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El vuelo fue breve y relajado por el ronroneo de las hélices. Elínborg iba sentada junto a una ventanilla, como siempre que volaba dentro de Islandia. Intentaba ver algo del país, pero esa tarde estaba nublado y lo único que podía ver en contadas ocasiones era un monte o un valle o un río serpenteando por la tierra blanca de nieve. Con la edad se le había acentuado el miedo a volar, cosa que no era capaz de explicar. Cuando era más joven, un viaje en avión no le parecía, en absoluto, más peligroso que un viaje en coche. Con los años se le fue metiendo en el cuerpo un miedo a volar que ella asociaba con el hecho de tener hijos y mayores responsabilidades en la vida. Por regla general aguantaba mejor los breves vuelos domésticos, aunque no en todos los casos. Recordaba un difícil vuelo a Ísafjörður en invierno, con un tiempo infernal. Fue como una película de terror, con la amenaza de un inminente accidente fatal. Pensó que sus días estaban contados, apretó los ojos y estuvo rezando hasta que las ruedas contactaron con la pista helada. Los pasajeros se abrazaban entre sí, aunque eran completos desconocidos. En los vuelos internacionales hacía lo posible por sentarse en el pasillo, e intentaba no pensar en cómo aquel pesado avión iba a ser capaz de alzar el vuelo y mantenerse en el aire, repleto de pasajeros y equipajes.

Unos miembros de la policía de la provincia fueron al aeródromo a recogerla y llevarla en coche a la aldea de pescadores en la que vivía la madre de Runólfur. El suelo estaba cubierto por una fina capa de nieve que reforzaba los ocres y amarillos de la vegetación otoñal. Elínborg estaba en el asiento trasero, silenciosa, mirando el esplendor de los colores sin poder fijar su mente en la belleza de la naturaleza. Pensaba en su hijo Valþór. Sentía remordimientos y no sabía qué hacer. Apenas hacía un mes que había descubierto, por casualidad, que su hijo llevaba un blog en internet. Elínborg estaba recogiendo la ropa del cuarto del chico y vio en la pantalla del ordenador que escribía sobre sí mismo y sobre su familia. Dio un respingo porque se llevó un buen susto al oír que se acercaba, y cuando se topó con él en la puerta hizo como si no hubiera visto nada. Había mirado la dirección del blog y la había memorizado, y tras una lucha considerable con su conciencia la tecleó en el ordenador familiar, en la sala de televisión. Se sentía como si estuviera hurgando en las cartas privadas de su hijo, hasta que se dio cuenta de que el blog estaba abierto a todo el que quisiera verlo. Tuvo sudores fríos al comprobar con qué desparpajo escribía sobre sí mismo. Nada de lo que estaba leyendo en el blog lo habían oído jamás ni Teddi ni ella en casa. Había enlaces a otros blogs y Elínborg echó un vistazo a algunos de ellos y comprobó que la franqueza del de Valþór no era un caso único. Parecía como si todo el mundo careciese del más mínimo escrúpulo a la hora de hablar de sí mismos, de sus amigos y familiares, de sus actos, deseos, sentimientos y opiniones, de todo lo que se les venía a la mente en el momento en que se sentaban delante del ordenador. No parecía existir censura alguna al escribir sobre ellos mismos. Todo estaba permitido. Elínborg nunca había visto más blogs que los relacionados directamente con su trabajo, y ni siquiera sospechaba que sus niños mantuvieran páginas como aquella.

Había leído varias veces algunas cosas en el blog de Valþór después de encontrar la página, y se enteró de la música que escuchaba, las películas que había visto, lo que hacía con sus amigos, lo que pasaba en la escuela, su postura ante los estudios, su opinión de ciertos profesores: todas las cosas que nunca comentaba en casa. La citaba a ella, en relación con ciertas discusiones de temas delicados que se habían producido en la sociedad. Hablaba de lo superdotada que era su hermana y lo complicado que se hacía adaptar los estudios a ella, porque las clases de apoyo solo estaban destinadas a los zoquetes: ¡Valþór utilizaba las palabras que le había oído a su madre!

