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Elínborg tuvo que pasar la noche en el pueblo. Encontró una buena habitación en un pequeño hostal situado en un altozano a escasa distancia de la aldea, llamó a Sigurður Óli y le informó de su reunión con Kristjana, y de que no le había sacado gran cosa. Llamó a Teddi, su marido, que había ido a un restaurante de comida rápida a comprar la cena, y también habló con Theodóra. La chica estaba loca por hablarle de una excursión con los scouts al lago de Úlfljótsvatn, que tendría lugar dentro de quince días. Estuvieron charlando un buen rato. Los chicos no estaban en casa, se habían ido al cine. Elínborg pensó que naturalmente se enteraría de todo enseguida en internet.

Cerca del hostal había un restaurante que, al mismo tiempo, hacía las veces de pub, de cafetería, de bar deportivo, de videoclub ¡y de lavandería! Cuando entró, un hombre estaba en la barra entregando su ropa para lavar y diciendo que sería estupendo que pudiera estar para el jueves. En la carta estaba todo lo que uno podía esperar en un sitio así: sándwiches y hamburguesas y patatas fritas y salsa cóctel, chuletas de cordero y pescado frito. Elínborg se decantó por el pescado. Había otras dos mesas ocupadas. A una de ellas estaban sentados tres hombres, entretenidos con sendas cervezas mientras miraban una pantalla de plasma sujeta a la pared; a la otra mesa estaba sentado un matrimonio mayor, viajeros como ella, comiendo pescado frito.

Echaba de menos a Theodóra, pues llevaba dos días sin verla. Elínborg sonrió al pensar en su hija. Solía pronunciar comentarios inesperados sobre la vida y la existencia. Hablaba en una lengua exquisita que resultaba algo anticuada, y a veces Elínborg sentía la preocupación de que sus compañeros de colegio se burlaran de ella por ese motivo, cosa que no sucedía nunca. «¿Por qué es tan desustanciado?», dijo una vez, refiriéndose a un presentador del telediario televisivo. «Qué chispa tiene esto», decía cuando leía algo divertido en el periódico. Elínborg suponía que aquel léxico lo sacaba de los libros.

El pescado no estaba mal, y el pan recién hecho que lo acompañaba era especialmente bueno. Elínborg pasó de las patatas fritas, nunca había sido demasiado aficionada a ellas, y cuando terminó el pescado preguntó si servían café expreso. La dueña, una mujer de edad indefinida que se ocupaba también de la cocina, de hacer el pan, de entregar las cintas en alquiler y de atender la lavandería, no tardó nada en sacar como por arte de magia un estupendo expreso que Elínborg saboreó lentamente mientras pensaba en el horno hindú que llaman tandur y en la mezcla de especias para preparar cocina tandoori. Se abrió la puerta del local. Alguien entró para elegir alguna cinta de vídeo.

La prenda que habían encontrado en el piso de Runólfur la confundía. Aquel chal no tenía por qué significar que el joven hubiera estado con una mujer cuando se produjo la agresión, que hubiera sido una mujer quien lo hubiera agredido. El chal podía llevar varios días debajo de la cama, en el mismo sitio donde lo encontraron. No tenía mucho sentido desechar la idea de que tal vez Runólfur había utilizado la droga de las violaciones esa misma noche, una mujer lo había acompañado a la casa, fuese o no por su propia voluntad, y podía haber sucedido entre ellos algo que provocara aquella terrible agresión. Tal vez se pasó el efecto de la droga, la mujer recuperó el conocimiento y echó mano de lo que tenía más cerca. El arma del crimen, un cuchillo, no había aparecido en la casa y el agresor no había dejado más huellas que las evidentes: furia y odio atroces dirigidos a la víctima.

