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El hombre de Þingholt se llamaba Runólfur y tenía unos treinta años. Nunca había tenido roce alguno con la policía y no figuraba en el listado de delincuentes. Trabajaba en una empresa telefónica, se había ido a vivir a Reikiavik hacía más de diez años, vivía solo y su madre no tenía demasiada relación con él. La madre seguía viviendo en su aldea natal. Un policía y un sacerdote fueron a su casa a comunicarle la noticia de la muerte de su hijo. Resultaba que el padre del joven había fallecido en accidente hacía unos años, en un violento choque con un camión en el páramo de Holtavörðuheiði. Runólfur era hijo único.

El casero habló bien de él. Pagaba siempre a su debido tiempo, era limpio y ordenado, no se oía nunca ruido procedente de su casa, e iba a trabajar todas las mañanas. El casero casi no tenía palabras para ensalzar sus virtudes.

—Toda esa sangre... —dijo mirando a Elínborg con gesto de asco y enfado a la vez—. Tendré que llamar a una empresa de limpiezas. Y probablemente tendré que tirar el revestimiento del suelo. ¿Quién es capaz de hacer algo semejante? Después de esto no va a ser nada fácil alquilar el piso.

—¿No oíste nada procedente de la casa? —preguntó Elínborg.

—Nunca oía nada —dijo el casero, de grueso vientre y con barba de tres días, calvo y de hombros caídos y brazos cortos. Vivía solo, en el piso de arriba del de Runólfur, y dijo que llevaba años alquilando el piso inferior. Hacía uno o dos años que Runólfur había entrado a vivir de inquilino.

Fue el casero quien encontró el cuerpo e informó a la policía. Había bajado a casa de Runólfur a llevarle correo que habían dejado por error en su buzón, y lo metió en el bocacartas de la puerta. Al pasar delante de la ventana del salón vio unos pies descalzos en el suelo, en medio de un charco de sangre. Pensó que lo más prudente era llamar de inmediato a la policía.

—¿Estabas en casa el sábado por la noche? —preguntó Elínborg, quien imaginó que la curiosidad del casero fue lo que le empujó a mirar al interior. Debía de resultar bastante difícil. Las cortinas estaban echadas, y solo se podía ver algo a través de una rendija entre las cortinas.

La inspección de urgencia indicaba que el crimen debió de cometerse en la noche del sábado o la madrugada del domingo. Señalaba igualmente que una persona debió de estar en casa antes de la agresión, pero no que alguien hubiera entrado por la fuerza. Debía de tratarse de una mujer, y al parecer Runólfur mantuvo relaciones sexuales poco antes de su muerte. En el dormitorio encontraron un condón en el suelo. Era probable que la camiseta que llevaba puesta cuando lo encontraron no le perteneciera a él, sino a la mujer. Lo indicaba la talla, pues la camiseta era demasiado pequeña para aquel hombre, y además en ella aparecieron cabellos femeninos morenos, idénticos a los hallados en el sofá de Runólfur. En la chaqueta de este también se encontraron cabellos, probablemente de la misma mujer. Cabría pensar que la había invitado a pasar la noche en su casa. En la cama del dormitorio al que se accedía desde el salón se encontró vello púbico.

Era fácil salir de la casa a través del patio y el jardín vecino. Este pertenecía a una casa de cemento de tres pisos que se hallaba en la calle colindante. Nadie había visto a nadie en los jardines dos días atrás.

—Yo suelo estar en casa siempre —dijo el casero.

—Nos dijiste que Runólfur había salido esa noche, ¿cierto?

—Sí, lo vi en la calle, ahí delante. Debían de ser las once. Después no volví a verlo.

—¿De modo que no te fijaste cuando volvió a casa?

—No. Probablemente estaría ya dormido.

—¿Y no sabes si lo acompañaba alguien?

—No.

—Runólfur no vivía con ninguna mujer, ¿verdad?

—No, ni con ningún hombre —puntualizó el casero con una sonrisa enigmática.

—¿Nunca, en el tiempo en que fue tu inquilino?

