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Elínborg había ido a visitar a un compañero de clase de Elías. Se quedó de pie en la cocina, ya que nadie le ofreció un asiento. El padre estaba sentado a la mesa al lado del muchacho, junto a su hermana y su hermano pequeño. Era una pequeña casa adosada a escasa distancia del bloque donde vivían Niran y Elías. Elínborg había interrumpido su cena. Otros agentes de policía estaban haciendo lo mismo en otras casas donde vivían niños que iban al colegio de Elías.

Elínborg se excusó varias veces. La madre dijo que había visto el telediario y que la noticia la había conmocionado. Ni el padre ni los niños parecieron reaccionar.

Elínborg echó un vistazo a la comida: espaguetis con carne picada. El olor a carne inundaba la casa, mezclado con aroma a albahaca y salsa de tomate. Sin proponérselo, pensó en su casa. Hacía días que no tenía tiempo para hacer la compra y la nevera estaba vacía.

—Vino al cumpleaños de Biggi —dijo la madre, que estaba de pie junto a la mesa—. Invitamos a toda la clase. Me pareció un chico realmente adorable. No puedo entender lo que ha pasado. Dijeron que le habían apuñalado. Como si alguien hubiese querido hacerle mucho daño. Insinuaron que le habían agredido, como si fuera algo premeditado. ¿Es verdad?

—Aún no estamos seguros —dijo Elínborg—. La investigación está empezando. No he visto las noticias, pero dudo de que la información con la que cuentan provenga de la policía. Por ahora sabemos muy poco. Por eso me gustaría charlar contigo, Biggi —dijo dirigiéndose al niño.

Biggi la miró con los ojos muy abiertos.

—Tú eras su amigo, ¿verdad? —dijo Elínborg.

—En realidad, no —dijo Biggi—. Estaba en mi clase, pero...

—Biggi no le conoce mucho —intervino la madre con una sonrisa comprometida.

—Ya, comprendo —dijo Elínborg.

El padre estaba en silencio, sentado junto a la mesa de la cocina. Su plato estaba lleno de comida pero no estaba dispuesto a comer delante de la agente de policía. Los niños habían empezado a devorar los espaguetis. La madre fue a abrir cuando Elínborg tocó el timbre y la invitó a entrar con cierta vacilación. Elínborg se dio cuenta de que alteraba la paz del hogar.

—¿Juegas con él, a veces?

—Creo que Birgir no juega mucho con él —dijo el padre.

El hombre era delgado y de rostro demacrado, con grandes ojeras y barba de varios días. Llevaba un mono azul que se había desabrochado hasta la cintura para sentarse a la mesa. Las manos estaban encallecidas por el trabajo. Algo grisáceo, que Elínborg pensó que sería cemento, le cubría la cara y el pelo. Concluyó que debía de ser albañil.

—Yo quería... —dijo Elínborg.

—Yo lo que querría es un poco de tranquilidad para cenar con mi familia —dijo el hombre—. Si no te importa.

—Lo sé —dijo Elínborg—, y os vuelvo a pedir perdón por la molestia. Solo quería hacerle un par de preguntas a Biggi, porque necesitamos esa información lo antes posible. Será un momento.

—Puedes hacerlo más tarde —dijo el hombre.

Clavó los ojos en Elínborg. La madre estaba de pie junto a la mesa, en silencio. Los niños solo se centraban en sus platos de espaguetis. Biggi miró a Elínborg y aspiró para meterse un larguísimo espagueti en la boca. La tenía llena de salsa de tomate.

—¿Sabes si Elías iba solo cuando hoy se ha ido a casa? —preguntó Elínborg.

Biggi sacudió la cabeza al momento, con la boca llena de espaguetis.

El hombre miró a su mujer y dijo:

—No creo que esto tenga relación con Biggi.

—Ese chico era adorable, educado y muy amable —dijo la mujer—. Y fue el único que dio las gracias en el cumpleaños, y no alborotó como los demás.

Miró a su marido mientras pronunciaba estas palabras, como si estuviera justificándose por haber invitado a Elías al cumpleaños de su hijo. Elínborg miró a uno y otra y luego a los chicos, que habían dejado de comer y miraban temerosos a sus padres. Se daban cuenta de que se avecinaba una buena discusión.

—¿Cuándo fue la fiesta? —preguntó Elínborg, mirando a la madre.

