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Quieren saber cómo y cuándo comenzó todo.

Hemos abordado ese tema una y otra vez, pero supongo que mis declaraciones deben de prestarse a confusión, ya que no dejan de preguntarme al respecto. Me rebaten algunos puntos. Otros les parecen creíbles. Me he propuesto colaborar todo lo posible, pero no sé cuántas cosas les debo contar. Probablemente me estén sometiendo a una especie de guerra de nervios. Podría contarles toda la verdad, pero dudo que la creyeran. Por eso trato de mentir. De forma comedida. Todavía no he contado ninguna mentira importante, pero de vez en cuando sí introduzco alguna irrelevante para que mi relato parezca más verosímil. Evidentemente, si refutan algo que he dicho será porque no es creíble, pero también saben que todos los que han entrado en esta sala han mentido. Ellos incluidos.

Naturalmente, debería decir «ellos y ella». Durante los interrogatorios, la mujer del equipo se sienta frente a mí manteniendo siempre la misma expresión de severidad y sin creerse nada de lo que digo. Es una persona normal y corriente, una mujer cansada de unos cuarenta años. He estado preguntándome si habrá muchas mujeres en la policía judicial. Su cara es anodina, del montón, no tiene las facciones marcadas ni nada que indique ningún rasgo de su personalidad, salvo el hecho de que es tan vulgar y corriente como su ropa barata, la piedra falsa de su anillo, su pésimo pintaúñas y su corte de pelo de hace seis meses.

En una ocasión, estuvimos esperando a solas a su compañero, uno de los que llevan la investigación del caso, un hombre flaco con ojeras oscuras bajo unos ojos en constante movimiento. Me dijo que se habría entretenido al teléfono, seguramente por algún estúpido robo de bicicleta. Alguna vez los había oído hablar sobre ese tipo de delitos menores. Estaba sentada frente a mí mientras esperábamos. La grabadora no estaba en marcha y creo que no había nadie detrás del espejo. Dirigí mi mirada hacia el cristal. Ya lo había hecho mil veces antes, pero no había manera de poder ver a través de él. Lo único que veía era mi propia cara corroída por la culpa, una cara con la que prefería no encontrarme.

Y allí pasamos un rato, dos almas solitarias, hasta que no aguantó más.

—¿De verdad crees que vas a salirte con la tuya? —preguntó paseando su dedo índice por el botón de encendido de la grabadora.

—No tengo que salirme con nada —respondí.

—Esa actitud no te hace ningún favor —dijo.

—¿Y a ti te hace algún favor?

—¿El qué?

—¿Tu actitud?

Me sostuvo la mirada en silencio.

—Os pensáis que podéis hacer lo que os dé la gana —dijo.

—¿«Os»?

—Vosotros, los abogados —puntualizó—. Los ricos. Os creéis que la vida no es más que un juego y que nunca debéis asumir las consecuencias.

—Nunca he creído algo así —afirmé—. No sé de qué estás hablando. No sé por qué piensas que me conoces. Nunca he creído que la vida sea un simple juego.

—No —dijo—. Seguro que no. Seguro que nunca sabes de qué habla la gente normal como yo. Y tampoco lo quieres saber porque te crees más importante que nosotros. Un ser superior. Te crees un ser superior porque te mueves entre esa gente podrida de dinero que puede comprar todo lo que quiere. Incluso a ti.

—¿Entonces me crees? —pregunté.

—No te cree nadie —respondió.

En ese momento llegó su compañero, el de las ojeras. Llevaba una camisa azul con pequeñas manchas de sudor bajo los brazos. A veces me llegaba su olor. Llevaba una taza de café que dejó en la mesa junto a la grabadora.

—Bueno —dijo—, ¿empezamos?

Me dieron ganas de decirle lo de las ojeras. Miré a la mujer a los ojos. Sabía que estaba pensando lo mismo que yo. No dijimos nada.

Cada vez que me preguntan cómo empezó todo, no sé qué responder. Ya he dicho que no sé cómo ni cuándo comenzó. Solo sé que no fui yo quien comenzó. No era en absoluto consciente de mi participación. No descubrí hasta más tarde que todo estaba preparado.

Seguramente todo empezó en la casa de Þingholt, en aquella habitación de matrimonio todavía por amueblar. En aquel enorme y frío dormitorio donde sentí su dulce calor por primera vez.

Más tarde salió a la luz que también había otra cosa en la mansión que a Bettý le quedaba por acondicionar: yo.

Bettý

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