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Elínborg aterrizó en Reikiavik a mediodía del día siguiente y, acompañada por una psicóloga del servicio de atención a víctimas de violación, fue directamente a ver a la joven a quien habían encontrado en Nýbýlavegur y que probablemente había sido víctima de la droga de las violaciones. La psicóloga era una mujer de cuarenta años a quien Elínborg conocía muy bien por su trabajo, y que se llamaba Sólrún. Hablaron del aumento del número de violaciones que llegaban a la policía para su investigación. El número de delitos variaba de año en año: un año eran veinticinco, y al siguiente eran cuarenta y tres. Elínborg se conocía muy bien las estadísticas, y sabía que en torno al setenta por ciento de las violaciones se cometían en el hogar y que la mitad de las víctimas conocía a sus agresores. Sin embargo, las violaciones en las que hombres desconocidos agredían a mujeres sin previo aviso habían aumentado, aunque los casos eran aún pocos, entre cinco y diez al año. No obstante, no todos los casos se denunciaban a la policía, y era frecuente que no fuese un solo hombre quien participaba, sino varios. Cada año se producían de seis a ocho casos en los que se sospechaba que habían drogado a la víctima.

—¿Has hablado con ella? —preguntó Elínborg.

—Sí, nos está esperando —respondió Sólrún—. Todavía se siente muy mal. Se ha ido a vivir a casa de sus padres y no quiere ver a nadie ni hablar con nadie, se ha encerrado. Ve a un psicólogo dos veces por semanas, y también la puse en contacto con un psiquiatra. Va a necesitar un tiempo para recuperarse.

—Ese asunto le ha hecho un enorme daño psicológico.

—Sin duda alguna.

—Probablemente tampoco ayuda mucho la manera en que la autoridad judicial desprecia a esas mujeres —dijo Elínborg—. Los condenados por violación pasan en prisión menos de año y medio en este país. Es lamentable que los hombres puedan comportarse como animales sin recibir un castigo justo.

La madre de la joven las recibió y las hizo pasar al salón. El padre no estaba en casa, pero se esperaba que llegara en breve. La madre informó a su hija de la llegada de las dos mujeres, y oyeron una breve discusión entre ambas antes de que madre e hija fueran hacia el salón. Elínborg creyó oír a la hija diciendo que no quería, de ninguna manera, que no quería volver a hablar con la policía, que quería que la dejaran en paz.

Elínborg y Sólrún se pusieron de pie cuando las dos entraron en el salón. La joven, que se llamaba Unnur, ya había hablado con ambas y las conocía, pero no respondió a su saludo.

—Perdona que te importunemos tanto —dijo Sólrún—. Será solo un momento. Y puedes dejar de hablar en cuanto quieras.

Se sentaron y Elínborg procuró no malgastar tiempo en introducciones innecesarias. Se dio cuenta de que Unnur no se encontraba bien, aunque trataba de aparentar tranquilidad, sentada al lado de su madre. Intentaba aparentar seguridad en sí misma. Por su trabajo, Elínborg conocía las prolongadas consecuencias de las agresiones físicas y sabía perfectamente las cicatrices psicológicas que dejaban. Para ella, la violación era el género más brutal de agresión física, casi igual que el asesinato.

Sacó del bolsillo una foto de Runólfur. Era la de su carné de conducir.

—¿Te suena este hombre? —preguntó mientras le entregaba la foto a Unnur. Esta la cogió y le echó un breve vistazo.

—No —dijo—. He visto fotos suyas en las noticias. No sé quién es.

Elínborg volvió a coger la foto.

—¿Creéis que fue él quien me agredió? —preguntó Unnur.

—No lo sabemos —dijo Elínborg—. Sabemos que llevaba lo que llaman la droga de las violaciones cuando salió la noche misma en que lo asesinaron. Son datos que no se han hecho públicos y no podéis comentarlos con nadie. Yo quería decirte cómo están las cosas. Ahora sabes por qué necesitábamos hablar contigo.

