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Se puso vaqueros negros, camisa blanca y chaqueta cómoda, se calzó los zapatos de fiesta que tenía desde hacía tres años y pensó en los locales del centro que una de ellas había mencionado.

Se hizo un combinado con dos bebidas y se lo bebió delante del televisor mientras esperaba el momento de bajar al centro. No quería ponerse en camino demasiado pronto, porque alguien podía fijarse en él si se demoraba demasiado en lugares apenas transitados. Quería evitarlo. Lo fundamental era fundirse con la multitud, no llamar la atención, ser solo uno más de la concurrencia. Tenía que hacer todo lo posible para no resultar demasiado fácil de recordar por nada especial, por no destacar lo más mínimo. En el caso improbable de que alguien preguntara, estuvo solo en casa toda la velada, viendo la televisión. Si todo iba según sus deseos, nadie recordaría haberlo visto en ningún sitio.

Cuando llegó la hora, apuró lo que quedaba en el vaso y salió. Estaba un poco achispado. Vivía cerca del centro y se dirigió hacia el pub en la oscuridad otoñal. El centro estaba ya atestado de gente en busca de marcha de fin de semana. Habían comenzado a formarse colas de espera ante los locales más populares. Los porteros hacían ostentación de su fuerza física. La gente intentaba engatusarlos para que les dejaran entrar. La música se oía desde la calle. El olor a comida de los restaurantes se mezclaba con el aroma de alcohol de los pubs. Unos estaban más borrachos que otros. A él le daban asco.

Entró en el pub después de una espera relativamente corta. El local no era de los más populares, aunque esa noche allí no cabía ni un alfiler. Estupendo. Ya había empezado a echarles el ojo a las chicas y a las mujeres jóvenes mientras paseaba por el centro. Las prefería de treinta y pocos años, y preferiblemente que no estuvieran del todo sobrias. No había problema si ya estaban un poquito puestas, aunque tampoco las quería borrachas en exceso.

Procuró no destacar demasiado en el grupo y volvió a darse una palmadita en el bolsillo de la chaqueta para cerciorarse de que lo tenía allí. Se había dado varios golpecitos en aquel bolsillo durante el paseo, pensando que parecía uno de esos neuróticos que estaban siempre comprobando si habían cerrado bien la puerta, si se habían olvidado las llaves, si habían apagado la cafetera o si se habían dejado encendido alguno de los fuegos de la cocina. Él también padecía esa clase de obsesión, y recordaba haber leído un artículo al respecto en una revista femenina muy popular. En ese mismo número había un artículo sobre otra de sus obsesiones. Se lavaba las manos veinte veces al día.

Casi todos bebían jarras de cerveza, y él también pidió una. El camarero apenas se fijó en él, y tuvo la precaución de pagar en efectivo. No le resultó nada difícil perderse en la multitud. La mayoría de los asistentes eran personas de su misma edad, que iban con sus amigos y compañeros de trabajo. El ruido era atronador, pues los clientes del local intentaban hacerse oír por encima de la enloquecedora música de rap. Miró tranquilo a su alrededor y comprobó la existencia de unos cuantos grupos de amigas y de unas cuantas mujeres a las que parecían acompañar sus maridos, pero no encontró a ninguna con aspecto de estar sola. No había terminado aún su jarra cuando salió a la calle otra vez.

En el tercer local vio a una mujer que conocía de vista. Le echó unos treinta años, y parecía sola. Estaba sentada a una mesa de la zona de fumadores, y a su alrededor había mucha gente pero saltaba a la vista que ella no iba con nadie. Bebía un margarita, y se fumó dos cigarrillos en el rato en que él la estuvo mirando desde lejos. El local estaba a rebosar, pero ninguno de los que se acercó a ella parecía ser su acompañante. Dos hombres hicieron avances pero ella sacudió la cabeza y se fueron. El tercero siguió encima de ella, como si no estuviera dispuesto a aceptar un no por respuesta.

Era morena, agraciada y una pizca rellenita. Vestía con elegancia: falda y camiseta de manga corta, de color claro, y un bonito chal sobre los hombros. En la parte delantera de la camiseta ponía SAN FRANCISCO, con una florecita asomando de la F.

Consiguió librarse del hombre, que pareció soltarle alguna grosería. Dejó un momento a la mujer para que se calmara antes de dirigirse a ella.

—¿Has estado allí? —preguntó.

La morena levantó la mirada. No conseguía ubicarlo del todo.

—En San Francisco —dijo él, señalando la camiseta.

Ella se miró el pecho.

—¿Te refieres a esto? —preguntó ella.

—Es una ciudad preciosa —dijo él—. Deberías ir allí alguna vez.

Ella le miraba como si no acabara de saber si debía decirle que ahuecase el ala, como a los otros. Y además tenía la vaga sensación de haberle visto alguna vez.

—Allí pasa de todo —dijo él—. Allí, en Frisco. Muchísimo que ver.

La chica sonrió.

—¿Tú por aquí? —dijo.

