Читать книгу Invierno ártico - Arnaldur Indridason - Страница 10
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ОглавлениеA Erlendur volvió a sonarle el móvil. No conocía el número que apareció en la pantalla, pero en cuanto oyó la voz supo quién era.
—¿Te interrumpo? —preguntó Eva Lind.
—No —dijo Erlendur, que llevaba mucho tiempo sin oír la voz de su hija.
—He visto lo del chico ese en la tele —dijo Eva Lind—. ¿Llevas tú el caso?
—Sí, yo y otros. Todos, creo.
—¿Sabes lo que pasó?
—No. No sabemos mucho.
—Es... es espantoso.
—Sí.
Eva calló.
—¿Algo va mal? —preguntó Erlendur al cabo de un momento.
—Me apetece verte.
—Pues entonces ven a casa.
Eva volvió a callarse.
—¿Siempre está ahí? —preguntó al poco rato.
—¿Quién?
—Esa mujer con la que estás.
—¿Valgerður? No. Solo a veces.
—No quiero interrumpir.
—No interrumpes.
—¿Estáis juntos?
—Somos buenos amigos.
—¿Es simpática?
—Valgerður es muy...
Erlendur titubeó.
—¿Qué quieres decir con «simpática»?
—¿Mejor que mamá?
—Creo...
—Tiene que ser mejor que mamá, porque te gusta estar con ella. Y seguramente mejor que yo.
—No es mejor que nadie —dijo Erlendur—. No os estoy comparando. Tú tampoco deberías hacerlo.
—¿No es ella la primera mujer con la que estás desde que nos dejaste? Debe de tener algo especial.
—Deberías hablar con ella.
—Me apetece hablar contigo.
—Pues hazlo.
—Chao.
Eva colgó.
Erlendur se metió el móvil en el bolsillo.
Había estado con Valgerður dos días antes. Fue a casa de Erlendur una noche, al acabar la guardia, y él le ofreció Chartreuse. Brindaron. Ella le contó que había pedido formalmente el divorcio de su marido, médico, y ya había contratado un abogado.
Valgerður era técnica de laboratorio en el Hospital Nacional. Erlendur la había conocido durante la investigación de un crimen, y supo que tenía problemas en su vida privada. Estaba casada, pero su marido la había engañado muchas veces y ella había acabado por romper la relación. Ella y Erlendur decidieron no acelerar las cosas. No vivían juntos. Valgerður quería vivir sola un tiempo después de un largo matrimonio, y él no había vivido con una mujer desde hacía muchos años. Pero tampoco le importaba demasiado. Erlendur estaba acostumbrado a la soledad. De vez en cuando, ella le llamaba porque le apetecía ir a verle a casa. A veces iban juntos a un restaurante. En una ocasión, ella consiguió llevarle a rastras al teatro, a ver algo de Ibsen. Al cuarto de hora de representación, empezó a quedarse dormido. Ella intentó mantenerlo despierto dándole unos golpecitos, pero no sirvió de nada y Erlendur durmió la mayor parte de la función hasta el entreacto, cuando decidieron volver a casa. Ese drama artificial, dijo como excusa, no me aporta nada. El teatro es también realidad, repuso ella. No como esta, dijo él, al tiempo que le daba el segundo volumen de las Historias de carteros rurales. Erlendur le había prestado algunos de sus libros, que trataban de cómo la gente se perdía en Islandia en el pasado y acababan por morir en la intemperie, y otros sobre muerte y desolación por avalanchas de nieve. Al principio, a ella no le atraían, pero tras leer varios relatos su interés fue creciendo y descubrió el porqué del inagotable interés de Erlendur por ese tema.
—El abogado cree que podemos dividírnoslo todo entre los dos de forma equitativa —dijo, y tomó un sorbo de licor.
—Estupendo —dijo Erlendur. Sabía que vivían en una gran casa unifamiliar en la elegante zona de Landakot, y pensó en quién se quedaría con la casa. Preguntó si le importaba.
—No —respondió ella—. La casa siempre significó mucho más para él. Tengo entendido que ya anda con otra.
—Ah, ¿sí?
—Una del hospital. Una enfermera jovencita.
—¿Crees que se puede tener una buena convivencia después de un adulterio por ambas partes? —preguntó él, pensando en una desaparición que estaba investigando—. ¿Crees que es posible crear una buena convivencia leal, cuando los dos han cometido adulterio antes?
—Yo no hice nada —dijo Valgerður—. Él me engañó una vez tras otra con todas las mujeres que tenía al alcance.
—No hablo de ti, sino de un caso que estoy investigando.