Elínborg se puso furiosa al ver sus propias palabras en internet. El chico no tenía por qué ir exponiendo las opiniones de su madre a la vista de todos. En unos pocos sitios, Valþór también citaba a su padre, pero era sobre todo en relación con su campo común de interés, los coches, aparte de reproducir un chiste de dudoso gusto que había contado su padre.

—¿Está mal de la cabeza? —suspiró Elínborg.

Pero lo que más le llamaba la atención era su desvergüenza en otro terreno. El blog mostraba de manera inequívoca que Valþór estaba loco por las chicas. No fue ninguna casualidad que Elínborg encontrara un preservativo en el bolsillo de los pantalones del muchacho. No dejaba de mencionar a chicas que conocía y hablar de las fiestas, los bailes del colegio, las películas que veían en el cine y las acampadas a las que iba con ellas, y que Elínborg ignoraba por completo. En el «Da tu opinión» aparecían reacciones a lo que escribía Valþór, y Elínborg creyó ver que había por lo menos dos o tres amigas suyas que competían por él.

El coche pasó a buena velocidad por delante de un bellísimo bosquecillo otoñal, y Elínborg maldijo en voz baja ante el simple recuerdo del blog de Valþór.

—Perdona, ¿dices algo? —preguntó el policía que iba al volante. El otro iba en el otro asiento delantero y parecía dormir. La habían informado sobre la madre de Runólfur y la aldea en la que vivía, pero aparte de eso habían permanecido en silencio desde que se pusieron en camino.

—Nada, perdona, estoy un poco resfriada —dijo Elínborg, sacando un pañuelo de su bolso—. ¿Hay policía destinada en la aldea?

—No, no hay dinero para eso. Todo cuesta lo suyo. Pero allí no sucede nunca nada, nada importante.

—¿Falta mucho?

—Media hora —dijo el policía, y siguieron en silencio hasta llegar a su destino.

La madre de Runólfur vivía en una de las dos pequeñas hileras de adosados del pueblo. Esperaba la visita de la policía y recibió a Elínborg en la puerta, con aspecto cansado y mortecino. Dejó la puerta abierta y entró en la casa sin saludar. Elínborg cruzó el umbral y cerró. Quería hablar con la mujer a solas.

El día había empezado a declinar. La oficina meteorológica anunciaba nevadas intermitentes a última hora de la tarde. Brillantes rayos de sol se abrieron paso entre las densas nubes por un instante e iluminaron el salón, pero desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, y empezó a oscurecer. La mujer se había sentado en un sillón que estaba vuelto hacia el televisor del salón. Elínborg se sentó en el sofá.

—No quiero saber detalles —dijo la mujer, que Elínborg sabía que se llamaba Kristjana—. El cura ya me contó algo, he dejado de ver las noticias. Y algo oí de un sangriento apuñalamiento. No quiero saber detalles.

—Te acompaño en el sentimiento —dijo Elínborg.

—Gracias.

—Como es lógico, estarás deshecha por lo sucedido.

—Ni siquiera sé cómo explicar lo que siento —dijo Kristjana—. La muerte de mi marido me pareció algo incomprensible, pero esto... esto es... esto...

—¿No tienes a nadie que pueda hacerte compañía? —preguntó Elínborg cuando la mujer se quedó en silencio a mitad de la frase.

—Lo tuvimos tarde —dijo Kristjana, como si no hubiera oído la pregunta—. Yo tenía casi los cuarenta. Baldur, mi marido, era cuatro años mayor que yo. Nos conocimos cuando los dos éramos mayores. Yo había vivido con un hombre varios años, Baldur había perdido a su mujer. Ninguno de los dos teníamos hijos. Así que Runólfur fue... No tuvimos más hijos.

—Sé que la policía ya te lo preguntó cuando te informaron del fallecimiento de Runólfur, pero querría volver a hacerlo: ¿sabes de alguien que hubiera querido hacerle daño?