—No sé si podría reconocerlo aunque lo tuviera delante de mí —dijo Unnur—. No recuerdo nada. Nada en absoluto. Recuerdo de una forma muy vaga al último hombre con el que estuve charlando en el bar. No tengo ni idea de quién es, pero no era este Runólfur.

—¿Sería posible que vinieras con nosotros a su casa a echar un vistazo? Si es que eso podría ayudarte a recordar.

—Yo... no, yo... yo no he vuelto a salir a la calle desde entonces —dijo Unnur.

—No quiere ir más allá de la puerta de casa —dijo su madre—. Quizá pudierais enseñarle fotos.

Elínborg asintió.

—Sería estupendo que te atrevieras a venir con nosotras. Ese hombre tenía un coche que nos gustaría que mirases.

—Me lo pensaré —dijo Unnur.

—Lo más llamativo que hay en su piso son unos grandes pósters en las paredes; de superhéroes del cine de Hollywood. Héroes de cómic como Superman y Batman. Es eso quizá...

—No recuerdo nada.

—Y otra cosa —dijo Elínborg, sacando el chal de su bolso. Estaba dentro de una bolsa de plástico de las usadas para los objetos que tenían que servir de prueba—. Esto es un chal que encontramos en el lugar del crimen. Querría saber si te suena de algo. Por desgracia no puedo sacarlo de la bolsa, pero puedes abrirla si quieres.

Le entregó la bolsa a la joven.

—Yo no uso chal —dijo esta—. Solo he tenido uno en toda mi vida, y no es este. ¿Este chal lo encontrasteis en casa de ese?

—Sí —dijo Elínborg—. Es otra cosa que tampoco se ha hecho pública.

Unnur empezaba a darse cuenta de hacia dónde se encaminaban las preguntas.

—¿Había una mujer con él cuando... cuando lo atacaron?

—Es posible —dijo Elínborg—. Hacía algo con las mujeres que entraban en su piso.

—¿Había drogado a esa mujer, o iba a hacerlo?

—No lo sabemos.

El silencio se extendió por el salón.

—¿Piensas que soy yo? —preguntó la joven al cabo de unos instantes.

La madre miró asombrada a su hija. Elínborg sacudió la cabeza.

—En absoluto —respondió—. Créeme. Ya te he dicho más cosas de las que deberías saber, y no debes malinterpretarlo.

—Piensas que fui yo quien lo agredió.

—No —dijo Elínborg con determinación.

—No podría aunque quisiera, yo no soy así —dijo Unnur.

—Pero ¿a qué vienen esas preguntas? —dijo la madre—. ¿Estás acusando a mi hija de haber asesinado a ese hombre? Ni siquiera sale de casa. ¡Pasó todo el fin de semana con nosotros!

—Lo sabemos. Estáis sacando de contexto mis palabras —dijo Elínborg a la madre.

Vaciló un instante. La madre y la hija tenían la mirada fija en ella.

—Pero vamos a necesitar una muestra tuya de cabello —dijo Elínborg—. Sólrún se la dará a la científica. Queremos saber si estuviste en casa de ese hombre la noche en que te atacaron. Si es posible que fuese él quien te envenenara y te llevara a su casa.

—Yo no he hecho nada —dijo Unnur.

—No, claro que no —dijo Sólrún—. La policía solo quiere excluir que hubieras estado en su piso.

—¿Y si hubiera estado allí?

Elínborg sintió un escalofrío al oír sus palabras. No era capaz de imaginarse cómo se sentiría ella al no saber lo que sucedió la noche en que la violaron.

—Entonces sabremos más de lo que te pasó la noche antes de que te encontraran en Nýbýlavegur. Sé que todo es difícil y doloroso, pero todas estamos buscando respuestas.

—Yo ni siquiera sé si quiero saberlo —dijo la joven—. Estoy intentando hacer como si eso no hubiera pasado nunca, como si no me hubiera pasado a mí. Como si le hubiera pasado a alguna otra.