—Hace tres semanas.

—¿Durante las fiestas navideñas? ¿Y no fue bien?

—Sí, fue muy bien. ¿Verdad que sí, Biggi? —dijo la mujer mirando a su hijo. Evitó mirar a su marido.

Biggi asintió en silencio. Miró a su padre, sin saber si debía decir lo que le apetecía.

—¿Serás tan amable de dejarnos en paz? —dijo el hombre mientras se ponía en pie—. Nos gustaría cenar.

—¿Viste a Elías cuando vino al cumpleaños?

—Yo trabajo dieciocho horas diarias —dijo el hombre.

—Nunca está en casa —dijo la mujer—. No tienes por qué ser tan mal educado con ella —añadió, mirando de reojo a su marido.

—¿Te ponen nervioso los inmigrantes? —preguntó Elínborg.

—No tengo nada contra esa gente —dijo el hombre—. Es que Birgir no conoce a ese chico. No eran amigos. No podemos ayudarte. ¡Y ahora déjanos en paz!

—Naturalmente —dijo Elínborg mirando los platos de espaguetis.

Titubeó un momento, pero luego se rindió y se marchó.

—Ha sido un día como otro cualquiera —dijo Agnes, la tutora de Elías, respondiendo a las preguntas de Sigurður Óli—. Creo que ha sido así. Lo único que hice fue cambiarlo de sitio en clase. Lo había decidido hacía tiempo y por fin lo he hecho esta mañana.

Seguían sentados en el despacho de casa de Agnes, quien acababa de sacar un cigarrillo de un cajón. Sigurður Óli la observó cuando miró furtivamente a la puerta y se sentó junto a la ventana para encender el cigarrillo y echar el humo hacia afuera. No comprendía a los que seguían decididos a acabar con sus vidas fumando. Estaba convencido de que el tabaco era lo más perjudicial del mundo, y en el trabajo solía dar lecciones magistrales al respecto. A Erlendur, fumador, le entraban por un oído y le salían por el otro. En una ocasión le respondió que lo que dañaba más al mundo eran los ascetas fundamentalistas como Sigurður Óli.

—Elías llegó un poco tarde —continuó Agnes—. No solía llegar tarde, aunque a veces remoloneaba un poco. Solía ser el último en salir de la clase, el último en recoger los libros, y cosas así. Siempre tenía la cabeza en otra parte. Era un poco como una «azafata». —Agnes marcó las comillas con los dedos.

—¿Una azafata?

—Así los llama Vilhjálmur, el profesor de educación física. Es de las islas Vestmann.

Sigurður Óli se quedó mirándola sin entenderla.

—Son los chicos que siempre salen los últimos del gimnasio.

—¿Por qué lo cambiaste de sitio en el aula? —dijo Sigurður Óli, sin llegar a captar la relación entre azafatas y nativos de las islas Vestmann.

—No es raro —dijo Agnes—; además, lo hacemos por diversos motivos. No lo hice por él. Elías era un genio de las matemáticas. Iba muy por delante de sus compañeros, incluso de todo su curso, pero el niño que se sentaba a su lado, el pobre Birgir, Biggi, tiene problemas para entender cómo dos más dos pueden llegar a ser cuatro.

Agnes miró a Sigurður Óli.

—Sé que esto no debería decirlo, pero... —se apresuró a añadir, algo avergonzada—. Pero bueno, la madre de Biggi habló conmigo y me dijo que el niño se quejaba de que no servía para nada y de que no era capaz de aprender. Cuando ella empezó a sonsacarle lo que le pasaba, le contó que Elías era mucho mejor que él en todo. La madre se quedó confundida. Pasa con frecuencia, y por regla general suele solucionarse fácilmente. Cambié a Elías de sitio. Lo puse con una preciosa chica que también es una magnífica alumna.

Agnes dio una larga calada y dejó escapar el humo por la ventana.

—¿Y Elías? ¿Tenía dificultades en otras materias?

—Sí —respondió Agnes—. Tenía bastantes problemas con la lengua islandesa. Con su hermano siempre hablaba en tailandés. Era la lengua que utilizaban en casa. Eso puede provocar ciertas complicaciones a los niños.

Apagó el cigarrillo.

—¿De modo que Elías llegó tarde esta mañana? —dijo Sigurður Óli.

Agnes mantuvo la colilla entre los dedos y asintió con la cabeza.