Si Runólfur violó a la dueña del chal, y esta lo atacó y lo mató después, ¿en qué ayudaba eso a la policía? ¿Dónde habían comprado el chal? La policía lo iría enseñando por las tiendas, pero no parecía demasiado nuevo y no estaba claro que pudieran obtener ningún resultado. La dueña del chal utilizaba perfume. Aún no sabían de qué marca, pero eso era solo cuestión de tiempo. Preguntarían a los vendedores de esa marca. En el chal quedaba olor a cigarrillos, probablemente procedente de locales de diversión, probablemente la dueña era fumadora. Runólfur rondaba los treinta años de edad. Cabía suponer que había ligado con una mujer más o menos de su edad. Habían encontrado cabellos oscuros en el chal y en el piso. No estaban teñidos. La mujer era morena. Llevaba el pelo corto, los cabellos no eran demasiado largos.

Cabría pensar que trabajaba en algún restaurante que servía cocina tandoori. Elínborg conocía bastante bien esa forma de cocinar, había publicado un libro con varios platos de ese estilo, junto a otros muchos, y lo había titulado Hojas y lirios. Había aprendido a cocinar en tandur y se consideraba buena conocedora del método. Tenía dos hornos indios tandur, de cerámica, en los que cocinaba. En la India, el horno se enterraba y se calentaba con carbones de leña, lo que garantizaba que la carne se cocinara de manera uniforme por todos lados, a temperatura muy elevada. Elínborg había enterrado su tandur un par de veces en el jardín trasero de su casa, pero por regla general lo ponía en el horno de la casa o lo tapaba con carbón vegetal en una vieja barbacoa que tenían. Pero el aspecto más importante para obtener el sabor adecuado era la preparación de las especias. Elínborg utilizaba numerosas especias en determinadas proporciones, y las mezclaba al gusto con yogur natural: si quería que el plato adquiriese color rojo usaba semillas de achiote, y azafrán si lo prefería amarillo. Por regla general jugaba con mezclas de pimienta cayena, cilantro, jengibre y ajo, además del garam masala indio que elaboraba combinando cardamomo molido o tostado, comino, canela, ajo y pimienta negra, con un poquitín de nuez moscada. Se había atrevido a experimentar usando hierbas aromáticas islandesas, con buenos resultados; utilizó, por ejemplo, tomillo sanjuanero, angélica, hojas de diente de león y apio de monte. Frotaba la mezcla sobre la carne, casi siempre de pollo o cerdo, y la dejaba marinar varias horas antes de sacar la cazuela de barro.

A veces salpicaba el preparado de especias sobre la leña al rojo, lo que reforzaba más aún el fuerte aroma a tandoori que Elínborg había notado en el chal. Imaginaba que la mujer a quien pertenecía debía de trabajar preparando cocina india, pero también era posible que, igual que Elínborg, simplemente fuera aficionada a la comida oriental, o quizá sobre todo al tandoori. Por eso podía tener un tandur y las especias que hacían tan irresistibles aquellos platos.

La pareja mayor se había ido y los tres hombres que veían el fútbol se marcharon en cuanto terminó el partido. Elínborg se quedó sola en el local un ratito y después se levantó, pagó a la mujer en la barra y le dio las gracias por la estupenda comida. Estuvieron charlando un poco sobre el pan que tanto le había gustado a Elínborg, y la mujer se tomó la libertad de preguntarle el motivo de su viaje. Elínborg se lo dijo.

—Estuvo en la escuela primaria del pueblo a la vez que mi hijo —dijo la mujer desde detrás de la barra. Era un tanto regordeta y llevaba una camiseta negra sin mangas, los brazos eran bastante gruesos y por debajo del enorme delantal se notaba un pecho voluminoso—. Me he llevado un buen susto —añadió, y dijo que había visto en las noticias el hallazgo del cadáver. Runólfur era la comidilla del pueblo.

—¿Le conocías? —preguntó Elínborg, mirando hacia fuera. Había empezado a nevar otra vez.