—No.

—Pero ¿sabes si había mujeres que se quedaran a dormir en su casa?

El casero se rascó la cabeza. Era poco después del mediodía y acababa de zamparse una salchicha de carne de caballo, y estaba sentado muy tranquilo en un sofá enfrente de Elínborg, que había visto en la cocina un plato con los restos. El olor a rancio de aquel guiso inundaba la vivienda, y Elínborg temía que impregnara su abrigo nuevo, que había comprado en las rebajas. No quería permanecer en el piso del casero más tiempo del imprescindible.

—No mucho —respondió al final—. Yo creo que nunca lo vi con una mujer. No lo recuerdo, al menos.

—¿No lo conocías demasiado bien?

—No —dijo el casero—. Enseguida me di cuenta de que prefería que lo dejase en paz, quería estar a su aire. De modo que... No, no tenía mucho trato con él.

Elínborg se puso en pie. Vio a Sigurður Óli en la puerta de la casa de enfrente hablando con los vecinos. Había más agentes tomando declaración a otras personas del vecindario.

—¿Cuándo podré limpiar el piso? —preguntó el casero.

—Pronto —dijo Elínborg—. Ya te avisaremos.

El cuerpo de Runólfur había sido retirado la noche anterior, pero los científicos seguían trabajando cuando Elínborg llegó a la casa, en compañía de Sigurður Óli, la mañana después del hallazgo. El piso mostraba a las claras que era un joven de buen gusto quien lo había convertido en un hogar agradable y cálido. Elínborg notó que se había tomado la molestia de colocar adornos de porcelana en las paredes, algo que apenas solía verse en las casas de gente joven, había una bonita alfombra encima del parqué, un sofá y un sillón a juego. El cuarto de baño era pequeño pero elegante, en el dormitorio había una cama de matrimonio, y no se veía ni una mancha en la cocina, aneja al salón. No había estanterías para libros, ni fotos de familia, pero sí una gran pantalla de plasma y tres pósters enmarcados con superhéroes del cómic: Spiderman, Superman y Batman. Sobre la mesa había unas estupendas figuritas de colección de diversos superhéroes famosos.

—¿Y dónde estabais vosotros cuando pasó? —quiso saber Elínborg dirigiendo su mirada a un póster tras otro.

—Una chulada —dijo Sigurður Óli, observando a los héroes.

—Pero si no es más que basura —repuso Elínborg.

Sigurður Óli se inclinó sobre el modernísimo sistema de audio. A su lado había un teléfono móvil y un reproductor de iPod.

—Un nano —dijo Sigurður Óli—. Lo mejor de lo mejor.

—¿Este tan fino? —preguntó Elínborg—. Mi chico pequeño dice que es solo para niñas. No sé lo que querrá decir eso, nunca he tocado un aparato de estos.

—Muy propio de ti —dijo Sigurður Óli, sonándose la nariz. Estaba ya bastante recuperado de una fuerte gripe que no acababa de desaparecer.

—¿Algún problema? —dijo Elínborg mientras abría la nevera. No contenía demasiadas cosas y no decía nada bueno sobre las artes culinarias del propietario. Un plátano y un pimiento, queso y mantequilla de cacahuete americana, huevos. Un brik de leche desnatada, abierto.

—¿No tenía ordenador? —le preguntó Sigurður Óli a uno de los dos de la científica que estaban trabajando en la vivienda.

—Nos lo llevamos para allá —respondió—. Aún no hemos encontrado nada que pueda explicar este baño de sangre. ¿Ya sabéis lo del Rohypnol?

El técnico les miró. Tenía unos treinta años, estaba despeinado y sin afeitar...; desastrado, esa era la palabra que estaba buscando Elínborg. Sigurður Óli, que siempre tenía un aspecto impecable, le había explicado con desdén que ese aspecto tan descuidado era el no va más de la moda.

—¿Rohypnol? —dijo Elínborg, sacudiendo la cabeza.

—Llevaba unas pastillas en el bolsillo de la chaqueta, y hay bastantes más en la mesa del salón —dijo el técnico, que llevaba bata blanca y guantes de látex.

