miré a mi alrededor. Mis sospechas resultaron fundadas. Había un teléfono en el cuarto de baño. Siendo una suite de lujo, seguro que en el otro cuarto de baño también había otro.

Me había dicho que se había golpeado contra la puerta al salir del baño para coger el teléfono. ¿Por qué no había respondido desde el propio baño? ¿Por qué había mentido sobre su ojo morado? ¿Sería Tozzi el responsable? ¿Era Tozzi tan rico como para pensar que podía pegar a su mujer?

Tiré de la cadena y dejé que corriera el agua del grifo del lavabo. Esperé medio minuto y salí. Habían estado discutiendo todo el tiempo que pasé en el baño.

—Ya está todo arreglado —dijo Bettý mirando a Tozzi—. Solo queda saber cuánto cobras por hora.

Me lo pensé un poco. Después dije una cifra disparatada.

—De acuerdo —convino él.

—Pero no me interesa trabajar para ti —dije caminando hacia la puerta.

Escuché su carcajada detrás de mí. Abrí la puerta, me giré y la miré.

Sus pequeños pechos se dibujaban bajo el vestido. La luz incidió sobre ella de tal manera que pude ver que no llevaba ropa interior.

Bettý

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