—Ya hemos hablado de eso —dijo Sólrún—. No deberías guardártelo todo dentro. Si lo haces, necesitarás mucho más tiempo para comprender que no tienes la menor culpa de lo que te sucedió, que lo que provocó la agresión no fue nada que hubieras hecho, y que no tienes que disculparte por nada. Te agredieron de una manera muy brutal. No necesitas esconderte, no necesitas alejarte de la sociedad como si fueras impura. No lo eres, y nunca lo serás.

—Yo... tengo miedo —dijo Unnur.

—Por supuesto —respondió Elínborg—. Es perfectamente comprensible. He estado con mujeres como tú. Siempre les digo que se trata también de su actitud ante esos criminales. Piensa en la importancia que les das a esos miserables encerrándote en casa. No puedes dejarlos que te metan en una cárcel. Demuéstrales que puedes luchar contra el daño que quieren infligirte.

Unnur miró fijamente a Elínborg.

—Pero es tan... terrible saber... Una nunca va a volver a... Me han arrebatado algo que nunca podré volver a tener, nunca en toda mi vida, y nunca podrán ser las cosas como antes de...

—Pero así es la vida —dijo Sólrún—. La de todos. Nunca podemos recuperar nada de lo que hemos perdido. Por eso tenemos que mirar hacia delante.

—Sucedió —dijo Elínborg con ánimo de tranquilizarla—. No te quedes ahí. Entonces saldrán ganando esos miserables. No dejes que se salgan con la suya.

Unnur le devolvió el chal.

—Esa mujer fuma. Yo no fumo. Y hay otro olor, un perfume que yo no uso, y algo como si fueran hierbas de...

Tandoori. —Elínborg terminó la frase.

—¿Pensáis que fue ella quien agredió a ese tío?

—Es posible.

—Bien por ella —murmuró Unnur entre dientes—. ¡Bravo por matarlo! ¡Bravo por matar a ese cerdo!

Elínborg miró de reojo a Sólrún.

Tenía la sensación de que la joven ya empezaba a mostrar signos de mejoría.

Cuando Elínborg volvió a casa, a una hora bastante tardía, los dos hermanos estaban en plena gresca. Aron, el mediano, que de una u otra forma estaba siempre al margen de todo, se había atrevido a mirar internet en el ordenador de Valþór, y el hermano mayor le estaba gritando con tales modos que Elínborg no tuvo más remedio que gritarle: «¡Por favor, vale ya, déjalo!». Theodóra estaba escuchando música en su iPod mientras estudiaba en la mesa del comedor, sin dejar que la pelea de sus hermanos le quitara la concentración. Teddi estaba retumbado en el sofá viendo la televisión. Había ido a un restaurante de pollo frito al volver a casa y las bolsas de trozos de pollo estaban repartidas por toda la cocina, junto a patatas fritas frías y sobrecitos vacíos de salsa de cóctel.

—¿Por qué no tiras toda esa basura? —le dijo, en voz bien fuerte, Elínborg a Teddi.

—Espera, espera —dijo él—. Luego recojo. Es que este episodio...

Elínborg no tenía ganas de insistir y se sentó con Theodóra. Pocos días antes, las dos habían asistido a una reunión con el maestro de la chica en torno a la posibilidad de que tomara cursos extra. Estaba esforzándose mucho por encontrarle algo que le viniera bien. Habían hablado de que podría hacer los tres cursos superiores de primaria en un solo año, si quería, a fin de entrar antes en el instituto.

—En las noticias contaron que le habéis encontrado drogas de las violaciones al hombre ese —dijo Theodóra, quitándose los auriculares.

—No sé cómo consiguen enterarse de esos datos —dijo Elínborg.

—¿Era un desalmado? —preguntó Theodóra.

—Probablemente —respondió Elínborg—. No me preguntes por este caso.

—Dijeron que estabais buscando a una mujer que estuvo con él esa noche.

—Es posible que quien lo mató fuera alguna persona con quien estuviera, pero ahora calla —dijo Elínborg con voz amistosa—. ¿Qué os dieron de comer hoy en el colegio?

—Sopa dulce de pan. Estaba muy mala.

—Eres muy caprichosa con la comida.

