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Todavía no he llegado a entender del todo lo que ocurrió, pero por fin sé cuál fue mi función en esta historia.

Llevo tiempo tratando de ensamblar las piezas, pero no es sencillo. Por ejemplo, no sé cuándo comenzó todo. Sé en qué momento entré en juego, recuerdo cuándo la vi por primera vez, pero quizá mi papel en aquella extraña maquinación estaba adjudicado desde hacía mucho tiempo. Mucho antes de que ella se acercara a hablar conmigo.

¿Podría haberlo visto venir? ¿Podría haberme percatado de lo que pasaba y haber escapado? ¿Haberle puesto fin y desaparecer? Ahora, tras haberse esclarecido lo que realmente sucedió, me doy cuenta de que podría haber adivinado hacia dónde se encaminaba todo. Debería haber detectado las señales de peligro. Debería haber entendido mucho antes lo que pasaba. Debería... debería... debería...

Qué fácil es cometer errores cuando se vive en la ignorancia. Ni siquiera son errores hasta que no nos damos cuenta, mucho tiempo después, de lo que ha ocurrido; hasta que no echamos la vista atrás y vemos cómo se han producido los acontecimientos y por qué. Cometí un error. Caí en una trampa tras otra. En ocasiones queriéndolo. En mi fuero interno sabía que era peligroso, pero había cosas que no sabía.

A veces pienso que seguramente volvería a caer otra vez en algunas de ellas, si tan solo tuviera la ocasión de hacerlo.

Aquí todo el mundo me trata bien. No recibo ningún periódico, ni tengo radio ni televisión, así que no me llegan noticias. Tampoco recibo ninguna visita. Mi abogado viene a verme de vez en cuando, más que nada para comunicarme que no parece haber esperanza. No lo conozco muy bien. A pesar de su amplia experiencia en casos criminales, admite que este podría irle demasiado grande. Ha hablado con todas las mujeres que localicé y que pensé que quizá me podrían ayudar, pero, según él, será difícil que lo puedan hacer. Prácticamente nada de lo que ellas puedan declarar guarda relación directa con el caso.

He pedido un bolígrafo y unas hojas de papel. Lo peor de este lugar es la calma. Aquí impera un silencio que me envuelve como una gruesa manta. Todo funciona como un reloj. Me traen la comida a horas fijas. Me ducho todos los días. Luego vienen los interrogatorios. De noche apagan las luces. Es entonces cuando me siento peor. En plena oscuridad, a solas con todos esos pensamientos. Me torturo sin cesar por haberme dejado utilizar. Debería haberlo visto venir.

Debería haberlo visto venir.

Y de noche, en la oscuridad, me invade ese profundo deseo por ella. Ojalá pudiera verla una vez más. Ojalá pudiera estar con ella una vez más.

A pesar de todo.

Ya no recuerdo sobre qué trataba el congreso que se celebraba en el cine de la universidad. Ni siquiera recuerdo el título de mi charla. Al fin y al cabo, ya no importa. Era algo acerca de negociaciones del sector pesquero islandés en Bruselas, algo relacionado con la Unión Europea y nuestras pesquerías. Proyecté unos gráficos. Lo sé, yo también me habría dormido.

Ella estaba allí. Llegó tarde y me fijé en ella inmediatamente porque era... maravillosa. Maravillosa desde el momento en que la vi entrar en la penumbra de la sala. La luz del pasillo a sus espaldas la iluminaba como a una estrella de cine. No tenía miedo de ser femenina, a diferencia de tantas otras mujeres; por ejemplo, en la sala había una con anorak que apoyaba las piernas sobre el respaldo de la butaca de delante. En cambio, la mujer que acababa de entrar llevaba un vestido ajustado de tirantes finos que dejaban a la vista sus preciosos omoplatos; su abundante cabello moreno le caía hasta los hombros y en sus ojos hundidos y marrones relucía un ligero destello blanco. Y cuando sonreía...

Me fijé en los detalles cuando se acercó hasta el estrado para hablar conmigo nada más terminar la charla. Traté de mostrar indiferencia o, mejor dicho, evité quedarme mirándola fijamente. Sus pechos eran pequeños y sus pezones se apretaban contra el vestido. Era delgada, de muslos robustos y tobillos finos, casi frágiles, como los pies de una copa de champán. En uno de ellos llevaba una cadenilla de oro. Mi madre habría encontrado una palabra para describir su caminar. «Majestuosa», habría dicho.

Me presenté y nos dimos la mano.

—Sí, conozco tu nombre —dijo—. Me llamo Bettý —añadió—. He oído hablar bien de ti.

Cerré mi maletín y la miré. ¿Cómo es que había oído hablar de mí? Tan solo hacía un año que había regresado del extranjero y que había abierto mi bufete. Pocos de mis clientes, me parece que solo dos, guardaban relación con mi especialidad: la industria pesquera. El resto del trabajo era realmente tedioso: disputas en bloques de pisos, conflictos entre aseguradoras tras accidentes automovilísticos, herencias. No me iba particularmente bien. Hasta que la conocí. Dijo que había oído hablar bien de mí. Tal vez fuera mentira. Había cuidado hasta el último detalle antes de hacer su entrada estelar en la sala. Un vestido en el que asomaban sus pequeños senos. El bonito surco entre ellos. El oro en su tobillo de copa de champán. Quizá la escena estuviera planificada para mí. Una función privada.

El baile privado de Bettý.

Él llegaría después.

—Has oído hablar bien de mí —dije—. No se me ocurre por qué...

—Por tu especialidad —me interrumpió.

—¿Cómo es que conoces mi trayectoria académica? —pregunté. Traté de sonreír fingiendo que me hacía gracia en vez de parecerme extraño o fuera de lo normal.

—Mi marido está buscando a alguien que le asesore legalmente —dijo—. Hemos estado buscando... —titubeó antes de concluir la frase— ... a la persona adecuada.

Tenía marido. Un conocido armador del norte del país. Recordé de pronto haberlos visto a los dos en una revista de cotilleos.

—¿Cómo te fue estudiando en Estados Unidos? —preguntó.

Las pocas personas que habían ido a escuchar mi charla salían de la sala mientras hablábamos. Un hombre se detuvo frente al estrado y nos miró fijamente, como esperando a que Bettý terminara, pero, al ver que nuestra conversación se alargaba, decidió marcharse.

—¿De dónde has sacado toda esa información? —pregunté dejando de sonreír.

—Me leí tu trabajo final de carrera. Me pareció muy interesante. Además, algo había salido en las noticias, si no recuerdo mal.

No recordaba mal. Todo lo que hacía estaba bien. Caí en la cuenta de que probablemente me conociera porque el tema mi tesis había suscitado cierto debate. Su publicación había despertado interés porque ponía de manifiesto la influencia del sistema de cuotas en el desarrollo económico de las poblaciones islandesas y argumentaba por qué la industria pesquera debía pagar un impuesto especial. Había olvidado lo pequeña que era Islandia. Los medios publicaban a diario noticias sobre las conclusiones de mi investigación mientras las partes interesadas del sector pesquero se tiraban los trastos a la cabeza. Durante un tiempo breve fue una de las cuestiones más candentes. Hasta que a alguien se le ocurrió subir el precio de los pepinos.

—¿Te lo leíste? —dije.

—Sí —respondió Bettý.

—No es que pueda considerarse una joya literaria precisamente.

—¿Y a quién le gusta la literatura?

Nos echamos a reír. Miré disimuladamente sus pezones y ella se dio cuenta.

Bettý

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