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Los vecinos, en su gran mayoría, se mostraron muy dispuestos a colaborar. Se decidió interrogar sistemáticamente a todos los que vivían a una determinada distancia de la casa, con independencia de que cada cual considerase o no que tenía algo que aportar. Era la policía misma la que decidía qué le resultaba útil y qué no. Los hechos habían sucedido en la parte baja de Þingholt, y casi todos declararon que a esas horas de la noche estaban dormidos y no habían notado nada desacostumbrado. Nadie conocía al inquilino. Nadie había visto pasar a nadie por las inmediaciones de la casa ni había apreciado nada anormal en los últimos días. Primero hablaron con quienes vivían más cerca, y luego fueron ampliando el círculo. Elínborg habló con los agentes que tenían a su cargo los interrogatorios y se informó de los testimonios; se detuvo en el relato de una mujer que vivía en la periferia de la zona. Decidió ir a verla, aunque las informaciones que había proporcionado eran en realidad de muy escasa calidad.

—No sé si va a valer la pena —dijo el policía que había interrogado a aquella mujer.

—¿Por qué?

—Es un tanto rara —dijo el policía.

—¿En qué sentido?

—No hacía más que hablar de ondas electromagnéticas. Decía que le provocaban un constante dolor de cabeza.

—¿Ondas electromagnéticas?

—Dice que las mide ella misma con unas agujas que tiene. Proceden fundamentalmente del interior de las paredes de su casa.

—¿Sí?

—No sé si le sacarás nada útil.

La mujer vivía en el piso superior de una casa de dos plantas en la calle más próxima, por arriba, a la de Runólfur, aunque a distancia considerable de esta, por lo que no estaba claro que lo que ella creyera haber visto fuese a resultar de mucho interés. Pero lo que dijo había despertado la curiosidad de Elínborg, y como la policía aún no tenía mucho en qué apoyarse, no venía mal prestar un poco de atención a la mujer y ayudarla a explicar con más detalle lo que había visto.

Se llamaba Petrína, andaba cerca de los setenta años y recibió a Elínborg en bata y zapatillas de fieltro, medio rotas, con el pelo enmarañado y de punta, el rostro descolorido y arrugado, y los ojos llenos de venillas rojas. Llevaba un cigarrillo en una mano. Recibió muy cordialmente a Elínborg, dijo que se alegraba mucho de que por fin le hicieran caso.

—Ya era hora —dijo—. Ahora mismo te lo enseño. Unas ondas tremendas, de verdad te lo digo.

Petrína desapareció en el interior de la casa y Elínborg la siguió. Su olfato se vio invadido por la poderosa fetidez del humo de cigarrillo. La casa estaba a oscuras, pues todas las ventanas tenían las cortinas corridas. Elínborg calculó que por las ventanas del salón se vería lo que había por debajo y por delante de la casa. La mujer entró en su dormitorio y la llamó. Elínborg atravesó el salón, pasó por delante de la cocina y entró en el dormitorio. Petrína estaba debajo de una bombilla solitaria que colgaba desnuda del techo. La cama y la mesilla estaban en el centro de la habitación.

—Preferiría echar abajo las paredes —dijo Petrína—. No tengo dinero para poner manguitos en toda la instalación eléctrica. Debo de ser la mar de sensible. Mira, mira.

Elínborg miró intrigada las dos paredes largas del dormitorio, que estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo con papel de aluminio, normal y corriente, del que se usa en la cocina.

—Me da unos dolores de cabeza horribles —dijo la mujer.

—¿Todo eso lo has hecho tú sola? —preguntó Elínborg.

—¿Yo sola? Claro. El papel de aluminio ayuda, pero creo que no basta. Tendrás que mirarlo tú.

Cogió dos varillas metálicas y las sostuvo en las manos sin apretar. Puso los extremos de ambas apuntando a Elínborg, que estaba inmóvil en la puerta. Y entonces se fueron moviendo lentamente hacia una de las paredes.

—Es el tendido eléctrico —dijo Petrína.

—¿Cómo? —dijo Elínborg.

—Ya ves que el papel de aluminio sirve de algo. Ven.

Petrína se abrió paso por la puerta apartando a Elínborg, con el pelo erizado y las varillas metálicas en las manos, como la caricatura de un científico. Fue al salón y encendió el televisor. En la pantalla apareció la carta de ajuste de la televisión pública.