—La sopa de pan que haces tú sí que me la como.

—Pues así es como tiene que ser. La cocinera es maravillosa.

Elínborg le había hablado a Theodóra de lo caprichosa con la comida que era ella de pequeña. Creció acostumbrada a la cocina islandesa tradicional, en condiciones de vida islandesa tradicionales. Describírselo a Theodóra era como hablar de las formas de vida de los islandeses de tiempos antiguos. Su madre era ama de casa y trabajaba solo en el hogar, hacía la compra y preparaba la comida todos los días. Su padre, oficinista en una pesquería local, llegaba a casa a almorzar y se tumbaba en el sofá a oír las noticias, que empezaban a las doce y veinte en beneficio de trabajadores como él. La sintonía de las noticias solía estar empezando cuando él tomaba el último bocado y se acostaba.

Su madre preparaba pescado cocido y pan con mantequilla para el almuerzo, hacía albóndigas o pastel de carne, acompañado a veces de puré de patata o, las más de las veces, con las patatas cocidas que se servían en todas las comidas. Entre semana solían cenar un plato fijo cada día, y era su madre quien se ocupaba de todo lo relativo a la cocina. Los sábados había bacalao, que desalaba en un barreño, en el lavadero; el mismo barreño que su marido utilizaba para darse baños de pies. Elínborg no había vuelto a probar el bacalao. Los domingos había asado, pata de cordero o lomo, con salsa marrón hecha con caldo de carne. De acompañamiento, patatas asadas. A veces había chuletitas de cordero o filete. La col lombarda y los guisantes acompañaban a todos los platos de carne asada. La carne en salazón con colinabo hervido y salchichas de carne de caballo con salsa bechamel podían aparecer en la mesa cualquier día, aunque con poca frecuencia. Los lunes tocaba siempre pescado, excepto si había suficientes restos del domingo, en cuyo caso pasaba a los martes. Ese pescado solía estar frito: se empanaba y se acompañaba con margarina derretida y mayonesa. Los miércoles había pescado seco, que era especialmente incomible tal como lo recordaba Elínborg. Una cantidad enorme de sebo de oveja derretido no bastaba para disimular el pescado seco, que se cocía hasta que el vaho cubría por entero los cristales de la cocina. También servían huevas e hígado los miércoles. Aquello era un poco mejor, aunque la membrana que envolvía las huevas no ayudaba lo más mínimo, y Elínborg ni tocaba el hígado de bacalao. Su madre reservaba a veces los jueves para hacer experimentos. Fue un jueves memorable cuando Elínborg saboreó por primera vez en la vida unos espaguetis; demasiado cocidos y sin ningún sabor, aunque mejoraban un poco al ponerles salsa de tomate. Los viernes había chuletas empanadas, de cordero o de cerdo, acompañadas de margarina igual que el pescado empanado.

Así se sucedieron inmutables las semanas culinarias, durante meses y años, de la infancia de Elínborg. Rarísima vez se producía algún cambio en las costumbres. Si decidían comprar comida preparada, lo que quizá sucedía una vez cada dos años, su padre llegaba a casa con unos emparedados de pan negro con mantequilla y carne de cordero ahumada, o de pan blanco con gambas. Elínborg tenía diecinueve años cuando entró en su casa por primera vez un recipiente con una porción de pollo a la brasa, acompañado de patatas fritas. Aquel fue otro día memorable. Ninguno de los dos le pareció excesivamente sabroso, y sus padres no volvieron a comprarlo. Le gustaba mucho leer sobre comida en los libros, y con frecuencia lo único que recordaba de los libros infantiles o de las obras literarias eran las descripciones de comidas y su preparación; por ejemplo, cosas sobre mermelada y tocino. Aún se acordaba de que un día leyó algo sobre queso fundido. Necesitó cierto tiempo para hacerse a la idea de a qué podía referirse ese concepto. Nunca se le había pasado por la cabeza que el queso que guardaban en la nevera pudiera servir para cortarse una loncha y ponerla encima de una rebanada de pan.