—¿La desaparición de esa mujer?
—Sí.
—¿Los dos engañaban a sus parejas respectivas antes de empezar a vivir juntos?
Erlendur asintió. Rara vez hablaba con nadie de fuera del trabajo sobre los casos que investigaba. Valgerður era una excepción. Eva, otra.
—No lo sé —continuó Valgerður—. Desde luego, puede ser difícil si los dos han abandonado a sus parejas en esas circunstancias. Alguna consecuencia tiene que tener.
—¿Por qué no iba a suceder otra vez? —preguntó Erlendur.
—No debes olvidar el amor.
—¿El amor?
—No puedes dejar el amor de lado. A veces, las dos partes están dispuestas a sacrificarlo todo por una nueva relación. A lo mejor, eso es amor verdadero.
—Sí, pero, ¿qué pasa si una de las partes encuentra el verdadero amor a intervalos regulares? —dijo Erlendur.
—¿Ella le abandonó porque la engañaba? ¿Él había vuelto a empezar otra vez?
—No lo sé —dijo Erlendur.
—¿Engañabas a tu ex cuando te divorciaste?
La pregunta le pilló por sorpresa y sonrió.
—No —respondió.
—¿Estás pensando si el hombre no fue fiel a esa mujer?
Erlendur se encogió de hombros.
—¿Por qué desapareció ella?
—Esa es la cuestión.
—¿No sabéis nada más?
—En realidad, no.
Valgerður se quedó callada.
—¿Cómo puedes beber Chartreuse? —preguntó con una mueca.
—Extravagancias —respondió él con una sonrisa.
Cuando Erlendur volvió al piso de Sunee, la exsuegra de esta ya había llegado; era una mujer ágil y bastante delgada, de unos sesenta años. Subió a toda prisa por las escaleras y abrazó a Sunee, que la esperaba en el descansillo. Sunee parecía contenta de tener allí a la abuela de Elías. Erlendur pensó que parecían llevarse bien. Aún no habían localizado al padre de Elías. No estaba en casa y tenía el móvil apagado. Sunee creía que había cambiado de trabajo hacía poco y no sabía cómo se llamaba la empresa en la que estaba en ese momento.
La mujer hablaba a media voz con Sunee. El hermano y la intérprete se mantenían a cierta distancia. Erlendur miró la pantalla roja con el dragón amarillo. Tenía la sensación de que se enroscaba sobre un perrito, pero no era capaz de decidir si era para defender al perro o para aplastarlo.
—¡Es terrible! —exclamó la mujer, y miró a la intérprete, a la que parecía conocer—. ¿Quién ha podido hacer algo así?
Sunee le dijo algo a su hermano y entraron en la cocina, en compañía de Guðný.
La suegra lanzó una mirada a Erlendur.
—¿Y tú quién eres?
Erlendur se presentó. La mujer hizo lo mismo, diciendo que se llamaba Sigríður. Le pidió a Erlendur que le contara lo que había sucedido, lo que estaba haciendo la policía, qué hipótesis tenían y si habían encontrado pistas. Erlendur le respondió lo mejor que pudo pero tenía muy poco que contar. Eso pareció ponerla de mal humor, como si pensara que le estaba ocultando información. Así se lo dijo. Erlendur le aseguró que no era así, que la investigación acababa de empezar y que aún no tenían nada importante.
—¡Que no tenéis nada importante! ¿Apuñalan a un niño de diez años y no tenéis nada importante?
—Le doy el pésame por el niño —dijo Erlendur—. Como es lógico, estamos haciendo todo lo posible para descubrir lo sucedido y encontrar al culpable.
Ya se había encontrado en una situación similar en una familia paralizada por el dolor a causa de algo incomprensible e insoportable. Conocía el rechazo y la ira. El caso era tan abrumador que resultaba demasiado monstruoso para enfrentarse directamente a él, y la mente buscaba cualquier medio para aliviar el sufrimiento. Como si aún fuera posible salvar algo.
Erlendur conocía aquel sentimiento desde que tenía diez años, cuando, acompañado por Bergur, su hermano pequeño, se perdió en medio de una gran ventisca. Durante un tiempo tuvieron la esperanza de encontrar a su hermano enterrado en la nieve, como le había sucedido a él mismo, y esa esperanza empujó a la gente a seguir buscando mucho después de que el destino del niño estuviera ya sellado. Nunca encontraron el cuerpo. Cuando la esperanza fue disminuyendo con el paso de los días hasta desaparecer con las semanas, los meses y los años, comenzó una especie de apatía vital que fue la herencia de aquel suceso. Algunos consiguieron librarse de ella. Otros, como Erlendur, la cultivaron y convirtieron el sufrimiento en compañero de sus vidas.