—Aquí todo el mundo se conoce. Runólfur era un chico la mar de simpático, quizás un poco rebelde. Se fue de aquí en cuanto pudo. Como la mayor parte de los chicos. Yo no podría decir mucho de él. Sé que Kristjana era un poco dura con él. Enseguida se le disparaba un cachete si el chico hacía algo malo. Es una mujer muy estricta. Estuvo trabajando en la planta de congelación de pescado hasta que la cerraron.

—¿Queda algún amigo de Runólfur en el pueblo?

La mujer de los brazos gruesos pensó un momento.

—Todos se han largado, creo —dijo—. En diez años hemos perdido la mitad de la población.

—Comprendo —dijo Elínborg—. Bueno, muchas gracias.

Estaba saliendo del local cuando vio una estantería normal y corriente con cintas de vídeo y DVD, medio escondida detrás de la puerta. Elínborg no veía mucho cine, solo cuando los chicos llevaban a casa algo apetecible. Las películas policiacas no le gustaban nada, y no tenía paciencia para las de amor. Las comedias eran mucho más de su agrado. Theodóra compartía sus gustos y en ocasiones las dos alquilaban películas de risa mientras Teddi y los chicos se enfrascaban en cintas de intriga.

Elínborg pasó la mirada por la estantería y vio una o dos películas que le sonaban. Una chica como de veinte años estaba eligiendo una, la miró y saludó.

—¿Eres tú la poli de Reikiavik? —preguntó.

Elínborg se hizo idea de que su llegada habría circulado de boca en boca por toda la aldea.

—Sí —respondió.

—En el pueblo hay uno que le conocía —dijo la chica.

—¿A él? ¿Te refieres a...?

—A Runólfur. Se llama Valdimar y tiene un taller de coches en el pueblo.

—¿Y tú quién eres?

—Yo solo estoy mirando películas —dijo la chica y se escurrió por la puerta esquivando a Elínborg.

Elínborg recorrió el pueblo bajo la espesa y blanda nevada y encontró un pequeño taller de automóviles en la parte baja de la aldea. Una luz tenue surgía de la puerta corrediza, entreabierta, de una vieja nave industrial. El nombre del taller estaba casi borrado sobre un rótulo castigado por el clima encima de la entrada a la oficina. Elínborg tuvo la sensación de que le hubieran disparado alguna vez con una escopeta de perdigones. Entró por la oficina hasta el taller. Un hombre en torno a los treinta años apareció detrás de un gran tractor. Llevaba en la cabeza una gorra de béisbol medio destrozada, vestía un mono que en tiempos fue azul oscuro pero ahora era negro por la suciedad. Elínborg se presentó y dijo que era de la policía. El hombre, poniendo cierta cara de tonto, se restregó las manos con un trapo sucio antes de saludar a Elínborg, sin estar del todo seguro de si ofrecer su mano sucia, delgada y larguirucha. Dijo llamarse Valdimar.

—Me enteré de que estabas aquí. Por lo de Runólfur.

—Espero no ser una molestia —dijo Elínborg mirando su reloj. Ya eran las diez pasadas.

—Qué va, no molestas —dijo Valdimar—. Solo estoy con este tractor. No tengo nada más que hacer. ¿Querías hablar conmigo sobre Runólfur?

—Tengo entendido que erais amigos cuando vivía en la aldea. ¿Seguiste en contacto con él?

—No, prácticamente nada desde que se fue. Lo visité una vez que pasé por Reikiavik.

—¿No sabrás quién podía tenérsela jurada?

—No, qué va. Pero ya te digo, no tenía relación con él. Hace muchos años que no voy a Reikiavik. Leí en el periódico que le habían cortado el cuello.

—Así es.

—¿Sabéis por qué?

—No. Todavía sabemos poco. Vine aquí para hablar con su madre. ¿Cómo era Runólfur?

Valdimar dejó el trapo, abrió un termo y echó café caliente en una taza. Miró a Elínborg como invitándola, pero ello dijo que no con un gesto.