Elínborg tenía serios problemas para preparar algunos platos y causaba constantes desilusiones a su madre. Esta creía firmemente en la santa cocción. Pensaba que las cosas no podían comerse a menos que se les quitara el espíritu vital a base de cocerlas, de modo que hervía el eglefino de veinticinco a treinta minutos. Elínborg luchaba permanentemente con las espinas, muerta de miedo ante la idea de ahogarse en la mesa de la cocina. No le gustaba nada la grasa empanada de las chuletas, y la carne, totalmente gris, se le antojaba carente de sabor. Las patatas caramelizadas le parecían incomibles. El hígado de cordero en salsa de cebolla, plato de los martes a menos que la madre se decantara por corazón y riñones, no era capaz de comérselo de ninguna de las maneras. Tampoco el corazón y los riñones eran, desde su punto de vista, comida para personas. La lista era inacabable.

De modo que a Elínborg no le sorprendió en absoluto que su padre sufriera un ataque al corazón nada más cumplir los sesenta años. Sobrevivió. Sus padres seguían viviendo en la misma casa, el hogar de infancia de Elínborg; los dos estaban jubilados, bien lúcidos y no necesitaban ayuda de ninguna clase. Su madre seguía cociendo el pescado seco hasta cegar toda la casa.

Una vez se comprobó que las manías de Elínborg con la comida eran incurables y que empezaba a sabérselas arreglar ella sola en la cocina, la dejaron que hiciera lo que quisiera. Así empezó a prepararse comida para ella sola, con los ingredientes que su madre solía comprar. Su madre le daba su porción de eglefino o parte de las chuletitas o del pastel de pescado, que solía tomarse los jueves, una vez se renunció al experimento de la cocina italiana, y ella misma se preparaba la comida de acuerdo con sus propias ideas. Fue aficionándose a la cocina. Siempre había alguien que le regalaba libros de cocina en navidades o en su cumpleaños; se inscribió en un club de cocina, y leía las recetas de los periódicos. No es que tuviera ningún deseo de hacerse cocinera profesional, tan solo se trataba de prepararse cosas de comer que no fueran incomibles.

En la época en que se marchó de casa, había alterado en cierta medida la cultura gastronómica de la familia, pero se habían producido otros cambios sin necesidad de su participación. Su padre había dejado de volver a casa después del trabajo, a mediodía, y de tumbarse en el sofá con las noticias. Su madre empezó a trabajar fuera de casa y volvía por las tardes hecha polvo, feliz de que Elínborg se dedicara a preparar la comida. Trabajaba en una tienda de alimentación que estaba todo el día llena de gente, y se daba un baño caliente cada tarde, con los pies enrojecidos e hinchados. Pero estaba más contenta que antes, siempre había sido muy sociable y le gustaba la gente. Elínborg terminó el bachillerato, se marchó de casa y alquiló un pequeño apartamento de sótano, trabajaba en la policía durante los veranos,1 trabajo que consiguió a través de un tío paterno, y decidió estudiar geología en la universidad. En sus años de instituto le cogió el gusto a viajar con sus amigos por todo el país, y una amiga suya, que estaba muy interesada por la geología, la animó a ir con ella a las clases de la especialidad. Al principio, Elínborg estaba interesadísima, pero cuando terminó los estudios tres años más tarde se dio cuenta de que nunca trabajaría en esa profesión.

Miraba a Theodóra estudiar y pensaba qué sería la chica cuando creciera. Le interesaban las ciencias, física y química, e incluso hablaba de estudiar esas materias en la universidad. También quería salir al extranjero a estudiar.

—¿Tienes un blog, Theodóra? —preguntó Elínborg.

—No.

—A lo mejor eres demasiado pequeña.

—No, es que me parece una bobería. Me parece absurdo contar todo lo que hago y digo y pienso. Eso no tiene por qué importarle a nadie. Yo no tengo ningún interés por poner esas cosas en internet.

—Es increíble hasta dónde llega la gente.

Theodóra levantó la vista de su libro.

—¿Estuviste leyendo el blog de Valþór?