—Había empezado a leer los nombres de la lista cuando Elías apareció. Toda la clase le miró mientras se sentaba. Iba despeinado y tenía pinta de haberse quedado dormido, como si aún no estuviera despierto del todo. Le pregunté si todo iba bien y se limitó a asentir con la cabeza. Se sentó con la cartera en la mesa y miró por la ventana hacia el patio; parecía estar en las nubes. No me oyó cuando empecé la clase. Estaba allí sentado, mirando por la ventana. Fui hasta él y le pregunté en qué estaba pensando. «En el pájaro», me respondió. «¿Qué pájaro?». «El pájaro con el que he soñado. El pájaro que se murió».

Agnes se metió la colilla en el bolsillo y cerró la ventana. Hacía frío en la habitación, y tiritó al ponerse de pie. Habían anunciado temporal para las últimas horas de la tarde y para aquella noche.

—No le pregunté nada más —dijo—. A veces los niños dicen ese tipo de cosas. No volví a verle hasta el mediodía. Durante el recreo y el almuerzo. Entonces no le presté atención. Tenían clase de arte por la mañana; quizá deberías hablar con Brynhildur. Luego tenían dos horas conmigo, después del almuerzo. La última clase era educación física, con Vilhjálmur. Él fue el último profesor con quien estuvo Elías.

—Es el siguiente en la lista —dijo Sigurður Óli—. ¿Puedes contarme algo sobre... —pasó unas páginas de su cuaderno en busca del nombre que le había proporcionado el director del colegio—... sobre Kjartan, que da clases de islandés?

—Kjartan no es la alegría de la huerta —dijo Agnes—. Lo verás enseguida. No sabe callarse. Es un tanto pelma, el pobre. Una figura del deporte. Jugaba al balonmano pero luego le pasó algo, no sé muy bien qué. No es tonto. Enseña sobre todo a los cursos superiores.

Sigurður Óli asintió, se metió el cuaderno de notas en el bolsillo y se despidió de Agnes. De camino al coche sonó su móvil. Era Bergþóra, su mujer. Había visto las noticias en televisión y sabía que volvería tarde a casa.

—Es espantoso —dijo—. ¿De verdad le apuñalaron?

—Sí —dijo Sigurður Óli—. Tengo un montón de cosas que hacer, no sabemos por dónde empezar... No me esperes despierta.

—¿Tenéis alguna idea de quién pudo hacerlo?

—No. Su hermano ha desaparecido. Su hermano mayor. Es posible que él sepa algo. Al menos, eso es lo que cree Erlendur.

—¿Que lo hizo él?

—No, pero...

—¿No es más probable que también le hayan agredido a él? ¿Erlendur se ha planteado esa posibilidad?

—Se lo diré —dijo Sigurður Óli con cierta brusquedad. A veces, sin pretenderlo, Bergþóra daba a entender que confiaba más en Erlendur que en su propio marido respecto a las investigaciones policiales. Sigurður Óli sabía que no lo hacía con mala intención, pero de todos modos le ponía enfermo.

Hizo una mueca. Podía provocar la ira de Bergþóra con ese gesto, pero estaba cansado e irritable, y sabía que su mujer quería que llegase a casa lo antes posible. Tenían que hablar. Una propuesta de Bergþóra. Días atrás le propuso adoptar a un niño en el extranjero. No podían tener hijos. A Sigurður Óli no le entusiasmó la idea. Con cierta vacilación, propuso dejar las cosas como estaban. Los intentos de tener hijos habían provocado varios problemas en su relación. Sigurður Óli prefería dejar pasar unos años sin preocuparse por tener o adoptar niños. Bergþóra era más impaciente. Se moría de ganas de tener un hijo.

—Bueno, yo no tengo por qué meterme en eso, claro —dijo por teléfono.

—Contamos con la posibilidad de que también hayan agredido a su hermano —dijo Sigurður Óli—. Estamos estudiando todas las posibilidades.

Se produjo un silencio.

—¿Y Erlendur ya ha encontrado a esa mujer? —preguntó Bergþóra al final.

—No. Aún no ha aparecido.

—¿Sabéis algo más?

—En realidad, no.

—Si me duermo, ¿me despertarás cuando vuelvas?

—Claro que sí —dijo Sigurður Óli, y se despidieron.

Invierno ártico

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