Sabía que, en aquel momento, lo más importante era encontrar al hermanastro, a Niran. Confiaba en que el muchacho volviera a casa lo antes posible y pudiera aclarar lo que había sucedido. Cuanto más tiempo pasara sin que apareciera el muchacho, tanto más probable era, pensaba Erlendur, que su desaparición tuviera que ver con el asesinato del niño. En el peor de los casos, también le podía haber sucedido algo malo a Niran, pero prefería no plantearse esa posibilidad.
—¿Hay algo en lo que pueda ayudaros? —preguntó Sigríður.
—¿Has sabido algo del hermano mayor?
—¿De Niran? No, Sunee esta preocupadísima por él.
—Estamos haciendo todo lo que podemos —dijo Erlendur.
—¿Pensáis que quizá también le haya pasado algo malo? —preguntó Sigríður, aterrada.
—Lo dudo —dijo Erlendur.
—Tiene que volver a casa —dijo Sigríður—. Sunee le necesita a su lado.
—Aparecerá —dijo Erlendur con tranquilidad—. ¿Tienes idea de dónde podría estar? Hace rato que debería haber vuelto a casa del colegio. Su madre dice que no tiene actividades extraescolares, ni entrenamiento de fútbol ni nada parecido.
—No tengo ni la más remota idea de dónde podría estar —respondió Sigríður—. No tengo demasiada relación con él.
—¿Y con los antiguos amigos de Snorrabraut? —preguntó Erlendur—. ¿Puede estar en casa de alguno de ellos?
—No lo sé.
—¿Niran y Elías se llevaban bien? —preguntó Erlendur.
—Sí, muy bien.
—No llevan mucho tiempo viviendo aquí, ¿verdad?
—No. Se mudaron aquí desde Snorrabraut la primavera pasada. Los chicos tuvieron que cambiar de colegio en otoño. Creo que fue dificilísimo para ellos; el divorcio, tener que mudarse a un barrio nuevo, empezar en otro colegio...
—Tengo que hablar con tu hijo —dijo Erlendur.
—Yo también —dijo Sigríður—. Está en una empresa nueva que no sé cómo se llama.
—Tengo entendido que Sunee no fue la primera mujer extranjera con la que se casó.
—No entiendo a mi chico —dijo Sigríður—. Nunca he llegado a comprenderle. Y tienes razón. Sunee fue la segunda mujer que se trajo de Tailandia.
—¿Elías y su hermano tenían una buena relación? —preguntó Erlendur con cautela. La mujer notó su titubeo.
—¿Buena relación? Naturalmente. Pero bueno, ¿adónde quieres llegar? Claro que se llevaban bien.
Dio un paso hacia Erlendur.
—¿Pensáis que lo hizo él? —dijo en un susurro—. ¿Pensáis que pudo hacerle algo a su hermano? ¿Estáis locos?
—En absoluto —dijo Erlendur—. Yo...
—Sería una solución sencillísima, ¿verdad? —dijo Sigríður con aspereza.
—No malinterpretes mis palabras —dijo Erlendur.
—¡Que las malinterpreto! No malinterpreto nada —le soltó Sigríður con los dientes apretados—. ¿Tú crees que esto es cosa de unos tailandeses que se matan unos a otros? ¿No sería eso lo más cómodo para ti y para todos nosotros? ¡No son más que cosas de tailandeses! A nosotros no nos afecta. ¿Es eso lo que estás insinuando?
Erlendur titubeó. Quizá se había apresurado al interrogar a los parientes más próximos sobre la relación entre los hermanos. No tenía que sembrar sospechas con insinuaciones. Así solo causaba más furia y desesperación.
—Te pido perdón si he dado a entender esto —dijo Erlendur con calma—. Pero tenemos que buscar información, por muy desagradable que resulte. No nos hemos planteado que el mayor tenga algo que ver con el crimen, pero sigo pensando que cuanto antes le encontremos, mejor para todos.
—Niran volverá a casa enseguida —dijo Sigríður.
—¿Podría haber ido a casa de Óðinn, su padrastro?
—No creo. No se llevan bien. Mi hijo...
Sigríður vaciló. Erlendur esperó impaciente.
—Ay, no sé —dijo la mujer con un suspiro.