—Como es lógico, aquí se conoce todo el mundo —dijo—. Él era mayor que yo, de modo que no debimos de jugar mucho juntos cuando éramos críos. Era bastante tranquilo en comparación con los demás que crecimos en la aldea, porque tuvo una educación bastante más estricta.

—¿Pero erais amigos?

—No, eso sería demasiado decir; teníamos trato, y ya está. Él se largó cuando era aún muy joven. Las cosas cambian. Incluso en una aldea tan pequeña como esta.

—¿Se fue para estudiar en el instituto, o...?

—No, solo para trabajar en Reikiavik. Siempre le había apetecido ir allí, estaba siempre hablando de irse para allá a la primera oportunidad. E incluso viajar por el mundo. No estaba dispuesto a echar a perder su vida en este pueblucho. Lo llamaba pueblucho de mierda. A mí nunca me ha parecido que sea un pueblucho de mierda, siempre me he encontrado bien aquí.

—¿Era aficionado a las revistas o a las películas de cómics? ¿Tienes idea?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque en su casa encontramos algunas señales de esa posible afición —dijo Elínborg, sin describir los pósters ni las figuritas que había en el piso de Runólfur.

—Yo diría que no. Nunca pensé que tuviera esa afición mientras vivía aquí.

—Tengo entendido que su madre era una mujer muy rígida. Me hablaste de educación estricta.

—La buena mujer tiene la mecha un poco corta —dijo Valdimar tomando con mucho cuidado un sorbo de café. Sacó una galleta del bolsillo y la mojó en el café—. Tenía sus propios métodos para educarlo. Yo nunca vi que le pegara, pero, según él, sí que lo hacía. Pero no hablaba del tema nunca, solo una vez, que yo me enterase. Era cosa de timidez, creo que le daba vergüenza. Nunca se llevaron bien. La madre utilizaba con él una psicología bastante contraproducente. Era muy malhablada. Tenía la manía de humillarlo delante de los demás chicos.

—¿Y su padre?

—Era un don nadie, el tío. Pasaba totalmente desapercibido.

—Murió en un accidente.

—Eso fue hace pocos años, después de que Runólfur se largara a Reikiavik.

—¿Tienes idea de por qué pudo sucederle a Runólfur lo que le pasó?

—No, ni idea. Es de lo más trágico; es trágico que pueda pasar algo así.

—¿Sabías tú algo de mujeres en su vida?

—¿De mujeres?

—Sí.

—¿En Reikiavik?

—Sí, o en general.

—Yo no sabía nada de ese asunto. ¿Esto tiene que ver con las mujeres?

—No —dijo Elínborg—. Bueno, no lo sabemos. No tenemos ni idea de lo que sucedió.

Valdimar dejó el café y sacó una llave inglesa de la caja de herramientas. No se daba ninguna prisa, sus movimientos eran pausados y tranquilos. Buscó un tornillo en otra caja, y escarbó con la mano hasta que encontró el tamaño adecuado. Elínborg miró el tractor. Seguramente, en aquel taller no había motivo alguno para andar con prisas. Y sin embargo, ahí estaba, trabajando a esas horas tan tardías.

—Mi marido es mecánico de automóviles —dijo Elínborg. Lo soltó antes de darse ni cuenta. Por lo general no les contaba su vida a los desconocidos, pero el ambiente en aquel taller era de calidez, y el hombre se comportaba con mucha afabilidad, con confianza y simpatía, y fuera arreciaba la nieve. No conocía a nadie en la aldea y echaba de menos a su familia.

—Vaya —dijo Valdimar—. Andará siempre con las manos negras, ¿verdad?

—Se lo tengo prohibido —dijo Elínborg con una sonrisa—. Creo que debe de ser uno de los primeros mecánicos de automóviles de todo el país, si no del mundo, que trabaja con guantes.