—¿Te refieres a la droga de las violaciones?

—Sí —dijo el técnico—. Nos acaban de llamar para informarnos. Tenemos que organizar la investigación con arreglo a ese dato. La llevaba en un bolsillo de la chaqueta, como acabo de decir, lo que puede indicar que...

—... la utilizó el sábado por la noche —dijo Elínborg—. El casero lo vio esa noche bajando hacia el centro. Así que lo llevaba en el bolsillo cuando se fue de marcha, ¿no?

—Eso parece, si es que llevaba puesta esa chaqueta, como todo parece indicar. El resto de su ropa está perfectamente colocada en el armario. La chaqueta y la camisa están encima de esa silla, y los calzoncillos y los calcetines en el dormitorio. Estaba tirado aquí en el salón con los pantalones por los tobillos, pero no llevaba calzoncillos. Es como si se hubiera levantado un momento, quizá para coger un vaso de agua. Está al lado del fregadero.

—¿Se iba de marcha llevando Rohypnol? —dijo Elínborg, pensativa.

—Tenemos la impresión de que debió de mantener relaciones sexuales justo antes de morir —dijo el técnico—. Creemos que el condón es suyo. Y se le notaba exteriormente, si podemos expresarlo así, aunque la autopsia lo dejará todo claro.

—La droga de las violaciones —dijo Elínborg, y a su memoria acudió un caso reciente cuya investigación le habían encargado, y en el que también estaba implicada la droga de las violaciones. Un compasivo conductor que pasaba por Nýbýlavegur, en el barrio de Kópavogur, atendió a una mujer de veintiséis años de edad, medio desnuda, que estaba vomitando en el arcén. La joven no fue capaz de decir de dónde venía, no recordaba dónde había pasado la noche. Le pidió al hombre que la atendió que la llevara a su casa. Supuso que pensaba llevarla a urgencias. Le dijo que no era necesario.

La mujer no tenía ni la menor idea de qué estaba haciendo en aquel lugar. Se quedó dormida en cuanto llegó a su casa y durmió doce horas seguidas. Al despertar le dolía todo el cuerpo. Sentía un dolor punzante en los órganos sexuales, y la piel de las rodillas estaba enrojecida e hipersensible, pero seguía sin recordar lo que había sucedido durante la noche. La mujer padecía el mismo tipo de amnesia que produce el consumo de alcohol y, aunque le resultaba totalmente imposible recordar dónde había ido, estaba convencida de no haber bebido en exceso. Se dio una larga ducha y se lavó a fondo. Esa tarde llamó una amiga suya para preguntarle qué había sido de ella. Las dos habían estado de marcha con otra amiga la noche anterior y ella se fue por otro lado. La amiga la había visto marcharse con un hombre a quien no conocía.

—¡Pues vaya! —dijo la mujer—. No me acuerdo de nada. No recuerdo qué pasó.

—¿Quién era ese hombre? —preguntó la amiga.

—Ni idea.

Estuvieron hablando un buen rato y la mujer fue recordando poco a poco que había conocido en aquel local a un hombre que la invitó a una copa. No lo conocía y le era casi imposible acordarse de cómo era, pero sí que le pareció amable. No había hecho más que acabarse la copa cuando apareció otra sobre la mesa. Fue al baño y, cuando volvió, el hombre le propuso ir a otro sitio. Eso era lo último que recordaba de esa noche.

—¿Adónde fuiste con él? —le preguntó su amiga por teléfono.

—No lo sé. Solo...

—¿No lo conocías de nada?

—No.

—¿Crees que pudo meterte algo en la copa?

—¿Que si me puso algo en la copa?

—Lo digo porque no recuerdas nada. Hay...

La amiga titubeó.

—¿Qué hay?

—Violadores.