Sigríður le contó que ella había estado viviendo en el campo hasta hacía un tiempo, y que solo venía a Reikiavik algunas veces al año durante algunos días. Siempre iba a visitar a la familia de su hijo y, a veces, se quedaba en su casa, aunque el piso de Snorrabraut era pequeño. Sabía que su hijo no se encontraba bien, y aunque Sunee no se quejó de nada, vio que había algún problema serio en el matrimonio. Fue en la época en que Sunee dijo que tenía otro hijo en Tailandia y que quería que viniese.
Cuando conoció a Sunee, Óðinn no le dijo nada a su madre. Había estado con otra tailandesa antes de aparecer Sunee. Lo había abandonado después de tres años de convivencia. Óðinn no la había visto en persona cuando la hizo venir a Islandia, solo la conocía por fotos. A esa mujer le dieron un visado de un mes para estar en el país. Se casaron dos semanas después de que ella llegara a Islandia. Había traído todos los papeles necesarios para que el matrimonio fuera legal.
—Luego se fue a vivir a Dinamarca —dijo Sigríður—. Probablemente solo vino para conseguir el pasaporte islandés.
Lo siguiente que supo Sigríður fue que Óðinn había conocido a Sunee y se había casado con ella. Sunee y ella simpatizaron desde el principio. La primera vez que vio a su nuera tenía cierta aprensión, después de lo que había pasado, y estaba muy preocupada por la nueva relación. Intentó evitar los prejuicios y respiró aliviada al darle la mano a Sunee. Enseguida comprendió que aquella mujer tenía mucho que ofrecer. Lo primero que vio fue que Sunee había transformado el desastroso apartamento de Snorrabraut en un hogar bonito y limpio con una fuerte atmósfera oriental. Había traído, o había hecho que le enviaran, cosas de Tailandia para decorar el piso, una estatuita de Buda, fotos y diversos objetos preciosos.
A pesar de lo irregular de sus viajes a Reikiavik en esa época, Sigríður intentó facilitarle la vida a Sunee. Su nuera no comprendía la lengua y le resultaba muy difícil aprenderla. Hablaba poco inglés; además, Sigríður sabía que su hijo nunca había sido muy sociable y que tenía pocos amigos que pudieran ayudar a Sunee a adaptarse al cambio de forma de vida y a una sociedad totalmente distinta a la suya. Sunee fue conociendo poco a poco a otras mujeres tailandesas que la ayudaron a adaptarse, pero no tenía amigas islandesas, quizás a excepción de su suegra.
Sigríður admiraba el modo como Sunee se acostumbraba a la oscuridad y al frío y a aquellas costumbres tan extrañas. Lo único que pasa es que la gente se pone más ropa, decía ella, sonriente y positiva. El hijo no estaba siempre tan contento con la intromisión de su madre. Discutieron cuando Sigríður se dio cuenta de que su hijo se irritaba cuando Sunee hablaba tailandés con el niño. Y eso que, para entonces, ya había empezado a hablar un poquito de islandés. «No sé lo que le está diciendo al niño —se quejó Óðinn a su madre—. El niño tiene que hablar islandés. ¡Ese niño es islandés! Es lo mejor para él. Hay que pensar en su futuro».
Sigríður contó que más tarde se dio cuenta de que no era solo su hijo quien pensaba así. En algunos casos, los maridos islandeses prohibían a sus mujeres asiáticas hablar con los niños en su lengua materna porque ellos no la comprendían. Cuando la madre hablaba poco islandés, o nada, la madurez lingüística de los hijos llegaba a ser tan mala que podía afectar a toda su vida escolar. Eso podía afirmarse en el caso de Elías, que destacaba en matemáticas pero iba peor en asignaturas como ortografía y lengua islandesa.
Óðinn se negaba a hablar del divorcio y no escuchaba a su madre cuando le hablaba de sus obligaciones.
—Fue un error —decía—. ¡Nunca debí haberme casado!
Sigríður se mudó entonces a la capital y siguió manteniendo una buena relación con Sunee y Elías, a los que consideraba de su familia. Incluso a Niran, que no estaba contento con su destino, se le veía encantado con ella pese a lo poco que podían decirse. Intentó que su hijo le pagara a Sunee lo que tenía que darle por el divorcio, entre otras cosas una parte del piso, pero él se negó y dijo que aquel piso era suyo antes de que apareciera Sunee. A veces, Elías iba a casa de su abuela y se quedaba a dormir; era un chico alegre y majísimo que siempre estaba dispuesto a hacer lo que fuese por ella.
Niran jamás se llevó bien con su padrastro y no conseguía adaptarse a la sociedad islandesa. Tenía nueve años cuando llegó a Islandia con Virote, el hermano menor de Sunee. Virote se aclimató, encontró trabajo en la pesca y soñaba con abrir un restaurante tailandés.