Valdimar se miró las manos sucias. Elínborg pudo ver en el dorso y los dedos viejas heridas que, por su convivencia con Teddi, sabía que eran consecuencia de pelear con partes de motores. Nunca había puesto el cuidado necesario en lo que hacía: o trabajaba con demasiado afán o la herramienta estaba rota.

—Probablemente hará falta tener una mujer cerca —dijo Valdimar.

—Yo le compro una crema de manos que funciona bastante bien —dijo Elínborg—. ¿Tú no quisiste marcharte como los demás?

Vio que Valdimar luchaba para evitar una sonrisa.

—No sé qué tendrá eso que ver con el asunto.

—No, nada, se me ocurrió preguntártelo —dijo Elínborg, con cierto apuro. Era la influencia de aquel hombre, directo y sereno a la vez.

—Yo siempre he vivido aquí y nunca he tenido especial interés por irme a ningún otro sitio —dijo Valdimar—. No me van mucho los cambios. He ido unas cuantas veces a Reikiavik y no me gusta nada lo que veo. Tanto correr por nada, tanto gastar en cosas muertas, en casas más grandes y en coches más fabulosos. La gente ya casi ni habla islandés, y se atiborra en los sitios esos de comida rápida y engorda. No estoy muy seguro de que eso sea propio de los islandeses. Me parece que nos estamos ahogando en vicios importados.

—Un amigo mío piensa más o menos como tú.

—Me alegro por él.

—Y naturalmente, tendrás familia aquí —dijo Elínborg.

—No soy hombre de familia —dijo Valdimar, desapareciendo detrás del tractor—. No lo he sido nunca y no creo que vaya a empezar ahora.

—Nunca se sabe —se permitió decir Elínborg.

El hombre la miró desde detrás del tractor.

—¿Alguna otra cosa? —preguntó.

Elínborg sonrió y sacudió la cabeza, le pidió disculpas por la interrupción y salió a la nieve.

Cuando volvió al hostal se topó con la mujer que la había atendido en el restaurante. Seguía con el delantal puesto. En una plaquita ponía LAUGA. La mujer estaba saliendo del hostal, y Elínborg pensó que quizás era una de las personas que lo llevaban. La palabra «multitarea» acudió a su mente.

—Me enteré de que has estado hablando con Valdi —dijo Lauga, manteniendo la puerta abierta para que entrara Elínborg—. ¿Te fue de alguna utilidad?

—No demasiado —dijo Elínborg, extrañada de la velocidad con que circulaban por la aldea cada uno de sus movimientos.

—No, hablar no le gusta demasiado, pero es buen chico.

—Parece que trabaja mucho. Seguía en ello cuando me fui.

—No hay muchas más cosas que hacer —dijo Lauga—. Le tiene afición desde siempre. ¿Estaba trabajando en el tractor?

—Sí, estaba trabajando en un tractor.

—Creo que lleva diez años trasteando con él. Nunca he sabido de ninguna otra cosa que haya recibido tanta atención como ese tractor. Es como su animalito de compañía. Le han puesto al chico un mote por esa manía, lo llaman Valdi Ferguson.

—Ah, vaya —dijo Elínborg—. Tengo que regresar a la ciudad mañana temprano, así que...

—Sí, claro, perdona. No pensaba tenerte levantada toda la noche.

Elínborg sonrió y pasó la mirada por aquella aldea perdida que desaparecía poco a poco en la ventisca.

—Supongo que no tendréis mucha delincuencia en la aldea —dijo.

Lauga estaba cerrando la puerta.

—No, de eso puedes estar bien segura —dijo con una sonrisa—. Aquí nunca pasa nada.

Elínborg se habría dormido en el mismo momento en que puso la cabeza sobre la almohada de no haber sido por un detalle insignificante que no se le iba de la cabeza y que no sabía si tenía o no la menor importancia. La chica que se encontró por casualidad junto a la estantería de los vídeos le había hablado en un susurro, muy bajito, como si no quisiera que nadie oyera lo que estaban hablando.

Río negro

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