—Súbete la manga —le dijo a Elínborg, que obedeció sin decir ni una palabra.

—Pon el brazo al lado de la pantalla. Pero sin tocarla.

Elínborg acercó el brazo a la pantalla, el vello se le erizó y notó el campo magnético creado por el aparato. Ya conocía la sensación, de cuando en casa encendían el televisor y ella estaba al lado.

—Así eran las paredes de mi cuarto —dijo Petrína—. Exactamente así. Me ponían el pelo de punta. Era como dormir todas las noches metida en una pantalla de televisor encendida. Hicieron cambios en la casa, no te vayas a creer. Paredes de madera. Planchas de conglomerado. Y por dentro todo lleno de cableado eléctrico.

—Pero ¿quién crees que soy yo? —preguntó Elínborg con cautela, volviendo a bajarse las mangas.

—¿Tú? —dijo Petrína—. ¿No eres de la compañía eléctrica? Ibais a mandar a alguien. ¿No eres tú?

—Lo siento —dijo Elínborg—. Yo no soy de la compañía eléctrica.

—Teníais que tomar medidas en la casa —dijo Petrína—. Ibais a venir hoy. No puedo seguir más tiempo en esta situación.

—Yo soy de la policía —dijo Elínborg—. Han cometido un crimen muy serio en la calle de abajo, delante de la tuya, y tengo entendido que desde aquí viste algo. Delante mismo de tu casa.

—Hablé con un policía esta mañana —dijo Petrína—. ¿Por qué volvéis? ¿Y dónde está el empleado de la electricidad?

—No lo sé, pero puedo llamarlo si quieres.

—Hace mucho que tenía que estar aquí.

—Quizá venga más tarde. ¿No te importa que te pregunte qué es lo que viste?

—¿Lo que vi? ¿Qué vi?

—De acuerdo con lo que le dijiste esta mañana al policía, viste a un hombre por la calle la noche del sábado al domingo. ¿No es así?

—He estado intentando que venga esa gente a mirar las paredes, pero no me hacen ni caso.

—¿Siempre tienes las cortinas echadas?

—Claro —dijo Petrína rascándose la cabeza.

Los ojos de Elínborg se habían acostumbrado ya a la oscuridad de la casa de Petrína, así que pudo ver mejor el destartalado apartamento, con muebles viejos, fotos enmarcadas en las paredes y fotos de la familia sobre las mesas. En una de estas había solo fotos de jóvenes y niños, y Elínborg imaginó que se trataría de nietos u otros parientes jóvenes de Petrína. Los ceniceros estaban todos llenos a rebosar de colillas, y Elínborg observó que en la moqueta clara había manchas de quemaduras aquí y allá. Petrína introdujo en uno de los ceniceros el cigarrillo que acababa de terminar. Elínborg miró las quemaduras de la moqueta y supuso que la anciana habría dejado caer cigarrillos al suelo. Pensó si no debería ponerse en contacto con Servicios Sociales. Petrína podía ponerse en peligro con aquello, y poner en peligro a otras muchas personas.

—Si tienes siempre echadas las cortinas, ¿cómo puedes ver la calle? —preguntó Elínborg.

—Bueno, pues descorriéndolas —dijo Petrína, que miró a Elínborg como si fuera un poquitín tonta—. ¿A qué dijiste que habías venido?

—Soy de la policía —repitió Elínborg—. Quiero preguntarte por un hombre que dijiste que habías visto delante de la casa el domingo de madrugada. ¿Te acuerdas?

—Con esas ondas apenas puedo dormir, como comprenderás. De modo que me dedico a dar vueltas por la casa mientras espero. ¿Ves mis ojos? ¿Los ves?

Petrína se estiró la piel del rostro para enseñarle a Elínborg sus ojos inyectados de sangre.

—Son las ondas, esto es lo que le hacen a los ojos. Malditas ondas. Y además tengo un dolor de cabeza permanente.

—¿No será más bien por los cigarrillos? —preguntó Elínborg con sus mejores modales.

—Así que me siento al lado de la ventana a esperar —continuó Petrína sin prestar la más mínima atención a lo que le acababa de preguntar Elínborg—. Me pasé toda la noche, y también todo el domingo entero, esperando; y sigo esperando.