—No, y ya se lo dije a la policía. No puedo ni imaginar que nadie hubiera querido hacerle un daño así. No puedo ni imaginar quién habría podido hacerle algo así. Prefiero pensar que Runólfur murió por casualidad, como en un accidente cualquiera, como en un accidente de tráfico. Es lo que le pasó a Baldur. Dijeron que probablemente se había quedado dormido al volante. El pobre conductor del camión dijo que le había parecido que Baldur daba una cabezada. Yo no sentí pena de mí aunque me había quedado sola. No hay que sentir pena por uno mismo.

Kristjana calló. Tenía en la mesa una caja de pañuelos de papel y cogió uno, y se lo enredó en los dedos.

—No hay que estar siempre sintiendo pena por uno mismo —dijo.

Elínborg miró las ajadas manos estrujando el pañuelo, el cabello recogido en una cola, los ojos vivos. Sabía que Kristjana tenía setenta años y llevaba toda la vida en aquel lugar alejado de cualquier lugar frecuentado. Los policías que llevaron a Elínborg le dijeron que se sabía que Kristjana nunca había ido a Reikiavik. Decía que no tenía nada que hacer allí, aunque su hijo llevara más de diez años viviendo en la capital. El interrogatorio permitió saber que el hijo no iba prácticamente nunca a visitarla. Era mucha la gente que había abandonado la comarca en las últimas décadas, igual que el hijo de Kristjana, y Elínborg tenía la sensación de que la mujer había sido abandonada, de alguna forma, tanto en el espacio como en el tiempo. Su mundo se había mantenido igual que siempre mientras Islandia sufría dramáticas transformaciones. Por eso mismo, Kristjana le hizo pensar en Erlendur, que nunca podía librarse de su pasado y tampoco quería hacerlo, viejo en sus ideas y antiquísimo en sus costumbres, aferrado a unos valores que quizás estaban desapareciendo ya a enorme velocidad sin que nadie se diera cuenta ni los echara de menos.

¿Cómo hablarle a aquella mujer de la droga de violaciones que tenía su hijo en el bolsillo?

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste noticias suyas? —preguntó Elínborg.

Kristjana titubeó, como si tuviera que hacer un gran esfuerzo para responder a una pregunta tan normal.

—Creo que hará como un año —dijo entonces.

—¿Un año? —repitió Elínborg.

—No tenía mucho contacto conmigo —dijo Kristjana.

—Ya, pero ¿un año entero sin saber nada de él?

—Así es.

—¿Cuándo fue la última vez que le viste?

—Vino por aquí hace tres años, se quedó muy poco, solo unas horas. No habló con nadie más que conmigo. Dijo que tenía que pasar por aquí, y que tenía mucha prisa. No tengo ni idea de adónde iba, tampoco se lo pregunté.

—¿De modo que vuestra relación era mala?

—No, de ninguna manera. Solo que nunca venía a verme —dijo Kristjana.

—¿Y tú? ¿Tampoco le llamabas tú?

—Siempre estaba cambiando de número de teléfono, así que renuncié. Y ya que él tampoco tenía demasiado interés, yo no quería importunarlo. Decidí dejarlo en paz.

Las dos callaron un buen rato.

—¿Sabéis quién lo hizo? —preguntó Kristjana entonces.

—No tenemos ni idea —respondió Elínborg—. La investigación está empezando y...

—¿Y podría durar mucho?

—Es posible. De manera que no sabías mucho de su vida privada, amigos, mujeres en su vida, o...

—No, no tengo ni la más remota idea. ¿Vivía con alguna mujer? Que yo sepa, nunca vivió con ninguna. Es una de las cosas de que hablé con él, si no pensaba en asentarse, formar una familia y demás. No respondió, no me hizo mucho caso, debió de pensar que no eran más que manías mías.

—Creemos que vivía solo —dijo Elínborg—. Su casero lo pensaba así. ¿Tenía amigos aquí en el pueblo?

—Todos se han marchado. Los jóvenes se van. No es ninguna novedad. Están hablando ahora de cerrar la escuela y llevarse a los niños en autobús todas las mañanas al pueblo más cercano. Aquí, todo está marcado por la muerte. Quizá yo también habría debido irme. A esa Reikiavik tan supermaravillosa. Nunca he ido y no pienso hacerlo. En los viejos tiempos no solíamos viajar mucho y, por una u otra causa, resulta que nunca fui a la capital. Cuando ya andaba por los cincuenta, no ir allí ni de visita era algo que se había convertido en una cosa muy importante para mí. Pero me da exactamente igual. Nunca he tenido nada que hacer allí. Nada. ¿Tú te criaste allí?