—Niran nunca consideró a Óðinn su padre, lo que es comprensible —dijo Sigríður—. No tenían nada en común.
—¿Quién es el padre de Niran? —la interrumpió Erlendur.
Sigríður se encogió de hombros.
—Nunca se lo he preguntado —respondió.
—Tiene que ser difícil para un chico como él venir a este país a esa edad y en esas circunstancias.
—Naturalmente, fue muy difícil —dijo Sigríður—. Y lo sigue siendo. No va bien en el colegio y, en cierto modo, está marginado de la sociedad islandesa.
—Hay más chicos como él —dijo Erlendur—. Encuentran amparo unos con otros, porque tienen una historia parecida. Ha habido enfrentamientos entre ellos y chicos islandeses, aunque no muchos ni demasiado graves. Quizá vemos más armas que antes. Puños americanos. Navajas.
—Niran no es mal chico —dijo Sigríður—, pero sé que Sunee está preocupada por él. Siempre se portó bien con su hermano. Entre los dos existía una relación muy especial. Se llevaban estupendamente, eso creo, pese a las circunstancias. Sunee se esforzaba mucho para que fuera así.
Guðný salió de la cocina.
—Sunee quiere salir a buscar a Niran —dijo—. La acompaño.
—Claro —dijo Erlendur—. Pero creo que sería mejor esperarle un poco más, por si aparece.
—Me quedaré yo, por si acaso viene —dijo Sigríður.
—Sunee no puede seguir sentada esperando —dijo la intérprete—. Tiene que salir. Tiene que hacer algo.
—Lo comprendo perfectamente —dijo Erlendur.
Sunee se dirigió a la puerta del piso y se puso el abrigo. La puerta del cuarto de los chicos estaba abierta y lo miró. Fue hacia allí y empezó a decir algo. La intérprete y Erlendur se acercaron.
—Soñó algo —dijo la intérprete—. Cuando Elías despertó por la mañana, le contó el sueño que había tenido. Llegaba un pájaro y él le construía una jaula y los dos eran amigos, el pájaro y Elías.
Sunee estaba en la puerta del cuarto de los chicos y habló con la intérprete.
—Estaba un poco enfadado con su madre —dijo la intérprete.
Sunee miró a Erlendur y continuó su relato.
—En el sueño se sentía feliz porque por fin tenía un amigo —dijo la intérprete—. Estaba disgustado con su madre porque le había despertado. Elías habría querido seguir soñando.
Sunee recordó el sueño de Elías de aquella mañana. El niño estaba en la cama intentando que no se le escapara el sueño; acurrucado debajo de su edredón, demasiado pequeño, con su pijama demasiado corto. Sus delgadas piernas se salían de las perneras. Estaba acostado de lado con los ojos fijos en la pared, en la oscuridad. Su madre encendió la luz de la habitación pero él alargó la mano y la volvió a apagar. Su hermano ya estaba levantado. Se había hecho demasiado tarde para Sunee y no encontraba el bolso. Le llamó a gritos para que saliera de la cama. Sabía que le encantaba remolonear bajo el cálido edredón, sobre todo en las mañanas frías y oscuras, y tenía por delante un largo día de colegio.
—Tenemos que hablar de sus amigos —dijo Erlendur cuando la intérprete acabó de traducir las palabras de Sunee.
Sunee volvió a mirar la habitación de los chicos.
—¿Tiene muchos amigos? —preguntó Erlendur, y la intérprete tradujo sus palabras al tailandés.
—Creo que no tenía muchos en este sitio nuevo —dijo Sunee.
—Soñaba con eso —dijo Erlendur.
—Soñaba con tener un buen amigo —la intérprete tradujo las palabras de Sunee—. Le desperté y se quedó un buen rato en la cama antes de venir a la cocina. Yo estaba saliendo a todo correr cuando apareció, por fin. Le grité que se diera prisa. Niran ya había desayunado y estaba esperándole. Solían ir juntos al colegio. Y Niran decidió que no quería seguir esperando y yo tuve que marcharme.
Sunee se forzó a seguir.
—Ni siquiera pude despedirme de él. Eso fue lo último que le oí decir.
—¿El qué? —preguntó Erlendur, mirando fijamente a la intérprete.
Sunee dijo algo. Habló tan bajo que la intérprete tuvo que inclinarse para oírla. Cuando se incorporó, tradujo al islandés lo último que le dijo Elías a su madre antes de que se fuera a trabajar.
—Ojalá no me hubiera despertado.