Poco después acudió con su amiga al servicio de atención a víctimas de violaciones, en el Hospital Nacional de Fossvogur. Cuando el asunto llegó a la mesa de Elínborg, la joven estaba convencida de que el hombre del pub la había violado. El examen médico puso de manifiesto que había mantenido relaciones sexuales esa noche, aunque en su sangre no se encontraron restos de la droga. No era nada extraño. La droga más empleada en las violaciones, el Rohypnol, desaparecía del cuerpo al cabo de pocas horas.

Elínborg le mostró fotos de hombres condenados por violación, pero la joven no pudo reconocer a ninguno de ellos. Fue con ella al pub donde había conocido al hombre en cuestión, pero los empleados no se acordaban ni de ella ni del hombre con el que se suponía que había estado. Elínborg sabía que las violaciones realizadas con ayuda de drogas eran casos muy difíciles de resolver. No se encontraba nada en sangre ni en orina. Por lo general, la droga ya había desaparecido del cuerpo de la víctima antes de llevar a cabo el examen médico, aunque había indicios que apuntaban a su utilización: pérdida de memoria, semen en la vagina y dolores en el cuerpo. Elínborg le dijo a la mujer que probablemente la habían intoxicado con una droga de violadores. No podía excluirse que el violador hubiese utilizado éxtasis líquido, que produce los mismos efectos que el Rohypnol: es incoloro e inodoro, y puede estar en forma líquida o en polvo. Ataca el sistema nervioso central. La víctima se queda incapacitada para defenderse y suele sufrir alteraciones de la memoria o incluso amnesia total.

—Todo eso nos hace muy difícil llevar a esos canallas ante la ley —le dijo a la joven—. Los efectos del Rohypnol duran de tres a seis horas y la droga desaparece del cuerpo sin dejar huella. Bastan unos pocos miligramos para provocar un estado hipnótico, y los efectos se ven considerablemente reforzados por la ingesta de alcohol. Los efectos secundarios son alucinaciones, depresión y mareos. Incluso ataques epilépticos.

Elínborg pasó la mirada por la vivienda de Þingholt y pensó en la agresión a Runólfur, en el odio que parecía haberla provocado.

—El Runólfur este, ¿tenía coche? —preguntó a los de la científica.

—Sí, estaba ahí fuera —dijo uno de ellos—. Lo estamos examinando en el almacén.

—Os daré muestras biológicas de una mujer que fue violada hace poco. Tengo que comprobar si ella habría podido ser víctima de este hombre, si fue él quien la llevó a Kópavogur en su coche y la dejó allí abandonada.

—Perfecto —dijo el técnico—. Y hay otra cosa.

—¿Qué?

—Todo lo que hay en el piso pertenece a un hombre: todas las ropas, el calzado, la ropa de abrigo...

—Sí.

—Excepto este trapo —dijo el técnico, indicando una tela metida en una bolsa de plástico de las que utilizaba la científica.

—¿Qué es eso?

—Por lo que yo sé, debe de tratarse de un chal —dijo el hombre, levantando la bolsa de plástico—. Lo encontramos todo enrollado en el dormitorio. De hecho, eso afianza la hipótesis de que estuvo aquí con una mujer.

Abrió la bolsa de plástico y se la acercó a Elínborg a la nariz.

—Desprende un olor un tanto peculiar —observó el técnico—. Hay algo de olor a cigarrillos, al perfume que usaba y luego algo... algo así como olor a alguna especia...

Elínborg metió la nariz en la bolsa.

—Aún no hemos podido identificarlo —dijo el técnico.

Elínborg aspiró con fuerza. El chal era de lana, de color lila. Notó el olor a humo de cigarrillos y a perfume, y el técnico tenía razón: sintió también un olor que le recordó a unas especias que conocía muy bien.

—¿Lo conoces? —preguntó Sigurður Óli, que miraba atónito a Elínborg.

Ella asintió.

—Es mi favorito —dijo Elínborg.

—¿Tu favorito? —se extrañó el técnico.

—¿Tu especia favorita? —preguntó Sigurður Óli.

—Sí —dijo Elínborg—. Pero no es una especia, sino una mezcla de hierbas y especias. De la India. Es como... me recuerda al tandoori. Creo que el chal huele a tandoori.

Río negro

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