—¿Qué esperas?

—A los de la compañía eléctrica, faltaría más. Pensé que tú eras de la electricidad.

—De manera que estabas aquí sentada al lado de la ventana, mirando la calle. ¿Pensabas que iban a venir de noche?

—No tengo ni idea de cuándo piensan venir. Así que pude ver a esa persona de la que os hablé esta mañana. Al principio pensé que a lo mejor era de la compañía eléctrica y que había pasado de largo. Estuve pensando en asomarme y llamarlo a gritos.

—¿Habías visto alguna vez a esa persona por la calle?

—No, jamás.

—¿Puedes describírmela con más detalle?

—No hay nada que describir. ¿Por qué me preguntas por esa persona?

—Han cometido un delito muy cerca de aquí. Es posible que tengamos que localizar a esa persona.

—No vas a poder —dijo Petrína sin dudarlo.

—¿Por qué no?

—Porque no sabes quién es —dijo Petrína, molesta por la estulticia de Elínborg.

—No, por eso te pido que me ayudes. ¿Era un varón? Esta mañana dijiste que llevaba chaqueta oscura y gorra. ¿Era de cuero la chaqueta?

—No, no tengo ni idea. Llevaba como una especie de gorro en el coco. Supongo que de lana.

—¿Te fijaste en los pantalones que llevaba?

—No tenían nada de especial —dijo Petrína—. De esos de deporte, con las perneras abiertas hasta las rodillas. No tenían nada de especial.

—¿Iba en coche? ¿Lo viste?

—No. No vi ningún coche.

—¿Iba él solo?

—Sí, estaba solo. Solo lo vi un momento porque iba la mar de deprisa, aunque era cojo.

—¿Era cojo? —dijo Elínborg. No recordaba haber oído ese detalle en la descripción que le hizo el policía que había hablado con Petrína por la mañana.

—Sí, cojo. Pobre hombre. Llevaba una antena enrollada a la pierna.

—¿Te dio sensación de que fuera con prisa?

—Sí, desde luego. Pero de mí escapan todos a toda prisa. Son las ondas. No quería que se le metiesen las ondas en la pierna.

—¿Cómo era la antena esa que dices?

—No tengo ni idea de cómo era.

—¿Era clarísimo que estaba cojo?

—Sí.

—¿Y que no quería que se le metiesen las ondas en la piernas? ¿Qué quieres decir?

—Por eso cojeaba. Eran unas ondas tremendas. Tenía en la pierna unas ondas realmente tremendas.

—¿Tú sentiste esas ondas?

Petrína asintió con la cabeza.

—¿Quién dijiste que eras? —preguntó luego—. ¿No eres de la compañía eléctrica? ¿Sabes lo que creo yo que es? ¿Quieres saberlo? Es por culpa del uranio ese. Un montón de uranio, que cae con la lluvia.

Elínborg sonrió. Debería haber hecho caso al agente que dijo que probablemente no valdría la pena volver a hablar con aquella testigo. Le dio las gracias a Petrína, se disculpó por las molestias y prometió que llamaría a la compañía eléctrica para apremiarlos a que enviaran a alguien por las ondas electromagnéticas que le complicaban tanto la vida. Aunque no estaba muy segura de que los empleados de la compañía fueran las personas adecuadas para solucionar el dolor de cabeza de la pobre mujer.

Tampoco se sacó mucho en claro de los demás testigos. Un hombre de mediana edad que iba a pie por Þingholt, camino de su casa en la calle Njarðargata, se presentó a la policía. Todavía luchaba contra una seria resaca, pero quería declarar mientras aún tenía claro el recuerdo. De camino a su casa, esa noche, había visto a una mujer sola en un coche parado. Estaba en el asiento del pasajero, y el hombre tuvo la sensación de que intentaba pasar lo más desapercibida posible. No podía dar más detalles. Dijo el nombre de la calle donde estaba el coche. Era a cierta distancia del lugar de los hechos. El hombre no se veía capaz de proporcionar una descripción precisa de la mujer, aunque le pareció que rondaba los cincuenta y tantos años. Llevaba abrigo. No recordaba con claridad más detalles. El hombre no se acordaba del vehículo de la mujer, ni del color ni de la marca. Añadió que no entendía mucho de coches.

Río negro

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