Читать книгу Invierno ártico - Arnaldur Indridason - Страница 6
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ОглавлениеSe podía deducir su edad, pero era más difícil hacerse una idea sobre su lugar de origen.
Pensaban que tendría unos diez años. Llevaba un anorak gris, desabrochado, con capucha, y pantalones de camuflaje, de colores verde y marrón, como los militares. En la espalda llevaba una mochila escolar. Una de las botas se le había caído y vieron que el calcetín tenía un agujero. Por él asomaba un dedo. El muchacho no llevaba guantes ni gorro. El pelo negro se le había congelado. Estaba tumbado sobre el vientre, con una mejilla vuelta hacia ellos, y sus ojos muertos los miraban desde la tierra helada. Debajo de él había un charco de sangre que había empezado a helarse.
Elínborg se puso en cuclillas al lado del cuerpo.
—Dios mío —suspiró—. ¿Cómo es posible?
Acercó la mano como si quisiera tocar el cuerpo. Parecía como si el niño se hubiera tumbado a descansar. Estaba muy afectada. Como si se negara a creer lo que veía.
—No lo toques —dijo Erlendur con calma. Estaba junto al cuerpo, acompañado por Sigurður Óli.
—Debió de pasar mucho frío —dijo Elínborg en voz baja, y retiró la mano.
Estaban a mediados de enero. El invierno había sido aceptable hasta Nochevieja, cuando empezó a hacer bastante frío. Una coraza de hielo duro cubría el suelo y el viento del Norte silbaba y aullaba junto al bloque de apartamentos. Grandes ráfagas de nieve barrían la tierra. Los copos se acumulaban en pequeños montones aquí y allá, y la fina nieve de la superficie formaba remolinos con el aire. El viento polar les mordía el rostro, se les colaba en la ropa y les llegaba hasta los huesos. Erlendur hundió aún más las manos en los bolsillos del grueso abrigo y tiritó. El cielo estaba encapotado y casi reinaba la oscuridad, aunque apenas eran las cinco.
—¿Por qué fabricarán esos pantalones militares para niños? —preguntó.
Estaban los tres apiñados sobre el cuerpo del muchacho. Las luces azules de los coches patrulla se reflejaban en el bloque de apartamentos y las casas unifamiliares cercanas. Unos cuantos transeúntes se habían ido juntando alrededor de los coches. Los primeros periodistas ya habían llegado. Los de la Científica hacían fotos como locos y sus flashes competían con las luces parpadeantes. Tomaban muestras del lugar en el que yacía el muchacho, y de todo lo que había alrededor. Estaban en la primera fase de la investigación del escenario del crimen.
—Esos pantalones están de moda —dijo Elínborg.
—¿Te parece mal que los niños lleven estos pantalones? —preguntó Sigurður Óli.
—No lo sé —dijo Erlendur—. Sí, me parece raro —concluyó.
Recorrió con la mirada el bloque de apartamentos. En algunos lugares había gente en los balcones, a pesar del frío, mirando. Otros se mantenían en el interior y se contentaban con mirar por las ventanas. Pero la mayor parte de los inquilinos aún estaba trabajando, y las ventanas de sus apartamentos estaban cerradas. Habría que ir por todos los pisos a hablar con la gente del bloque. El testigo que encontró al muchacho dijo que vivía allí. A lo mejor estaba solo y se cayó por el balcón, y entonces todo se podría explicar como un absurdo accidente. Erlendur prefería esa opción a que alguien hubiera matado al niño, cosa que le parecía imposible.
Miró a su alrededor. El patio del bloque no parecía estar demasiado cuidado. En el centro del patio había un pequeño parque de juegos infantiles con gravilla en el suelo. Había dos columpios, uno roto, con el asiento colgando, meciéndose con la brisa; un tobogán de hierro que alguna vez estuvo pintado de rojo pero que ahora estaba desconchado y oxidado; y un sencillo balancín con dos diminutos sillines: un extremo se había quedado congelado en el suelo, el otro apuntaba al aire como un gigantesco cañón de escopeta.
—Tenemos que encontrar la bota —dijo Sigurður Óli.
Todos miraron el calcetín agujereado.
—No me lo puedo creer —dijo Elínborg con un suspiro.
Los miembros de la sección de investigación buscaban huellas en el patio, pero había comenzado a oscurecer y no parecía haber huella alguna en el hielo endurecido. El patio estaba cubierto por una capa de hielo muy resbaladiza, con pequeños claros de hierba aquí y allá. El médico jefe del distrito de Reikiavik ya había certificado la defunción y permanecía en un lugar en el que creía que podía resguardarse del viento del Norte e intentaba encender un cigarrillo. No estaba seguro de la hora de la muerte. Seguramente no hacía ni una hora, pensaba. Dijo que un especialista en medicina forense necesitaba comparar la temperatura exterior y la corporal para calcular la hora del deceso. En la primera inspección de urgencia no había podido descubrir la causa del fallecimiento. Probablemente una caída, dijo, y alzó los ojos hacia el siniestro edificio.