—Sí —respondió Elínborg—, y me entusiasma la ciudad y comprendo perfectamente a los que se han ido a vivir allí. ¿De modo que tu hijo no tenía relación con nadie que viviera en el pueblo?

—No —dijo Kristjana sin dudarlo—. No, que yo sepa.

—¿Anduvo metido en algún jaleo aquí, tuvo problemas con la ley, tenía enemigos?

—¿Aquí? No. Qué va. Sé menos de él desde que se marchó. Como te he dicho, yo no conocía su conducta por aquí lo bastante bien como para poder responder a esas preguntas. Lo siento. Él era como era.

Se quedó mirando a Elínborg.

—¿Cómo puede uno saber lo que será de sus hijos? ¿Tú tienes hijos?

Elínborg respondió con un movimiento de la cabeza.

—¿Qué sabes tú de las cosas en que puedan andar metidos? —dijo Kristjana, y Elínborg pensó en Valþór—. ¿Qué sabe uno lo que les espera? —continuó—. Sé que no queda bien decir lo que voy a decir. No conocía bien a mi hijo, no sabía a qué se dedicaba cada día ni lo que pensaba. En buena medida era para mí como un desconocido, y no conseguía entenderlo. Supongo que yo no seré un buen modelo que seguir. Los niños se van de casa y poco a poco se convierten en desconocidos, a menos que...

Kristjana había hecho pedazos el pañuelo de papel.

—Hay que hacer de tripas corazón —dijo—. Eso lo aprendí enseguida, en la infancia. No hay que sentir lástima de uno mismo. Así que supongo que en esta cuestión haré de tripas corazón, como en todo lo demás.

Elínborg pensó en el Rohypnol. Si se encontraba esa droga en el bolsillo de un hombre joven que había salido a divertirse y había vuelto a casa con una mujer, eso significaba algo bastante evidente.

—Mientras vivía aquí —dijo Elínborg, avanzando con gran cautela—, ¿tenía relaciones con mujeres?

—De eso no sé nada —dijo Kristjana—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Mujeres? ¡No sé nada de ninguna mujer! ¿Por qué preguntas por eso?

—¿Puedes indicarme gente del pueblo que le conociera, para hablar con ellos? —dijo Elínborg con calma.

—¡Respóndeme! ¿Por qué me preguntas por mujeres?

—No sabemos nada de él. Pero...

—¿Sí?

—Es posible que tuviera algunas costumbres poco habituales —dijo Elínborg—. En su relación con las mujeres.

—¿Costumbres poco habituales?

—Incluso que usara drogas.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es eso de las drogas?

—A veces la llaman la droga de las violaciones —dijo Elínborg.

Kristjana clavó los ojos en ella.

—También es posible que se limitara a vender la droga, pero no podemos excluir la otra posibilidad. Aunque podríamos estar equivocados. En estos momentos no sabemos mucho. No sabemos por qué llevaba esa droga en el bolsillo cuando le encontramos muerto.

—¿La droga de las violaciones?

—Se llama Rohypnol. Causa entumecimiento, adormece y provoca pérdida de memoria. Pensamos que deberías saberlo. Porque aparecerá en los medios de comunicación.

La nevisca golpeó contra la casa con toda su fuerza. Por las ventanas solo se veía ya la nieve helada, y el salón se quedó aún más oscuro. Kristjana permaneció en silencio largo rato.

—No sé por qué iba a tener algo como eso —dijo al fin.

—No, claro que no.

—Esto es ya demasiado.

—Sé que tiene que ser muy difícil para ti.

—Ahora ya no sé qué es peor.

—¿Cómo?

Kristjana miró la nieve que golpeaba sobre la ventana del salón.

—Que lo hayan asesinado o que fuera un violador.

—No sabemos nada a ciencia cierta —la corrigió Elínborg.

Kristjana la miró.

—No, vosotros nunca sabéis nada.

Río negro

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