—Ni siquiera sabía que lo tuviera. Lo encontré por casualidad.

—No escribe más que memeces —dijo Theodóra—. Le he dicho que no quiero ni que me nombre.

—¿Y?

—Dice que soy tonta.

—¿Conoces a las chicas esas de las que escribe?

—No. Él nunca me cuenta nada. Le cuenta al mundo entero todo lo relativo a él, pero a mí no me dice nada. Hace tiempo que dejé de intentar hablar con él.

—¿Debería decirle que leo su blog?

—Pues sí, dile que deje de escribir sobre nosotros. También escribe de ti, ¿lo sabes? Y de papá. Pensaba decírtelo, pero no quería chivarme.

—¿Cómo funciona eso...? ¿Si leo el blog es como si lo estuviera espiando?

—¿Piensas decírselo?

—No lo sé.

—Entonces, a lo mejor sí que lo estás espiando. Yo lo estuve leyendo muchos meses hasta que me cabreé con algo que escribía sobre nosotros y se lo dije. Fue y escribió que yo era una superdotada de mierda. No sé por qué anda poniendo esas cosas en internet, si una no puede leer una estupidez sin dar la sensación de estar espiándole.

—¿Muchos meses? ¿Cuánto tiempo lleva con el blog?

—Más de un año.

Elínborg no pensaba que estuviera espiando a su hijo al leer un blog que estaba abierto a todo el que quisiese verlo. No quería entrometerse en sus cosas porque pensaba que él mismo tenía que responsabilizarse de sus actos. Pero al mismo tiempo se sentía preocupada porque escribía con excesivo desparpajo sobre sus parientes más próximos y sus amigos.

—El chico a mí no me cuenta nada —dijo Elínborg—. Quizá debería hablar con él. O tu padre.

—Déjale en paz.

—Por supuesto, ya es casi adulto, está en la Escuela de Comercio... Tengo la sensación de haber perdido por completo la relación con él. Antes podíamos hablar los dos. Ahora, en realidad no lo hacemos nunca. Ahora me tengo que limitar a leer su blog.

—Valþór ya se ha ido de casa, aquí, en el coco —dijo Theodóra dándose unos golpecitos con el dedo índice sobre la sien.

Luego volvió a su libro.

—¿Tenía amigos? —preguntó Theodóra al poco, sin levantar la vista de lo que estaba leyendo.

—¿Quién? ¿Valþór?

—Ese al que mataron.

—Imagino que sí.

—¿Ya has hablado con ellos?

—No, yo no, otros están en ello. ¿Por qué... por qué motivo se te ha ocurrido preguntarme eso?

A veces, la niña decía cosas ininteligibles.

—¿Qué hacía ese hombre?

—Era técnico de teléfonos.

Theodóra la miró pensativa.

—Esos conocen gente —dijo.

—Sí, van a las casas.

—Van a las casas. —Theodóra repitió las palabras de su madre y siguió resolviendo unos problemas de matemáticas que eran un simple juego de niños.

El móvil de Elínborg sonó en el vestíbulo, donde estaba colgado el abrigo dentro de un armario. Era su móvil del trabajo. Fue hasta allí y respondió.

—Acaban de enviar los datos iniciales del estudio forense de Runólfur —dijo Sigurður Óli sin saludar.

—Vale —dijo Elínborg. La ponía de los nervios que la gente no saludara cuando llamaba por teléfono, aunque se tratara de los colegas más próximos. Miró su reloj—. ¿No puede esperar eso hasta mañana? —preguntó.

—¿Quieres saber lo que han encontrado, o no?

—Venga, relájate.

—Relájate tú.

—Sigurður...

—Han encontrado Rohypnol —dijo Sigurður Óli.

—Sí, eso ya lo sé. Estaba contigo cuando nos lo comunicaron.

—No, me refiero a que han encontrado Rohypnol en Runólfur. En el cuerpo de Runólfur. Tenía una cantidad considerable de droga en la boca y en la garganta.

—¡¿Qué estás diciendo?!

—¡Que estaba hasta los topes de esa mierda!

Río negro

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