No habían movido el cuerpo. Un forense venía de camino. A ser posible, quería ver el escenario e inspeccionar las circunstancias de la muerte con la policía. Erlendur estaba preocupado porque cada vez había más gente a la entrada del bloque de apartamentos que podía ver el cadáver iluminado por los flashes. Los coches pasaban despacio porque los ocupantes también querían ver la escena. Estaban montando unos pequeños focos para explorar mejor el entorno. Erlendur sugirió a un policía que protegiera el perímetro de los mirones.
Desde el patio se podía ver que las puertas de todos los balcones desde los que se podía haber caído el niño parecían cerradas. Las ventanas también lo estaban. El bloque de apartamentos era todo menos pequeño, formado por seis pisos y cuatro escaleras. No estaba bien conservado. Las barandillas metálicas de los balcones estaban oxidadas. La pintura estaba descolorida y en algunos lugares se veían desconchones en la fachada. Desde donde se encontraba, Erlendur vio dos ventanales con grandes grietas, cada una de un apartamento distinto. Nadie los había cambiado por otros nuevos.
—¿Podría tratarse de un crimen racial? —dijo Sigurður Óli, mirando el cadáver del niño.
—Creo que será mejor no hacer suposiciones —dijo Erlendur.
—¿Es posible que estuviera trepando por la fachada del edificio? —preguntó Elínborg, volviendo a mirar el bloque.
—Los chavales se dedican a las cosas más insospechadas —dijo Sigurður Óli.
—Tenemos que saber si podía estar trepando por los balcones —dijo Erlendur.
—¿De dónde puede ser? —se preguntó Sigurður Óli.
—Me parece que es asiático —dijo Elínborg.
—Puede ser tailandés, filipino, vietnamita, coreano, japonés, chino... —enumeró Sigurður Óli.
—¿Y si nos limitamos a decir que es islandés, hasta que sepamos más? —dijo Erlendur.
Se mantuvieron en silencio en medio del frío, mirando el montón de nieve que iba acumulándose junto al muchacho. Erlendur observó a los transeúntes curiosos que había en la entrada del edificio, donde estaban los coches patrulla. Luego se quitó el abrigo y lo puso encima del cadáver.
—¿Eso no puede afectar a la investigación? —dijo Elínborg mirando a los científicos. Según la ley, ellos no podían tocar el cuerpo hasta que les autorizaran a hacerlo.
—No lo sé —dijo Erlendur.
—No es demasiado profesional —dijo Sigurður Óli.
—¿Nadie ha echado en falta al niño? —dijo Erlendur, sin escuchar lo que había dicho Sigurður Óli—. ¿Nadie ha preguntado por un niño de esta edad que ande perdido?
—Lo comprobé por el camino —dijo Elínborg—. A la policía no le ha llegado ninguna denuncia.
Erlendur bajó la vista y miró su abrigo. Sentía frío.
—¿Quién lo encontró?
—Está en uno de los portales —dijo Sigurður Óli—. Nos esperó. Llamó desde su móvil. Hoy día, todos los niños tienen móvil. Dijo que había tomado un atajo por el patio del bloque al volver del colegio y se encontró el cuerpo.
—Voy a hablar con él —dijo Erlendur—. Vosotros mirad si hay huellas del niño en el patio. Si sangró, quizás haya un rastro. Puede que no sea una caída.
—¿Eso no es trabajo de la Científica? —dijo Sigurður Óli entre dientes, pero los otros dos no le oyeron.
—Parece que no le atacaron en el patio —dijo Elínborg.
—Y por lo que más queráis, encontradme la otra bota —dijo Erlendur, antes de ponerse en marcha.
—El que lo encontró —dijo Sigurður Óli.
—Sí —dijo Erlendur, dándose la vuelta.
—También es de co... —Sigurður Óli vaciló.
—¿Cómo?
—Hijo de inmigrantes —dijo Sigurður Óli.
El muchacho estaba sentado en la escalera de uno de los portales del bloque, acompañado por una mujer policía. Llevaba el equipo de deporte hecho una bola en una bolsa de plástico amarilla. Miró a Erlendur con desconfianza. No habían querido que se sentara en un coche patrulla. Eso hubiera despertado sospechas sobre su participación en la muerte del niño, y alguien pensó que sería mejor que esperara en el portal.
El pasillo estaba sucio y olía a porquería mezclada con humo de tabaco y olor de comida procedente de los apartamentos. El gres del suelo estaba rajado y en la pared se veía un graffiti que Erlendur apenas pudo descifrar. Los padres del joven aún estaban trabajando. El muchacho tenía la piel morena, el pelo liso y muy negro, todavía húmedo de la ducha, y unos grandes dientes blancos. Llevaba un plumón grueso, pantalones vaqueros y una gorra en la mano.
—Hace un frío horrible —dijo Erlendur, frotándose las manos.
El chico no dijo nada.
