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En la oscuridad de mi cama, cuando no se escucha ni un solo ruido en el pasillo ni en el resto de las celdas, pienso sobre todo en los momentos que pasé con ella. En los momentos íntimos en que me hablaba de sí misma. Ya no sé qué era verdad y qué era mentira. Ya no me creo nada, pero en aquellos días, al escucharla cuando me hablaba de sus deseos y sus ilusiones, sentía cuánto me atraía, sentía cuántas cosas teníamos en común, incluso experiencias similares de las que podíamos hablar libremente y sin vergüenza cuando empezamos a conocernos mejor. Mi interés se trasformó poco a poco en un desenfrenado amor por Bettý y por todo lo que tenía que ver con ella.

Me han preguntado repetidamente acerca de mi pasado, sobre todo el hombre de las enormes ojeras y la mujer. Se llaman Lárus y Dóra. Yo pensaba que nadie podía llamarse Dóra, creía que era un diminutivo, pero me ha dicho que es su nombre de pila. No sé por qué trabajan juntos, pero, en cualquier caso, los prefiero a sus otros dos compañeros. A veces tengo la sensación de que hay algo entre la mujer y el hombre ojeroso. Es algo muy sutil y no tengo nada en lo que sustentar mi teoría, pero enseguida me dio esa impresión y desde entonces me entretengo buscando indicios que la confirmen.

—Hiciste la secundaria en el instituto de Hamrahlíð —me dijo una vez el hombre mientras fingía que leía unos documentos. Se había duchado esa mañana. Llevaba el pelo recién lavado y se había cambiado de camisa. Según mis cálculos se duchaba dos veces a la semana, lo que distaba mucho de ser suficiente. La mujer había ido a la peluquería. Su aspecto mejoraba algo. Y no lo digo con mala intención. Dóra despedía un aire de tristeza. No parecía tener mucho dinero y quizá su vida privada no le había brindado muchas ocasiones para sonreír. Quizá fuera solo aquel trabajo. Tal vez no la motivara y no hiciera nada al respecto. Hay personas que se pasan toda la vida haciendo trabajos que no les satisfacen lo más mínimo pero nunca hacen nada para cambiarlo.

—Sí —dije.

—¿Y luego hiciste Derecho?

—Me parecía interesante —expliqué.

—Yo empecé Derecho —comentó Lárus—. Pero no era para mí.

—¿Suspendías?

—Lo dejé —se apresuró a añadir.

—Hay muchos que «lo dejan» —puntualicé.

—Eres del barrio de Háaleiti —dijo Dóra. Todavía no habían encendido la grabadora—. Un barrio agradable para criarse, ¿no?

—Sí, mucho, pero no sé por qué...

—No —interrumpió—, es que me acabo de mudar allí, a un bloque de pisos en la parte baja de Miklabraut, junto al campo de fútbol.

Ya lo habían intentado antes. Sin duda alguna, lo que querían era que los detenidos se relajaran y tuvieran la impresión de que los policías confiaban en ellos. Quizá les habían mandado hacer un cursillo práctico. O quizá habían leído acerca de esa metodología. A veces habían hablado conmigo en tono personal con el pretexto de que estaban obteniendo información sobre mí. Una información que no guardaba ninguna relación con lo ocurrido, ninguna relación con el crimen, pero que, según ellos, formaba parte del «perfil» que querían elaborar de mí. En aquel momento nos habíamos relajado tanto que parecíamos casi amigos íntimos. Y no había nadie detrás del espejo. O eso me parecía.

Me había percatado de aquel método unos días antes, cuando los otros dos agentes comenzaron a hacerme preguntas sobre la profesión de mi padre.

—Falleció hace unos años, ¿no es así? —había preguntado el que se llamaba Albert. Baldur y él dirigían aquel interrogatorio. Se notaba que la compasión de Albert era forzada. Puso la misma cara que si le hubieran pedido que se preparara él mismo el café.

—Mi padre era corredor de seguros en una gran aseguradora —dije.

Sufría del corazón y murió con sesenta años. Era un buen hombre. Fumaba demasiado y pesaba unos kilos de más. Le gustaba la buena comida y acompañarla con un buen vino tinto. Jugaba al golf, salía a pasear y disfrutaba de la vida, de las pequeñas cosas que nos ofrece. No supo que padecía del corazón hasta que los médicos se lo comunicaron después de haber sufrido un grave infarto. Le dijeron que no podían hacer nada.

Siempre estuvo a mi lado cuando mi madre se enfurecía y comenzaba a llorar por mi culpa.

A los agentes no les conté nada de eso. Me parecía que no era asunto suyo. Les dije que había sido corredor de seguros y un buen hombre.

—¿Os llevabais bien? —preguntó Albert. Estaba gordo, como mi padre, y tenía la misma edad que él cuando murió. Me entraron ganas de preguntarle si cuidaba su dieta. Estaba claro que era un fumador empedernido. Una de las primeras cosas que me había preguntado era si podía fumar dentro de la sala de interrogatorios. Había un cenicero sujeto a la mesa. «Baldur me da permiso», me dijo. Pero yo me negué. No quería tragarme el humo de su cigarrillo y se lo dije. Me ignoró. Desde entonces no nos hemos llevado especialmente bien.

Baldur no fumaba. Era de la edad de Albert, pero físicamente no tenía nada que ver: calvo, delgado y de aspecto enfermizo. Parecía estar siempre resfriado. Llevaba un pañuelo que me daba asco. Se sonaba con él y se lo guardaba en el bolsillo; luego lo volvía a sacar y se sonaba de nuevo. Era un hombre callado y creo que me inspiraba más desconfianza que los otros.

—Nos llevábamos muy bien —dije—. ¿Qué tiene que ver eso con el caso?

—Cálmate —dijo Albert—. Estamos hablando, nada más.

—¿Cómo pretendes que me calme? —espeté—. ¿Es que tú te calmarías en mi lugar? ¡Cálmate tú!

Las preguntas sobre mi padre me habían dolido. Sé lo que él habría pensado de todo esto y yo evitaba pensar demasiado en ello. Evitaba pensar mucho en aquella infamia.

Intercambiaron una mirada.

—Es decir, si quieres hablar de él... —comenzó Albert.

—Continuemos —dijo Baldur sonándose de nuevo, callado, enfermizo y resfriado.

Bettý

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