—Sí, me alegro de verte. ¿Estás sola?

—Sí, estoy sola.

—¿Y qué hay de Frisco? Tienes que ir.

—Ya, he...

Sus palabras se ahogaron en el estruendo. Él se pasó la mano por el bolsillo de la chaqueta y se inclinó hacia ella.

—El vuelo sale un poco caro —dijo—. Pero bueno... Yo fui una vez, fue estupendo. Una ciudad preciosa.

Utilizaba ciertas palabras con toda intención. Ella levantó los ojos hacia él, que imaginó que estaría contando con los dedos de una mano los chicos jóvenes que conociera y utilizaran palabras como «precioso».

—Ya lo sé, he estado allí yo también.

—Vaya. ¿Te importa que me siente contigo?

La joven vaciló un instante, pero luego se desplazó a un lado para dejarle sitio. Nadie del local se fijó en ellos, ni tampoco cuando salieron juntos, como una hora más tarde, y fueron a casa de él por calles poco transitadas. La droga había empezado a hacer efecto. Se la había puesto en una de las copas de margaritas. Al volver de la barra con la tercera bebida, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó la droga y se la echó en la bebida. Se habían caído bien, y él sabía que la chica no le causaría ningún problema.

El aviso llegó a la policía de investigación dos días después. Elínborg lo tomó a su cargo y pidió la asistencia de un grupo de apoyo. Los agentes de la policía de tráfico ya tenían cerrada la calle del barrio de Þingholt cuando Elínborg llegó al lugar, y los técnicos estaban ya entrando. Vio al forense salir de su coche. Tan solo la sección técnica estaba autorizada a entrar en la vivienda en un primer momento, para llevar a cabo la investigación. En su jerga lo llamaban «congelar el escenario».

Elínborg se ocupó de organizar todo lo necesario mientras esperaba con paciencia una señal de los técnicos para entrar en la vivienda. En el lugar se habían congregado periodistas de medios escritos y audiovisuales, y ella miraba cómo trabajaban. Algunos se mostraban insistentes, y otros incluso groseros con los agentes de policía que les impedían acceder al escenario. Ella conocía a dos o tres de la televisión, un tipejo de programas de entrevistas que se había pasado a los informativos hacía muy poco, y un moderador de debates políticos. Elínborg no acababa de entender por qué andaba allí en medio de los reporteros. Recordaba sus propios comienzos, cuando era una de las pocas mujeres de la sección de investigación criminal, los periodistas eran más amables, y su número, mucho más reducido. Prefería a los que trabajaban en periódicos. Los de los medios escritos no tenían tanta prisa, eran más tranquilos y mucho menos cargantes que los que iban con la cámara de televisión sobre el hombro. Algunos incluso sabían escribir.

Había vecinos asomados a las ventanas o delante de las puertas, con los brazos cruzados, en pleno frío otoñal. En sus gestos se podía discernir que no tenían ni la menor idea de lo que había sucedido. Algunos agentes les preguntaban si habían notado algo extraño esa noche en la calle, algo fuera de lo común en los alrededores de la casa, gente que iba o venía, si conocían a quienes vivían allí, o si habían entrado alguna vez en la casa.

En tiempos, Elínborg había vivido en un piso alquilado en Þingholt, antes de que la zona se pusiera de moda. Le encantaba aquel barrio residencial tan tradicional que se erguía sobre las laderas de la colina que comenzaban en la vaguada del centro. Las casas pertenecían a distintas épocas y contaban la historia de la edificación de la ciudad a lo largo de un siglo entero: unas eran humildes viviendas proletarias; otras, grandes mansiones de empresarios. Allí siempre habían vivido juntos trabajadores y clases superiores, en paz y tranquilidad, hasta que el barrio comenzó a atraer a jóvenes que se negaban a irse a vivir a los barrios periféricos de la capital, que crecían sin cesar uno tras otro hasta lo alto de los páramos, y que prefirieron crear sus nidos en pleno corazón de la ciudad. Artistas y toda clase de beautiful people se fueron a vivir a aquellas casas mientras los multimillonarios y los nuevos ricos compraban las enormes mansiones de los comerciantes mayoristas. Los nuevos habitantes llevaban el código postal como señal de su identidad: Reikiavik 101.

El jefe de la sección técnica apareció por una esquina de la casa y llamó a Elínborg. Le advirtió que fuera con cuidado y le recordó que no debía tocar absolutamente nada.

—Esto es bastante feo —dijo.

—¿Por qué?

—Porque parece un matadero.

El apartamento tenía una entrada por el patio trasero, que no se veía desde la calle. Estaba al nivel del suelo y se entraba directamente por un sendero empedrado que había detrás de la casa. Lo primero que vio Elínborg al entrar en el apartamento fue el cuerpo de un hombre joven que yacía en el suelo, con los pantalones bajados hasta los tobillos, vestido solamente con una camiseta ensangrentada en la que ponía SAN FRANCISCO, con una florecita asomando de la F.

Río negro

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