Erlendur se sentó a su lado. El muchacho dijo que se llamaba Stefán y que tenía trece años. Siempre había vivido en el bloque de más abajo. Dijo que su madre era filipina.
—Supongo que te llevarías un buen susto al encontrártelo —dijo Erlendur tras un momento de silencio.
—Sí.
—¿Sabes quién es? ¿Le conocías?
Stefán le había dado a la policía el nombre del niño y el número del apartamento en el que vivía. Era en aquel mismo bloque, pero en otra escalera, y la policía estaba intentando localizar a sus padres. En el piso no respondía nadie. Lo único que Stefán sabía de la familia era que la madre del muchacho fabricaba dulces, y que él tenía un hermano. Dijo que no conocía demasiado al chico, ni tampoco a su hermano. No hacía mucho que vivían allí.
—Le llamaban Elli —dijo el muchacho—. En realidad, se llamaba Elías.
—¿Estaba muerto cuando lo encontraste?
—Sí, creo que sí. Le toqué pero no se movió.
—¿Y nos llamaste? —dijo Erlendur como si le pareciese conveniente animar al muchacho—. Hiciste muy bien. Has hecho lo que debías. ¿A qué te refieres con eso de que «la madre fabrica dulces»?
—Trabaja en un taller o algo así, donde fabrican dulces.
—¿Sabes qué le ha pasado a Elli?
—No.
—¿Conocías a sus amigos?
—No mucho.
—¿Qué hiciste después de moverlo?
—Nada —dijo el muchacho—. Llamé a la poli y ya está.
—¿Sabes el número de la poli?
—Sí. Cuando vengo del colegio me quedo solo en casa, y mamá quiere estar segura. Dice...
—¿Qué dice?
—Mamá dice que tengo que llamar a la policía enseguida si...
—¿Si qué?
—Si pasa algo.
—¿Qué crees que puede haberle pasado a Elli?
—No lo sé.
—¿Has nacido en Islandia?
—Sí.
—¿Y Elli también? ¿Lo sabes?
El muchacho, que había estado con la cabeza baja, mirando el gres del portal, centró su mirada en Erlendur.
—Sí —respondió.
Elínborg irrumpió en el vestíbulo por la puerta de la calle. Un delgado cristal separaba el vestíbulo y la escalera, y Erlendur vio que llevaba en la mano el abrigo que se había dejado. Sonrió al niño y le dijo que a lo mejor volvía a hablar con él después, y se levantó para acercarse a Elínborg.
—Sabes que no puedes interrogar a un niño si no es en presencia de sus padres o tutores, o del personal de la Agencia de Protección de Menores, y todo eso —dijo la mujer bruscamente, entregándole el abrigo.
—No estaba interrogándole —dijo Erlendur—. Solo le pregunté cosas muy generales sobre el caso. —Miró el abrigo—. ¿Ya se han llevado al niño?
—Va camino del depósito. No es una caída. Encontraron huellas.
Erlendur hizo una mueca.
—El muchacho entró en el patio por el lado oeste —dijo Elínborg—. Allí hay un camino peatonal. Se supone que estaba iluminado, pero uno de los inquilinos nos dijo que la bombilla de una de las farolas siempre estaba rota. El chico entró en el patio trepando por la verja. Encontramos sangre. Allí perdió la bota, probablemente al saltar por encima.
Elínborg respiró hondo.
—Alguien lo apuñaló —dijo—. Murió tras haber recibido una cuchillada en el vientre. Había un charco de sangre debajo, y probablemente se congeló al instante.
Elínborg se quedó callada.
—Iba hacia su casa —dijo entonces.
—¿Es posible saber dónde le apuñalaron?
—Estamos en ello.
—¿Ya han localizado a los padres?
—Su madre está de camino. Se llama Sunee. Es tailandesa. No le hemos dicho lo que ha pasado. Será espantoso.
—Quédate tú con ella —dijo Erlendur—. ¿Y qué hay del padre?
—No lo sé. En el timbre de la puerta hay tres nombres. Uno me parece que es algo así como Niran.
—Tengo entendido que tiene un hermano —dijo Erlendur.
Abrió la puerta para dejar pasar a Elínborg, y los dos salieron hacia el vendaval del norte. Elínborg se quedó a esperar a la madre. La acompañaría al tanatorio. Un policía acompañó a Stefán a su casa, donde le tomarían declaración. Erlendur volvió al patio del bloque. Se puso el abrigo. El trozo de tierra en el que había yacido el muchacho estaba negro.
Caído estoy en tierra.
Erlendur recordó ese fragmento de un viejo poema mientras estaba allí en silencio, sumido en sus pensamientos, mirando el lugar donde había yacido el muchacho. Levantó los ojos para mirar el tétrico bloque de apartamentos y finalmente se puso en marcha con mucho cuidado, saltando la espesa capa de hielo que lo separaba de la zona de juego y sujetándose en el gélido metal del tobogán. Sintió como el frío penetraba por su mano.
Caído estoy en tierra,
helado, no puedo librarme...